De Hegel a Feuerbach, un liso trampolín

Zamora, 7 agosto 2023
Antonio Fernández, licenciado en Sociología

         Era tal la ambigüedad del hegelianismo que, entre los auto titulados "jóvenes hegelianos", surgieron tendencias para cualquier gusto. Hubo una derecha hegeliana representada por Gabler, Von Henning, Erdman, Goschel, Shaller... Hubo un centro hegeliano con Rosenkranz, Marheineke, Vatke o Michelet. Y hubo una izquierda hegeliana (el grupo más ruidoso) en la que destacaron Strauss, Bauer, Feuerbach, Stirner y Marx, más tarde asistido por el rico industrial Engels.

         David Strauss, pastor luterano, mostró descubrir en Hegel a un cauto teorizador del panteísmo y encuentra en él argumentos para escribir una Vida de Jesús, en la que el protagonista principal no es Dios hecho hombre, porque "si Dios se encarna específicamente en Jesucristo, ¿cómo puede hacerlo en toda la humanidad, tal como enseña Hegel?".

         Imbuido de que el panteísmo de Hegel apuntaba directamente a la negación de la encarnación de Dios en Jesús de Nazaret, ese acomodaticio pastor luterano, que fue Strauss, dice llegado el tiempo de "sustituir la vieja explicación sobrenatural, e incluso natural, por un nuevo modo de presentar la historia de Jesús". Para Strauss, la figura central de Jesús ha de ser vista en el campo de la mitología, porque "el mito se manifiesta en todos los puntos de la vida de Jesús, aunque haya un mayor trasfondo hisrico en todos ellos".

         Usa Strauss en su libro un tono pomposo y didáctico que no abandona ni siquiera cuando se enfrenta con el cleo central de la religión cristiana: la resurrección de Jesucristo. En concreto, según sus propias palabras:

"Según la creencia de la Iglesia, Jesús volvió milagrosamente a la vida. Según opinión de deístas como Raimarus, su cadáver fue robado por los discípulos. Según la crítica de los racionalistas, Jesús no mur más que en apariencia y volv de manera natural a la vida. Según nosotros, fue la imaginación de los discípulos la que les presentó al Maestro que ellos no se resignaban a considerar muerto. Se convierte así en puro fenómeno psicológico (mito) lo que, durante siglos, ha pasado por un hecho, en principio,   inexplicable, más tarde, fraudulento y, por último, natural".

         Se inventó Strauss una exhaustiva investigación sobre la materia para afirmar con el mayor descaro:

"Los resultados de la investigación que hemos llevado a rmino, han anulado definitivamente la mayor y s importante parte de las creencias del cristiano en torno a Jesús, han desvanecido todo el aliento que de él esperaban, han convertido en áridas todas la consolaciones. Parece irremisiblemente disipado el tesoro de verdad y vida a que, durante 18 siglos, acudía la humanidad. Toda la antigua grandeza se ha traducido en polvo, Dios ha quedado despojado de su gracia, y el hombre de su dignidad. Por fin, está definitivamente roto el vínculo entre el cielo y la tierra".

         Cuando en 1835 apareció la corrosiva Vida de Jesús de Strauss, le fue encomendado a Bruno Bauer, también pastor luterano, la contundente réplica. Pero había de hacerlo desde la perspectiva del orden establecido, y en uso de una derechista interpretación de Hegel.

         No tuvo lugar la esperada contundente réplica a los postulados de Strauss, sino que el choque entre ambos fue algo así como una pelea de gallos en que cada uno jugara a superar al otro en novedoso radicalismo, tanto que, pronto, Bauer se merec el título de "Robespierre de la teología".

         Como él mismo confiesa, se había propuesto Bauer "practicar el terrorismo de la idea pura cuya misión es limpiar el campo de todas las malas y viejas hierbas" (Carta a Marx). Y sin abandonar el campo de la teología luterana, y desde una óptica que asegura genuinamente hegeliana, señala que la religión es fundamental cuestión de estado y, por lo mismo, escapa a la competencia de la jerarquía eclesiástica, "cuya única razón de ser es proteger el libre examen".

         Publica Bauer en 1841 su Crítica de los Sinópticos, en que muestra a los evangelios como una simple expresión de la "conciencia  de la época", y un anacronismo hecho inútil por la revolución hegeliana.

         Dice Bauer ser portavoz de la auténtica intencionalidad del siempre presente maestro Hegel: lanzar una implacable andanada contra el cristianismo, "conciencia desgraciada a superar inexorablemente, gracias a la fuerza revolucionaria del propio sistema". En efecto, la idea que vende Bauer, y que dice haber heredado del "oráculo de los tiempos modernos", es la radical quiebra del cristianismo: "Será una catástrofe pavorosa y necesariamente inmensa: mayor y más monstruosa que la que acompañó su entrada en el escenario del mundo" (Carta a Marx).

         Para el resentido pastor luterano Bauer era inminente la batalla final que representará la definitiva derrota de "los últimos enemigos del nero humano: lo inhumano, la ironía espiritual del nero humano, y la inhumanidad que el hombre ha cometido contra sí mismo, y es el pecado más difícil de confesar" (según defiende en sus Buenas Cosas de la Libertad).

