El mundo precristiano, oprimido e impaciente

Zamora, 27 noviembre 2023
Antonio Fernández, licenciado en Sociología

         Cuando los egipcios simbolizaban la génesis de la vida en un escarabajo pelotero, hace miles de años, no estaban más alejados de la realidad que los atomistas Leucipo y Demócrito o del hedonista Epicuro, teorizantes del materialismo clásico desde la perspectiva de su propia opulencia.

         Para éstos últimos y sus numerosos seguidores actuales todos los misterios del universo tienen su origen en los fenómenos de atracción y repulsión de los átomos zarandeados durante siglos y siglos por un azar ciego y desconcertante: las complejidades materiales que vemos, olemos o palpamos serían el fortuito resultado.

         Probablemente, para los egipcios lo del "escarabajo pelotero" no pasó de un símbolo interesadamente idealizado por los poderes fácticos de entonces (faraones, oligarquía y casta sacerdotal), pero con capacidad de conquistar voluntades en una mayoría social más religiosa que materialista.

         Allí la filosofía y la teología vivieron tan estrechamente unidas que llegaron a confundirse tanto que la idea de una divinidad, principio y fin de todo, era explicada con multitud de derivaciones hacia lo visible y fácilmente comprensible: símbolos y animales a los que se sacraliza humanizándolos para intentar identificar el "más allá" con el "más acá", lo misterioso con lo vivido en el día a día.

         Ése parece ser el meollo de la mitología egipcia, a mitad de camino entre lo animado por una secreta fuerza con multitud de expresiones (el mundo animal con el animal-hombre como protagonista principal) y lo impalpable, que sitúa en un más allá, separado por la muerte y, aunque dominado por el misterio, tanto más cercano cuanto más se imagina en paralelo con la realidad que se vive y se siente en el quehacer diario.

         La mitología de los griegos, más antropomórfica, nació y se alimentó con retazos de las mitologías de otros muchos pueblos, incluido el egipcio. Los dioses de cosecha propia, inventados por los poetas, resultaron ser idealizaciones de hombres y mujeres más o menos legendarios, más o menos reconocidos por sus caprichos, abusos y debilidades.

         Cada uno en su estilo, estos dioses adolecían de los mismos vicios y virtudes que los humanos, pero sin que existiera entre ellos clara expresión de amor sublime: ni siquiera el gran Zeus, "padre de los dioses y de los hombres", es capaz de actos de gratuita misericordia.

         En ese ámbito, la vida religiosa oficial es una simple convención social, puro teatro o instrumento de avasallamiento hacia los menos privilegiados, lo que, expresado en hábitos, vivencias, ritos, modas, interminables fiestas y fastos de compromiso... se traduce en agobiantes formas de alienación para la mayoría, llámense ciudadanos libres, patricios, plebeyos o esclavos.

         Podemos deducir que, en el mundo griego, las ensoñaciones y materialidades del día a día arrinconaban a las inquietudes religiosas en una especie de túnel sin otra luz que la que se deriva de los héroes y prototipos que, como efímeras luciérnagas, flotan y se desvanecen al hilo de la propaganda oficial, de los caprichos de la multitud o del ego desbordado por vicios y vanidades. No es el Olimpo ejemplo de moralidad ni de profundidad teológica, pero sí fuente de supuestos y alegorías que pueden derivar en adormidera para la multitud.

         Ello explica que, en la cuestión religiosa y al margen de la reflexión sobre la reflexión, cobrara fuerza una acomodaticia fe en el mito (supuesta trascendencia de lo vulgar). Como dice Hirschberger, "es el mito la fe del vulgo que sugiere lo que se ha de pensar al enfrentarse con las grandes cuestiones en torno al mundo y a la vida, a los dioses y a los hombres: se cree en lo que no compromete a salir de la vulgaridad". Es decir, una opresiva situación que alimenta la impaciencia en los que aspiran a algo más que a "satisfacer el hambre en un campo de habas".

*  *  *

         Fue así como no faltan griegos que, ellos sí, reflexionan sobre su propia reflexión, se afanaron por traspasar las fronteras del mito, víctimas del escarnio de sus conciudadanos. Como ejemplo típico de personalidad singular hemos de referirnos a Tales de Mileto (624-546 a.C), y a la ilustrativa anécdota que sobre él cita Aristóteles en su Política.

         Al parecer, mientras sus conciudadanos se ocupaban del vivir sin complicaciones o de incrementar los respectivos patrimonios, Tales (uno de los 7 sabios griegos) vivía afanado por conocer el fundamento de la realidad y, por lo mismo, recibía reproches del estilo "no seas tonto y aplica tu talento a vivir en placeres y prosperidad material en lugar de perderte entre cosas y cuestiones que no te van a servir de nada".

         Dichos reproches tocaron el amor propio del bueno de Tales, que se propuso dar una lección a todos sus críticos. Su estudio de los fenómenos naturales le había permitido conocer que, tras el largo período de sequía que sufrían entonces, se avecinaban tiempos de abundantes lluvias, aprovechó la coyuntura para empeñar su patrimonio y hacerse con gran cantidad de molinos de aceite, a bajo precio por la penuria de la producción y consiguiente amenaza de ruina para sus propietarios; vinieron los años de lluvias y consiguiente renacer de los olivares, estableció una especie de monopolio en el producción de aceite y, en poco tiempo, logró hacerse inmensamente rico.

         Logrado esto, convocó a todos sus clientes, antaño implacables críticos, para mostrarles algo así: yo siempre he preferido dedicar mi tiempo a cuestiones más valiosas que el amasar fortuna, y quiero seguir siendo libre y feliz. Por ello os devuelvo los artefactos de fabricar aceite con todas vuestras viejas obsesiones.

         Para Tales el principio de toda realidad material estaba en el agua cuyas propiedades eran ordenadas y desarrolladas por un "soplo divino latente en todo lo visible".

         Para Anaximandro (610-545 a.C), conciudadano de Tales, el fundamento de lo material no podía estar en algo tan simple y directo como el agua, sino que había de estar en "lo indeterminadamente infinito o lo infinitamente indeterminado". Él lo llamó apeiron, término que, soslayando lo que representa de abstracción y siguiendo a Teilhard, hoy podríamos traducir por "polvo cósmico".

         Anaxímenes (585-528 a.C), discípulo de Anaximandro, opta por una explicación intermedia y presenta al aire como raíz de todo lo material, pues "del aire, por condensación y rarefacción, ha salido todo". Como él mismo sigue diciendo, "el aire enrarecido se torna fuego, condensado viento, después nubes, y cuando está más condensado agua, tierra y piedra, y de ahí todo lo demás".

