Toda la fuerza de Roma, también cristianizada

Zamora, 3 abril 2023
Antonio Fernández, licenciado en Sociología

         A 21 siglos de entonces, nadie puede negar que "la civilización que ha hecho suya el llamado mundo occidental tiene mucho que ver con lo mejor de Atenas, Roma y Jerusalén", según Paul Valery.

         En efecto, Atenas aportó el embrión de la libertad democrática política, Roma los principios esenciales del derecho civil internacional (en que ser ciudadano romano llegó a ser algo así como miembro activo de la aldea global) y Jerusalén experimentó la vida y enseñanza pública de Jesucristo. Dediquemos unos minutos a reflexionar sobre ello.

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         Embrión de la libertad que se disfruta hoy día en los países de la órbita occidental fue el acontecer político de los s. V y IV a.C. en Atenas. Es la época del siglo de Pericles, o siglo de oro ateniense. Se fija su inicio en el sitio de Samos por parte de los atenienses (439 a.C) y el final en la batalla de Queronea (338 a.C), que significó la derrota de los griegos por Filipo II de Macedonia, padre de Alejandro Magno.

         En Pericles confluían las particularidades de un persuasivo orador con la pasión por la política, la devoción por el Arte, la estrategia militar y lo que podríamos llamar chauvinismo a cualquier precio. Se convierte en la figura política de Atenas una vez que el populista Efialtes es asesinado por orden de Cimón, y se cierra así el paso a la reimplantación de la tiraa.

         Fue Pericles el potico más influyente en el mundo griego. Por eleccn popular accedió al puesto de estratega (suprema categoría político-militar de Atenas), y ahí se mantuvo en sucesivas elecciones hasta poco antes de su muerte, superando no pocas dificultades y obstrucciones a su muy peculiar forma de entender la política, para la que algunos han encontrado el calificativo de "imperialismo democrático". Es Tucídides el que pone en boca de Pericles las siguientes frases, en su célebre Oración Fúnebre en plenas Guerras Civiles griegas:

"Nuestra política no copia las leyes de los países vecinos, sino que somos la imagen que otros imitan. Se llama democracia, porque no solo unos pocos sino unos muchos pueden gobernar. Si observamos las leyes, aportan justicia por igual a todos en sus disputas privadas; por el nivel social, el avance en la vida pública depende de la reputación y la capacidad, no estando permitido que las consideraciones de clase interfieran con el mérito. Tampoco la pobreza interfiere, puesto que si un hombre puede servir al estado no se le rechaza por la oscuridad de su condición" (Tucídides, Guerra Peloponesia, II, 37).

         Esa teórica igualdad de oportunidades no logró la misma consistencia entre los habitantes de las colonias y territorios asociados que entre los ciudadanos libres de Atenas. Para éstos contaba el aval de Pericles y los suyos, mientras que para los otros era la fuerza militar de la metrópoli la principal referencia:

"Acordaos también que, si vuestro país tiene el nombre más grande de todo el mundo, es por que nunca se ha doblegado frente a un desastre. Porque ha gastado s vida y esfuerzo en la guerra que cualquier otra ciudad, y ha ganado para misma un poder mayor que cualquier otro conocido, memoria de lo cual descenderá hasta la posteridad" (Tucídides, op.citII, 64).

         En esa politizada e ideologizada atmósfera (imperialismo democrático se ha llamado) se desarrollaron personalidades como las de Sócrates, Platón y Aristeles, el discípulo del 1º, y el 3º discípulo del 2º.

         En un somero recordatorio de esos personajes, calificamos a crates de moralista que, por encima de prejuicios, atavismos hisricos y conveniencias sociales, discurre sobre "lo que más conviene al hombre en la ciudad".

         A Platón lo vemos como un infatigable buceador en lo inasequible desde la perspectiva de un poeta, para quien todo se reduce a extrapolar a la política del día a día la comunitaria armonía que dice percibir en el mundo de las ideas; cierto que lo hace de modo magistral, pero sin parar mientes en que su portentosa imaginación no deja de ser imaginación con muy ligeros reflejos de la realidad infinitamente superior de una constante y humilde reflexión.

