Coge auge la política económica inglesa, o capitalismo

Zamora, 15 agosto 2022
Antonio Fernández, licenciado en Sociología

         Con carácter general, se acepta a Inglaterra como principal promotora de lo que se llama ciencia económica, y fue allí en donde Adam Smith vulgarizó el término economía política. Un Adam Smith que, en su clásico Riqueza de las Naciones (ca. 1776), definió así a la economía política:

"Es la ciencia que se propone dos objetivos claramente diferenciados; el primero, suministrar un amplio ingreso o subsistencia para la población o, más propiamente, habilitarla para que provea a tal ingreso o subsistencia por su propia cuenta; y el segundo, proveer al estado o nación de una renta suficiente para el servicio público".

         En buena línea cartesiana, Smith trató de prestar raíz metafísica al simple (puro y duro) afán de lucro, lo cual encontró buen caldo de cultivo en la peculiar trayectoria colonial de su país, como continuación de precedentes teorías que ya habían justificado la trata de esclavos y el expolio de pueblos enteros como "forma de hacer economía".

         Una de esas precedentes teorías fue la defendida por los llamados mercantilistas. Los grandes descubrimientos y colonizaciones de los s. XVI y XVII habían universalizado el horizonte comercial de Europa, de cuyos puertos partían hacia los 4 puntos cardinales grandes barcos en busca de oro, plata, especias, esclavos...

         Existieron diversas escuelas mercantilistas: la metalista o española (Ortiz, Olivares, Mariana), la industrialista o francesa (Bodin, Montchrestien, Colbert), la comercial o británica (Mun, Child, Donevant, Petty). Todas ellas gozan de protección oficial en cuanto buscan la riqueza y el poder expensas de las colonias y de los competidores más débiles.

         Esto del mercantilismo fue una doctrina que aportó más inconvenientes que ventajas, como bien describía al respecto Storch:

"No hay exageración al afirmar que, en política se cuentan pocos errores que hayan causado mayor número de males que el sistema mercantilista: armado del poder soberano, ordenó y prohibió cuando no debía hacer más que auxiliar y proteger.

La manía reglamentaria, que inspiraba, atormentó de mil maneras a la industria hasta desviarla de sus cauces naturales y convertirla en causa de que unas naciones mirasen la prosperidad de las otras como incompatible con la suya: de ahí un irreconciliable espíritu de rivalidad, causa de tantas y tantas sangrientas guerras entre europeos.

Fue un sistema que impulsó a las naciones a emplear la fuerza y la intriga a fin de efectuar tratados de comercio que, si ninguna ventaja real iban a producir, patentizarían, al menos, el grado de debilidad o ignorancia de las naciones rivales".

         Los fisiócratas, aparecidos más tarde en Francia, se presentaron como reacción a la corriente mercantilista, la cual (en su modalidad industrialista) gozaba de todas las protecciones oficiales, en detrimento del cuidado de la Tierra.

         Con referencia al Espíritu de las Leyes de Montesquieu (que dijo que "la geografía es también fuerza rectora de los pueblos"), apelan los fisiócratas a una especie de deternimismo natural, que diluiría en puro formulismo las voluntades de poderosos y súbditos. Una actitud reflejada en la famosa frase "laissez faire, laissez paser", de Gournay.

         El Espíritu de las Leyes de Montesquieu había expresado ferviente oposición a los excesos centralistas del rey Sol ("el estado soy yo"), para cifrar en la liberal gestión de los asuntos públicos una de las condiciones para la emancipación individual. Así como señalaba que "el espíritu de las leyes" dependía, esencialmente, de la constitución geográfica y climatológica de cada país, y de las costumbres de sus habitantes (condicionadas, a su vez, por el entorno físico).

         Pues bien, 10 años más tarde del Espíritu de las Leyes, apareció lo que se considera el 1º tratado de economía política, y referencia principal de los fisiócratas: el Tableau Economique, (ca. 1758), de Francisco Quesnay.

         En él afirma Quesnay que, en el substratum de toda relación económica, existen y se desarrollan ineludibles "leyes naturales"; que la fuente de todas las riquezas es la agricultura; que las "sociedades evolucionan según uniformidades generales", que constituyen el orden natural que ha sido establecido por Dios para la felicidad de los hombres; que el interés personal de cada individuo no pude ser contrario a ese "orden providencial", lo que significa que, buscando el propio interés, cada uno obra en el sentido del interés general.

