De Hegel a Feuerbach, un liso trampolín
Zamora,
7 agosto 2023 Era tal la ambigüedad del hegelianismo que, entre los auto titulados "jóvenes hegelianos", surgieron tendencias para cualquier gusto. Hubo una derecha hegeliana representada por Gabler, Von Henning, Erdman, Goschel, Shaller... Hubo un centro hegeliano con Rosenkranz, Marheineke, Vatke o Michelet. Y hubo una izquierda hegeliana (el grupo más ruidoso) en la que destacaron Strauss, Bauer, Feuerbach, Stirner y Marx, más tarde asistido por el rico industrial Engels. David Strauss, pastor luterano, mostró descubrir en Hegel a un cauto teorizador del panteísmo y encuentra en él argumentos para escribir una Vida de Jesús, en la que el protagonista principal no es Dios hecho hombre, porque "si Dios se encarna específicamente en Jesucristo, ¿cómo puede hacerlo en toda la humanidad, tal como enseña Hegel?". Imbuido de que el panteísmo de Hegel apuntaba directamente a la negación de la encarnación de Dios en Jesús de Nazaret, ese acomodaticio pastor luterano, que fue Strauss, dice llegado el tiempo de "sustituir la vieja explicación sobrenatural, e incluso natural, por un nuevo modo de presentar la historia de Jesús". Para Strauss, la figura central de Jesús ha de ser vista en el campo de la mitología, porque "el mito se manifiesta en todos los puntos de la vida de Jesús, aunque haya un mayor trasfondo histórico en todos ellos". Usa Strauss en su libro un tono pomposo y didáctico que no abandona ni siquiera cuando se enfrenta con el núcleo central de la religión cristiana: la resurrección de Jesucristo. En concreto, según sus propias palabras:
Se inventó Strauss una exhaustiva investigación sobre la materia para afirmar con el mayor descaro:
Cuando en 1835 apareció la corrosiva Vida de Jesús de Strauss, le fue encomendado a Bruno Bauer, también pastor luterano, la contundente réplica. Pero había de hacerlo desde la perspectiva del orden establecido, y en uso de una derechista interpretación de Hegel. No tuvo lugar la esperada contundente réplica a los postulados de Strauss, sino que el choque entre ambos fue algo así como una pelea de gallos en que cada uno jugara a superar al otro en novedoso radicalismo, tanto que, pronto, Bauer se mereció el título de "Robespierre de la teología". Como él mismo confiesa, se había propuesto Bauer "practicar el terrorismo de la idea pura cuya misión es limpiar el campo de todas las malas y viejas hierbas" (Carta a Marx). Y sin abandonar el campo de la teología luterana, y desde una óptica que asegura genuinamente hegeliana, señala que la religión es fundamental cuestión de estado y, por lo mismo, escapa a la competencia de la jerarquía eclesiástica, "cuya única razón de ser es proteger el libre examen". Publica Bauer en 1841 su Crítica de los Sinópticos, en que muestra a los evangelios como una simple expresión de la "conciencia de la época", y un anacronismo hecho inútil por la revolución hegeliana. Dice Bauer ser portavoz de la auténtica intencionalidad del siempre presente maestro Hegel: lanzar una implacable andanada contra el cristianismo, "conciencia desgraciada a superar inexorablemente, gracias a la fuerza revolucionaria del propio sistema". En efecto, la idea que vende Bauer, y que dice haber heredado del "oráculo de los tiempos modernos", es la radical quiebra del cristianismo: "Será una catástrofe pavorosa y necesariamente inmensa: mayor y más monstruosa que la que acompañó su entrada en el escenario del mundo" (Carta a Marx). Para el resentido pastor luterano Bauer era inminente la batalla final que representará la definitiva derrota de "los últimos enemigos del género humano: lo inhumano, la ironía espiritual del género humano, y la inhumanidad que el hombre ha cometido contra sí mismo, y es el pecado más difícil de confesar" (según defiende en sus Buenas Cosas de la Libertad). Personifica Bauer esa batalla última en su versión panteísta y atea del hegelianismo hasta que, como adalid que presume ser de la vanguardia crítica, Bauer da por muerto al cristianismo. Con pasmosa ingenuidad asegura que únicamente falta darle al hecho la suficiente difusión. * * * Strauss, Bauer y otros teólogos de nuevo cuño fueron eclipsados por quien fue considerado el padre del humanismo ateo contemporáneo (o humanismo ideal-materialista, por sus raíces tanto en el hegelianismo como en los prejuicios anti-espiritualistas del mundo académico de entonces): Ludwig Andreas Feuerbach, que llegó a acaparar la atención de la juventud universitaria con la publicación en 1841 de su Esencia