Ciudad del Mundo y Ciudad de Dios
Zamora,
18 noviembre 2024 Desde San Agustín, el pensamiento occidental muestra muy escasa actividad creativa. Se trata de un agitado periodo histórico, en el que el desmoronamiento del Imperio Romano, con la consiguiente irrupción de nuevas culturas (plagadas de ancestrales prejuicios) ponía en peligro la supervivencia de los valores de pacífico y fecundo entendimiento. La semilla del cristianismo iba infiltrando en la sociedad civil los elocuentes ejemplos de sus mártires, así como los escritos y espíritu misionero de sus apologetas y doctores. El repaso de la historia de aquellos tiempos nos muestra que, a pesar del generalizado desmoronamiento de los pilares en los que se asentaba la sociedad civil, la Iglesia Católica logró mantener vivos tanto la doctrina como no pocos testimonios de las antiguas civilizaciones, a través de sus congregaciones religiosas, monasterios y providenciales aportaciones de no pocos fieles cristianos de excepcional talla piadosa e intelectual. Así nos lo recuerda Zeferino González en su Historia de la Filosofía:
Entendemos que, entre los citados en el precedente párrafo, Boecio e Isidoro de Sevilla son dignos de especial atención. Anicio Manlio Severino Boecio nació en Roma en el seno de la familia patricia de los Anicios, cuya relevancia social había sido reconocida por el caudillo hérulo Odoacro, autoproclamado rey de Italia tras haber destronado a Rómulo Augústulo (ca. 476), último emperador romano de Occidente. Al parecer, no había resultado demasiado traumático el cambio de régimen en cuanto el nuevo poder político había logrado acomodarse a las tradicionales estructuras administrativas del Imperio contando para ello con la aquiescencia y colaboración de Zenón, a la sazón emperador romano de Oriente con la capital en Constantinopla. En esas circunstancias, Boecio pudo recibir una esmerada educación con especial tratamiento de la retórica y la filosofía, cuyos estudios amplió y culminó durante varios años en Atenas para volver a Roma con un bagaje cultural que le permitió destacar entre los jóvenes patricios de su generación hasta el punto de llamar la atención del caudillo ostrogodo Teodorico el Grande, rey de Italia desde aquel 493 en que había derrotado y asesinado a Odaocro, sin que ello significara para la población romana una substancial diferencia con la situación anterior. Por lo demás, el pragmático Teodorico, aunque arriano, ligaba el respeto a la religión católica con el buen entendimiento con el emperador romano de Oriente a la par que, respecto a sus colaboradores, colocaba la fidelidad y profesionalidad por encima de la confesión religiosa. Fue así cómo, el 510 y con solo 30 años de edad, Boecio fue nombrado cónsul para, unos años más tarde (ca. 522) llegar a magister officiorum, cargo equivalente a primer ministro con responsabilidad sobre toda la gestión pública y la orientación de los debates en un Senado que quería ser una reinvención del senado romano de siglos atrás. En paridad con su encumbramiento político, Boecio prosiguió sin descanso sus trabajos en los campos de la matemática, poesía, filosofía e incluso teología. Por demás, puesto que dominaba el griego a la perfección y aspiraba a divulgar lo más positivo de los clásicos, alimentaba el ambicioso proyecto de traducir las obras completas de Aristóteles y Platón en los que veía un común y excepcional afán de servir a la verdad. Poco tiempo tuvo Boecio para hacer valer su talla de buen político, pues su ascenso a la cumbre de la política despertó la animosidad de algunos nobles ostrogodos, quienes convencieron a Teodorico de que su hombre de confianza estaba maniobrando con el emperador bizantino, para desbancarle del dominio sobre Italia. La maniobra surtió efecto, de forma que Boecio, privado de todos sus bienes y prebendas, fue encarcelado y ejecutado por orden del propio Teodorico el año 524, cuando sólo tenía 44 años. Ese año de penosísima reclusión le sirvió a Boecio para escribir De Consolatione Philosophiae, su obra