El ideal-materialismo, bomba de la filosofía alemana

Zamora, 31 julio 2023
Antonio Fernández, licenciado en Sociología

         Justo es reconocer que, para muchos, con Inmanuel Kant cambia en Europa el régimen del discurrir filosófico, pues sin renegar del subjetivo y discutible método cartesiano ("no aceptaré s que las ideas que me parezcan claras y distintas") Kant se propone dar un vuelco copernicano a la "squeda de la verdad", y desde una nueva tabla rasa pretende llegar a una visión sin fisuras de la totalidad del ser. Nada de misterios, nada de verdades absolutas ajenas a la propia capacidad de sentir (cuando no de entender), nada de oposición al criterio de la mayoría...

         Lo de Kant es una especie de escepticismo dogmático y voluntarista (valga la paradoja), pues frente a los errores incubados por el cartesianismo ideal-materialista, convertido por los enciclopedistas en puro y crudo materialismo ateo, se impone la kantiana Crítica de la Razón Pura desde un análisis más sentimental que racional.

         Para Kant ello ha sido posible desde el momento en que ha diluido en uno 3 fenómenos contrapuestos: el pietismo de su formación religiosa, el escepticismo de Hume y la conciencia moral de Rousseau. La razón pura dará paso a la razón práctica (la cual está limitada por la experiencia), y de ahí su conclusión: "Actúa de forma que la xima de tu conducta pueda ser siempre un principio de ley natural y universal".

         Es decir, ¿q te permite pensar que, por encima de lo demostrado por la historia o de la razonada confrontación de pareceres, están los productos de tu limitado intelecto? ¿Qué sucede si a tu vida le falta tiempo y capacidad de juicio para comprobar la viabilidad de tu imperativo categórico? ¿No ves imprescindible romper el marco de tu yo? ¿No crees que necesitas mayores dosis de humildad y de generosidad?

         ¿Dónde está el Dios amigo del nero humano al que, según tú, es imposible acceder desde la objetiva reflexión? ¿Te crees capaz de llegar a él sin otra guía que un descomprometido e inestable sentimiento? ¿Puedes demostrarme que, para ti, Dios es algo más que una tranquilizante abstracción? ¿Qué me dices de Jesucristo, Dios y hombre verdadero?

         Cuando toca la teoría política, Kant presenta una especie de utopía roussoniana como fundamento de la paz perpetua. En 1795, como secuencia de la fiebre revolucionaria que le llega de Francia, Kant presenta una sociedad ideal en la que la razón práctica (¿la "voluntad general" de Rousseau?) "obligará a todo legislador a crear sus leyes como nacidas de la voluntad única de un pueblo entero de forma que, referidas a cada ciudadano, se traducirán en libertad en la medida en la que sigan los dictados de esa voluntad general". Desde su reducto de pensador solitario, Kant marca a la humanidad el objetivo de avanzar hacia una federación mundial de estados republicanos sin saber hacia nde han de ir.

         La "voluntad general", tal como se viene demostrando en los últimos tiempos a lo largo y ancho de nuestro mundo, es poco más que una figura rerica que muy pocas veces coincide con el sentido común. Sabemos que es manipulable, voluble y con tendencia a dejarse arrastrar hacia lo cil que no siempre es lo conveniente.

         Con todo, el mayor mérito de Kant deriva del número (y consecuentes dificultades) para la total y definitiva corrupción de todos y cada uno de sus integrantes: una multitud. Y si "al igual que una amplia reserva de agua, cuanto más abundante, es más resistente a la corrupción" (como decía Aristóteles), en esta ocasión "es un tanto iluso pensar cuanto puede ocurrir", pues lo que ha ocurrido, de hecho, es "el surgimiento de un carismático demagogo capaz de sugestionar" y envenenar a todo un pueblo, para luego aplicarle el yugo de la más implacable tiranía.

         Cierto que para los políticos esa "voluntad general" viene a coincidir con el resultado mayoritario de unas votaciones, y que ello permite la continuidad de la democracia (el "menos malo de los regímenes políticos", que diría Churchill). Pero ¿es de fiar a largo plazo una corriente de opinión de discutibles efectos para el bien común?

