Cuestión del fin y medios, en el estado maquiavélico

Zamora, 16 mayo 2022
Antonio Fernández, licenciado en Sociología

         En aquel mundo que se abría a la modernidad, ya privaban otros convencionalismos que los propios de una sociedad guerrera y agraria, otrora estructurada según una rígida jerarquía espiritual, social y política. Y se van agotando las justificaciones sociales de aquella nobleza con el principal orgullo de su "pureza de sangre", continuamente en pie de guerra, con el soporte económico de sus tierras, hijas de su capacidad de rapiña o de los caprichos de la historia.

         Era aquella una nobleza cerrada sobre sí misma, acomodaticia y despótica, que hacía de una más o menos inventada tradición el medio para ser reconocida como adalid de su entorno. Cultivaba rencores estériles; en las estrecheces económicas, no toleraba la ociosidad de unas armas que podían proporcionarle apetecibles despojos, pretendía ser el exclusivo soporte del orden, convertía sus fiestas en campos de batalla o juegos de guerra, en los que importaban infinitamente menos las desgracias de las víctimas que los oropeles del triunfador.

         En materia de doctrina y moral, con demasiada frecuencia, una buena parte de la nobleza europea de entonces respeta, pero ni vive ni siente lo enseñado por el evangelio. También se van desvaneciendo los asideros históricos de una jerarquía eclesial pegada a la aureola de respeto que despiertan el dogma y la tradición. Vivía no muy consciente de los problemas sociales de su entorno; mantenía ancladas sus inquietudes intelectuales a lo que fueron magistrales soluciones a desaparecidos problemas, ve con recelo el nuevo diseño de la pirámide social... para pronto incorporarse a ella sin el previo cuidado de "filtrar valores".

         Para escándalo de los fieles, personajes muy representativos de la Iglesia se aferran a la ciudadanía terrena con la concupiscencia de un Alejandro VI o la pasión guerrera de un Julio II, cuyas vidas, según la historia, resultan justamente lo contrario de lo que se espera en los testimonios y ejemplos de un siervo de los siervos de Dios: se dejaban llevar por la corriente de los tiempos: vida ordinaria al hilo de las pasiones menos espirituales, mercantilización del poder político, sed de gloria personal, tendencia a subjetivar la verdad...

         Hay en todo ello un vacío de autoridad moral que se contagia a los focos de poder político con el brillo que presta una revolución cultural con el "bello vivir" como bandera.

         Por lógica proyección de los nuevos condicionantes de la cultura y del comportamiento de los mentores de la vida social, la sociedad entera asiste a una atropellada y atropellante alteración de lo que, hasta entonces, fuera una respetable y a medias respetada escala de valores.

         En el mundo de los príncipes mercaderes y de los mercenarios franco-borgoñones es la gloria un valor que sacraliza el éxito en las empresas comerciales o guerreras al margen de su escaso o nulo valor moral. Se envidia o añora una fama que ya sitúa al burgués rico y al victorioso condottiero (sin patria ni ideal reconocido) muy por delante del héroe que vive o muere en un pretendidamente generoso sacrificio por el bien común.

         Asistimos al desarrollo de un individualismo cuyo patrón es el "uomo singulare", rico y poderoso, en cuya conciencia priva la fuerza sobre el derecho, la voluntad sobre la razón, los convencionalismos de su status social sobre los principios morales... y que cree pertenecer a una clase o especie mimada por la providencia como lo muestran sus especiales, casi sagrados, privilegios en el reconocimiento general. Y no faltan paniaguados que divulguen a los cuatro vientos tales excelencias.

         A tenor de ello, no es de extrañar que en algunos círculos se cultive, como un deporte, la especulación abstracta, de la que se alimenta la deserción o irresponsabilidad social de no pocos intelectuales en aquel y los subsiguientes 5 siglos. Sin los suficientes ejemplos por parte de la jerarquía eclesial, para muchos cristianos oficiales de la época, política y moral ocultan sus raíces en las alforjas del triunfo a cualquier precio.

