El derecho de propiedad y el cristianismo

Zamora, 1 mayo 2023
Antonio Fernández, licenciado en Sociología

         El célebre etnólogo francés Levy Bruhl, refiriéndose a las sociedades más primitivas, nos hablaba de un lazo místico entre el individuo (que "no quiere dejar de ser él mismo") y de su entorno social (del que "quiere participar y ser reconocido como pieza fundamental"). Es lo que para él resumía esa especie de espontáneo y natural derecho de propiedad: posesión, propiedad, utilización... y todo ello en torno a la participación.

         La propiedad consiste en una especie de unión mística, en una participación entre el posesor y lo poseído. La esencia de la propiedad es un puente espiritual que se establece entre la persona que posee y los objetos que, de una u otra especie, forman parte de su vida. Diríamos que en ese "puente espiritual" su pilar fundamental es el hambre de libertad del yo, lo que se traduce en un afán por encontrar y habilitar algo con que compensar las propias debilidades. Santeler nos lo explica así:

"Previamente a toda propiedad existe la facultad moral del ser racional para servirse de las criaturas irracionales con miras a sus fines. La propiedad regula el ejercicio de esta facultad en las relaciones de los hombres entre sí. Estoy jurídicamente autorizado para disponer, según mi arbitrio y provecho, de lo que es mío. Esta facultad es fundamentalmente universal, pero está internamente sujeta a la ordenación de la comunidad y a la consideración al bien común, pues el derecho nunca puede ser contrario a la comunidad, ni algo opuesto a ella será jamás derecho" (Diccionario Brugger, p. 383).

         Desde esa perspectiva, pero con las limitaciones de los que no consideran a todos los humanos iguales en dignidad natural, los antiguos romanos definían al dominium o propiedad como el "derecho a usar y abusar de lo propio" (incluidos los seres humanos esclavizados) "hasta el mite que marca la ley" (ius utendi atque abutendi re sua quatenus iuris ratio patitur).

         Realista es el matiz que a tal definición aporta Alfonso X el Sabio cuando, por encima de las convenciones humanas cuales son las leyes, coloca a Dios, para quien "hemos de amarnos los unos a los otros como él nos ama". En sus Partidas, el sabio rey de Castilla ve al derecho de propiedad como el "poder que home ha en su cosa de facer della e en ella lo que quisiere segund Dios e segund fuero", con lo que establece una perfecta concordancia entre la ley natural y la ley de Dios.

         Respecto al derecho de propiedad, a lo más que se llega en la sociedad industrializada de nuestra época es a que lo mío tenga una "proporcional proyección social" por intermediación de los poderes públicos. El art. 544 del Código Napoleón lo expresa así: "La propiedad es el derecho de gozar y de disponer de las cosas de la manera s absoluta dentro de los mites que marquen las leyes o reglamentos".

         Son esas leyes o reglamentos las que ponen freno a los abusos a la par que, mediante impuestos o sanciones, administran más o menos pertinentemente las derivaciones  crematísticas del "do ut des" a favor de la sociedad de bienestar.

         Hubo un tiempo, en el que, a nivel universal y por aberrante imposición de la ley del más fuerte (por determinación de los modos de producción, que diría un materialista marxista), los genuinos trabajadores, llamados esclavos o siervos, en cierta forma equiparados a bestias de carga, nacían, vian y morían como cosa en exclusiva propiedad de unos privilegiados seres humanos, que ahondaban en su mezquindad a base de usar y abusar de quienes, por dignidad natural, eran sus iguales o, muy seguramente, superiores a ellos: "Los últimos serán lo primeros" (Mt 20, 16).

         Contra tal aberrante simplificación de los poderosos de este mundo ("no seáis esclavos de los hombres", había dicho San Pablo), se alzaron los padres y doctores de la Iglesia: "Si la naturaleza ha creado el derecho a la propiedad común, es la violencia la que ha creado el derecho a la propiedad privada". Tal enseñaba San Ambrosio de Milán, a quien siguió su discípulo San Agustín cuando dijo:

"Los propietarios deben tener en cuenta que han sido la iniquidad humana, sucesivos atropellos y miserias... lo que ha privado a los pobres de los bienes que Dios ha concedido a todos. En consecuencia, se  han de convertir en proveedores de los menos favorecidos".