         Tanto Anaximandro como Anaxímenes, al igual que Tales, veían en lo divino (un principio muy diferente de las vaguedades del Olimpo) un necesario trasfondo para la evolución de todo lo material.

         Esa presencia de lo divino también fue admitida por Empédocles (495-435 a.C), considerado padre del mecanicismo (pero de un género muy peculiar que podría ser calificado de místico). A diferencia de los milesios, para quienes el origen de todo era una única especie de materia, para Empédocles todo lo material tiene su origen en los elementos fuego, agua, aire y tierra, a los que concede existencia eterna y hace depender de las divinidades Zeus, Hera, Nestis y Adonis, respectivamente.

         Los fenómenos de mezcla y variación de esos 4 elementos, según Empédocles, explican el agrupamiento, desarrollo, cambio y disolución de cualquiera de las entidades materiales en un proceso estrictamente mecanicista. De esta manera, "no se da nacimiento de ninguna de las cosas mortales, ni un acabarse en la maldita muerte, sino solamente mezcla y cambio de las cosas mezcladas", como adelanto de lo que hoy se llama Ley de Conservación de la Sustancia.

         ¿Cómo se explica ese proceso? Merced a una fuerza que se expresa en amor u odio. Oigámoslo: "Dos cosas te voy a enseñar, ya surge de muchos algo uno, ya se disocia de nuevo, y este cambio constante nunca cesa. Ya se reúne todo en uno en el amor, ya se separan las cosas particulares en el odio de la contienda". Se trata de la "rotación del tiempo", con sucesivos predominios del amor o del odio.

         Desde esa óptica, Empédocles presenta la historia del mundo en 4 etapas. La 1ª es la del amor, en la que todo es uno y completo como una esfera. La 2ª es la del odio, que hace saltar en pedazos la unidad, pues los elementos se disocian y surge lo múltiple en diversas especies (incluida la nuestra). La 3ª es la de la contienda, con su secuela de desorden y diversidad. Y ene en la 4ª surge de nuevo el amor, cuya plenitud se resuelve en unión y armonía universal.

         Vemos así que las hipótesis de los milesios, y de Empédocles, eran muestras de una preocupación por ligar lo visible con lo invisible, lo temporal con lo eterno, lo físico con lo divino en un esfuerzo por traspasar las fronteras del mito o del propio egocentrismo intelectual. No obstante, adolecieron del fallo de cuantos apoyan sus tesis en supuestos indemostrables.

         Son propensos a la escapada hacia un mundo de abstracciones (el idealismo) sin otra referencia que lo antropocéntrico y subsiguiente arrinconamiento o minusvaloración de lo divino. Es algo que, desde distintos posicionamientos y con mayor o menor intensidad, cultivaron personajes como Pitágoras, Heráclito o Platón.

         Para Pitágoras (580-496 a.C) la esencia de todas las cosas estaba en los números, dotados de una especie de "consistente idealidad" con respectivas y peculiares facultades, todo ello en el ámbito de lo órfico, especie de secta helénica, reminiscencia de viejas mitologías como la de los vedas indios o de los parsis mesopotámicos (ss. VIII-VII a.C), en la que, al igual que Orfeo en el hades, solamente la poesía será capaz de dominar la agobiante anarquía que constituye la noche y el caos.

         Para Heráclito (540-470 a.C), que se declara irreconciliable enemigo de Pitágoras, es la idea del eterno fluir y retornar la esencia de todas las cosas. "Todo fluye", ha dejado escrito, pues "ningún ser humano ni divino ha hecho este mundo sino que siempre fue es y será eternamente fuego vivo que se enciende según medida y según medida se apaga". Todo es relativo, y todo se renueva a cada instante de forma que "nadie puede bañarse dos veces en el mismo río". Si nos referimos a la historia, apunta Heráclito, "la guerra es la madre de todas las cosas".

         Según Platón, existirá una realidad distinta y superior a la de los propios números, incompatible con el eterno fluir y retornar supuesto por Heráclito. Es el mundo de las ideas, a las que presenta como reales, distintas, con respectivas singularidades y como principio y esencia de todas las cosas y conceptos universales.

         De esta manera, "el hombre Sócrates tiene su precedente en la idea Sócrates, el mueble mesa existe porque en el mundo de las ideas existía y sigue existiendo la idea mesa". De esta manera, apreciamos lo bello por que, con anterioridad e independencia de las materialidades bellas, existe la belleza. Y todo ello como si las ideas fueran bastante más que simples conceptos mentales.

         Para Platón, cada idea tiene existencia objetiva independientemente del objeto o concepto en que se refleja, lo que quiere decir que, distinto y superior al nuestro, existe otro mundo en el que deambulan las ideas de todo lo que es o puede ser.

         Son expresiones de idealismo que desconciertan o fatigan a la ordinaria capacidad de reflexión, lo que constituye terreno abonado para los profesionales de la simplificación intelectual: no pienses demasiado no sea que te explote la cabeza; yo pensaré por ti.

         Ya habían surgido los llamados sofistas, un profesional de la especulación retórica y del arte de persuadir (erística). Es decir, poder convertir en sólidos y convincentes argumentos tan débiles como el de atribuir razón natural a la explotación del hombre por el hombre.

         Así se hacía ver lo que los poderosos querían ver o que se viera; para cosecha propia, puesto que vivían de ello, los sofistas confundían la búsqueda de la verdad con la de la utilidad, sin otro árbitro que el del propio parecer.

         "El hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto son y de las que no son en cuanto no son", dejó escrito Protágoras (480-410 a.C), para quien no existía ninguna verdad universalmente válida y objetiva en cuanto que “cada cosa es para mí tal como me parece a mí; la misma cosa es para ti tal como te parece a ti”.

         Otro de los sofistas, Gorgias (483-380 a.C), cultivó una especie de nihilismo dogmático con una enseñanza que giró en torno a tres categóricas afirmaciones: 1º nada existe; 2º aunque algo existiese, sería incognoscible; 3º aunque algo se conociera, sería imposible de explicar.

         Si eso es así ¿qué utilidad tienen los sentidos? ¿O cómo puedo mentirme a mí mismo negando lo que veo, palpo o siento? ¿Quién soy y qué es todo lo que me rodea?

         Son preguntas a las que se propone responder Demócrito (460-370 a.C), materialista teórico que, "en el orden práctico, resulta uno de los mayores idealistas de todos los tiempos", según Hirschberger.