maestra y uno de los libros más leídos durante toda la Edad Media. Tal libro, ejemplo de reflexión reposada y sincera, fue redactado en forma de diálogo con una ideal amiga, la matrona Filosofía, en la que Boecio personifica a todo el saber de la época. La tal fidelísima amiga no le habla de Cristo, ni de su gracia, ni del inigualable testimonio de genuino amor y de libertad, que deja en herencia a toda la humanidad. Le habla, como podría haberlo hecho un estoico, de la estupidez, que significa preferir el mal al bien al hilo de las trampas que a los humanos tiende la fortuna. También le habla de la paz interior, que nace del buen uso de las pasiones, y le habla de Dios como Bien Supremo (de Aristóteles) y como Ser que encierra en sí toda la sabiduría y todo el poder. De ahí que tanto más felices somos cuanto más llegamos a hacer nuestro el conocimiento de todas las cosas, cuyos arquetipos están en la mente de Dios (reminiscencia del mundo de las ideas de Platón). Aunque sigue sin dilucidarse si Boecio era cristiano o algo así como un ciceroniano que vive y muere con la mente oscurecida por el humo de las ilusiones perdidas, preferimos reconocerle como persona de alma "naturalmente cristiana", porque trata de vivir según los dictados de su conciencia y la moral natural. Con ello, pasamos por alto las dudas sobre su filiación religiosa, y nos quedamos con lo bueno de su obra, cuyo conjunto no resulta contradictoria con la verdad evangélica. Para afinar nuestro juicio sobre el personaje, nos vendrá bien lo dicho por Benedicto XVI en su audiencia general del 12 marzo 2008:
Como clarividente expositor de la verdad evangélica en los llamados siglos oscuros es considerado Isidoro de Sevilla, miembro de una familia de santos (entre ellos, su hermano de San Leandro, que convirtió en católicos al rey Recaredo y a toda su corte de antiguos arrianos). Para Isidoro, Dios es el eje de toda preocupación científica y la piedra angular del edificio de todo acontecer humano. Reniega de toda especulación estéril y busca un hermanamiento total entre ciencia y fe, entre pensamiento y humanización del entorno. Auténtica enciclopedia viviente, puso de actualidad a clásicos como Platón, Aristóteles, Cicerón, Séneca... a la par que abrió los caminos del evangelio a los poderosos de la época, siempre con directa proyección sobre el acontecer del día a día, la directa realidad, que espera la impronta del convertido para resultar más benévola con el hombre. En obras como el Naturaleza de las Cosas muestra su preocupación por las aplicaciones positivas de la ciencia de su tiempo. Crítico decidido del arrianismo, fue el catolicismo que enseñó Isidoro de Sevilla una libre vía para romper con viejos atavismos. En el ámbito de la Iglesia, fue, sin duda, el más ilustrado, equilibrado y pragmático de los pensadores de su tiempo. Consejero de doctores, reyes y papas, a través de la España de entonces, mucho influyó en el complejo mundo que sustituyó al derruido Imperio Romano. San Isidoro personifica una forma de vivir en apasionado afán por no apartarse de la realidad (física, espiritual y social) y lidera una cultura con larga proyección sobre la historia de España y, a partir de ésta, sobre la historia del mundo occidental. Sobre su vida y obra leemos en la Historia de la Filosofía del citado Zeferino González:
Según Isidoro de Sevilla: 1º La filosofía es el conocimiento de las cosas divinas y humanas, unido al estudio y cuidado de vivir rectamente. Divídese en tres partes, que son: -Filosofía
Natural o física, cuyo objeto es la investigación de la naturaleza
