Llega el mundo carolingio, lleno de luz y entusiasmo

Zamora, 29 mayo 2023
Antonio Fernández, licenciado en Sociología

         Mientras que la Hispania visigoda progresaba en economía, cultura y convivencia política, merced a la desaparición de los enfrentamientos tribales, la multiplicación de los centros de enseñanza y el reforzamiento de la justicia y del orden público, como resultado del Liber Judiciorum de Recesvinto (ca. 653) y de los concilios de Toledo, otros países europeos parecían estancados en la barbarie o relajación de costumbres.

         Tal era el caso de los reinos francos (Austria, Neustria, Aquitania, Burgundia...), en los que parecía haberse detenido el tiempo mientras que sus reyes (los merovingios) habían caído en tal estado de abulia (que la historia recuerda como "reyes holgazanes"), que sus "mayordomos de palacio" eran quienes ejercían el poder a su antojo.

         Carlos Martel (Carlos I de Austrasia), vencedor sobre los musulmanes en la Batalla de Poitiers (ca. 732), había iniciado su carrera como mayordomo de palacio en Austrasia, hasta que logró unificar todos los reinos francos para repartirlos entre sus 2 hijos (Pipino el Breve y Carlomán), los cuales, a pesar de ejercer la soberanía absoluta sobre sus respectivos territorios, siguieron considerándose "mayordomos de palacio", hasta que el 2º abdicó en el y éste, con la aquiescencia del papa Esteban II, es coronado y luego ungido con los óleos sagrados por el obispo San Bonifacio, como Pipino I de Francia y para "dirigir los pueblos que Dios le confía".

         A la par que se reconoce la superioridad del poder espiritual sobre el poder temporal, se instaura solemnemente entre los francos la dinastía que carolingia (ca. 751), con la consecuencia de que Childerico III, triste representante de la dinastía merovingia (los reyes holgazanes), es tonsurado (como prueba de que pierde todo su poder) y obligado a recluirse en un monasterio hasta el fin de sus días. Y con la consecuencia de que Pipino I de Francia, siguiendo el ejemplo de Carlos Martel (su padre), divide lo que ya era un inmenso territorio, entre sus hijos Carlos I y Carlomán I.

         Tras unos pocos años de difícil entendimiento entre los 2 hermanos, la prematura muerte de Carlomán I convirtió a Carlos I de Francia (reconocido por la historia como Carlomagno) en el señor absoluto de los francos y caudillo que avasalló a lombardos, sajones, daneses, bávaros, ávaros, eslavos... a los que, como medida, obligaba a bautizar so pena de perder la cabeza. Es así como se hizo con un inmenso territorio católico que se extendía desde el Báltico hasta el sur de Italia, atravesando los Pirineos estableciendo allí su Marca Hispánica.

         La historia nos cuenta que Carlomagno engendró no menos de 20 hijos (la mayoría mujeres, a las que prohibía el matrimonio) desde 10 sucesivas esposas (Himiltruda, Desiderata, Hildegarda, Fastrada, Lutgarda, etc.,) y unas cuantas concubinas (Gersuinda, Madelgarda, Amaltruda, Regina, Adelinda...).  Al parecer, se casó con las 2 primeras por "razón de estado". Aunque también, por razón de estado, las repudió. A Himiltruda para casarse con la princesa lombarda Desiderata y así congraciarse con su padre Desiderio I Italia (a la sazón en no muy buenas relaciones con el papa). Y a Desiderata para contraer matrimonio con Hildegarda (de 13 años, la cual le dio 9 hijos y falleció a los 25, para seguir tomando y repudiando esposas a su antojo).

         El repudio de Desiderata (llamada también Gerberga) fue tomado como casus belli por el padre de la chica, tras la victoria de Carlomagno en Pavía (ca. 773), cosa que le permitió erigirse en rey de Italia y ceñir la famosa Corona de Hierro (venerada por decirse de ella que incluía en su estructura uno de los clavos de Cristo), objeto de profundo respeto entre los cristianos, herejes o no.

         Desde esa nueva posición de poder, Carlomagno afianzó el poder político de los papas consolidando el señorío de la Iglesia sobre el territorio que Pipino I había rescatado unos años atrás del dominio de los lombardos. Fue el llamado patrimonium Petri, que derivó en los Estados Pontificios, hoy reducidos al Estado Vaticano.

         Dado que, hasta que un personaje como el llamado Carlomagno, las banderías y guerras de todos contra todos, era moneda común sin mayor trascendencia que la vuelta a empezar tras cada invasión o atropello, la imposición del más fuerte, al margen de la escasez de celo cristiano, pctica de algún que otro vicio y exceso de ambición en las diversas campañas de presuntos apaciguamientos y pretendida evangelización, fue considerada como providencial por la cristiandad de entonces hasta el punto de que el propio papa León III, creyó llegado el momento de resucitar el Imperio Romano de Occidente (que a partir de entonces pasó a ser llamado Imperio Romano-Germánico).