         Demócrito no habla de materia primigenia ni de elementos. Para él, el principio y fundamento de todo lo real son los "átomos indivisibles, multiformes y eternos" que se "arremolinan en el vacío" hasta encajar unos con otros para formar los cuerpos por puro azar y como si llevaran con ellos mismos la idea de lo que van a producir. Y pretende explicarlo todo, con el carácter y funcionalidad de sus átomos.

         Todo, incluido el alma, será para él un "agregado de átomos" y "movimiento de átomos", incluido el pensamiento. Cualquier conocimiento, quiere hacer ver Demócrito, tiene lugar al desprenderse de los objetos unas diminutas imágenes que penetran en los sentidos, se encuentran con los átomos del alma y ensamblan los respectivos conceptos o "átomos en movimiento". La diferencia entre conocimiento sensible y conocimiento espiritual es cuestión de graduación: el segundo más sutil y rápido que el primero.

         Al respecto, ya Aristóteles había certeramente recriminado a Demócrito: "Te falta por explicar el origen del movimiento". Dijo esto Aristóteles luego de hacer ver la incongruencia de asociación entre cuerpos o átomos que caen en la misma dirección y a igual velocidad.

         Para Demócrito, también los sentimientos podían ser reducidos a simples movimientos de átomos y, en consecuencia, torbellinos de átomos serán los "preceptos morales", en cuyo ámbito lo bueno se confunde con lo que produce placer. Es el Principio Hedonístico, que tanto jugo dará más tarde a personajes como Epicuro.

         Aun siendo discípulo y de inferior talla intelectual que Demócrito, Epicuro (341-270 a.C) es reconocido como de mayor poder convincente que su maestro en cuanto que a la objeción aristotélica sobre el origen y poder ensamblador de un movimiento unidireccional responde con su concepto de declinación o derivación en sub-movimientos radiales proyectados a todas las posibles direcciones facilitando el choque de unos átomos con otros hasta que, por virtud del azar, cada uno de ellos llegue a encontrar a su afín o complementario. Ninguna alusión a un motor o poder espiritual que facilite el necesario impulso y necesaria orientación de los átomos.

         Son tiempos de fuerte carga mítica en las creencias o devociones de la gente por lo que Epicuro no se atreve a negar la existencia a Zeus y sus adláteres divinos: aún proclamando que el conocimiento de las leyes de la naturaleza traduce en innecesaria la intervención divina, concede a los dioses un lugar de paradisíaca jubilación disfrutando de la más profunda paz y totalmente ajenos a los fenómenos naturales y a cuanto acontece en el mundo de los humanos.

         Desde esa perspectiva, se considera autorizado Epicuro a marcar pautas de conducta al resto de los seres humanos con una peculiar moral basada en el exhaustivo y ordenado disfrute de los buenos placeres, doctrina que el propio Epicuro describe así:

"Cuando decimos que el placer es el soberano bien no nos referimos al desenfreno de los más bajos instintos, tal como lo pretenden los ignorantes que combaten y desfiguran nuestro pensamiento. Lo que realmente queremos decir es que, para nosotros, el supremo bien, el placer, está en la total ausencia de sufrimiento físico, de preocupación por el más allá y de todo tipo de prejuicios de carácter social o moral".

         De estamanera, vivir sin complicaciones, a la vez esclavos de un placer más o menos duradero, es para Epicuro una mera utopía. Y de ser así habríamos de encerrar toda nuestra vida y posibilidades de futuro en una especie de burbuja elaborada, a base de indemostrados e indemostrables supuestos ideal-materialistas e imposibles barreras contra lo imprevisto, incluidas las lecciones de la propia experiencia.

         Es algo que, en la práctica, se da de bruces con la realidad personal y social: vives con los otros y sus peculiaridades, vives de los otros y de lo que hacen por ti; y ellos, a su vez, viven contigo y viven de lo que tú puedes hacer por ellos.

         Ello implica una libertad y una generosidad que nace y se desarrolla en algo que, por ser de raíz y carácter espiritual, no siempre obedece al dictado de los sentidos. Al ignorarlo no cabe otra escapatoria que el más estricto y duro hedonismo, justificado, eso sí, por el egocentrismo o egoísmo más radical.

*  *  *

         Repasando la historia, solemos tropezar con individualidades o minorías, que, usando de su natural capacidad de reflexión y crítica, aspiran a algo más que al adocenamiento que arrastra a la masa: piensan, se hacen preguntas, proponen explicaciones y, a veces, atisban vías de progresivo enriquecimiento espiritual.

         De ese carácter, individualidades destacadas de la Grecia clásicas fueron Sócrates, su discípulo Platón y Aristóteles, que se reconoció discípulo de ambos. Tres egregias individualidades que se enfrentaron al adocenamiento general desde personales puntos de vista.

         Llevados por el afán de simplificar, diremos que el punto de vista (posicionamiento filosófico) de Sócrates fue el de moralizar (diríase que espiritualizar) a la materializada sociedad de su tiempo; el de Platón el de traspasar las fronteras de lo visible; y el de Aristóteles, inventor de la Metafísica, el de llegar a conocer para luego explicar todas y cada una de las expresiones y dimensiones de la realidad.

*  *  *

         Sócrates (470- 399 a.C) presenta la imagen del sabio genuinamente humano. Nacido en Atenas, de padre escultor y madre partera (o mayeuta, de donde se deriva la Mayeútica o disciplina sobre el "buen parto de ideas"), dedicó su vida a reflexionar sobre el qué y para qué de sí mismo en abierto y gratuito diálogo con todo aquel que le quisiera escuchar. No dejó nada escrito, lo que no ha impedido que sus discípulos sean los que, realmente, han puesto los cimientos a una parte de lo que llamamos cultura occidental.

         Conocemos a Sócrates a través del testimonio de egregios personajes como su directo discípulo Platón, que lo idealiza, o Jenofonte, más objetivo, y lo que éste dice en sus Memorables (I, 1, 11-17):

"Sócrates no hablaba, como la mayoría de los otros, acerca de la naturaleza entera, de cómo está dispuesto eso que los sabios llaman cosmos y de las necesidades en virtud de las cuales acontece cada uno de los sucesos del cielo, sino que, por el contrario, hacía ver que los que se rompían la cabeza con estas cuestiones eran unos locos".