y de sus causas; En la Filosofía se debe distinguir la parte científica o la ciencia (conocimiento cierto de la cosa) y la opinión (conocimiento incierto y meramente probable). Para que haya verdadera ciencia, es preciso que la verdad sea conocida de una manera evidente y cierta ("scientia est cum res aliqua certa ratione percipitur"). 2º Por medio de las cosas finitas y creadas, venimos en conocimiento de la existencia y de los atributos de Dios, el cual es el Sumo Bien, y en el cual existen de una manera substancial, a la vez que simplicísima, la belleza, la omnipotencia, la eternidad y la inmensidad. La inmensidad divina, añade, es de tal naturaleza, que debemos concebir a Dios como dentro de todas las cosas, sin estar encerrado en ellas; fuera de todas las cosas, pero no excluido de las mismas ("ut intelligatur eum Deum intra omnia, sed non inclusum; extra omnia, sed non exclusum"). 3º El hombre ocupa lugar eminente entre las criaturas, y es el fin próximo y parcial de la creación, y el ser que más se asemeja al Creador. Es un animal compuesto de alma y de cuerpo viviente, dotado de razón, de libre albedrío, y capaz de vicios y virtudes. Por estas breves indicaciones, es fácil reconocer que, aparte de su opinión acerca del constitutivo esencial del hombre y de algunas otras de escasa importancia, la filosofía de San Isidoro es la filosofía cristiana expuesta con la extensión y método que permitía la época. Debido a esto y a la influencia y al renombre que adquirió en la Iglesia española, y al influjo de su tratado enciclopédico, las Etimologías, el impulso dado a los estudios por el doctor hispalense contribuyó eficazmente a la conservación y desenvolvimiento de las ciencias humanas y eclesiásticas en España y a toda la cristiandad, a pesar de las dificultades de los tiempos. * * * La historia nos da ejemplos tanto más relevantes y numerosos cuanto más el poder de la Iglesia se comprometió con las instituciones de este mundo, llegando con harta frecuencia a confundir religión con política. En ello han incurrido infinidad de líderes políticos, y también no pocos líderes religiosos. Conscientes de ese grave peligro, no faltaron ni faltan, además de algunos laicos, sacerdotes, obispos, papas, doctores de la Iglesia... que, con la ayuda de Dios, trataron y siguen tratando de facilitar el oportuno remedio, siempre bajo la premisa de respetar una libertad que se hace necesaria para el fecundo ejercicio de la responsabilidad en todos los estamentos de la sociedad. En consecuencia, obligado es reconocer que la cristiandad ha contado con grandes líderes religiosos que han sabido mantener en sus justos términos la práctica de todo lo que significa adorar a Dios y el respeto debido al césar. Clásico ejemplo de ello nos lo dio San Ambrosio cuando, siendo obispo de Milán, con el valor y libertad de los hijos de Dios, recriminó y obligó a hacer pública penitencia por sus crímenes al más poderoso de su época, el emperador Teodosio. Al objeto de este ensayo, en ese grupo de los buenos pastores, que viven en este mundo sin ser de este mundo, merece especial atención un papa, que nunca dejó de sentirse humilde entre los humildes en unos tiempos en los que privaban la fuerza y la mentira como caminos hacia el poder y la riqueza. Nos referimos a San Gregorio I Magno, cuya vida y labor apostólica es prueba de la posibilidad de ejercer un poder civil supeditado al poder de Dios. Destinado a la política por su familia, recibió desde niño lo que entonces se entendía por adecuada formación con tan buen resultado que el año 573, con poco más de 30 años, alcanzó el puesto de alcalde (proefectus urbis) de Roma, la más alta responsabilidad sobre sus conciudadanos a la que renunció pronto para ingresar en un monasterio, ser ordenado sacerdote y completar su formación teológica en Constantinopla, en donde tuvo la ocasión de trabar amistad con San Leandro de Sevilla, que sufría entonces destierro por orden del rey arriano Leovilgildo I de Toledo. En 585 Gregorio regresa a Roma como secretario del papa Pelagio II, a cuya muerte es elegido sucesor (ca. 590). Son tiempos de extraordinaria inestabilidad política en toda la península italiana, recientemente asediada y ocupada parcialmente por los lombardos en pugna abierta con los bizantinos presentes en el llamado exarcado de Rávena. Gregorio I Magno, realista, humilde y carismático se hizo reconocer como "siervo de los siervos de Dios", cuya principal responsabilidad era dar a