         Personifica Bauer esa batalla última en su versión panteísta y atea del hegelianismo hasta que, como adalid que presume ser de la vanguardia crítica, Bauer da por muerto al cristianismo. Con pasmosa ingenuidad asegura que únicamente falta darle al hecho la suficiente difusión.

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         Strauss, Bauer y otros teólogos de nuevo cuño fueron eclipsados por quien fue considerado el padre del humanismo ateo contemporáneo (o humanismo ideal-materialista, por sus raíces tanto en el hegelianismo como en los prejuicios anti-espiritualistas del mundo académico de entonces): Ludwig Andreas Feuerbach, que llegó a acaparar la atención de la juventud universitaria con la publicación en 1841 de su Esencia del Cristianismo.

         Se trata de una obra, según él, nacida de la propia experiencia con ciertos toques de percepción hegeliana siguiendo una trayectoria en la que "Dios fue mi primer pensamiento, la razón el segundo y el hombre mi tercero y último". Y sin reparar en el "cristianismo disoluto, sin carácter, confortable, literario, vertil, epicúreo, de hoy", comienza a centrar su crítica en la religión como "indebido atajo hacia la plena realización del animal racional".

         Es así como Feuerbach llegó a ver "el secreto de la teología en la ciencia del hombre", entendido éste no como persona con específica responsabilidad, sino como elemento masa de la más noble familia del mundo animal, acaba diciendo que "der mensch ist was er isst" (lit. el hombre es lo que come).

         Con la conciencia en lugar del instinto, este ser humano parece haber nacido con la imparable tendencia a adorar sea lo que sea de tal forma que, en cuanto empieza a razonar, se crea sus propios ídolos adornándolos con lo mejor de sí mismo.

         Esa su tendencia a la adoración es directa consecuencia de su especial situación en el reino animal en el que, a lo largo de los siglos, ha desarrollado peculiares hábitos que, aunque derivadas del medio material en que se ha desarrollado la especie, gracias a la experiencia reflexiva, derivan en lo genuinamente humano. Razón, amor y fuerza de voluntad, dice Feuerbach, "son las perfecciones o fuerzas suprema, y la esencia misma del hombre". Es decir, que "el hombre existe para conocer, para amar y para ejercer su voluntad".

         Se trata de cualidades que, en la ignorancia de que proceden de su propia esencia (que no es más que una particular forma de ser de la materia), el hombre proyecta fuera de sí, hasta personificarla en un ser extrahumano e imaginario al que llama Dios, o en un personaje Jesucristo al que, en vuelo de irracional sentimentalismo, concede los atributos de la divinidad:

"El misterio de la religión es explicado por el hecho de que el hombre objetiva su ser para hacerse al punto siervo de ese ser objetivado al que convierte en persona. Es cuando el hombre se despoja de todo lo valioso de su personalidad para volcarlo en Dios. El hombre se empobrece para enriquecer a lo que no es s que un producto de su imaginación.

El amor es aquel factor que manifiesta la esencia oculta de la religión; la fe, en cambio, es aquel factor que constituye su forma consciente. El amor identifica al hombre con Dios y a Dios con el hombre; por eso también identifica al hombre con el hombre. En cambio, la fe (la fe luterana sin obras, preciso es recordarlo) separa a Dios del hombre, y por eso también al hombre del hombre.

Y esto porque Dios no es otra cosa sino el concepto genérico místico de la humanidad, y por eso la separación de Dios de los hombres, significa la separación del hombre de mismo, o sea la disolución del vinculo común. Mediante la fe la religión se pone en contradicción con la moral, la inteligencia, el sencillo sentido de verdad del hombre; en cambio, por el amor se opone nuevamente a esta contradicción.

Nuestra relación con la religión no es en consecuencia  negativa, sino crítica, separando lo verdadero de lo falso. La religión fue la primera conciencia que tiene el hombre de mismo. Y santas son las religiones, porque son las tradiciones de la primera conciencia. Pero, lo que para la religión es Dios, para nosotros es el hombre, que debe ser colocado y pronunciado en vez de Dios. El amor hacia el hombre no debe ser derivado, sino que debe convertirse en un amor original. Recién entonces el amor es un poder verdadero, santo y de absoluta confianza.

Si la esencia del hombre es el ser supremo del hombre, debe ser prácticamente la ley suprema y primera del hombre: el amor del hombre al hombre. Este es el principio supremo, que "homo homini Deus est" (lit. el hombre es el Dios), porque el hombre es el Dios para el hombre y éste el momento decisivo que cambia la historia del mundo.

La vida es, en general, en sus relaciones esenciales de una naturaleza absolutamente divina. Su consagración religiosa no la recibe por la bendición del sacerdote. La religión quiere consagrar un objeto mediante una acción de por sí puramente extrínseca; de este modo ella pretende ser una potencia sagrada; fuera de sí sólo conoce relaciones terrenales, no divinas y precisamente por eso ella viene para santificarlas y consagrarlas.