         A Aristóteles lo calificamos de realista por que fue su principal preocupación el estudio de la realidad en todas las perceptibles dimensiones. Es realista Aristóteles cuando afirma: "La naturaleza arrastra, pues, instintivamente a todos los hombres a la asociación política. Elque la instituyó hizo un inmenso servicio, porque el hombre, que, cuando ha alcanzado toda la perfección posible es el primero de los animales, es el último cuando vive sin leyes y sin justicia".

         En oposición a Platón (para quien, en su República, no habría ni tuyo ni mío, hasta llegar a la propiedad común de todos los bienes, incluidas las mujeres y niños), Aristóteles defiende la propiedad privada como parte integrante de la familia, puesto que "sin las cosas de primera necesidad los hombres no podrían vivir, y menos vivir dichosos".

         Recordemos que era aquella una sociedad esclavista, en cuanto los prisioneros de guerra y demás eran utilizados como "instrumentos de producción". Por ello, no reniega Aristóteles del uso de esclavos, pero sí que apunta en su Política, a cuyo texto corresponden nuestras transcripciones, que:

"Conforme al mismo principio, puede decirse que la propiedad no es más que un instrumento de la existencia, la riqueza una porción de instrumentos y el esclavo una propiedad viva. Sólo que el operario, en tanto que instrumento, es el primero de todos. Si cada instrumento pudiese, en virtud de una orden recibida, trabajar por sí mismo, los empresarios prescindirían de los operarios, y los señores de los esclavos".

         Una comunidad de ciudadanos (la ciudad o estado, en la terminología de la época), en la opinión de Aristóteles, no es más que "una asociación de seres iguales, que aspiran en común a conseguir una existencia dichosa y fácil".

         Pero como la felicidad es el bien supremo, y consiste en el ejercicio y aplicación completa de la virtud, en el orden natural de las cosas "la virtud está repartida desigualmente entre los hombres, porque algunos tienen muy poca o ninguna". Aquí es donde evidentemente hay que buscar el origen de las diferencias y de las divisiones entre los gobiernos. Porque "cada pueblo, al buscar la felicidad y la virtud por diversos caminos, organiza también a su modo la vida y el estado sobre bases diferentes".

         Por lo pronto, el estado más perfecto es aquel en que "cada ciudadano puede, merced a las leyes, practicar lo mejor posible la virtud y asegurar mejor su felicidad". No hay nadie que pueda considerar feliz a un hombre que carezca de prudencia, justicia, fortaleza y templanza, que tiemble al ver volar una mosca, que se entregue sin reserva a sus apetitos groseros de comer y beber, que es dispuesto, por la cuarta parte de un óbolo, a vender a sus más queridos amigos y que, no menos degradado en punto a conocimiento, fuera tan irracional y tan crédulo como un niño o un insensato.

         Entre criaturas semejantes no hay equidad, no hay justicia más que en la reciprocidad, porque es la que constituye la semejanza y la igualdad. La desigualdad entre iguales y la disparidad entre pares son hechos contrarios a la naturaleza, y nada de lo que es contra naturaleza puede ser bueno.

         Si se respetan tales premisas, para Aristóteles la forma de organización política es de 2ª importancia: la historia nos muestra cómo a la monarquía puede sucederle la república, y que un régimen aristocrático puede ser sucedido por un régimen democrático con los posibles estadios intermedios de tiraa, oligarquía o demagogia.

         De a se deduce que la ética es un componente esencial de la política de forma que, para el buen orden político-social resulta imprescindible que dirigentes y súbditos respeten y practiquen una escala de valores (lo que Aristóteles llama ética) consecuente con la condición humana.