"En primer lugar, se asombraba de que no viesen con claridad meridiana que el hombre no es capaz de averiguar semejantes cosas, porque ni las mejores cabezas estaban de acuerdo entre sí al hablar de estos problemas, sino que se arremetían mutuamente como locos furiosos. Los locos, en efecto, unos no temen ni lo temible, mientras otros se asustan hasta de lo más inofensivo; unos creen que no hacen nada malo diciendo o hablando lo que se les ocurre ante una muchedumbre, mientras que otros no se atreven ni a que les vea la gente; unos no respetan ni los santuarios, ni los altares, ni nada sagrado, mientras que otros adoran cualquier pedazo de madera o de piedra y hasta los animales. Pues bien: los que se cuidan de la Naturaleza entera, unos creen que "lo que es" es una cosa única; otros, que es una multitud infinita; a unos les parece que todo se mueve; a otros, que ni tan siquiera hay nada que pueda ser movido; a unos, que todo nace y perece; a otros, que nada ha nacido ni perecido".

"En segundo lugar, observaba también que los que están instruidos en los asuntos humanos pueden utilizar a voluntad en la vida sus conocimientos en provecho propio y ajeno, y (se preguntaba entonces) si, análogamente, los que buscaban las cosas divinas, después de llegar a conocer las necesidades en virtud de las cuales acontece cada cosa, creían hallarse en situación de producir el viento, la lluvia, las estaciones del año y todo lo que pudieran necesitar, o si, por el contrario, desesperados de no poder hacer nada semejante, no les queda más que la noticia de que esas cosas acontecen".

"Esto era lo que decía de los que se ocupaban de estas cosas. Por su parte, él no discurría sino de asuntos humanos, estudiando qué es lo piadoso, qué lo sacrílego; qué es lo honesto, qué lo vergonzoso; qué es lo justo, qué lo injusto; qué es sensatez, qué insensatez; qué la valentía, qué la cobardía; qué el estado, qué el gobernante; qué mandar y quién el que manda, y, en general, acerca de todo aquello cuyo conocimiento estaba convencido de que hacia a los hombres perfectos, cuya ignorancia, en cambio, los degrada, con razón, haciéndolos esclavos".

         Eso mismo es lo que Aristóteles expresa cuando duce que "Sócrates se ocupó de lo concerniente al ethos, buscando lo universal y siendo el primero en ejercitar su pensamiento, en definir" (Metafísica, 987b). En tratar de orientar la reflexión, más bien, apuntamos nosotros puesto que él mismo cifraba su sabiduría en el "saber que no sabía nada".

         Incapaz de resistirse al afán de aprender a encauzar su conducta de la mejor de las posibles maneras, vivió Sócrates preocupado de lo que hacían y pensaban sus conciudadanos para sacar sus propias conclusiones: "Ni las estrellas, ni los árboles, ni los montes me dicen nada, pero sí los hombres en la ciudad". Por ello, lo de Sócrates es bastante más que una simple abstracción filosófica: el "conócete a ti mismo para vivir de acuerdo con lo que eres".

         La gente se suele preguntar si fue Sócrates un filósofo. Si por filósofo se entiende el que tiene un "ordenado sistema de explicaciones", no. Si se entiende el que busca una inasequible explicación del sustrato de las cosas, quizás tampoco. Si por filósofo entendemos al "amigo de la sabiduría" que, instalado conceptualmente en la praxis ética, se erige en vocero implacable contra las limitaciones y desvaríos de un mundo víctima de sus propias obsesiones por el toma y daca del mercado, Sócrates fue un filósofo con todas las de la ley. Oigámoslo:

"¿Cómo tú, mi estimadísimo, ciudadano del más grande y culto de los estados, cómo no te avergüenzas de ocuparte con afán en llenar lo más posible tu bolsa y de procurarte fama y honor y, en cambio, del juicio moral, de la verdad y de la mejora de tu alma nada se te da?" (Apología, 29d).

         Efectivamente, Sócrates vivió y murió como filósofo y auténtico buscador de la verdad. Fue condenado a muerte por defender ideas en contra del pensamiento oficial, y aunque pudo huir de su encierro, sí quiso dejar constancia de su coherencia intelectual hasta el último momento (en que, con absoluta calma, bebió la cicuta, servida por el verdugo, mientras departía con sus discípulos sobre la inmortalidad del alma).

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         De Platón (428-347 a.C), principal discípulo de Sócrates, nos llega la imagen del intelectual puro o pensador que aspira a encontrar una respuesta plenamente satisfactoria a cualquiera de las preguntas que se puedan plantear; ante las insoslayables dificultades para encontrarse de frente con lo íntimo de la realidad opta por lo que entiende como verosímil o probablemente cierto, lo que, a nuestro juicio, le lleva a caer en la trampa del subjetivismo idealista. El mismo nos ilustra sobre su punto de vista con la Fábula de la Caverna, protagonizada por el hombre como ser de limitado entendimiento.

         En el libro VII de su República imagina Platón a una multitud de prisioneros atados de pies y manos y encerrados en una obscura caverna a donde no llega otra visión que la de las sombras o imágenes que sobre una franja o ventana en la misma pared de la caverna (pantalla, diríamos hoy) son proyectadas desde el "mundo de las ideas", a las que Platón presta el carácter de realidades existentes por sí mismas.

         La vida de los prisioneros transcurre rutinaria y apacible en tanto en cuanto no conocen otro mundo que el de su propia vida y la de las sombras o reflejos de las respectivas ideas, genuinas realidades imposibles de captar a través de la materialidad de la vista pero perceptibles, eso sostiene Platón, a través de la certera reflexión intelectual.

         Según ello, lo visible o palpable será tanto más verídico cuanto más se aproxime a su ideal, más bello si copia el eterno carácter de la belleza, y así sucesivamente, tanto que una mesa no es propiamente mesa si no es una versión material de la idea mesa. Ante tal "visión de la realidad", Antístenes, otro de los discípulos de Sócrates, apuntaría con certera mordacidad, por boca de Platón: "Veo al caballo, pero no veo a la caballez".

         Por lo demás, divulgó Platón a conciencia las buenas cosas de su maestro Sócrates, a la par que, por propia iniciativa, mostró alguna de las pautas del sano discurrir. En lo social y en lo político trata de ir más allá de lo que merece el aplauso de los más aprovechados, contemporizadores o egoístas.

         Sus Diálogos, ricos en contradicciones, sugerencias y originalidades, constituyen otros tantos ejemplos de reflexión sobre la propia reflexión hasta llegar a lo que resulta imposible de descifrar salvo que uno se atenga a lo ya sabido o menos malo.

         A Platón se le ha llamado el divino por que apuró hasta el límite las capacidades de la humana inteligencia; ello quiere decir que sus errores caen en la lógica de todo aquel que pretende desentrañar la verdad desde las limitadísimas fuerzas de un ser humano, aunque éste goce de excepcionales cualidades.