         Es decir, la llamada "conciencia colectiva" ¿lleva dentro de sí misma la vacuna contra la demagogia que cultivan tantos vocingleros capaces de encandilar con tres o cuatro vaporosas y gratuitas promesas? Pues ¿no es cierto que los que se dicen voceros del pueblo acan contra ese mismo pueblo, en cuanto logran los apetecidos puestos de gobierno? ¿Y qué hacer para minimizar los efectos de las torticeras artes de los aprovechados y sermonarios de oficio? Decía Kant que "nuestro conocimiento se alimenta de dos fuentes: la receptividad de las impresiones y la deducción a través de las representaciones".

         Desde ese posicionamiento intelectual, el pastor luterano Juan ofilo Fichte, uno de los más celebrados de sus discípulos, abogará abiertamente por la primacía del yo en la cuestión de, más que conocer, "determinar la realidad". Así lo muestra cuando dice que "el principio de la realidad es el yo, el cual construye la parte formal y material de conocimiento", y que "todo lo que se le ponga al yo es creado por el yo", luego "la realidad es deducible del yo".

         De la obra de Kant ignora Fichte la Crítica de la Razón Pura, para centrar sus principales aportaciones en los dictados de la razón práctica. Podrá así presentar al mundo de la intelectualidad una "consumada ciencia sobre la ciencia". Su Teoría de la Ciencia es un encendido canto al idealismo subjetivo en el que "el yo es la fuente originaria de todo el ser cósmico". Y siguiendo a Kant en eso del imperativo categórico, Fichte llegó a afirmar que "la razón es omnipotente aunque desconozca el fondo de las cosas".

         Desde su juventud, Fichte ya se consideró muy capaz de anular a su maestro, y por eso en 1790 escribe a su novia: "Kant no manifiesta más que el final de la verdadera filosofía, pues su genio le descubre la verdad sin mostrarle el principio". Añadiendo que "es ése un principio que no cabe probar ni determinar, sino que se ha de aceptar como esencial punto de partida". Se trata de algo que, siguiendo al precursor Descartes, dice haber encontrado Fichte en sí mismo, y en su peculiaridad de ser pensante.

         Pero si para Descartes el cogito era el punto de partida de su sistema, para Fichte es la "cúspide de la certeza absoluta" (que dirá Hegel), en términos de la traducción alemana: el ich (yo) del "ich denke" (yo pienso, o cogito). Lo más importante de la fórmula "yo pienso", dice Fichte, no es el hecho de pensar, sino la presencia de un yo que se sabe a sí mismo, es decir, que "tiene la conciencia absoluta de sí". Por lo demás, ya sin rebozo, defenderá Fichte el postulado de que "emitir juicio sobre una cosa equivale a crearla".

         Desde esa ciega reafirmación en el poder omnímodo y trascendente del yo, Fichte proclama estar en posesión del núcleo de la auténtica sabiduría, y con su Teoría de la Ciencia pretende deslumbrar al mundo con un sistema de completas explicaciones. Lo expone desde su tedra de Jena con giros rebuscados y grandilocuentes entonaciones muy del gusto de sus discípulos, uno de los cuales (Schelling) no se recata al afirmar: "Fichte eleva la filosofía a una altura tal que los más celebrados kantianos nos aparecen como simples colegiales".

         En paralelo con la difusión de ese "laberinto de egsmo especulativo" (en expresión de Jacobi) que resulta la doctrina de Fichte, no pocos fantasiosos profesores de la época tomaron como la más genial, racional y espontánea parida de la historia, y en la misma línea de "providente producto hisrico" fue situado ese tiránico engendro de la Revolución Francesa que fue Napoleón Bonaparte.

         De entre los discípulos de Fichte, el más aventajado resultó ser Hegel, el único que se atrevió a proclamar que "en Napoleón ha cobrado realidad concreta el alma del mundo", y del cual dijeron los racionalistas más o menos influyentes que era el "Aristóteles de los tiempos modernos".

*  *  *

         En efecto, Guillermo Federico Hegel, sintiéndose émulo de los "privilegiados hacedores de historia", afirma que Napoleón y "otros grandes hombres, siguiendo sus fines particulares, realizan el contenido substancial que expresa la voluntad del espíritu universal".