         Tras ese apunte, no es fuera de lugar el recordar cómo, para ese maestro del realismo político, que fue y sigue siendo Aristóteles las revoluciones nacen principalmente del carácter turbulento de los demagogos. Con relación a los particulares, los demagogos con sus perpetuas denuncias obligan a los mismos ricos a reunirse para conspirar, porque el común peligro aproxima a los que son más enemigos; y cuando se trata de asuntos públicos, procuran arrastrar a la multitud a la sublevación. cil es convencerse de que esto ha tenido lugar mil veces. Entre nuestros contemporáneos ¿existe alguien capaz de poner en tela de juicio tan pertinente constatacn?

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         En paralelo con las rompedoras vivencias políticas atenienses, vivía Roma su propia oligarquía republicana, en la que la autoridad máxima recaía en un conciliábulo de patricios (Senado), quienes, para la administración ordinaria, defensa y ataque, delegaban en dos cónsules con paritaria responsabilidad por un año, renovable según las circunstancias y el criterio del propio Senado.

         Para los momentos difíciles existía la figura del dictador temporal, con plenos poderes políticos y militares durante la estricta duración del problema a resolver. Tal fue el caso del lebre Cincinato, que tras derrotar y avasallar a los ecuos y volscos (ca. 458 a.C) volvió a sus actividades agrícolas.

         Hasta que Augusto convirtió a la República Romana en Imperio Romano (ca. 27 a.C), con dominio sobre un inmenso territorio con su centro neurálgico en la cuenca del Mediterráneo, hubo en Roma no pocos cónsules y caudillos que, al hilo de sus conquistas, no resistieron a la tentación de ejercer de dictadores, bien fuere a caballo de su ambición o por apoyos de tal o cual facción de la clase política. Ahí tenemos los ejemplos de Mario, Sila, Pompeyo o el propio Julio César, asesinado por quienes decían ser sus amigos.

         Según la leyenda, Roma había sido fundada el año 753 a.C. por Rómulo, descendiente por nea materna de Eneas, según Virgilio, el único de los grandes héroes troyanos que sobrevivió a la masacre griega de Troya.

         Nieto o bisnieto de Eneas fue Numitor, rey de Alba Longa y padre de Rea Silvia. Cuando el usurpador Amilio asesinó a Numitor, y para evitar problemas de legítima sucesión (al trono de Alba Longa) recluyó a la joven en el templo de Vesta (con la subsiguiente condena a la virginidad perpetua), Marte (dios de la guerra) raptó y violó a la resignada vestal, y de a nacieron los gemelos Rómulo y Remo.

         A los romanos les gustaba creer que el sicario que (por encargo de Amilio) había de arrojar al Tíber a los dos recién nacidos se apia de ellos, y los de al cuidado de una loba, que había perdido sus crías y no tuvo el menor reparo en adoptarlos hasta que se pudieran valer por sí mismos. Años más tarde, Rómulo y Remo supieron de sus derechos, mataron a Amilio para luego pelearse entre sí con el resultado de que Rómulo mató a Remo y se autoproclarey de un territorio que cercó y lla Roma.

         Seis reyes más hubo en Roma hasta que el último de ellos, Tarquinio el Soberbio fue expulsado con toda su familia por iniciativa de Bruto respaldado por una incipiente institución republicana que se llamó Senado e hizo valer sus derechos instaurando la República (ca. 509 a.C).

         En el nuevo régimen político cobraron progresiva importancia la representatividad legal encarnada en el Senado con teóricos plenos poderes para dictar leyes y nombrar al poder ejecutivo, la cuestión religiosa en torno al dios Júpiter ("padre de los dioses y de los hombres"), un ejército (las legiones) con operatividad similar a la de las míticas falanges macedónicas y el derecho cuya inicial expresión fueron las llamadas Doce Tablas, de las que Tito Livio afirmó ser la fuente de todo el derecho romano, tanto público como privado.

