Un comercio equilibrado, entre guerras feudales

Zamora, 19 junio 2023
Antonio Fernández, licenciado en Sociología

         Es en el s. XI cuando, merced a la relativa paz que impone la autoridad cesáreo-papal, que caracteriza la época con las consiguientes mayores facilidades en las comunicaciones, se desarrolla el comercio ínter feudal y, con él lo que podemos llamar un moldeo de las conciencias. Se revitaliza el afán de lucro, principio inspirador del comercio ya muy presente en antiguas civilizaciones con sus grandes cleos urbanos como Babilonia, Nínive, Tiro, Sidón, Alejandría... Y por supuesto, Roma, en donde confluyen los mil encontrados intereses de la mayor confederación de pueblos cual fue el Imperio Romano de Diocleciano, Constantino y Teodosio.

         El considerado comercio clásico, había sido herido de muerte en Europa a raíz de los radicales cambios sociales producidos por las invasiones bárbaras. Tras la feudalización de territorios y el forzado repliegue sobre sí mismas, las sociedades hubieron de atenerse a la explotación y distribución de sus propios recursos según la pauta que marcaba la implacable jerarquía de fuerzas.

         Era aquella una economía fundamentalmente agraria que se apoyaba en la necesidad de compensación entre lo que falta o sobra a cada familia, clan o grupo social en un clima de mutuo entendimiento más o menos forzado por un lado u otro y a merced de los fenómenos naturales.

         Cobra allí cierto arraigo una doctrina que se llamó de la justicia conmutativa, que decía apoyarse en la obligación de dar el equivalente exacto de lo que se recibe (lo que, obviamente, requería una previa y difícil evaluación de uno y otro bien). En tal situación se comprende la fuerza que había de tener la doctrina católica como único experimentado criterio de referencia. Gracias a ello, cobraban consideración social conceptos como  justo precio, justo salario, protección, vasallaje, trabajo, compensación...

         La continua predicación y el buen corazón, moneda no muy abundante, eran los principales factores de equilibrio. Por eso, en los frecuentes periodos de extrema escasez, los pobres se hacían más pobres mientras que los poderosos podían impunemente ejercer el acaparamiento y, por lo mismo, hacerse aun más ricos, fuera ello en razón de la fuerza y a costa de la miseria ajena.

         Aunque decían bien los maestros de entonces, que condicionaban la realización personal al ejercicio de la responsabilidad social ("la libertad de un hombre se mide por su grado de participación en el bien común", de escrito Santo Tomás de Aquino), había de ser ésta una responsabilidad social en todas las direcciones y a partir de la superación de multitud de egsmos.

         Por el contrario, era una responsabilidad social canalizada por los poderosos de abajo arriba. Es decir, no desde sí mismos en razón de una supuesta conciencia cristiana, sino desde los más humildes e indefensos de sus súbditos hacía sí mismos y su entorno, con soporte principal en la ciega sumisión so pena de la absoluta marginación o la pérdida de la vida. Lógicamente, ello neutralizaba el potencial personal de sus súbditos a la par que hacía imposible otra libertad de iniciativa que no fuese la de los privilegiados.

         El nunca muerto afán de lucro, que, no nos engañemos, resulta respetable como revulsivo social en cuanto despierta vocaciones de empresa, se expresaba en un comercio semi-clandestino y ramplón, de vecino a vecino, sin apreciable proyección exterior y siempre traumatizado por la inseguridad ambiental.

         En tales circunstancias era gico que las mentes más despiertas se dedicaran a la doctrina o a la guerra en detrimento del comercio: no había grandes oportunidades para buscar el realce personal en el industrioso tratamiento de los problemas de abundancia y escasez.

         Para la reactualización del comercio clásico era preciso, a la par que una mayor liberalización de actitudes, una real des-traumatizacn de la vida de cada día. En la sociedad feudal europea tal empezó a ser posible en la segunda mitad del s. X. Ya los sarracenos haan sido empujados hacia más acá del Ebro, los normandos  se habían estabilizado en el noroeste de Francia, los ngaros, ya medianamente civilizados, haan dejado de hostigar la frontera oriental del Imperio Sacro-Germano. Gracias a tales sustanciales cambios, se vivía una especie de tímida pax europea, tutelada por los otónidas, en la ocasión titulares del Imperio.

         Ya es posible romper el estricto marco de un feudo y recorrer considerables distancias sin tropezar con el invasor de turno o con hordas de criminales. Lo hacen los más aventureros de la clase plebeya, quienes, yendo de aquí para allá, traen y llevan objetos bien valorados por los poderosos, aposentados ellos en inamovibles puestos de privilegio y, por lo mismo, generosos con cuantos propician su cómoda forma de vivir, cosa que aprovechan los que  llegan a constituir clase aparte que pide y logra protección para su forma de ganarse la vida.