         Para Hegel tales hombres son instrumentos inconscientes del esritu universal, cuyo "saberse a sí mismo" estará encarnado en el más ilustre cerebro de cada época. Es decir, en él mismo, faltaría más. Si Napoleón, enseña Hegel, es el alma inconsciente del mundo ("la encarnación del movimiento inconsciente hacia el progreso"), yo Hegel (vendría a decir el hegeliano) personifico al "esritu del mundo", y por lo mismo soy la certera conciencia del Absoluto. Como dijo a sus alumnos en 1806:

"Vosotros sois testigos del advenimiento de una nueva era. El esritu del mundo ha logrado, al fin, alzarse como esritu absoluto. Y la conciencia de sí, particular y contingente, ha dejado de ser contingente, y ha adquirido la realidad que le ha faltado hasta ahora".

         Kant reconocía que la capacidad cognoscitiva del hombre estaba encerrada en una especie de torre que le aislaba de la verdadera esencia de las cosas, sin otra salida que el detallado y objetivo estudio de los fenómenos. Hegel, en cambio, se considera capaz de romper por sí mismo tal alienación. Desprecia el análisis de las categorías del conocimiento para, sin más armas que su propia intuición, adentrarse en el meollo de la realidad. Y se apoya para ello en la autoridad de Spinoza (uno de sus pocos reconocidos maestros), para afirmar que "se da una identidad absoluta entre el pensar y el ser". En consecuencia, "el que tiene una idea verdadera lo sabe y no puede dudar de ello".

         Sin recato alguno, presenta Hegel como postulado básico de todo su sistema lo que puede considerarse una idealista ecuación: lo racional es real, o lo que es igual (si A=B, B=A), lo real es racional.

         A lo largo de la historia, lo racional había sido prisionero de la contingencia. Y eso es lo que quiere desmontar Hegel en su Fenomenología del Espíritu, viniendo a decir que "el conocimiento humano, primitivamente identificado con el conjunto de leyes que rigen su evolución natural, se eleva desde las formas más rudimentarias de la sensibilidad hasta el saber absoluto".

         De hecho, para Hegel el pasado es como un gigantesco espejo en el que se refleja su propio presente y en el que, gradualmente, se desarrolla el embrión de un ser cuya plenitud culminará en sí mismo. La demostración que requiere tan atrevida (y estúpida) suposición dice haberla encontrado en el descubrimiento de las leyes, y porque la totalidad de lo concebible es, a un tiempo (no olvidemos la famosa "idealista ecuación"), la totalidad de lo existente.

         Si Kant había señalado que "se conoce de las cosas aquello que se ha puesto en ellas", Hegel llama "figuras de la conciencia" a lo que la razón pone en las cosas. Lo que significa que, en último término, todo es reducible a la idea.

         Pero la idea de Hegel no significa uno de esos elementos que "vagan por la llanura de la verdad" de Platón, sino que es determinada por el carácter del cerebro que la alberga, y por ello es es determinante de la estructura de ese mismo cerebro (el cual, puesto que es lo más excelente del universo, es "el árbitro o dictador de cuanto se mueve en el ancho universo"). Las "figuras de la conciencia" producidas por el cerebro o idea habremos de tomarlas, pues, como:

-previas reproducciones de sus propios pensamientos,
-factores determinantes de todas las imaginables realidades.

         Para desvanecer cualquier reticencia escolástica, Hegel aporta su particular gica. Es lo que él llama dialéctica, un infalible método para no descarriar la pretensión de alcanzar el exacto conocimiento de la totalidad, y para no pocos modernos teorizantes el "descubrimiento más apreciado de todos los tiempos". Por virtud de esta dialéctica, por ejemplo, el Absoluto (lo que fue, es y será) es un sujeto que cambia de sustancia en el orden y medida que determinan las leyes de su evolución.

         Si tenemos en cuenta que la expresión última del Absoluto descansa en el cerebro, todo pensador será capaz de conocer y sistematizar las leyes, e incluso de interpretar las que hayan estado sujetas al Absoluto en todos los momentos de su historia.

         El meollo de la dialéctica hegeliana gira en torno a una peculiarísima interpretación al clásico psilogismo de si A=C y B=C, A=B. Eso sí, introduciendo la síntesis como elemento resolutivo y como principio de una nueva proposición.

         Hegel considera inequívocamente probado el carácter tricotómico de su peculiar forma de razonar, la presenta como la única válida para desentrañar el meollo de cuanto es (fue, o puede ser) y dogmatiza: la explicación del todo, y de cada una de sus partes, es certera si se ajusta a 3 momentos: tesis, antítesis y síntesis.