         Sistematizador y profeta de los nuevos tiempos es Maquiavelo cuyo ideal del hombre es aquel que supedita todo, absolutamente todo, al triunfo apabullante sobre el prójimo. Con amplia resonancia en los medios políticos de entonces y de siglos más tarde, muestra como es "preferible hacerse temer que amar", puesto que "el amor, por triste condición humana, se rompe ante la consideración de lo más útil para sí mismo. El temor, por el contrario, se apoya en el miedo al castigo, un miedo que no nos abandona nunca".

         Interlocutor o destinatario preferido de Maquiavelo es el príncipe obsesionado por asentar su poder a cualquier precio. Para ello habrá de ser diestro en la utilización de las capacidades de sus súbditos y manipular los vicios y virtudes a tenor de su conveniencia: "estará siempre dispuesto a seguir el viento de su fortuna, y no se apartará del bien mientras le convenga. Pero deberá saber entrar en el mal de necesitarlo. Será, a un tiempo, león y zorra".

         Puesto que solamente consolidará su posición y entrará en la historia si somete a sus enemigos, para Maquiavelo, la medida de la moralidad del hombre público va en razón directa con su capacidad para anular a sus enemigos. Todo vale si conquista el poder y logra mantenerse en él. Los crímenes y bajezas solamente son vilipendiosos cuando se refieren al derrotado en la batalla o en el ordinario quehacer diario, nunca al emprendedor o caudillo triunfador.

         "El fin justifica los medios" fue la máxima moral que animó toda la doctrina política de Maquiavelo. El catecismo del éxito se llama El Príncipe, libro de cabecera de personajes como Hitler o Napoleón. De éste último se conservan unos comentarios que ilustran cumplidamente sobre las ventajas estratégicas que el famoso libro brinda a poderosos y oportunistas.

         Reglamentar la vida del ciudadano medio también fue preocupación de Nicolás Maquiavelo: siendo la vida privada de entonces un reducto en que, mayoritariamente o, al menos, entre las gentes sencillas, se admitía el valor normativo del evangelio, Maquiavelo se aplica a ridiculizar las más respetables recomendaciones.

         En su otra obra célebre, La Mandrágora, virtudes cristianas como la castidad, la fidelidad, la buena fe, el ascetismo... dan paso al capricho egoísta, al ocio, a la animalidad incondicionada, al sarcasmo, a la irresponsabilidad, siempre que lo requieran las conveniencias del momento. Si no hay nada que perder o ganar, muy bien se puede obrar como buen discípulo del Crucificado.

         Con su descaro, Maquiavelo, destacada figura intelectual de una época en ebullición cultural, facilita el que sean considerados "fuera de órbita" no pocos de los leales servidores del bien común, hombres y mujeres que dan preferente valor al amor trascendente y fecundo, al trabajo solidario. El Príncipe (por lo que respecta a la política) y La Mandrágora (por lo que respecta a la vida privada) han sido y son referencia de los partidarios del triunfo y de la "buena vida" a cualquier precio.

         Gracias a todo ello, se multiplican las invitaciones y argumentos para, a tenor de las circunstancias, situarse entre dos aguas seguros de haber logrado una oportuna conciliación entre la moral cristiana y las viejas apetencias paganas. Se podrá sistematizar la propia vida con ostensible "bien parecer" pero sin íntimas fidelidades ni a la conciencia ni a la Iglesia, y sí con disimulada dedicación a lo animalesco y a lo espontáneo, procurando siempre evitar el escándalo.

         Surge así un término medio entre la vida ordenada y el hedonismo, entre el cultivo de las prácticas religiosas y la ignorancia de los derechos del prójimo, entre el compromiso en la fe y la afición a las corrientes demoledoras del moderno paganismo.

         La constatación de ello plantea las siguientes preguntas: ¿Es ridículo o fuera de lugar el reconocer nuestra igualdad substancial con el otro y, por lo mismo, practicar una fraternidad impuesta por la realidad? ¿Podemos dudar de que los derechos del otro, mi hermano, se extienden hasta la fecunda aplicación de todas mis facultades personales? ¿Puedo, en justicia, considerar a mi hermano un simple medio para coronar mi capricho? ¿Es pura retórica el hecho histórico de la redención?

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  Act: 16/05/22        @enseñanzas de la vida            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A