         Aunque lo diga Platón, no puede ser verdad que la despersonalización colectiva (el comunismo platónico) lleve a la paz y a la prosperidad de un pueblo, ni tampoco sus divagaciones sobre la pareja ideal que prestan argumentos a los actuales apologetas de la unión sexual estéril, etc.

         Por otra parte, sabemos que a Platón no le satisfacía en modo alguno la mitología retórica de los griegos de su generación y, cuando, en los años finales de su vida, se planteaba el qué y para qué de las cosas y de su propio pensamiento, no tuvo el menor reparo en aceptar la existencia de un artífice y providente Demiurgo, que nada tenía que ver con los mil supuestos dioses encargados de facilitar o complicar la vida de los hombres.

         El Demiurgo (o Dios activo) de Platón era una especie de alma del mundo que proyecta y organiza las ideas anteriores y superiores a sus respectivas realidades materiales. Poco más lejos podía llegar Platón en su búsqueda de la razón primera de todo lo existente, desde una reflexión tan acosada por el materialismo ambiente. Con todo su saber y honradez intelectual, ni pudo dejar de ser un hombre de su época, ni tampoco superar un cúmulo de ambigüedades en que habrían de hacerse fuertes posteriores teorizantes del ideal-materialismo.

*  *  *

         Aristóteles (384-322 a.C) pertenece a ese reducido círculo de personajes históricos que, con paciencia, constancia, humildad, libertad y generosidad, dedicaron toda su vida al estudio de la naturaleza en general y del fenómeno humano en particular. Admirador y crítico de su maestro, el divino Platón, captó muy bien las limitaciones de esa dogmática idealista que se desliga del testimonio de los sentidos.

         Por otra parte, tuvo Aristóteles la excepcional ocasión de vivir de cerca la trayectoria vital y el fracaso personal del que fue su discípulo y llegó a ser el personaje más poderoso de su época: Alejandro Magno.

         Aristóteles nació en Estagira, hijo de Nicómaco, médico de Amintas III de Macedonia, y por ello pasó sus primeros años en la corte macedonia. A la muerte de sus padres, muy niño aun, se educó bajo la tutela de Próxeno de Atarnea hasta que, cumplidos 17 años, su tutor le envió a Atenas para que recibiera las enseñanzas del más celebrado filósofo de toda la Hélade, el divino Platón, y así fue en cordial sintonía durante 20 años.

         Acosado por el nacionalismo anti macedonio (con el elocuente y mordaz Demóstenes a la cabeza), Aristóteles hubo de huir de Atenas hasta Assos (en el Asia Menor, cercana al emplazamiento de la antigua Troya), allí casó con Pythias, que le dio una hija del mismo nombre, y permaneció durante 3 años hasta que, invitado por Filipo II de Macedonia, retornó a Macedonia para hacerse cargo de la formación intelectual de Alejandro Magno, a la sazón despierto y belicoso adolescente de 13 años.

         No se puede decir que entre el sabio y el conquistador el cordial entendimiento se prolongara por mucho tiempo. Aunque hay constancia de que Alejandro, en reconocimiento a su maestro, pagó muy generosamente las enseñanzas recibidas y reedificó Estagira (la ciudad natal de Aristóteles que había sido destruida unos años atrás por Filipo II), en ninguno de los escritos que conocemos de Aristóteles se encuentra una sola referencia al caudillo macedonio.

         Se dice que, además de reprocharle su egocentrismo e ilimitada ambición, Aristóteles nunca le perdonó la ejecución de su sobrino Calístenes, condenado por Alejandro al negarle adoración. No es fácil encontrar en la historia personalidades más antagónicas que las de Aristóteles y Alejandro.

         Vuelto a Atenas el año 335 a.C, Aristóteles creó y desarrolló el Liceo, un polifacético centro cultural en unos terrenos fuera de las murallas, al lado opuesto de la aun vigorosa Academia platónica.

         A la muerte de Alejandro Magno (13 julio 323 a.C) resurgió en Atenas el nacionalismo anti-macedonio, con el infatigable Demóstenes a la cabeza. Aristóteles vio en peligro su propia vida, y recordando la arbitraria ejecución de Sócrates llegó a afirmar: "No quiero que los atenienses pequen por segunda vez contra la filosofía". Tras lo cual, se retiró a Calcis (Eubea), donde falleció un año más tarde (322 a.C). Fueron 62 años de intensa vida, dedicada en su mayor parte a la búsqueda de la verdad sin concesiones a conveniencias sociales, prejuicios o grandes afectos ("amo a Platón, pero mucho más amo a la verdad").

         Lo de Aristóteles es lo que podemos llamar incondicionado realismo. Desde tal realismo el estagirita pretende desarrollar una ciencia en la que "lo conocido no pueda ser de otra manera de cómo nos lo dictan los sentidos y la propia reflexión".

         En cuestiones de física, su Teoría del Conocimiento parte de la percepción física (ver, tocar, oler o palpar), que es la que brinda el más directo y seguro conocimiento de la inmediata realidad. El alma no puede pensar sin representaciones sensibles, de forma que, si falta un sentido, también faltan los correspondientes conocimientos (por ejemplo, un ciego de nacimiento no tiene conocimiento de los colores).

         Es a través de los sentidos como la inteligencia humana llega a captar el carácter y finalidad de las cosas desde el "análisis de una forma sensible sin materia". Según ello, queda claro que no puede haber un conocimiento (o platónica idea inmaterial) de un objeto sin objeto, pragmatismo elemental que niega tanto las conclusiones científicas sin experimentación previa como los supuestos de realidades inmateriales anteriores y superiores a respectivas realidades materiales, que habrían de resultar reflejo de ellas. Es así como se marcan los límites a las pretensiones de la dogmática científica, y se fuerza la caída del supuesto mundo platónico de las ideas.

         Al tiempo que concede ineludible responsabilidad a la percepción sensible, Aristóteles confía en la capacidad de reflexión y deducción para llegar a conocer "la naturaleza de lo real". Si es harto limitado el ámbito de percepción de los sentidos la capacidad reflexiva de la inteligencia humana no conoce otros límites que los que le marca una realidad superior.

         Es la creencia en esa Realidad Superior lo que, tal como podremos ver más adelante, permite una positiva o realista orientación del realismo aristotélico en el que ya cuentan, desde hace no menos de 24 siglos:

-la lógica, como instrumento de la ciencia,
-la física, como método de rigurosa observación de la naturaleza,
-la metafísica, como "filosofía primera",
-la antropología, con un hombre concebido como "unión sustancial de cuerpo y alma",
-la ética, como arte de la felicidad, o "arte del buen vivir cual" cual fue su Ética a Nicómaco,
-la política, como arte de la sociabilidad, como característica esencial del zoon politikon o ser humano como animal social.