         Con ello se hacían eco del evangelio y de no pocas ilustrativas referencias del AT:

"Dios vendrá a juicio contra los ancianos  y los jefes de su pueblo porque habéis devorado la viña y los despojos del pobre llenan vuestras casas. Porque habéis aplastado a mi pueblo y habéis machacado el rostro de los pobres, dice el Señor" (Is 3, 14).
Ay de los que aden casas a casas, de los que juntan campos y campos hasta acabar el rmino, siendo los únicos  propietarios en medio de la tierra!" (Is 5, 8).
"Ved como se tienden en marfileños divanes e, indolentes, se tumban en sus lechos. Comen corderos escogidos del rebaño y terneros criados en el establo. Gustan del vino  generoso, se ungen con óleo fino y no sienten preocupación alguna por la ruina de José" (Am 6, 4).
"Codician heredades y las roban, casas y se apoderan de ellas. Y violan el derecho del dueño y el de la casa, el del amo y el de la heredad" (Miq 2, 2).

         Es el propio Jesucristo quien ilustra el tema con parábolas como la siguiente:

"Había un hombre rico, cuyas tierras le dieron una gran cosecha. Comenzó él a pensar dentro de diciendo: ¿Qué haré pues no tengo en donde encerrar mis cosechas? Ya lo que voy a hacer: demoleré mis graneros y los haré s grandes, almacenaré en ellos todo mi grano y mis bienes y diré a mi alma: alma, tienes muchos bienes almacenados para muchos os: descansa, come, bebe, regálate... Pero Dios le dijo: Insensato, esta misma noche te pedirán el alma, y todo lo que has acaparado ¿para quien será? Así será el que atesora para sí y no es rico ante Dios" (Lc 12, 16).

         De algunos de los ricos de su época, Jesucristo arrancó el siguiente compromiso: "Daré, Señor, la mitad de mis bienes a los pobres. Y si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo" (Lc 19, 8). Así se expresó Zaqueo y demostró cómo una  privilegiada situación económica puede traducirse en bendición social y, en consecuencia, el más humilde de los seres humanos puede y debe considerar suyo lo imprescindible para vivir y desarrollar su personalidad, cumpliendo así la función que le corresponde en razón de ser inteligente y libre hijo de Dios.

         Luego están los derechos de la comunidad: el Maestro, que todo lo hizo bien, era realista y daba a cada cosa, función o fenómeno el valor que le correspondía: "Dad al césar lo que es del césar, y a Dios lo que es de Dios". Si el orden social precisa de un soporte material a la par que una clara orientación hacia el Esritu, los responsables de ese soporte material son acreedores a la pertinente contribución de cuantos se benefician de ello.

         Aradica la lógica de la motivación cremastica o aliciente con que cuentan los celadores del orden, los emprendedores y los administradores de las cosas, cuyos medios de gestión pueden muy bien formar parte de su patrimonio y, de hecho, constituir una modalidad de propiedad privada.

         Llegamos así al reconocimiento de una forma de propiedad justificada por el interés general: es la función social del derecho de propiedad. Podríamos decir que aradica el principio moral de lo que podremos llamar "economía de la Reciprocidad": do ut des, es decir, contribuyo con parte de lo que me pertenece para que lo hagas llegar a quien carece de ello o lo necesita más que yo con lo que coadyuvo a la función social del derecho de propiedad.

         La función social del derecho de propiedad era una de las principales preocupaciones de San Pablo, quien recomendaba a sus discípulos:

"A los ricos de este mundo   encárgales que no sean altivos ni pongan su confianza en la incertidumbre de las riquezas, sino en Dios quien, abundantemente, nos provee de todo para que lo disfrutemos, practicando el bien, enriqueciéndonos en buenas obras, siendo liberales y dadivosos y atesorando para el futuro con que alcanzar la verdadera vida" (1Tim 6, 14).

         Desde esa perspectiva se pronuncia Santo Tomás de Aquino:

"Si se le concede al hombre el privilegio de usar de los bienes que posee, se le señala que no debe  guardarlos exclusivamente para sí: se considerará un administrador con la voluntad de poner el producto de sus bienes al servicio de los des... porque nada de cuanto corresponde al derecho  humano debe contradecir al derecho natural o divino; según el orden natural, las realidades inferiores están subordinadas al hombre a fin de que éste las utilice para cubrir sus necesidades. En consecuencia, parte de los bienes que algunos poseen con exceso deben llegar a los que carecen de ellos y sobre los que detentan un derecho natural".