         Será suficiente, pues, dar rienda suelta a todas las iniciativas individuales, vengan de donde vengan y vayan a donde vayan, para que el mundo camine hacia el orden y la armonía: es cuando se desarrollan a plenitud "las leyes naturales que rigen la repartición de las riquezas en armonía con los sabios designios de la Providencia".

         Esta conclusión fisiócrata sirvió a Adam Smith de punto de partida para su "investigación sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones". Había abandonado la carrera eclesiástica y ejercía de profesor de Lógica cuando, en Francia, trabó amistad con los fisiócratas Quesnay y Turgot. A raíz de ello se siente ganado a la causa de la economía política.

         A diferencia de sus precursores, quienes todo lo hacían depender de un determinismo natural, cuya más elocuente expresión estaba en la fecundidad de la Tierra, Smith presenta al interés personal como principio de toda actividad económica: bastará que se deje en plena libertad a los hombres para que, guiados exclusivamente por el móvil egoísta, el mundo económico y social se desenvuelva en plena armonía.

         Hace suyo el "laissez faire, laissez paser" de los fisiócratas; pero sí éstos otorgaban a los príncipes la facultad de "declarar leyes" (en Francia, eran los tiempos de la monarquía absoluta y del "rey por la gracia de Dios"), Adam Smith puede escribir con la mayor libertad de que se goza en Inglaterra y no hace uso de ninguna figura retórica para sostener que la verdadera ciencia económica no precisa de ninguna coacción o cauce: es elemental, sostiene Smith, que los factores de producción y riqueza cuenten con absoluta libertad para desplazarse de un sector a otro según el barómetro de precios y del libre juego de intereses particulares, lo que necesariamente alimentará el interés general.

         Según ello (Smith dixit), el estado no debe intervenir ni siquiera para establecer un mínimo control en el mercado internacional puesto que lo cierto y bueno para un país lo es para todos y, consecuentemente, para las mutuas relaciones comerciales.

         Poco cuentan las voluntades personales en el toma y daca supuestamente providencialista y universal: aunque Adam Smith proclama una "inmensa simpatía" por los más débiles, los condena a los vaivenes de lo que será rabioso "individualismo manchesteriano" aunque intenta consolarles, eso sí con la esperanza de que, en un futuro próximo y merced a las "providenciales leyes del mercado", todo irá de mejor en mejor.

         No es así de optimista Tomás Roberto Malthus, uno de sus seguidores, quien no cree en la prédica de los fisiócratas sobre el "orden espontáneo debido a la bondad de la naturaleza" ni, tampoco, con Smith de que el juego de las libertades individuales conduzca necesariamente hacia la armonía universal. Pero sí que reconoce como inexorables a las leyes económicas y, en consecuencia, no admite otro posicionamiento que el ya clásico "laissez faire, laissez paser".

         Desde esa predisposición, Malthus presenta los 2 supuestos de su célebre Teoría de la Población, cuyo corolario final es la extinción de la humanidad por hambre. Pues:

1º cada 25 años se dobla la población del mundo, lo que significa que ésta crece en progresión geométrica;
2º en la más favorable circunstancia, los medios de subsistencia no aumentan más que en progresión aritmética.

         Como consuelo y "propuesta para restablecer el equilibrio", Malthus no ofrece otra solución que una "coacción moral" que favorezca el celibato y la restricción de la natalidad. Discreta, tímida y cínicamente, también apunta que una "solución más eficaz, aunque no deseable", es provocar guerras o masacres de algunos pueblos.

         A tanto no llega otro de los seguidores pesimistas de Adam Smith. Se trata de David Riccardo, que según Marx es el "jefe de una escuela que reina en Inglaterra desde la Restauración", y cuya doctrina riccardiana "resume rigurosa e implacablemente todas las aspiraciones de la burguesía inglesa, ejemplo consumado de la burguesía moderna" (Miseria de la Filosofía).

         Es particularidad de Riccardo el haber desarrollado teorías que Adam Smith se limitó a esbozar: Teoría del Trabajo, que dice que "el valor de los bienes está determinado por su costo de producción"; Teoría de la Renta Agraria, según la cual "el aumento de la población favorece a los grandes terratenientes en detrimento de los pequeños propietarios y consumidores"; Teoría de los Costos, que anima a cada país a "especializarse en los productos para los cuales está especialmente dotado"; y Teoría del Salario, según el cual "el salario se fija al mínimo necesario, para que viva el obrero y perpetúe su raza".