         Y todo ello a través de las 4 causas de toda realidad:

-la causa material, o aquello de que está hecha una cosa,
-la causa formal, o aquello que la cosa va a ser,
-la causa eficiente, o el por qué de que exista esa cosa,
-la causa final, o último papel que esa cosa ha de desempeñar en el conjunto de toda la realidad existente.

         Al sabio griego le resultó relativamente fácil extenderse en las causas materiales y formales de las realidades físicas que, una a una, fue examinando a lo largo de su vida. Ya no lo fue tanto explayarse en lo de causa eficiente y causa final que él identificó con lo que llamó Motor Inmóvil, desarrollando la idea de que:

-una cosa se mueve porque algo o alguien le impulsa a ello,
-a su vez movido hasta llegar al origen de la fuerza motriz,
-que ya no depende de nada o nadie
-y que, por lo mismo, debe entenderse como eterno, inmutable y acto puro.

         Por las limitaciones de su propia circunstancia, Aristóteles no llegó a identificar a ese Motor Inmóvil con un Dios personal (tal como lo hará Tomás de Aquino).

         La materia y la forma son 2 conceptos básicos en el realismo aristotélico:

-la materia, o aquello con que está hecho algo (tangible o intangible),
-la forma, como idea-plano-molde de ese algo tanto en la mente de su creador como en la capacidad de inteligencia de su perceptor.

         Por la forma (o esencia), "las cosas son como son", así como por la materia "las cosas tienen la consistencia que tienen".

         Por otra parte, Aristóteles cree innecesario demostrar la existencia del Dios Creador, puesto que la simple existencia de algo implica la existencia de su hacedor (no hay reloj sin relojero, diríamos hoy). Dios es el Ser Necesario, mientras que el mundo y lo que vemos (incluidos nosotros mismos), es lo contingente. De este modo, las cosas (o personas) no pueden ser (o no ser) ni vivir (o no vivir) sin que el Ser Necesario deje de ser necesario.

         A Dios ha de admitírsele, concluye Aristóteles, so pena de caer en el absurdo de aceptar que una cosa existe sin que haya habido alguien que la ha proyectado, hecho y formado. En ese sentido, Dios sería uno y necesario, por encima de lo múltiple y contingente (incluidos el Olimpo y todos los inquilinos del Partenón al que unos seres tan contingentes como los que hoy pueblan el planeta han otorgado la categoría de dioses).

         Todo ello es lo que, a nuestro juicio, puede reconocerse en el realismo aristotélico. Por obvias razones de época y lugar, falta en ese realismo una persona que, en amor y libertad, ligue lo humano con lo divino, esa persona (Jesucristo) a la que nos referiremos en el siguiente artículo.

*  *  *

         Repasando la historia, podemos apreciar cómo, hace unos 2.500 años, el mundo civilizado (la cuenca del Mediterráneo) seguía un singular proceso de aprendizaje a caballo de los intercambios comerciales y los vaivenes de la política. A través del lenguaje escrito (el griego, fundamentalmente), y a pesar de las retrógradas barbaridades de los guerreros de turno, el ansia de saber de unos pocos se apoyaba en nombres propios como los de Heráclito, Sócrates, Platón o Aristóteles.

         Uno de aquellos guerreros fue el archiconocido Alejandro Magno (356.323 a.C), que en alas de su ambición, y con una formidable maquinaria de guerra (la falange macedónica, la caballería, la corrupción del enemigo...) acortó distancias entre los pueblos creando un Imperio, con fuerza suficiente para no dejar morir un poso de ese proceso de aprendizaje al que acabamos de referirnos.

         Sabemos que, a la muerte de Alejandro, estando su esposa Roxana embarazada de pocos meses, el Imperio Helénico fue presa de las apetencias de sus generales. Entre asociaciones de conveniencia y guerras intestinas, a Lisímaco le correspondió Tracia y Macedonia, a Antígono el Asia Menor, a Seleuco Mesopotamia, a Antípatro Grecia y a Ptolomeo Egipto, de donde era gobernador por delegación del propio Alejandro.

         Pero poco duraron las iniciales fronteras, pues Antígono, en ataque sorpresa, se apoderó de Babilonia e hizo huir a Seleuco. Seleuco se alió con Ptolomeo y recuperó su satrapía para años más tarde, en la Batalla de Ipso-301, derrotar y dar muerte a Antígono. Y Casandro, heredero de Antípatro, asesinó a Olimpia, Roxana y Alejandro IV (niño de 12 años).

         Seleuco tenía el sueño de recuperar el imperio de Alejandro Magno, y por ello llevó sus conquistas hasta la India. Y cuando arrebató la Tracia dado muerte a su antiguo aliado Lisímaco, murió asesinado. Casandro, por su parte, sufrió parecida suerte por cuenta de Demetrio I Poliercetes, el cual se autoproclama rey de Macedonia y de Grecia y expulsa de allí al filósofo Demetrio de Falero (quién, por delegación de Casandro, pretendía imponer en Grecia la forma de gobierno que Aristóteles había descrito en su Política).

         En ese laberinto de nuevas experiencias políticas, ambiciones, crímenes y represalias, nos sorprende encontrar a esa especie de déspota ilustrado cual fue Demetrio de Falero. Fueron 10 pacíficos años de política y cultura para Atenas, que Demetrio aprovechó para realizar un censo, redactar leyes y reformar las normas constitucionales, lo que le congració con el pueblo e hizo amigo de filósofos y artistas.

         Estos últimos correspondieron alzándole no menos de 300 estatuas (que, muy pronto, el nuevo rey de Macedonia y Grecia, Demetrio I Poliercetes, se encargaría de "convertir en urinarios", al tiempo que borraba de todos los registros el nombre del político filósofo).

*  *  *

         Demetrio de Falero hubo de refugiarse en Tebas, en donde, durante unos 8 años, tuvo oportunidad de revisar sus errores y ampliar sus conocimientos sobre la obra de su maestro Aristóteles y de otros ilustres personajes. Conocedor del ambiente que se respiraba en la nueva y pujante ciudad de Alejandría, hasta allí se llegó con la intención de ofrecer su saber hacer a Ptolomeo I.

