Cada uno está llamado a dar, según su capacidad

Zamora, 6 noviembre 2023
Antonio Fernández, licenciado en Sociología

         Por supuesto, Dios está con nosotros a través de las cosas y del rutinario acontecer de cada día, soplándonos a través de la conciencia y con vistas a encauzar hacia el bien lo que a cada uno le toca hacer.

         En esta situación, uno ya no se plantea el problema de sobre qué hay que discutir, defender o negar, pues todo eso es secundario. Sino que lo que hay que plantear es la realidad como un todo, de todo o nada. Esta es la única alternativa viable para que sea posible una armonía entre los hombres, la naturaleza y el mundo, y con fundamento firme para que dicha armonía sea duradera.

         Respecto a la visión cristiana de la vida, se quiera o no también se llega a concluir en lo mismo, pues creer significa comprender la existencia como una respuesta a la palabra a Dios, en esa opción por aceptar lo recibido de Dios. Es decir, que lo recibido precede al hacer, y no porque el hacer se desprecie o considere superfluo, sino porque lo importante es haber recibido, y por eso, porque hemos recibido, es por lo que hacemos.

         La fe cristiana significa también una opción en pro de que lo invisible es más real que lo visible. Es afirmación de la supremacía de lo invisible como propiamente real, lo cual nos lleva y autoriza a colocarnos ante lo invisible con tranquilidad impertérrita y en la responsabilidad que dimana del verdadero fundamento de todo, de lo invisible.

         Por eso no puede negarse que la fe cristiana se oponga a la actitud a la que parece inclinarnos la orientación actual del mundo. En principio, nos invita a limitarnos a lo visible, a lo aparente en el más amplio sentido de la palabra; nos invita a hacer extensiva la actitud metódica fundamental a la que las ciencias naturales deben sus resultados, al todo de nuestra relación con la realidad. Y como techne (lit. acción eficaz), nos exige contar con lo factible y hacer de eso el suelo que nos soporte.

         El primado de lo invisible sobre lo visible, el de lo recibido sobre el hacer, corre en sentido totalmente opuesto a esta orientación. Aquí radica la dificultad del salto por el que nos confiamos a lo invisible. Y con todo, la libertad de hacer y la de aceptar lo visible por la investigación metódica se hacen posibles en primer lugar por la fe cristiana, porque la fe cristiana los califica de provisionales, y por la jerarquía que así se inicia.

         Esto no quiere decir que partir de lo que aquí sucede sea un entregarse a lo irracional. Es, por el contrario, un acercarse al logos, a la ratio, a la inteligencia, y así a la verdad misma, ya que el fundamento sobre el que se sostiene el hombre no puede ni debe ser a fin de cuentas sino la verdad.

         Llegamos así un punto en el que por lo menos sospechamos una última antítesis entre el saber de lo factible y la fe. El saber de lo factible tiene que limitarse al dato, a lo mesurable. La consecuencia es clara: no busca la verdad. Consigue sus propósitos mediante la renuncia al problema de la verdad misma y mediante la limitación a lo determinado, a la exactitud del sistema cuyos planes hipotéticos deben conservarse en el experimento.

         El saber factible no investiga, digámoslo otra vez, cómo son las cosas en sí y para sí, sino la función que tienen para nosotros. El paso al saber factible se da cuando el ser ya no se considera en sí mismo, sino en función de nuestra obra.

         Esto supone que al desaparecer el problema de la verdad y al transmutarse en el factum y faciendum se cambia totalmente el concepto de la verdad. En lugar de la verdad del ser en sí entra la utilidad de las cosas para nosotros, que se confirma en la exactitud de los resultados. Es incuestionable que sólo esta actitud se nos brinda como posibilidad de cálculo, mientras que la verdad del ser mismo escapa al saber como cálculo.

         Todavía no hemos hablado del rango más fundamental de la fe cristiana: su carácter personal. La fe cristiana es mucho más que una opción en favor del fundamento espiritual del mundo. Su fórmula central reza así: "creo en ti, no creo en algo". Es encuentro con el hombre Jesús; en tal encuentro siente la inteligencia como persona.

         En su vivir mediante el Padre, en la inmediación y fuerza de su unión suplicante y contemplativa con el Padre, es Jesús el testigo de Dios, por quien lo intangible se hace tangible, por quien lo lejano se hace cercano. Más aún, no es puro testigo al que creemos lo que ha visto en una existencia en la que se realiza el paso de la limitación a lo aparente a la profundidad de toda la verdad. No. Él mismo es la presencia de lo eterno en este mundo.

         En la vida de Jesucristo, en la entrega sin reservas de su ser a los hombres, la inteligencia del mundo se hace actualidad, se nos brinda como amor que ama y que hace la vida digna de vivirse mediante el don incomprensible de un amor que no está amenazado por el ofuscamiento egoísta. La inteligencia del mundo es el tú, ese tú que no es problema abierto, sino fundamento de todo, fundamento que no necesita a su vez ningún otro fundamento.