         La operatividad de tales tres momentos resulta de que la tesis tiene la fuerza de una afirmación, la antítesis el papel de negación (o depuración) de esa previa afirmación y la síntesis la provisionalmente definitiva fuerza de "negación de la negación", lo que es tanto como una reafirmación que habrá de ser aceptada como una nueva tesis "más real porque es más racional". Según esa pauta, seguirá el ciclo.

         Pero no se detiene ahí el totalitario carácter de la dialéctica hegeliana, sino que su promotor quiere que sea bastante más que un soporte del conocimiento, y el exacto reflejo del movimiento que late en el interior y en el exterior de todo lo experimentable (sean leyes físicas o entidades materiales):

"Todo cuanto nos rodea ha de ser considerado como expresión de la dialéctica, que se hace ver en todos los dominios y bajo todos los aspectos particulares del mundo de la naturaleza y del esritu".

         Es decir, que lo que Hegel presenta como demostrado (en cuanto se refiere a las "figuras de la conciencia"), es extrapolado al tratamiento del Absoluto, el cual pudo:

-en principio: ser nada, que necesitaba ser algo,
-luego: ser algo, pero sin serlo (pues necesitaba de lo concreto, desde la necesidad de saberse lo que es),
-en adelante: seguir siendo algo necesitado, pues no puede alcanzar su realidad más que en el cerebro de un genial pensador.

         Como se ve, se trata del más puro y simple panteísmo, en el que el estadio del Ser Absoluto puede ser tanto una abstracción (lo que imposibilitaría cualquier forma de expresión, y habría de ser identificado con la nada) como algo material (lo que, indefectiblemente, nos llevaría a una especie de fundamentalismo material-idealista).

         Sabemos que para Hegel el Absoluto se sentía alienado, en cuanto "no había alcanzado la conciencia de sí" y no era capaz de "revelarse como concepto que se sabe a sí mismo". Y esto, para el alemán, era un calvario a superar, como recuerda en su Fenomenología del Espíritu: "La historia y la ciencia del saber que se manifiesta constituyen el recuerdo interiorizante, y el calvario del Esritu Absoluto, y la verdad y la certidumbre de su trono".

         Sin ese recuerdo interiorizante, ni ese calvario, el Esritu Absoluto no habría pasado de una entidad solitaria y sin vida. Pero pasó por el "cáliz del reino de los esritus", y por eso "hasta él mismo sube el hálito de su infinitud" (en una frase que Hegel tomó de Schiller). En razón de ello, dogmatiza Hegel que:

"La historia no es otra cosa que el proceso del espíritu mismo. Un proceso en que el esritu se revela, en principio como conciencia obscura y carente de expresión, después como algo que toma conciencia de sí, y más adelante como algo que cumple con el mandamiento absoluto de conócete a ti mismo".

         Llegados a este punto, y sin que nadie nos pueda llamarnos atrevidos por situarnos por encima de tales ideaciones, podemos referirnos sin rodeos a la suposición fundamental que anima todo el sistema de Hegel: el esritu absoluto, que podría ser:

-un dios enano producido por el mundo material,
-que precisa de un hombre excepcional
-para llegar a tener conciencia de sí, y así "saberse ser existente".

         Esa necesidad sería el motor de la propia evolución de ese limitado dios que, en un momento, fue una abstracción (con "propósito de llegar a ser"), en un 2º momento resultó ser naturaleza material (en la que "la inteligencia se halla como petrificada"), y en un 3º momento alcanzó su plenitud como Idea, con pleno conocimiento de sí.

         No está claro si, en Hegel, esta Idea es un ente con personalidad propia, o un mero producto dialéctico producido por la forma de ser de la materia. Y no está claro porque el propio Hegel regula sus palabras, tratando de defenderse de panteísta a través de una singular definición de naturaleza: la "la idea bajo la forma de su contraria", o "idea revestida de alteridad" (algo así como lo abstracto que, en misteriosísima retrospección, se diluyera en su contrario concreto, cuyo carácter material sería el apoyo del "saber que es").

         Aun así, para Hegel la Idea es infinitamente superior a lo que no es idea. Según ello, en la naturaleza material todo lo particular (incluidas las personas) es contingente, y todo lo que se mueve cumple su función o vocación cuando se niega a sí mismo o muere. Con ello se facilitaría su paso a ser más perfecto, hasta lograr la genuina personificación de la Idea o Absoluto (para Hegel) cual es el esritu.