         Ciertamente, eran el momento y el lugar oportunos. Demetrio aconsejó a Ptolomeo I adquirir y leer libros sobre la monarquía, porque "lo que los amigos no se atreven a decir a los reyes, está escrito en los libros". Y pronto le convenció de construir un "edificio dedicado a las musas" (que, por lo mismo, habría de llamarse Museo).

         Tal fue el edificio capaz de albergar copias de todos los libros del mundo, y de ser aceptado como el principal templo de la cultura en versión griega, lengua que el imperialismo macedónico había convertido en medio de entendimiento universal. Para Demetrio, ésa sería una fantástica reproducción del Liceo de Atenas, en donde había estudiado como seguidor de Aristóteles. Fue así como, el año 290 a.C, nació la Biblioteca de Alejandría, una de las 7 maravillas del mundo antiguo, llegada a su esplendor bajo el reinado de Ptolomeo II, hijo y sucesor de Ptolomeo I.

         Formaba parte dicho museo-biblioteca del Palacio Real de Alejandría, con un gran paseo bordeado de árboles y asientos hasta un pabellón que servía de salón de reuniones y refectorio. Y todo esto junto al lago Mareotis, en la ribera oeste del delta del Nilo, en aquella Alejandría que era el principal puerto del Mediterráneo y de un Egipto inmensamente rico y lleno de savia griega juvenil.

         La biblioteca, en sí ,contaba con numerosos pasillos entre diversos patios, desde donde se accedía a los gabinetes de estudio y a las estanterías de libros y documentos. Las paredes de pasillos y estancias estaban decoradas con retratos, figuras mitológicas y alegorías. Junto a la biblioteca había un zoo jardín popularmente conocido como "la jaula de las musas".

         Se cuenta que, para nutrir la biblioteca, por decreto real, los barcos que atracaban en Alejandría tenían que entregar los libros que llevaran a bordo. Esos libros se copiaban, y los originales (o las copias, en muchos casos) se devolvían a los propietarios, mientras los duplicados u originales, se incorporaban a la biblioteca. La historia nos dice: "Demetrio de Falerio, estando al cuidado de la biblioteca del rey, recibió grandes sumas de dinero para adquirir, a ser posible, todos los libros del mundo". El proyecto incluía la tarea de adquirir 500.000 volúmenes.

         Gracias al mecenazgo de los primeros Ptolomeos, Demetrio de Falero, convertido en el 1º y más ilustre bibliotecario, logró hacer de Alejandría un formidable emporio cultural, atrayendo e interesando a los más renombrados escritores, poetas, artistas y científicos del mundo civilizado de entonces. Y el museo anejo a la biblioteca, también impulsado por Demetrio, fue el centro de estudios más grande de los tiempos antiguos y el 1º instituto científico que registra la historia.

         En consecuencia, era el puesto de bibliotecario lo más apetecido entre los filósofos y estudiosos asiduos al museo-biblioteca de Alejandría. Era puesto de confianza del rey, quien intervenía directamente en su nombramiento y, por lo mismo, retiraba su favor cuando entendía no era correspondido con absoluta fidelidad. Tal fue el caso del propio Demetrio de Falero.

         Por causas desconocidas, se sabe que cayó en desgracia de Ptolomeo II, y hubo de huir (o ser desterrado) de Alejandría. Murió el año 285 a.C, picado por una serpiente en la muñeca (¿accidente o asesinato?) y fue enterrado sin honor ni agradecimiento por su evidente aportación a la cultura universal.

         Bibliotecarios históricos fueron también:

-Zenódoto de Efeso, a quien se atribuye un Glosario Homérico seguido de una adaptación (de 24 libros cada una) de la Ilíada y la Odisea;
-Apolonio de Rodas, poeta y gramático caído en desgracia por su liberalidad;
-Calímaco de Cirene, fundador de la nueva escuela poética alejandrina, autor de la Cabellera de Berenice y de los pinakes, tablas para la catalogación de autores y obras;
-Eratóstenes de Cirene, hombre de ciencia y buen conocedor de las matemáticas, astronomía, geodesia y geografía;
-Aristófanes de Bizancio y Aristarco de Samotracia, de los más célebres bibliotecarios;
-Onasandro, el último de todos ellos, y afecto a Ptolomeo IX (ca. 88 a.C).

         Gracias a la labor de todos ellos, se dice que la Biblioteca contaba con 42.800 libros (al exterior) y 490.000 en su interior.

         En sus comienzos, Ptolomeo II había comprado o recopiado toda la biblioteca de la escuela de Artistóteles, además de recopilar las obras de Esquilo, Sófocles y Eurípides, hacer traducir al griego los Anales Egipcios o conseguir la historia de Babilonia escrita en griego por Beroso. Neleo, por su parte, había logrado hacerse con los manuscritos originales de Aristóteles y Teofrasto, joyas literarias que fueron robadas por Sila y llevadas a Roma, perdiéndose no pocas de ellas en el camino.

         Fue también de singular importancia el empeño de Demetrio de Falero, el 1º bibliotecario, por incluir en la biblioteca-museo lo más significativo de todas las culturas de la época, incluida la cultura judía y su adoración de Yahveh, el Dios único. Para materializar su empeño, Demetrio convenció al rey de la conveniencia de traducir al griego los textos judíos del AT.

         Por aquellos tiempos ya vivía en Egipto una nutrida colonia judía de Alejandría, incluidos rabinos y expertos en la doctrina heredada de Moisés y los otros exegetas y profetas, lo que facilitó la 1ª y más fiel traducción de la Biblia del hebreo al griego. Se trata de la llamada Biblia de los Setenta, Biblia Alejandrina o Biblia Septuaginta.

         Una 1ª referencia a esta traducción se encuentra en la carta del erudito judío Aristeas (180-145 a.C), quien explica que el nº 70 se explica por fidelidad a la técnica exegética llamada gematría, que da valor sagrado al nº 7. Según el mismo Aristeas, fueron 72 sabios judíos (6 de cada tribu) los que, en 72 días, tradujeron los libros principales, en torno a los primeros años de la Biblioteca. Como él mismo dijo, "este trabajo había sido encargado por el ateniense desterrado llamado Demetrio de Falero, a quien patrocinaba Ptolomeo Sóter".