         La fe es, pues, encontrar un tú que me sostiene y que en la imposibilidad de realizar un movimiento humano da la promesa de un amor indestructible que no sólo solicita la eternidad, sino que la otorga. la fe cristiana vive de esto: de que no existe la pura inteligencia, sino la inteligencia que me conoce y me ama, de que puedo confiarme a ella con la seguridad de un niño que en el tú de su madre ve resueltos todos sus problemas.

         Por eso la fe, la confianza y el amor son, a fin de cuentas, un misma cosa, y todos los contenidos alrededor de los que gira la fe, no son sino concretizaciones del cambio radical, del "yo creo en tí", del descubrimiento de Dios en la faz humana de Jesús de Nazaret.

         Quizá la dificultad que hoy día experimentamos al hablar de Dios se funde en que nuestro lenguaje tiende cada día más a ser puro cálculo, en que nuestro lenguaje sea pura significación de comunicación técnica, en que cada día disminuya el encuentro con el logos de todo ser en quien, consciente o sólo en el corazón, entramos en contacto con el fundamento de todo.

         El Dios en quien creemos es el Dios a quien se dirige el hombre en sus oraciones y el Dios que habla al hombre. No es el dios, que antes aparecía como algo neutro, como un concepto supremo, definitivo y puro pensar, eternamente cerrado en sí mismo, sin proyección alguna hacia el hombre y hacia su pequeño mundo.

         Es el llamado dios de los filósofos, cuya pura eternidad e inmutabilidad excluye toda relación a lo mutable y contingente, eterna matemática del universo sin potencia de amor creador. No es el Dios de la fe cristiana, cuya experiencia vivió Pascal y luego escribió en un trozo de papel que cosió al forro de su casaca con estas palabras: Dios de Abraham, Isaac y Jacob, no el Dios de los filósofos y letrados.

         Frente a un Dios que pareciera alimentarse de la matemática, con Pascal y cuantos saben que, solo por la propia ciencia, nunca se acercarán al verdadero conocimiento, cabe vivir la experiencia de la zarza ardiente hasta comprender que Dios, eterna geometría del universo, sólo puede serlo porque es amor creador, porque es zarza ardiente de donde nace un Hombre por el que entra en el mundo de los hombres.

         En este sentido, es también verdad que el Dios de los filósofos es muy distinto de como ellos mismos se lo habían imaginado, aun siendo todavía lo que ellos afirmaban; es verdad que solo se le conoce cuando se comprende que él, auténtica verdad y fundamento de todo ser, es el Dios de los hombres, inseparablemente del Dios de la fe cristiana.

         La fe cristiana significa ante todo una decisión en pro del primado del logos sobre la pura materia. Decir creo en Dios es hacer una opción en pro de esta idea: el Logos, es decir, la idea, la libertad y el amor existen no solo al final, sino también al principio; él es el poder que comprende todo ser y que da origen a todo ser.

         Con otras palabras: la fe significa una decisión que afirma que la idea y la inteligencia no sólo son un derivado accidental del ser, sino que todo ser es producto de la idea; es más, en su estructura más íntima es idea.

         Según esto, la fe, en sentido específico, significa decisión por la verdad, ya que para ella el ser es verdad, comprensibilidad, inteligencia. Pero todo esto no es un producto secundario del ser que puede, sin embargo, carecer de significado decisivo y estructural para el todo de lo real.

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         También nos dice nuestro teólogo de cabecera que la fe en el Dios único pasa, como por necesidad interna, a la profesión de fe en el Dios uno y trino. Pero no olvidemos, por otra parte, que entramos así en un campo en el que la teología cristiana conoce sus propios límites mucho más que en tiempos pasados.

         Aquí el deseo de conocerlo todo inmediatamente y a la perfección puede convertirse en funesta necedad; aquí solo el humilde reconocimiento de que no se sabe es el único saber verdadero; la contemplación atónita del misterio incomprensible es la auténtica profesión de fe en Dios.

         El amor es siempre mysterium. El amor mismo (el Dios increado y eterno) tiene que serlo en sumo grado: el misterio mismo. La doctrina trinitaria no ha nacido de una especulación sobre Dios ni de una investigación filosófica sobre el origen de todo ser; es más bien el resultado de una laboriosa elaboración de determinadas experiencias históricas.

         En el AT la fe hablaba de Dios como Padre de Israel y de los pueblos, como creador y señor del mundo. El NT narra un acontecimiento inaudito en el que Dios se revela en una dimensión que durante largo tiempo permaneció oculta: en Jesucristo nos encontramos con un hombre que es y se califica de Hijo de Dios. Encontramos a Dios en la figura de su enviado, que no es una esencia intermedia entre Dios y los hombres sino realmente Dios, y que con todo, llama a Dios como nosotros: Padre.