         Nace así la burguesía ó clase de los burgueses, que han sabido hacer imprescindibles sus servicios y, en contrapartida, han exigido mayor libertad y seguridad en sus desplazamientos, construir en lugares convenientes a su negocio reductos fortificados (burgos), expeditivos medios legales para resolver los posibles litigios resultantes de sus operaciones comerciales, e incluso acceso a la administración pública.

         Pronto el comercio ínter feudal amplió horizontes y se hizo internacional: organizadas caravanas cruzaban Europa de norte a sur y de este a oeste; barcos a remo o a vela segan el curso de los ríos o abrían nuevas rutas marítimas, en muchos casos coincidentes con expediciones de guerra, y a veces propiciando que un enfrentamiento armado se disovieran en una toma y daca interesante para las partes en conflicto.

         La organización y equipamiento de caravanas, el fletaje de barcos, la creación y mantenimiento de centros de aprovisionamiento y distribución... requería más amplios recursos que los del mercader itinerante particular. Surge la necesidad de operaciones de crédito a que se aplican los primeros banqueros, judíos en principio, pero también florentinos, lombardos, venecianos o flamencos más tarde...

         No hay crédito sin interés. Por eso y a tenor de los nuevos requerimientos sociales, la Iglesia revisó un viejo criterio suyo que podía apoyarse en la lógica de la economía de circuito cerrado, en la que podía lograr aceptación personal y social el imperativo moral de no capitalizar la miseria ajena pero que ya le venía estrecho a la nueva situación de amplios horizontes comerciales: el tal viejo criterio consistía en identificar a la usura con el interés.

         Ya admite la Iglesia la posibilidad de una garantía de continuidad para el dinero prestado de forma que se asegure el concurso de los capitales necesarios al mantenimiento de las empresas comerciales, cuya conveniencia social queda patente en cuanto favorecen la agilidad y oportunidad en la distribución de los bienes materiales.

         Son los ricos comerciantes y nuevos banqueros los más preocupados porque la letra de la Iglesia no sea interpretada de forma contraria a sus intereses. Para canalizarla según sus afanes, adulan a señores y alto clero, promueven la pompa y vistosidad en las ceremonias religiosas, edifican templos, dicen velar por la educación moral de sus hijos, se aficionan a la teología... al tiempo que confunden a la providencia divina con una especie de ángel tutelar de su fortuna, que distraen con limosnas las exigencias de justicia, que someten a la medida de su conveniencia respetabilísimos preceptos. Pero, sobre todo, aspiran a identificarse con los poderes establecidos.

         Paso a paso, persistente y pacientemente, los burgos en que se asientan comerciantes y banqueros (unos y otros reconocidos como burgueses) se convierten en centros de poder político, tanto por su privilegiada situación de proveedores de nuevos lujos y comodidades para reyes, jerarquía eclesiástica y nobles como por su natural tendencia a comercializar todo lo imaginable pasando por la categoría mercantil más apreciada en aquel tiempo: puestos de relieve en la Administración Pública o, cuando menos, evidente reconocimiento social por parte todos.

         Se diría que ya, junto con el soberano absoluto (príncipe, rey o emperador) no es el guerrero con sus mesnadas y a diferentes niveles (simple caballero, barón, conde, marqués, duque...) el actor principal de la historia: es el comerciante cuyo poder corre parejo con su fortuna el que obtiene progresiva sumisión de unos y de otros en la medida que satisface necesidades, lujos y caprichos.

         Fue así como el viejo enemigo en forma de germanos, eslavos, mongoles o sarracenos, que, sin avisar, saqueaba e imponía su ley a sangre y fuego, se convirtió en cliente o proveedor. Tomándose su tiempo, ésa es la verdad, los que fueron territorios hostiles, por arte del mercadeo y de los mercaderes, vinieron a ser centros de producción y de consumo mientras que las viejas y toscas ciudades empezaron a crecer y a embellecerse en razón de los respectivos niveles de prosperidad y de los tiempos de paz, en principio, ganados por las comodidades que iba proporcionando el intercambio de bienes y servicios, útil sucedáneo del estúpido y bárbaro afán por resolver todo a base de sangre y fuego.

         Claro que, por sí solo, ese intercambio de bienes y servicios no garantiza la paz perpetua, que diría Kant, máxime si se margina a la buena voluntad entre los protagonistas de esta u otra operación y los buscados beneficios por los poderosos de turno se utilizan contra un tercero que no es enemigo común; pues en tal caso se usa y abusa de los súbditos a capricho, como si fueran cosas.

         Pero si el de la paz perpetua es un sueño imposible, si que cabe esperar treguas por mutuo interés. Por lo que se refiere a la Edad Media tenemos múltiples ejemplos de cómo, tras las enconadas refriegas de tal o cual invasión, aparecía la conveniencia de compensar lo que le faltaba al uno con lo que sobraba al otro, todo ello sin ir más al de la estricta mutua utilidad. La misma fachada épica de las cruzadas resultó ser el disfraz de  no pocas jugosas operaciones comerciales.