         De otra forma, cabe a los poderosos de este mundo el reproche de Santiago:

"Vosotros, ricos, llorad a gritos sobre las miserias que os amenazan. Vuestra riqueza está podrida. Vuestros vestidos consumidos por la polilla, vuestro oro y vuestra plata comidos por el orín. Y el orín será testigo contra vosotros y roerá vuestra carne como fuego. Habéis atesorado para los últimos días. El jornal de los obreros, defraudados por vosotros, clama y los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos. Habéis vivido en delicias sobre la tierra, entregados a los placeres: os habéis cebado para el día de la matanza" (St 5, 6).

         En todas las épocas, muchos fueron y son "los cebados para el día de la matanza". Sabemos que en la época feudal (la llamada de los siglos oscuros) era la propiedad sobre un trozo grande o pequeño de tierra lo que permitía distinguir a los nobles o propietarios de los plebeyos, tratados como cosa propia de su señor natural, quien, según su talante, podía proteger y respetar o, algo demasiado frecuente, abusar con indignidades al estilo del derecho de pernada o ejercicios de arbitraria justicia a base de horca y cuchillo.

         Naturalmente que no son situaciones justificadas por el estado de los medios y modos de producción, pese a que se nos recuerde que, en el campo, se humanizó el trabajo agrícola en cuanto los siervos pudieron descargar parte de su esfuerzo en los animales de tiro merced a la introducción de un recién inventado arnés que permitía un mayor aprovechamiento de la fuerza animal: lo verdaderamente ilógico e indigno es que una persona se considere superior a otra por cuestión de linaje o posicionamiento social.

         Hoy nadie puede dudar de que ha sido y de que continúa siendo el esritu evanlico una eficaz fuerza para poner personas y cosas en el lugar que les corresponde. Si Dios ha puesto los bienes terrenales al servicio de todos, así lo han de reconocer aquellos a quienes, de una forma u otra, corresponde tal o cual parcela de  administración (no de exclusiva propiedad).

         Ya en el s. II, el propio Tertuliano, exagerado en otras cuestiones, aquí da en el clavo cuando dice:

"Nosotros, los cristianos, somos hermanos en lo que concierne a la propiedad, que para vosotros, paganos, es causa de tantos conflictos. Unidos en el alma y de todo corazón, consideramos que todas las cosas pertenecen a todos y ponemos todo en común, excepto nuestras mujeres, quienes, en el caso vuestro, es lo único en común".

         Con más ponderación y respeto Juan Pablo II nos recuerda la función social del derecho de propiedad:

"La propiedad de los medios de producción tanto en el campo industrial como agrícola es justa y legítima cuando se emplea para un trabajo útil. Pero resulta ilegítima cuando no es valorada o sirve para impedir el trabajo de los des u obtener unas ganancias que no son fruto de la expansión global del trabajo y de la riqueza social, sino s bien de su compresión, de la explotación ilícita, de la especulación y de la ruptura de la solidaridad en el mundo labora. Este tipo de propiedad no tiene ninguna justificación y constituye un abuso ante Dios y ante los hombres" (CA, 43).

         En el realismo cristiano es substancial la preocupación por ese orden social justo, que debe constituir un irrenunciable proyecto de vida para todas las personas de buena voluntad. Así lo expresa la Iglesia, para quien los fieles "tienen también el deber peculiar, cada uno según su propia condición, de impregnar y perfeccionar el orden temporal con el espíritu evangélico, y dar a testimonio de Cristo, especialmente en la realización de esas mismas cosas temporales y en el ejercicio de las tareas seculares" (CIC, 225.2). Y eso porque "el propósito de este mandamiento es el amor nacido de corazón limpio, de buena conciencia y de fe no fingida" (1Tim 1, 5).

         En el orden social cristiano "no cabe el ser esclavo de los hombres" (1Cor 7, 23) ni el vivir sin trabajar ("el que no trabaje que no coma"; 2Tes 3,7-12), había dicho San Pablo, que se considera imprescindible el desarrollo personal según las respectivas aptitudes y con el propósito de "dar al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios" (Mt 22, 15-21).

         No puede ser de otra forma según la responsabilidad que nos corresponde a todos y a cada uno de cuantos integramos la familia humana: colaborar en la medida de las respectivas fuerzas en la tarea común de potenciar los bienes naturales al servicio de una progresiva justicia social, "tanto mejor si usamos de los bienes terrenales segund Dios e segund fuero".

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  Act: 01/05/23        @enseñanzas de la vida            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A