         Al parecer, la versión original (inscrita en 12 tablas de madera) fue destruida por el caudillo galo Breno (ca. 400 a.C), pero su esritu y letra siguieron en vigor, de forma que (según Cicerón) hasta los niños aprendían de memoria su contenido en las escuelas. Se cree que las 10 primeras haan sido elaboradas por los decenviros, especie de comisionados que, al respecto, visitaron Atenas para dotar al código romano de forma legal, y exponerlo públicamente en el Foro Romano (ca. 451 a.C). Y que las 2 últimas tablas se hicieron más adelante, hasta completar el nº 12.

         Las tablas I, II y III regulaban el derecho de propiedad (jus utendi et abutendi) y los posible litigios entre particulares. En las tablas IV y V se regulaba el derecho de familia y de sucesiones, estableciendo firmes criterios sobre las atribuciones del pater familias, testamentos, herencias y divorcios.

         Las tablas VI y VII se referían a las relaciones comerciales y de vecindad, con sus posibles desavenencias, incumplimientos, contraprestaciones, resoluciones y demás de los contratos de servicios y operaciones de compra-venta (que para los romanos no cobraban valor jurídico, hasta que no se materializaban en una operación entre proveedor y cliente).

         En las tablas VIII y IX se regulaba el derecho penal, con expresa distinción entre los 2 ámbitos del derecho público y del derecho privado, precisando la sinrazón de todo privilegio de forma que todos los ciudadanos fueran iguales ante la ley.

         La tabla X se refería al derecho sacro expresado en los cultos públicos y privados, incluida la devoción a los muertos.

         En las tablas finales, XI y XII, llamadas tabulae iniquae (lit. "tablas de los inicuos"), se pretende salvar las posibles lagunas de precedentes prescripciones, en especial las referidas a las relaciones entre los diversos estamentos sociales. Pretendían marcar insalvables distancias entre patricios y plebeyos, considerando a éstos ciudadanos de categoría hasta el punto de dar fuerza legal a la prohibición de lo que llamaban connubium o matrimonio entre clases distintas. Evidentemente, tal arbitrariedad fue abolida por la Lex Canuleia del 445 adC).

         Durante la época republicana, la cabeza visible de la ley era representada por el pontifex maximus, generalmente encarnado por un miembro del patriciado con la consiguiente predisposición a favorecer a los miembros de su clase. Esto promovió el realce de la figura del leguleyo o jurista, entre los que, ya al final de la República, destacó con fuerza Cicerón (hasta el punto de ser nombrado cónsul, y reconocido por el Senado como "padre de la patria").

         Conocidas son las encarnizadas tensiones entre patricios y plebeyos, hasta llegar al difícil punto de equilibrio que representó el reconocimiento político de los llamados tribunos de la plebe, figura que había surgido como contrapoder de los cónsules y que, nombrados por el concilium plebis, ejercían una responsabilidad de teórica igual eficiencia que la de los cónsules.

         En principio, fueron 2 como los cónsules, aunque posteriormente se incrementó su nº a 5, hasta llegar a un máximo de 10. Esto no de de crear tensiones, hasta que el propio Augusto decidió, en clara manifestación de populismo, asumir de forma personal la tribunicia potestas.

         En razón de la práctica asunción de todo el poder (jurídico, político, militar) por parte del emperador, si bien las leyes escritas eran presentadas como prolongación o desarrollo de las clásicas Doce Tablas, era en la voluntad o capricho del césar en donde residía la última palabra.

         Fue el emperador oriental Teodosio II, nieto de Teodosio I el Grande (el último emperador del Oriente y Occidente), el 1º que se preocupó de sintetizar todas las principales leyes desperdigadas en multitud de disposiciones, muchas de ellas contradictorias entre sí. El resultado fue el llamado Codex Theodosianus del 438, que, al ser reconocido por el emperador Honorio (de Occidente), constituyó la fuente del derecho para todo lo que había sido el antiguo Imperio Romano.

         Una adaptación germánica del Codex Theodosianus fue la Lex Romana Visigothorum, promulgada por el rey visigodo  Alarico II el 506, hasta llegar a una cierta modernización del derecho (Codex Justinianus) por iniciativa del emperador Justiniano I el Grande (ca. 555).