         En razón de tales deducciones, para Feuerbach el centro de la religión es el hombre-especie (no persona) y no una supuesta entidad espiritual llamada Dios. Y si se niega a Dios es para volcarse en el hombre por lo que, más que ateísmo, lo suyo debe ser considerado un humanismo de carácter universal:

"La personalidad de Dios es, por lo tanto, el medio por el cual el hombre convierte las determinaciones e imaginaciones de su propia esencia, en determinaciones e imaginaciones de otra esencia, de un ser que está fuera de él. La personalidad de Dios no es otra cosa que la personalidad del hombre objetivada. El ser infinito no es otra cosa que la infinidad personificada del hombre; Dios no es otra cosa que la deidad o divinidad del hombre personificada y representada como un ser".

         No niega Feuerbach la existencia de un ejemplar y ejemplarizante de Jesucristo, personaje hisrico que presta nombre y teórica forma de vivir a los cristianos. Pero sostiene que es en la humanidad, y no en Jesucristo, donde todos y cada uno de los hombres han de volcar su capacidad de amor:

"Un corazón admirable es el corazón de la especie. Luego es Cristo, como conciencia del amor, la conciencia de la especie. Todos debemos ser uno en Cristo. Cristo es la conciencia de nuestra unidad. Luego, quien ama al hombre por el hombre mismo, quien se eleva al amor de la especie, al amor universal que corresponde a la esencia de la especie, es cristiano, es el mismo Cristo. Hace lo que Cristo hizo y lo que Cristo hizo de mismo. Luego, donde la conciencia de la especie se forma como especie, allí desaparece Cristo, sin que su esencia verdadera perezca; porque era el representante, la imagen de la conciencia de la especie.

En la contradicción que hemos descubierto entre la fe y el amor, por tanto, tenemos la necesidad práctica de elevarnos por encima del cristianismo y por encima de la esencia de la religión en general. Hemos demostrado que el contenido y el objeto de la religión son absolutamente humanos, que el secreto de la teología es la antropología y que el del ser divino es el ser humano. Pero la religión no tiene la conciencia de la humanidad ni de su contenido;s bien se opone a lo que es humano o por lo menos no confiesa que su contenido sea humano.

El momento decisivo y necesario para el cambio de la Historia es, por lo tanto, la confesión clara de que la conciencia de Dios no es otra cosa sino la conciencia de la especie, que el hombre sólo puede elevarse por encima de los mites de su individualidad o personalidad, pero no por encima de las leyes, de las determinaciones esenciales de su especie; que el hombre por lo tanto no puede pensar, imaginar, sentir, creer, querer y venerar a otro ser, como ser absoluto y divino, que el mismo ser humano".

         En honor a la verdad, debemos reconocer que son incompletas, sesgadas y desvirtuadas por el idealismo hegeliano, las imágenes que Ludwig Andreas Feuerbach nos ofrece de la religión y de Dios, del cristianismo y de Jesucristo, al que incluso califica en cierto momento de "Dios de Dios, Dios verdadero de Dios verdadero" (siguiendo el Credo de Nicea).

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         El hombre-especie de Feuerbach, entidad ideal-materialista, o diosecillo de fantasía y carne (al estilo de Prometeo, multiplicado hasta el infinito para compensar la impotencia de una desquiciante individualidad), resultó genial descubrimiento para la mayoría de los jóvenes hegelianos, incluidos Moisés Hess, Carlos Marx y Federico Engels (de los que hablaremos en un siguiente artículo).

         Clamorosa excepción significó Max Stirner, autoproclamado "materialista consecuente" y que tildó de "bodrio vergonzante" la Esencia del Cristianismo de Feuerbach, al que tildó de "iluso indocumentado que, con la energía de la desesperanza, desmenuza todo el contenido del cristianismo y no para desecharlo, sino para entrar en él, arrancarle su divino contenido y encarnarlo en la especie".

         Para Stirner no era materialismo lo predicado por Feuerbach, pues "desde el estricto punto de vista materialista, en el que no cabe un mínimo retazo de generosidad, yo no soy Dios ni el hombre especie". Es decir, que "yo soy simplemente yo, y nada de homo homini deus, sino ego mihi deus". Tras lo cual da la explicación:

"¿Cómo podéis ser libres, verdaderamente únicos, si alimentáis la continua conexión entre vosotros y los otros hombres? Pues el interés no radica en lo divino ni en lo humano, ni tampoco en lo bueno, verdadero, justo o libre, sino en lo que es mío. Y esto no como interés general, sino como interés únicamente mío, como único soy yo".

         "Si Dios ha muerto, todo me es permitido", hará decir Dostoyeski a uno de sus atormentados personajes. Pues desaparecido Dios, "lógico es que se desvanezca la sombra de todo lo divino", y resultará que la perfección y el amor se conviertan en pura filfa, y no sirvan para prestar su carácter social a la pretendida divinización tanto del hombre-especie (como principio fundamental colectivista), ni a la concepción del hombre que se eleva pisando la cabeza de sus congéneres (idea matriz del individualismo insolidario).

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  Act: 07/08/23        @enseñanzas de la vida            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A