conocer la fuerza liberadora del evangelio. Rozó las más altas cumbres del poder terreno sin dejarse prender por él. Pudo vivir en el mayor lujo, pero asumió la pobreza evangélica de un monje sin que ello fuera óbice para velar por el bienestar material de cuantos reconocían su autoridad, la única realmente efectiva en la Italia Central con Roma como centro neurálgico. Replegados los bizantinos, los lombardos aún no habían logrado crear infraestructuras políticas que pudieran satisfacer las más elementales necesidades de la población; el papa ha de ocuparse de la provisión de alimentos incluida el agua que venía a Roma a través de acueductos inutilizados por las guerras y torpe mantenimiento de los años anteriores. La situación se agrava cuando, en el año 592, el rey lombardo Agiulfo se convierte en señor del territorio exigiendo un elevado tributo. El papa no se amilana, logra hacerse respetar y convencer al invasor de la bondad del catolicismo. El año 603 es bautizado Agiulfo junto con su hijo y sucesor Adaloaldo. Ya para entonces, el papa se ha preocupado de extender y mantener muy estrechas y productivas relaciones con todos los obispos y soberanos cristianos de su tiempo, que empiezan a valorar la ventaja política de traducir autoridad por servicio. Por supuesto, la verdadera grandeza de San Gregorio Magno residió en su dilatada actividad pastoral, en su reforma de la Iglesia y, sobre todo, en la ejemplaridad cristiana de toda su vida con una indiscutible constatación: "Nadie puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al dinero" (Mt 6, 24). El deseable equilibrio entre "dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios" (Mt 22, 21), que San Gregorio Magno mantuvo magistralmente durante su servicio a los servidores de Dios, sufrió no pocos y graves altibajos durante los siglos obscuros. De forma especial, Italia y la Sede Apostólica pagaban las consecuencias de los afanes imperialistas de los bizantinos frente a la no menos artera presión de los ostrogodos, primero, longobardos a continuación y, por último, los francos. * * * A principios del siglo noveno, la cristiandad vivió un aparente renacimiento cultural al hilo de la reconstrucción del Imperio Romano de Occidente. La cosa empezó cuando en la navidad del año 800, tras haber consumado con éxito sus primeras sangrientas campañas contra sajones, bávaros, eslavos y lombardos, el franco Carlomagno, hijo de Pipino el Breve y nieto de Carlos Martel, fue coronado emperador del Sacro Imperio Romano por el papa León III. En agradecimiento a su encumbramiento, el franco Carlos, recordado por la historia como Carlomagno, a cambio de garantizar a los papas la soberanía sobre una parte de Italia (el llamado patrimonium Petri, previamente cedido al papado por Pipino el Breve, padre de Carlomagno) y erigirse en principal protector de la Iglesia, se arrogó la facultad de hacer de la Iglesia un punto de apoyo del poder civil e, incluso, de justificación para cualquier tipo de campaña guerrera con el subsiguiente sometimiento a sangre y fuego de todo aquel que se resistiese a reconocer su omnímoda autoridad tras pasar por un bautizo que imponía como ineludible obligación. No le faltaron cortesanos que regalaban sus imperiales oídos con proclamas de las que la historia nos recuerda la suscrita por Alcuino de York, monje anglosajón que llegó a ser el principal de sus asesores religiosos:
En tales circunstancias, no es de extrañar que, para Carlomagno, la teología llegara a ser el teórico soporte de su poder y que mimara a los teólogos, algunos de los cuales no dudaban en venerarle como "brazo armado de Dios" al tiempo que procuraban no crearle problemas de conciencia. Carlomagno, junto con su más que probada ambición política, tenía un gran deseo de aprender, de ahí sus iniciativas culturales y su interés por convocar alrededor de la corte a los mejores eruditos de su tiempo. Él mismo se interesaba por el estudio de la retórica, cálculo, astronomía... El renacimiento carolingio responde a su propia