         La Lex Romana Visigothorum, y parte del Codex Justinianus, marcaron la pauta del Liber Judiciorum que promulgó el monarca Recesvinto I de Toledo el 654, incorporando disposiciones más o menos pertinentes. Ignorado en la España musulmana, el Liber Judiciorum fue recuperado en el s. IX por el Reino de León, convirtiéndose en la base del derecho hispánico hasta llegar a las Siete Partidas de Alfonso X el Sabio, en buena medida praxis jurídica de la doctrina cristiana.

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         Por Jerusalén, claro está, la herencia judeo-cristiana, cuyo más influyente capítulo cobró sólidas raíces de tiempo y lugar durante la Pax Augusta, en lo que hoy se reconoce como Tierra Santa. Entonces y allí se vivió un acontecimiento clave en la historia de la humanidad: el nacimiento de Jesucristo, el Hijo de Dios. Fue un acontecimiento que corresponde a la promesa que Abraham, "padre de los creyentes", recibió del mismo Dios, cuando éste le dijo "por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra" (Gn 12, 3). Todo el AT giraba en torno a esa promesa de Dios, hasta que se hizo realidad en el NT.

         Un médico y cronista sirio, llamado Lucas de Antioquía, buscó y logró el contacto directo con los principales testigos de la vida de Jesucristo, incluida su propia madre María. Y lo hizo "investigándolo todo desde sus orígenes" (Lc 1, 3). Otros testigos, como el joven Marcos de Jerusalén, pudo concluir que la gente afirmaba de Jesús que "todo lo hacía bien, haciendo oír a los sordos y hablar a los mudos" (Mc 7, 37). Por su parte, el judío helenizado Saulo de Tarso dejó escrito que:

"Os transmití lo que yo a mi vez recibí: que Cristo murpor nuestros pecados, que se apareció a Cefas y a los Doce, y después a más de quinientos hermanos. Ahora bien, si se predica que Cristo ha resucitado de entre los muertos, ¿cómo andan diciendo algunos entre vosotros que no hay resurrección de muertos? Si Cristo no resucitó, vana es vuestra fe" (1Cor 15, 3-14).

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         Por los cap. 16-17 de los Hechos de los Apóstoles vemos que el esritu misionero de San Pablo fue parte fundamental en la milagrosa labor de los evangelizadores del Imperio Romano, desde el s. I de nuestra era.

         Basta repasar algunos capítulos de ese aleccionador, sencillo y directo libro, escrito por el cronista Lucas para darnos cuenta de cómo el cristianismo se propagaba por contagio de amor y libertad de aquellos héroes (Pablo y sus colaboradores) de los primeros tiempos:

"Llegaron también a Derbe y Listra. Atravesaron Frigia y la región de Galacia, pues el Espíritu Santo les había impedido predicar la Palabra en Asia. Estando ya cerca de Misia, intentaron dirigirse a Bitinia".

"Atravesaron, pues, Misia, y bajaron a Tróade. Inmediatamente intentamos pasar a Macedonia, persuadidos de que Dios nos había llamado para evangelizarles. Nos embarcamos en Tróade y fuimos derechos a Samotracia, y al día siguiente a Neápolis. De allí pasamos a Filipos, que es una de las principales ciudades de la demarcación de Macedonia".

"Atravesando Anpolis y Apolonia llegaron a Tesalónica, donde los judíos tenían una sinagoga. Creyeron muchos de ellos, así como muchos griegos, mujeres distinguidas y no pocos hombres. Los que conduan a Pablo le llevaron hasta Atenas y se volvieron con una orden para Timoteo y Silas de que fueran donde él lo antes posible. Mientras Pablo les esperaba en Atenas, fue al Areópago, y de pie en medio del Areópago, dijo: Atenienses, el Dios que hizo el mundo y todo lo que hay en él, que es Señor del cielo y de la tierra, no se encuentra lejos de cada uno de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y existimos".