         El esritu de Hegel, pues, es una especie de retorno a la abstracción (del que ya Heráclito había dicho, con su eterna rueda, que "todo vuelve a ser lo que era o no era"). Tal es el esritu hegeliano, el "ser dentro de sí" (das Sein bei sich) de la Idea, o la idea retornada a sí misma con el valor de una negación de la naturaleza material (que es la que ha facilitado su advenimiento).

         Desde esta peculiar visión, la aparición de la inteligencia humana tuvo lugar, según Hegel, a través de 3 sucesivas etapas, coincidentes con otras tantas formas del esritu:

-el esritu subjetivo, o pura espontaneidad que reacciona en función del clima, latitud, raza, sexo...
-el esritu objetivo, capaz ya de elaborar elementales "figuras de la conciencia";
-
el esritu absoluto, infinitamente más liberado que los anteriores, y por ello capaz de crear el arte, la religión y la filosofía.

         Este esritu absoluto será, para Hegel, la síntesis en que confluyen todos los esritus particulares, y también del que se valdrá la Idea para tomar plena conciencia de sí. Y los esritus particulares serán tanto los que animan a los diversos individuos como los encarnados en las diversas civilizaciones (a forma de esritu griego, esritu romano, esritu germánico...).

         Todos ellos serían pasos previos del espíritu, hasta la culminación del esritu absoluto (el cual "abarcará conceptualmente todo lo universal") en el último y más alto nivel de ciencia y de la historia (al cual ha tenido acceso privilegiado, por lo que se ve, el propio Hegel).

*  *  *

         Por lo expuesto, y al margen del cómico egocentrismo del gran idealista (o materialismo vergonzante), podemos deducir que, según la óptica hegeliana, es hisricamente relativo todo lo que se refiere a creencias (religión, ética, derecho, arte...), cuyas actuales manifestaciones serán siempre superiores a su anterior (por exigencias de la dialéctica).

         Por lo mismo, cualquier manifestación de poder actual sería más real (y, por lo tanto, más racional) que su antecesor, o poder sobre el que ha triunfado (desde la famosa "dialéctica del amo y del esclavo", que tanto apoyo intelectual y moral prestó a los marxistas para revestir de "suprema redención" a la Revolución Soviética).

         Al repasar lo dicho, no encontramos tampoco en Hegel nada substancial que, en parecidas circunstancias, no hubieran podido decir ya cualquiera de aquellos sofistas (Zenón de Elea, por ejemplo) que, cara a un interesado y bobalicón auditorio, se entretenían en confundir lo negro con lo blanco, el antes con el después o lo bueno con lo malo.

         Hegel levantó su sistema con herramientas muy al uso de la agitada y agnóstica época, y abusó del artificio y de sofisticados giros académicos. Construyó así un soberbio edificio de palabrerías y suposiciones (ideas, a las que concedió el valor de "razones irrebatibles") a las que entrelazó en apabullante y retorcida apariencia, con el único propósito de ser aceptado como el árbitro de su tiempo. No obstante, tal tentativa no acabó sino en un terrible fracaso, pues "tras haber levantado un fantástico palacio, hubo de quedarse a vivir y a morir en la choza del portero" (según aseveró Kierkegaard).

         No aceptar la realidad que existe (o existió) al margen (o antes) de mi propio pensamiento es algo que nunca entró en los planes de Descartes, ni de cualquier cabeza normal. Sin embargo, a esos límites fue a donde terminó llegando el bueno de Hegel, en su afán por ir más allá (o fantasear) más que nadie. Todos los progresistas actuales, de hecho, reconocen que las ideas de Hegel no pasaron de puras y simples fantasías, cuya proyección a la práctica diaria se ha traducido en la más oscura esterilidad, cuando no en catástrofe.

         Una consideración final a este capítulo: Si toda la obra de Hegel no obedec más que a la deliberada pretensión de redondear una brillante carrera académica, o si el propio Hegel formulaba conceptos sin creer en ellos (sino tan sólo porque ése era su oficio)... ¿por qué seguir haciendo ruido de sus ocurrencias académicas?

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  Act: 31/07/23        @enseñanzas de la vida            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A