del Cristianismo. Se trata de una obra, según él, nacida de la propia experiencia con ciertos toques de percepción hegeliana siguiendo una trayectoria en la que "Dios fue mi primer pensamiento, la razón el segundo y el hombre mi tercero y último". Y sin reparar en el "cristianismo disoluto, sin carácter, confortable, literario, versátil, epicúreo, de hoy", comienza a centrar su crítica en la religión como "indebido atajo hacia la plena realización del animal racional". Es así como Feuerbach llegó a ver "el secreto de la teología en la ciencia del hombre", entendido éste no como persona con específica responsabilidad, sino como elemento masa de la más noble familia del mundo animal, acaba diciendo que "der mensch ist was er isst" (lit. el hombre es lo que come). Con la conciencia en lugar del instinto, este ser humano parece haber nacido con la imparable tendencia a adorar sea lo que sea de tal forma que, en cuanto empieza a razonar, se crea sus propios ídolos adornándolos con lo mejor de sí mismo. Esa su tendencia a la adoración es directa consecuencia de su especial situación en el reino animal en el que, a lo largo de los siglos, ha desarrollado peculiares hábitos que, aunque derivadas del medio material en que se ha desarrollado la especie, gracias a la experiencia reflexiva, derivan en lo genuinamente humano. Razón, amor y fuerza de voluntad, dice Feuerbach, "son las perfecciones o fuerzas suprema, y la esencia misma del hombre". Es decir, que "el hombre existe para conocer, para amar y para ejercer su voluntad". Se trata de cualidades que, en la ignorancia de que proceden de su propia esencia (que no es más que una particular forma de ser de la materia), el hombre proyecta fuera de sí, hasta personificarla en un ser extrahumano e imaginario al que llama Dios, o en un personaje Jesucristo al que, en vuelo de irracional sentimentalismo, concede los atributos de la divinidad:
En razón de tales deducciones, para Feuerbach el centro de la religión es el hombre-especie (no persona) y no una supuesta entidad espiritual llamada Dios. Y si se niega a Dios es para volcarse en el hombre por lo que, más que ateísmo, lo suyo debe ser considerado un humanismo de carácter universal:
No niega Feuerbach la existencia de un ejemplar y ejemplarizante de Jesucristo, personaje histórico que presta nombre y teórica forma de vivir a los cristianos. Pero sostiene que es en la humanidad, y no en Jesucristo, donde todos y cada uno de los hombres han de volcar su capacidad de amor:
En honor a la verdad, debemos reconocer que son incompletas, sesgadas y desvirtuadas por el idealismo hegeliano, las imágenes que Ludwig Andreas Feuerbach nos ofrece de la religión y de Dios, del cristianismo y de Jesucristo, al que incluso califica en cierto momento de "Dios de Dios, Dios verdadero de Dios verdadero" (siguiendo el Credo de Nicea). * * * El hombre-especie de Feuerbach, entidad ideal-materialista, o diosecillo de fantasía y carne (al estilo de Prometeo, multiplicado hasta el infinito para compensar la impotencia de una desquiciante individualidad), resultó genial descubrimiento para la mayoría de los jóvenes hegelianos, incluidos Moisés Hess, Carlos Marx y Federico Engels (de los que hablaremos en un siguiente artículo). Clamorosa excepción significó Max Stirner, autoproclamado "materialista consecuente" y que tildó de "bodrio vergonzante" la Esencia del Cristianismo de Feuerbach, al que tildó de "iluso indocumentado que, con la energía de la desesperanza, desmenuza todo el contenido del cristianismo y no para desecharlo, sino para entrar en él, arrancarle su divino contenido y encarnarlo en la especie". Para Stirner no era materialismo lo predicado por Feuerbach, pues "desde el estricto punto de vista materialista, en el que no cabe un mínimo retazo de generosidad, yo no soy Dios ni el hombre especie". Es decir, que "yo soy simplemente yo, y nada de homo homini deus, sino ego mihi deus". Tras lo cual da la explicación:
"Si Dios ha muerto, todo me está permitido", hará decir Dostoyeski a uno de sus atormentados personajes. Pues desaparecido Dios, "lógico es que se desvanezca la sombra de todo lo divino", y resultará que la perfección y el amor se conviertan en pura filfa, y no sirvan para prestar su carácter social a la pretendida divinización tanto del hombre-especie (como principio fundamental colectivista), ni a la concepción del hombre que se eleva pisando la cabeza de sus congéneres (idea matriz del individualismo insolidario). .
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