         He aquí una colosal paradoja. Por una parte, este hombre llama a Dios Padre (le tutea), y si esto no es pura comedia sino verdad, como conviene a Dios, él tiene que ser distinto del Padre al que él y nosotros invocamos. Por otra parte, él es el Dios cercano que se aproxima a nosotros; él es el mediador de Dios para nosotros; precisamente por ser Dios mismo como hombre, en figura y esencia de hombre, él es el Enmanuel (lit. Dios-con-nosotros).

         Si fuese distinto de Dios, si fuese una esencia intermedia, desaparecería radicalmente su mediación que se convertiría en separación; entonces no nos llevaría a Dios, sino que nos alejaría de él. De aquí se colige que él es el Dios mediador mismo y el .hombre mismo., real y totalmente.

         Ahí estaba contenida ya fundamentalmente la terminología del dogma. Sale a la luz la idea de que Dios es simplemente uno como sustancia, como .esencia.; pero al querer hablar de Dios en la categoría de trinidad lo que hacemos no es multiplicar la sustancia, sino afirmar que en Dios uno e indivisible se da el fenómeno del diálogo, de la unión de la palabra y el amor.

         Esto significa que las 3 personas que hay en Dios son la realidad de la palabra y el amor en su más íntima dirección a los demás. No son sustancias o personalidades en el moderno sentido de la palabra, sino relación cuya actualidad pura no elimina la unidad de la esencia superior, sino que la constituye.

         Todo lo certero que se diga de Cristo puede aplicarse a los cristianos. Para San Juan, ser cristiano significa no quedarse en sí mismo ni consistir en sí mismo, sino vivir abierto totalmente al servicio de sus semejantes. Porque el cristiano es Cristo, vale eso también para él, y en tales expresiones verá qué poco cristiano es. Sobre esa deseable simbiosis entre el amor de Dios y la libre correspondencia de los seres humanos nos decía el papa Benedicto XVI:

"A mi modo de ver, todo esto ilumina inesperadamente el carácter ecuménico del texto. Todos saben que la oración sacerdotal de Jesús, es el documento primordial del compromiso por la unidad de la Iglesia. ¿Pero no nos quedamos un poco en la superficie? Nuestras reflexiones han puesto en evidencia que la existencia cristiana es ante todo la unidad con Cristo; tal unidad será posible cuando desaparezca el interés por lo propio y cuando entre sin reservas el puro ser de y para. De esta unidad con Cristo, que se da en quienes no consideran nada como propio, se sigue la más plena unidad .para que todos sean uno como nosotros somos uno.. Todo no ser-uno, todo estar-divididos, se apoya en una oculta falta de ser cristiano realmente; es un agarrarse a lo propio con lo que se elimina la síntesis de la unidad".

         Pero tú no eres, ni yo soy, ni somos cristianos si no captamos la invitación que nos llega desde la cruz. Partiendo de la cruz, el desarrollo de la comprensión que llamamos fe hizo que los cristianos llegasen a identificar persona, palabra y obra. En último término, eso es lo decisivo; todo lo demás es secundario. Por eso su profesión de fe puede limitarse simplemente al acoplamiento de las palabras de Jesús. En esa unión se dice todo.

         A Jesús se le contempla desde la cruz que habla más fuerte que todas las palabras; él es el Cristo; no necesitamos nada más. El "yo crucificado" del Señor es una realidad tan plena que todo lo demás puede relegarse a un lugar secundario.

         La primera, la teología de la encarnación, habla del ser y gira en torno a un hecho: un hombre es Dios y, por eso, Dios es hombre; todo esto es inaudito, pero también decisivo. Ante este acontecimiento, ante la unidad del hombre y de Dios, ante el hecho de la encarnación de Dios, palidecen todos y cada uno de los hechos que de ahí nacen. Frente a este hecho fundamental todos los demás son sólo algo secundario. La unión de Dios y del hombre es lo verdaderamente decisivo, lo salvador, el verdadero futuro del hombre al que tienden todas las líneas.

         Por el contrario, la teología de la cruz no acepta la ontología; prefiere hablar de acontecimiento en vez de ontología; así continúa el testimonio inicial que no se preocupaba por el ser, sino por la obra de Dios en la cruz, y en la resurrección en la que Jesús destruyó la muerte y se reveló como Señor y esperanza de la humanidad.

         Las dos teologías muestran tendencias diversas: la teología de la encarnación tiende a una consideración estática y optimista. El pecado de los hombres es como un estadio de tránsito de importancia bastante secundaria: lo importante no es que el hombre sea pecador y haya sido sanado.

         Superando tal separación realizada en el pasado, se fija en la unión del hombre y de Dios. En cambio la teología de la cruz tiende a una consideración dinámico-actual y crítico-universal del cristianismo, que comprende esto como una ruptura discontinua y repetida de la auto seguridad del hombre en sí mismo y en sus instituciones, en último término, en la Iglesia.

         Con todo el amor de que somos capaces, ¿respondemos los humanos del s. XXI a la desafiante invitación de la cruz a la manera heroica? Es lo que hicieron, por lo menos, los grandes de la fe cristiana.

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  Act: 06/11/23        @enseñanzas de la vida            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A