         Por la trascripción de ambos capítulos de Hechos de los Astoles, podemos muy bien deducir que los primeros misioneros cristianos (muy especialmente Pablo) acertaron a sintonizar con la ley natural o conciencia de las personas de su época. Como ya había profetizado el propio Jesucristo, fueron "como un grano de mostaza que, cuando se siembra en la tierra, es más pequeño que cualquier semilla que se siembra en la tierra; pero, una vez sembrada, crece y se hace mayor que todas las hortalizas y echa ramas tan grandes que las aves del cielo anidan a su sombra" (Mc 4, 31-32).

         Pero no era fácil la tarea, en cuanto los afanosos por conocer y servir la verdad no tenían sólido punto de apoyo para ser todo lo que podían ser. Y esto porque, como aseguró el propio Pablo:

"Lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad, de forma que son inexcusables. Porque habiendo conocido a Dios no le glorificaron ni le dieron gracias, sino que se ofuscaron en sus razonamientos, y su insensato corazón se entenebreció. Jactándose de sabios se volvieron estúpidos, y cambiaron la gloria de Dios por una representación de aves, de cuadrúpedos y de reptiles. Por eso Dios los entregó a las apetencias de su corazón, hasta una impureza tal que deshonraron entre sus cuerpos. Cambiaron la verdad de Dios por la mentira, y adoraron y sirvieron a la criatura en vez del Creador, que es bendito por los siglos" (Rm 1, 20-32).

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         Fieles al magisterio de Jesucristo, y a la fiel exposición de su apóstol Pablo, los exegetas cristianos del Imperio Romano acertaron a sintonizar la buena nueva cristiana con lo mejor de la herencia greco-romana.

         Desde esta perspectiva es de justicia recordar a San Agustín (s. V), la "gran lumbrera del mundo occidental que for la inteligencia de la Europa cristiana", según Newman. Se trata de un Agustín que, en su Ciudad de Dios, recuerda lo mejor de Platón y Cicerón para, a la luz del evangelio, presentar las líneas maestras de todo un tratado político a tener en cuenta (sobre todo por los reinos y naciones de la Europa cristiana). Podría decirse que Agustín cristianizó a Platón, como bien dejó escrito:

"Para mi propósito, basta saber que Platón sintió que había 2 mundos: uno inteligible (donde habita la misma verdad) y otro sensible (que se nos descubre por medio de los órganos de la vista y del tacto). Aquél es el verdadero, y éste el semejante al verdadero y hecho a su imagen. Allí reside el principio de la verdad, y de éste no puede engendrarse sino la opinión" (San Agustín, Del libre Albedrío).

         También para San Isidoro de Sevilla, sucesor intelectual de San Agustín, el pensar y vivir en cristiano, junto con el testimonio de Cristo, los astoles y los padres de la Iglesia, no debe descuidar las aportaciones de la cultura greco-romana. Así nos lo transmite en sus Etimologías, la 1ª enciclopedia del mundo y principal libro de saber del s. VII.

         A través de los citados y de otros muchos padres de la Iglesia, se llega hasta Santo Tomás de Aquino (s. XIII), quien supo ver en Aristóteles a un apasionado buscador de la verdad desde las limitaciones de un infatigable estudioso.

         Santo Tomás copia de Aristóteles un realismo que conjuga la directa apreciación de los sentidos con el incondicionado juicio de la razón. Se llega así hasta la frontera de lo inexplicable, que para Santo Tomás resulta aceptable a la luz de la fe. Se perfila así el sentido común cristiano: Nihil est in intellectu quin prius fuerit in sensu (lit. "nada en la inteligencia que antes no haya pasado por los sentidos") para salvar la muralla con que tropezaba el entendimiento merced a la fe: el credo ut intelligam (lit. "creo para entender").

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  Act: 03/04/23        @enseñanzas de la vida            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A