iniciativa y estaba al servicio de la Iglesia y de la fe cristiana tal y como se entendía y sin desdoro para el realce de su persona: una Iglesia universal gobernada por el Cristo celeste, que tenía dos vicarios en la tierra (los titulares del poder temporal y espiritual). Ambos gobernaban la christianitas y no existía una neta delimitación de los poderes, por lo que un soberano fuerte como Carlomagno se sentía responsable de todos los cristianos, también los que se encontraban bajo poderes no cristianos .de ahí los contactos diplomáticos incluso con el mundo musulmán. En ese ambiente nació y se desarrolló la Escuela Palatina de Aquisgrán, que, dirigida por el propio Alcuino, tenía entre sus principales funciones la de formar cultos y fieles servidores del estado, fueran clérigos o laicos. Fue así como se enriquecieron las bibliotecas con la recuperación y copia de antiguos manuscritos hasta entonces patrimonio de los monasterios y se extendió el uso de un común idioma, el latín, lo que hizo despertar numerosas vocaciones por la especulación filosófica en una comunidad cultural en la que, con frecuencia, privaba la manera de decir sobre el sentido o carácter de lo que se decía. * * * Con algún resultado positivo respecto a las ciencias exactas, característico de la enseñanza en la Europa Medieval fue el permanente debate entre el no saber, el creer que se sabe y un humilde reconocimiento de la verdad evangélica con destacables referencias a la fe que mueve montañas según el legado de San Pablo, San Agustín, San Gregorio Magno, San Isidoro de Sevilla o San Juan Damasceno, leídos y comentados por personajes de la talla de un San Anselmo de Canterbury, el cual ha pasado a la historia como destacado ponente del realismo cristiano al revitalizar el clásico "credo ut intelligam". San Anselmo, que merece ser considerado como un genuino representante del realismo cristiano, sostenía que creer para entender abría el camino de la verdadera ciencia a la par que señalaba los límites entre el posible conocer y la especulación estéril a todo aquel que prefería el no desvariar al presumir con originalidades indemostrables o con juegos de palabras más o menos brillantes o convincentes. Entre los maestros de cumplido reconocimiento por parte de la Jerarquía Eclesiástica, también se movían los filósofos académicos, más preocupados por la apariencia que por el fondo de lo que habían de aprender o enseñar. Eran amigos de suscitar artificiales e insustanciales controversias como la empeñada entre dialécticos y anti-dialécticos hasta convertir en estéril y farragoso el legítimo ansia de saber con problemas tan artificiosos e insustanciales como el ya citado de los universales, extraordinariamente cultivado en los centros académicos de los s. XI y XII. Entre los enfrascados en interminables discusiones se trataba de decidir si los universales, o comunes referencias a cosas y fenómenos, tenían o no entidad propia consecuente con los respectivas fenómenos ó realidades materiales. Frente a los idealistas que defendían esa consecuencia se situaron los llamados nominalistas, para los cuales los fenómenos y cosas con sus respectivos nombres no tienen precedente universal alguno (existe el caballo, pero no existe la caballez; existen cosas verdes, pero no existe el verdor fuera de las cosas verdes). Tales conclusiones de puro sentido común no hubieran despertado suspicacias si los nominalistas, en nombre de un racionalismo a ras del suelo, no hubieran llegado a poner en duda la lógica de que un Creador alberga en su mente la idea de lo que va a crear, lo que era tanto como invitar a suponer que Dios carece de capacidad de idear todas y cada una de las entidades que han surgido y pueden seguir surgiendo del acto creador. Por supuesto, para defender sus posiciones algunos de estos nominalistas contaban con la Dialéctica. Pero ¿qué entendían por dialéctica los que se refugiaban en ella para ser reconocidos como brillantes académicos? Nos lo explica elocuentemente Hirschberger:
Entre los más ilustrados dialécticos la historia hace figurar a Pedro Abelardo. Nacido en el seno de una familia señorial, optó por la carrera de las letras en lugar de las armas como le correspondía por ser el primogénito. Dotado de viva inteligencia, pronto se vio a sí mismo como líder en el terreno de las ideas que, por aquel entonces, no podían trascender el marco de una rigurosa ortodoxia. En sus primeros escarceos filosóficos tuvo como maestro al nominalista Roscelino de Compiegne, del que pronto se distanció para formular lo que se llamó conceptualismo, según el cual la razón humana traduce en conceptos propios y exclusivos lo que percibe o ve en fenómenos y cosas. Era un posicionamiento a medio camino entre el vacuo nominalismo y el realismo que, en el siguiente siglo, sistematizó de forma magistral Tomás de Aquino. Merced al dominio del "sic et non", con la que lograba cautivar la atención de un creciente número de alumnos, Abelardo pudo fundar su propia escuela hasta llegar a ser uno de los más reputados maestros del momento. Fue entonces cuando sobrevino la tragedia como consecuencia de haberse enamorado perdidamente de una de sus alumnas, la bella Eloísa, unos 15 años más joven que él. Amor correspondido que culminó con el nacimiento de un único hijo (Astrolabio) y un subsiguiente matrimonio por presión del canónigo Fulberto, tío y tutor de ella. No se conocen bien las circunstancias por las que el odio de Fulberto llegó al extremo de pagar a unos esbirros para que castrasen a Pedro Abelardo poco tiempo después de ese matrimonio. El hecho, que llegó a ser del dominio público, cambió de orientación la vida de ambos amantes que hubieron de optar por la profesión religiosa sin dejar de mantener el máximo interés del uno por la otra y viceversa. Mientras ella ve en la fe sencilla el remedio a sus decepciones él se centra en el estudio y la defensa de lo que estima necesariamente innovador, buscando más que rehuyendo la confrontación con cuantos no comparten sus postulados, algunos de los cuales llaman la atención de los defensores de la ortodoxia católica en cuanto pretenden traspasar las fronteras del misterio. Es así como llega a tropezar con la fuerte personalidad de un San Bernardo de Claraval, cuya es la siguiente inapelable declaración de intenciones: "Más que intentar adentrarme en los misterios de la majestad de Dios, me interesa interpretar su voluntad". Diríamos que Bernardo de Claraval, fiel en palabra y obras al evangelio y tradición apostólica, adoptaba un puntilloso rigor cuando se refería a todos y cada uno de los filósofos anteriores al cristianismo (sin excluir a Platón y Aristóteles), los mismos que un San Agustín había considerado próximos a la visión cristiana de la realidad. Así lo intentaba hacer ver en sus encendidos sermones con referencias como la siguiente:
Desde esa óptica, San Bernardo no puede aplaudir a cuantos promueven o se dejan arrastrar por las academicistas y novedosas corrientes culturales sin otra luminaria que la propia razón a la que han otorgado plena capacidad para descubrir por sí misma la verdad del principio y fin de todas las cosas y ve en el fogoso y rebelde Pedro Abelardo a un indisciplinado diletante que arrastra a no pocos cristianos por un muy arriesgado; en razón de ello, le increpa de la siguiente manera:
Para no desvariar, los legos en debates dialécticos sobre tan delicadas a la par que fundamentales cuestiones contamos con oportunas e ilustrativas aportaciones de buenos maestros como, sin duda alguna, ha mostrado y sigue mostrando ser Benedicto XVI. Al respecto, entresacamos los siguientes párrafos de dos de sus interesantísimas audiencias generales (28 de octubre y 4 de noviembre del año 2009):
La historia nos dice que Abelardo actuó y murió en sintonía con su Iglesia tras una abrazo de reconciliación con San Bernardo en la Abadía de Cluny, gracias al encuentro propiciado por el abad Pedro el Venerable, que era amigo de ambos y se había empeñado en acercar posiciones. .
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