         El historiador Jacques le Goff, en su Marchands et banquiers du Moyen Age, nos muestra cómo una era de progreso se inic en Europa gracias a que los más emprendedores de los plebeyos cambiaron la relativa tranquilidad de sus respectivas aldeas por el polvo del camino. Eran los pieds poudreux, que, paso a paso y desafiando no pocos peligros en bosques y encrucijadas, llevaban en pesados fardos lo que las gentes necesitaban o apetecían hasta hacerse imprescindibles y, en razón de ello, progresivamente ricos y autosuficientes con la consiguiente mejora en los medios de seguridad y transporte.

         El mercader medieval, nos dice, prefería las rutas navegables. Donde la navegabilidad de los ríos lo permite, se practica en gran escala el transporte de la madera por flotación y de las des mercancías mediante barcas chatas. A este respecto, hay 3 redes fluviales que por la importancia de su tráfico deben destacarse:

la de Italia del Norte, que con el Po y sus afluentes constituía la mayor vía de navegación interior del mundo mediterráneo;
el Ródano, prolongado por el Mosela y el Mosa, que fue hasta el s. XIV el gran eje de comercio entre norte y sur;
el enrejado de los ríos flamencos, completado a partir del s. XII por toda una red artificial de canales y de pantanos-exclusas y que fueron para la revolución comercial del s. XIII lo que la red de canales ingleses fue para la revolución industrial del s. XVIII.

         Debemos añadir la vía Rihn-Danubio, ligada al desarrollo económico de la Alemania central y meridional. Durante mucho tiempo fueron los mercaderes los que desempeñaron el papel preponderante en todo este trabajo de dotación.

         Fueron las ferias los principales puntos de encuentro de las diversas especialidades comerciales. Pero estas ferias, señala el citado historiador, declinan a principios del s. XIV. A muchas causas se ha atribuido esta decadencia, destacando entre ellas dos:

-la inseguridad reinante en Francia, en el s. XIV, con motivo de la Guerra de los Cien Años,
-el desarrollo de la industria textil italiana, que originó una decadencia de la industria textil flamenca, principal proveedora de las ferias.

         Ambos fenómenos conducen al abandono de la Strata Francigena (la ruta francesa), gran eje de unión entre el mundo económico del norte y el dominio mediterráneo, en beneficio de dos rutas marítimas que partiendo de Génova y de Venecia llega a Brujas y a Londres a través del Atlántico, la Mancha y el Mar del Norte; y una ruta terrestre renana a lo largo de la cual, en los s. XIV y XV, se desarrollan las ferias de Francfort y Ginebra.

         Pero la decadencia de las ferias de Champaña se halla unida, sobre todo, a una transformación profunda de las estructuras comerciales, que da lugar a la aparición de un nuevo tipo de comerciante: el mercader sedentario en lugar del mercader errante. Este último era un tragaleguas siempre en camino; desde entonces y gracias a técnicas cada vez evolucionadas y a una organización cada vez s compleja, el mercader sedentario dirige, desde la sede central de sus negocios, toda una red de asociados o empleados que hace itil sus viajes.

         Al parecer, fue el alumbre uno de los productos en los que se basaron las primeras grandes fortunas de la nueva clase. Los carteles s célebres, repetimos con Jacques le Goff, son los que originó el comercio del alumbre, uno de los productos s importantes y solicitados por el mercader medieval porque constituía una de las materias primas indispensables a la industria textil, donde era empleado como corrosivo. La mayor parte del alumbre que se utilizaba se producía en las islas o en las costas del Mar Egeo y en especial en Focea (Asia Menor).

         En el s. XIII su comercio pa a ser monopolio genovés y después de Benedetto Sacaría, comerciante genovés pionero en esta empresa, una poderosa sociedad genovesa, la Anaona de Quío, dominó el mercado del  Alumbre en el s. XIV y comienzos del s. XV.

         Después de la conquista turca, el alumbre oriental desapareció casi totalmente del mercado. Entonces, en 1461, se descubrieron importantes yacimientos en territorio pontificio, en Tolfa, cerca de Civitavecchia. El gobierno pontificio confió en seguida la explotación y venta a la firma de los Médicis. Así nac uno de los s extraordinarios intentos de monopolio internacional de la Edad Media.

         La Santa Sede destinó su parte de beneficios en la empresa a la financiación de la Cruzada contra los turcos... que no tuvo lugar. Al mismo tiempo, castigaba con la excomunión a todos los príncipes, ciudades y particulares que compraran alumbre que no fuera de Tolfa, concedía derecho a enarbolar el pabellón pontificio a las naves utilizadas por los Médicis para este comercio y prestaba todo su apoyo a éstos para que, mediante presiones que llegaron hasta la expedición militar, obtuvieran el cierre de otras minas de alumbre existentes en la cristiandad o bien la entrada en el cartel de sus propietarios (los reyes de Nápoles, por ejemplo, poseedores de minas en la isla de Ischia). Fue una de las mayores empresas de los Médicis.

         Con familias como la de los Médicis entramos en el terreno de los príncipes mercaderes a los que la historia les concede el principal protagonismo del llamado Renacimiento italiano.

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