El hombre busca renacer, y se pone a sí mismo en el centro

Zamora, 9 mayo 2022
Antonio Fernández, licenciado en Sociología

         Es difícil situar en el tiempo los comienzos del humanismo renacentista. Lo que si resulta evidente es que cobra decisivo auge en Italia en estrecha concordancia con las aspiraciones de la poderosa burguesía, que entre los s. XIV y XV había asumido el gobierno de la mayoría de los principados y repúblicas.

         Dicho movimiento es llamado humanista porque centra lo universal en lo concreto del hombre, al que considera "microcosmos o quinta esencia del universo". Un hombre que, progresivamente, se ha desligado de las trabas dogmáticas heredadas de la tradición, y con prisa y frivolidad ha convertido sus viejas fidelidades en simples figuras retóricas.

         El humanismo renacentista fue más una "aspiración estética" que una genuina corriente de renovación ideológica. Cultivó apasionadamente el supuesto de que el hombre se hacía más libre y más fuerte cuanto más se abriera al saber, sin detenerse a calibrar lo trascendente de su saber decir, de su saber estar o de su saber apreciar.

         Al humanista renacentista le interesaba menos lo que se decía que la forma de decirlo, y remedando a Platón (Fedro) podría decirse que sus grandilocuentes discursos sobre lo grande y lo bello no pasaban de "bellos laberintos vacíos, de todo concepto claro y de toda intención ética". Para muchos de aquellos renacentistas, valía cualquier idea siempre que estuviese presentada en el marco de un impecable estilo.

         Personaje representativo de la época es el jovencísimo Pico de la Mirándola, que tras ser educado en la Academia de Florencia se revela pronto como un prodigio de erudición a la hora de presentar sugestivas mezcolanzas de contrapuestas doctrinas, en un musical lenguaje muy al gusto de la época.

         En 900 tesis presentó Mirándola su idea del "hombre infinito", al que otorga la capacidad de renovarse en resurrección continua de un antiguo y supuesto crisol (en que, al flujo de cada época, habría de producirse la síntesis de lo más bello nacido del espíritu griego y de las religiones judía y cristiana).

         Claramente inclinado por lo más vacío del contenido moral, resalta Mirándola al tipo griego como a la más elocuente expresión de lo humano, y apenas disimula su intención de introducir en el Martirologio romano a los dioses y héroes de la antigüedad. Y viene a decir que, sujeto a la directa apreciación de ese microcosmos, el "hombre infinito" es lo que descuella sobre todo lo que se mueve en el universo. Como se ve, era el suyo un antropocentrismo elevado a la enésima potencia.

         La fiebre por "todo lo bello que cautiva a los sentidos" constituye el núcleo de la "nueva ciencia del hombre", y pronto se adueña de la voluntad de no pocos de los intelectuales más influyentes en las repúblicas italianas. Ficino, Besarión, Lorenzo Valla, Rodolfo Agrícola... son ejemplos del llamado humanismo renacentista. Todos ellos concederán a la religión un respeto, pero también un ostensible nivel de inferioridad respecto a la retórica cuya "belleza entra por los ojos y por los oídos". Al tiempo que consideran poco menos que "letra muerta" los viejos principios morales.

         En torno al mito "hombre nuevo", el Renacimiento hizo que lo aparente achicara a lo real, y vio como buena la ruptura con la "jerarquía de sangre", archivando los anquilosados valores de una sociedad que sus secuaces consideraron "cerrada sobre sí misma".

         La historia nos muestra cómo los afanes de sus personajes más celebrados eran regidos por el simple afán de ser aplaudidos, siendo lo de menos el por qué fuesen aplaudidos. De ahí el que encajasen en su seno expresiones tan divergentes como el halago a la tiranía de los príncipes y la ideología de los condottieri, con un artificial retorno a un clasicismo abúlico y egoísta.

         Hecha tal matización, hemos de reconocer algunos positivos efectos de aquel "renacer humanista". En el s. XV vive Europa un afán por romper horizontes como si la pasión por apreciar y cultivar lo bello y lo sublime captado por los sentidos abriera las puertas a una nueva ciencia aplicable a todas las disciplinas, desde la matemática a la astronomía pasando por la física y la política.