         Ocurrello el día de navidad del 800 y, según se cuenta, con sorpresa para el propio Carlomagno, que vio como el papa le ceñía la corona de los últimos emperadores romanos de Occidente, y luego le ungía con los óleos sagrados suscribiendo con él lo que debería ser considerado el bipolar poder (espiritual-temporal) sobre vidas y haciendas al hilo de los nuevos tiempos.

         Conmente se ha asociado todo ello a lo que se llama Renacimiento Carolingio, un resurgimiento de la cultura y las artes latinas a través del Imperio carolingio, dirigido por la Iglesia Católica, que estableció una identidad europea con. Se dice que, por medio de sus conquistas en el extranjero y sus reformas internas, Carlomagno había sentado las bases de lo que luego ha sido la Europa Occidental, ese fenómeno que debería llevar en su esencia lo mejor de Jerusalén, Atenas y Roma.

         Cierto es que, durante sus cuarenta y tantos años de reinado, Carlomagno, ambicioso, visceral, implacable con los enemigos, con escaso respeto hacia las mujeres, pero, también, capaz de rezar y humillarse ante el máximo poder espiritual, propic la multiplicación de las escuelas monásticas y centros palatinos de cultura con la estrecha colaboración de los reputados como más sabios de los diversos territorios de entonces: el anglosajón Alcuino, el visigodo Teodulfo, el lombardo Pablo Diácono, los italianos Pedro de Pisa y Paulino de Aquilea, los francos Eginardo y Waldo de Reichenau... Todos ellos bajo las directrices de ser en lo político "el brazo armado de Dios en la tierra", y en lo religioso "más papista que el papa".

         Hasta la Revolución Carolingia, una buena parte de los intelectuales cristianos se limitaban a repetir o interpretar el legado de los astoles y Santos Padres con escrupuloso temor a trascender los límites de la ortodoxia. Eran lo que podríamos llamar guardianes de la fe. Cambió substancialmente el panorama cuando el más poderoso de la época, Carlomagno, confundió sus propios intereses con los intereses de Dios y, sin dejar de ser guerrero visceral, supersticioso, mujeriego e ilimitadamente ambicioso, asume el papel de maestro en todo lo tocante a la forma de vivir y de pensar de sus súbditos. Para ello facilitó la creación de las llamadas escuelas palatinas.

         Claro que, gracias a tales nuevas escuelas, la cultura carolingia, bajo el lema "bajo pueblo" al margen, dispuso de nuevos canales de difusión entre clérigos, funcionarios y miembros de las clases superiores. En paralelo con la enseñanza tradicional de la Iglesia, se introdujeron nuevos métodos de estudio y divagación, que, a falta de cosecha propia, se aplicaron a revalorizar fórmulas y dichos de los más renombrados antiguos maestros, con Platón, platónicos y neoplatónicos en lugar.

         Puesto que Platón fue un reputado maestro que, en el mundo de las ideas intentó encontrar respuesta a todas las imaginables incógnitas es en ese campo en donde algunos de los intelectuales de aquellos siglos se marcaban los horizontes de las respectivas genialidades desde posicionamientos rivales en torno a cuestiones que, las más de las veces, poco o nada tean que ver con el ordinario vivir y creer del pueblo llano. Tal fue el caso de las encendidas polémicas en torno al inventado "problema de los universales".

         Se trataba de dilucidar si, tal como había enseñado Platón, las ideas tean realidad propia o eran simples nombres o conceptos abstractos. Así, pues, ¿exisan la belleza, la bondad, la sabiduría, la caballez... como entidades reales con específica consistencia? ¿O eran simples nombres, referencias o flatus vocis para diferenciar a los objetos que perciben los sentidos?

         Tal vez Platón, que no tomaba en serio ni a Zeus ni a Afrodita, lo que quiso hacer ver con su tan peculiar idealismo es que la mitología de su época no era más que una aberrante derivación de valores eternos muy por encima de los dioses, inventados por los poetas. No lo vieron así algunos paniaguados de las escuelas palatinas carolingias: para ellos la autoridad y buen decir de Platón bastaban para aceptar a las ideas como reales e independientes del pensamiento humano. Esos tales fueron llamados realistas.

         Nominalistas se llamaron los que, por el contrario, sostean que dijera lo que dijera Platón, la principal realidad es lo que se ve o se toca mientras que la idea de ver o de tocar no es más que un nombre para entendernos a la hora de razonar o dialogar. Pura y simplemente idealistas eran los llamados realistas de aquella época mientras que los llamados nominalistas incurrían en una especie de fundamentalismo materialista por aquello de no admitir otra realidad que la que se puede ver o tocar.

         Ni una ni otra expresión de ese estéril academicismo cabe en el realismo cristiano, que con los altibajos de toda obra humana, la Iglesia Romana ha cultivado desde sus comienzos: expresiones de ese realismo cristiano son el creer en Dios como principio y fin de todo y el no negar a las cosas una existencia que los sentidos y el subsiguiente análisis racional nos muestran evidente.

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  Act: 01/05/23        @enseñanzas de la vida            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A