         Este último descubrimiento de la pretendida ciencia económica ya había sido apuntado por el fisiócrata Turgot , servirá de base de todo al darwinismo social y pasará a la historia con el nombre de Ley de Bronce de los Salarios. Por demás, Riccardo no tolera la intervención del estado sino es para eliminar las últimas trabas a la total libertad de Intercambio.

         Tras los voceros principales de la economía política inglesa vienen los comparsas, entre los cuales destaca Stuart Mill, que pretende lograr una síntesis entre todo lo dicho por sus antecesores, para formular lo que Baudin ha llamado una "verdadera codificación del individualismo": 1º prestar mayor precisión a los rasgos definitorios del homo aeconomicus, que tanta relevancia tiene en la producción intelectual burguesa; y 2º presentar al hedonismo utilitarista (puro y duro epicureísmo, hipócritamente socializado) como "concepto moral por excelencia". Y todo esto porque, según Mill, "en la búsqueda de su propio placer, el hombre es arrastrado a servir el bien de los otros".

         Sobre lo dicho y escrito por los citados teorizantes nos permitimos alguna puntualización. Bueno es realzar el carácter positivo de la libertad de iniciativa, pero resulta exagerado el dogmatizar sobre el supuesto de que una libertad movida por el capricho de los poderosos haga innecesario cualquier apunte corrector del poder político, cuya única razón de ser (de ello estamos absolutamente convencidos) es la promoción del bien común.

         La más palmaria realidad nos muestra cómo el afán de lucro, dentro de una jerarquía de funciones, es factor motivante para el trabajo en común, pero requiere las contrapartidas que marcan las necesidades de los otros en una deseable confluencia de derechos, apetencias y capacidades. Para ello nada mejor que unas leyes que "hagan imposibles las inmoralidades y atropellos de unos a otros" (algo que ya apuntó el maestro Aristóteles).

         Cualquier persona podría ejercer de hedonista redomado si viviera en radical soledad; en cuanto constituye sociedad con uno solo de sus semejantes ya está obligado a relacionar el ejercicio de sus derechos con la conveniencia de los otros y viceversa. Y obvio es recordar lo variopinta que, en voluntades, disponibilidad y capacidades resulta la sociedad humana: no cabe, pues, dogmatización alguna sobre los futuros derroteros de una economía promovida y desarrollada por sujetos obsesionados por satisfacer los caprichos de su ego sin detenerse a reflexionar si ello les sumerge en los abismos de lo irracional.

         A decir verdad, la realidad ha desprestigiado lo que fue visceral pretensión de la llamada economía clásica: ser aceptada como ciencia exacta al mismo nivel que la geometría o la astrofísica. Es una pretensión a la que aún siguen apuntados no pocos modernos teorizantes y cuantos hacen el juego a los gurús de la economía mundial. "Todo lo que se relaciona con oferta y demanda, absolutamente todo, depende de las leyes del mercado", siguen diciendo amparándose en formulaciones como las de Say, otro de los teorizantes de la economía clásica, y para quien "la fisiología social es una ciencia tan positiva como la propia fisiología del cuerpo humano".

         Vemos, en cambio, que los comportamientos de las personas, factores básicos de la economía, responden a más o menos fuertes estímulos, a más o menos evidentes corrientes de libertad (y también de amor o desamor) que, nacidas estrictamente de su particular ego, se resisten a las reglas matemáticas.

         Nada exacto espera a mitad ni al final del camino siempre que, tal como ha sucedido desde que el hombre es hombre, éste pueda aplicar su voluntad a modificar el curso de la historia: una preocupación o un capricho, un fortuito viaje o el encuentro con una necesidad, un inesperado invento o la oportuna aplicación de un fertilizante... le sirven al hombre para romper en mayor o menor medida las «previsiones de producción» dictadas por la estadística.

         Las llamadas tendencias del mercado, aun rigurosamente analizadas, son un supuesto válido como hipótesis de trabajo, nunca un exacto valor de referencia.

         Vistas así las cosas, no caben paliativos a la hora de someter al filtro de un realista análisis no pocas de las muy respetadas suposiciones heredadas de los teorizantes clásicos. Por supuesto que las llamadas leyes económicas no siguen el dictado de una fuerza ciega: tendrán o no valor ocasional en determinada circunstancia de tiempo y lugar; pero siempre pueden y deben acusar la impronta de la voluntad de las personas que las sufren y padecen y de quienes, en cualquier caso, depende su personal aliño de amor y de libertad.

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  Act: 15/08/22        @enseñanzas de la vida            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A