         Sin la corriente humanista no es fácil imaginarse los subsiguientes descubrimientos científicos, nuevas herramientas de que podrá disponer el hombre deseoso de justificar su existencia en eso que hemos llamado "amorizar la Tierra".

         De todas las repúblicas italianas es Florencia el principal foco de la corriente humanista. Era Florencia una patriarcal oligarquía que se presentaba como heredera de la antigua Roma, ahora moderna, próspera y pletórica de ciudadanos libres y felices según un mismo espíritu, el espíritu de la burguesía o de una bien sincronizada y epicúrea forma de vivir. Así lo entienden sus próceres y los profesionales del halago, como un tal Coluccio Salutati, un apologista de la tiranía que presume de no perdonar a Cicerón sus "veleidades populistas".

         La etapa más celebrada de la historia de Florencia está representada por los Médicis, clásico ejemplo de éxito burgués, "príncipes mercaderes" con fortuna suficiente para permitirse todos los caprichos personales, entre los cuales colocaron el mecenazgo o promoción de las artes en torno a su Academia.

         En esa Academia florentina de los Médicis había de todo lo que pudiera interesar o chocar a los poderosos de entonces: desde un rebuscado y torpe esnobismo en que cualquier espontáneo, en pésimo latín, podía presentar a Cicerón como maestro de Aristóteles (nacido 4 siglos antes) hasta soberbios artistas tales que Donatello, Alberti, Piero de la Francesca...

         La corriente florentina se hizo enseguida italiana (los papas de la época ayudarían decisivamente a ello) y, muy pronto, invadió triunfalmente Europa, cuyas oligarquías se dejaron conquistar por "las artes y las ciencias no oídas y nunca vistas".

         En paralelo y, como teoría política progresista, se desarrolla la devoción al rico y poderoso, se paganizan las costumbres y se acentúa la explotación de los más débiles, que han de soportar los afanes de gloria de los mejor situados, cuya más apasionada preocupación es la de mantener su posición.

         Entre vanidades y devociones por el propio ombligo hubo también leales preocupaciones por hallar nuevas vías hacia lo que no muere. Una parte de los más ilustres de la época han trascendido a su tiempo, y su obra ha hecho historia en los dominios del pensamiento, del arte y de la ciencia.

         La ruptura de viejas barreras a la libre investigación y preocupación por acercarse al meollo de la realidad material abrió el camino a la actual poderosísima técnica. Ello resulta evidente ante la simple consideración de las etapas que fue cubriendo el desarrollo del saber hacer humano, del acortamiento de las distancias, de espectaculares descubrimientos de nuevos mundos, de una embrionaria racionalización de la economía... puntos básicos de un progreso social en cuya persecución estamos comprometidos.

         Muchas de las grandezas y miserias de nuestra época tienen su precedente en el llamado Quattrocento, que, con evidente exageración, pretendió situar al hombre como medida de todas las cosas y exclusivo eje espiritual del universo, pero que, también, puso de relieve la fuerza de la libre iniciativa personal.

         Ciertamente, el desarrollo de la libre iniciativa personal es necesario para la puesta en práctica de todo lo que sabemos y podemos hacer, lo que, indiscutiblemente, se traduce en un firme apoyo para el progreso de las ciencias, las artes y las letras. Pero, por mucho que avancemos en esos terrenos, no podemos presumir de ser "la medida de todas las cosas" ni, mucho menos, "el exclusivo eje espiritual del universo".

         Ello nos obliga a reconocer que ese "humanismo antropocéntrico", que presenta el llamado Renacimiento, no se basa en evidente demostración alguna, y por lo mismo resulta infinitamente más pobre que el humanismo cristiano (avalado por tantos y tantos ejemplos de amor y de libertad, que nacen de la práctica de los valores genuinamente cristianos y de la aceptación de Dios como principio y fin de todo lo existente).

.

  Act: 09/05/22        @enseñanzas de la vida            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A