*  *  *

         La Biblia de los Setenta, o testimonio de ese puente entre culturas cual fue la Biblioteca de Alejandría, fue lo que constituye el Antiguo Testamento. Al respecto, es de lugar lo que el relator bíblico nos dice a través del libro I de los Macabeos, respecto a todo lo que estaba sucediendo entre los judíos de Jerusalén:

"Alejandro cayó enfermo y, comprendiendo que iba a morir, convocó a sus generales, a los nobles que se habían educado con él desde su juventud. Y antes de su muerte, repartió entre ellos su reino. Alejandro murió después de reinar doce años, y sus generales se hicieron cargo del gobierno, cada uno en su propia región. Apenas murió, todos se ciñeron la corona, y sus hijos los sucedieron durante muchos años, llenando la tierra de calamidades".

"De ellos surgió un vástago perverso, Antíoco Epífanes, hijo del rey Antíoco, que había estado en Roma como rehén y subió al trono el año ciento treinta y siete del Imperio griego. Fue entonces cuando apareció en Israel un grupo de renegados que sedujeron a muchos, diciendo: Hagamos una alianza con las naciones vecinas, porque desde que nos separamos de ellas, nos han sobrevenido muchos males. Esta propuesta fue bien recibida, y algunos del pueblo fueron en seguida a ver al rey, y este les dio autorización para seguir las costumbres de los paganos. Ellos construyeron un gimnasio en Jerusalén al estilo de los paganos, disimularon la marca de la circuncisión y, renegando de la santa alianza, se unieron a los paganos y se entregaron a toda clase de maldades".

         Cuando Antíoco IV de Siria (o Antíoco Epífanes) se sintió seguro de su poder, proyectó apoderarse también de Egipto, para gobernar sobre ambos reinos. Entonces entró en Egipto con un poderoso ejército, con carros, elefantes, caballería y una gran flota. Allí atacó a Ptolomeo, rey de Egipto. Este retrocedió ante él y huyó, dejando muchos muertos. Antíoco IV ocupó las ciudades fortificadas de Egipto y saqueó todo el país.

         Después de derrotar y someter Egipto, emprendió Antíoco IV el camino de regreso, y el año 143 a.C. subió contra Israel, llegando a Jerusalén con un poderoso ejército.

         Antíoco IV penetró arrogantemente en el Templo de Jerusalén, y se llevó el altar de oro, el candelabro con todas sus lámparas, la mesa de los panes de la ofrenda, los vasos para las libaciones, las copas, los incensarios de oro, el cortinado y las coronas, y arrancó todo el decorado de oro que recubría la fachada del templo. Tomó también la plata, el oro, los objetos de valor y todos los tesoros que encontró escondidos. Cargó con todo eso y regresó a su país, después de haber causado una gran masacre y de haberse jactado insolentemente.

         Una gran consternación se extendió por todo Israel. Gimieron los jefes y los ancianos, languidecieron las jóvenes y los jóvenes, la belleza de las mujeres se marchitó. El recién casado entonó un canto fúnebre; sentada en el lecho nupcial, la esposa estuvo de duelo. Tembló la tierra por sus habitantes, y toda la casa de Jacob se cubrió de vergüenza.

         Dos años después, Antíoco IV envió a las ciudades de Judá un recaudador de impuestos, que se presentó en Jerusalén con un poderoso ejército. Él les habló amistosamente, pero con la intención de engañarlos, y después que se ganó su confianza, atacó sorpresivamente a la ciudad y le asestó un terrible golpe, causando numerosas víctimas entre los israelitas. Luego saqueó la ciudad, la incendió, y arrasó sus casas y la muralla que la rodeaba.

         Sus hombres tomaron prisioneros a las mujeres y a los niños y se adueñaron del ganado. Después, levantaron en torno a Jerusalén una muralla alta y resistente, protegida por torres poderosas, y la convirtieron en su ciudadela.

         Allí establecieron un grupo de gente impía, sin fe y sin ley, que se fortificó en ese lugar. Lo proveyeron de armas y víveres, y depositaron allí el botín que habían reunido en el saqueo de Jerusalén. Así se convirtieron en una permanente amenaza.

         Esto llegó a ser una asechanza para el templo, una cruel y constante hostilidad para Israel. Derramaron sangre inocente alrededor del templo y profanaron el lugar santo. A causa de ellos, huyeron los habitantes de Jerusalén, y la ciudad se convirtió en una colonia de extranjeros, volviéndose extraña para los que nacieron en ella y siendo abandonada por sus propios hijos.

         El Templo de Jerusalén quedó devastado como un desierto, sus fiestas se transformaron en duelo, sus sábados en motivo de burla y su honor en desprecio. Tan grande fue su vergüenza como lo había sido su gloria, y su grandeza dio paso a la aflicción.

         Antíoco IV promulgó un decreto en todo su reino, ordenando que todos formaran un solo pueblo y renunciaran a sus propias costumbres. Todas las naciones se sometieron a la orden del rey y muchos israelitas aceptaron el culto oficial, ofrecieron sacrificios a los ídolos y profanaron el sábado.

         Además, Antíoco IV de Siria envió mensajeros a Jerusalén y a las ciudades de Judá, con la orden escrita de que adoptaran las costumbres extrañas al país. En concreto, se decretaba que, bajo pena de muerte:

-quedaban suprimidos los holocaustos, sacrificios y libaciones del templo,
-debían ser profanados los sábados y los días festivos, así como el templo y objetos sagrados,
-debían erigirse altares, recintos sagrados y templos a los ídolos,
-se imponía como obligatorio el sacrificio de cerdos y otros animales impuros,
-se prohibía la circuncisión de niños, jóvenes o ancianos,
-se prohibía la publicación, lectura o posesión de todo libro religioso judío,
-se prohibía todo tipo de ley, costumbre y práctica judía.

         En estos términos subyugó Antíoco IV a toda Israel. Además, nombró inspectores sobre todo el pueblo, y ordenó a las ciudades de Judá que ofrecieran sacrificios en cada una de ellas. Muchos judíos abandonaron su ley, se unieron a los helenos y causaron un gran daño al país, obligando a Israel a esconderse en toda clase de refugios. 

         El día 15 del mes de Quisleu, en el año 145 a.C, Antíoco IV de Siria hizo erigir sobre el altar de los holocaustos de Jerusalén la abominación de la desolación. También construyeron altares en todos las ciudades de Judá.

         En las puertas de las casas y en las plazas se quemaba incienso. Se destruían y arrojaban al fuego los libros de la ley que se encontraban, y al que se lo descubría con un libro de la Alianza en su poder, o al que observaba los preceptos de la ley, se lo condenaba a muerte en virtud del decreto real. Valiéndose de su fuerza, se ensañaban continuamente contra los israelitas sorprendidos en contravención en las diversas ciudades.

         El día 25 de cada mes, se ofrecían sacrificios en el ara que se alzaba sobre el altar de los holocaustos. A las mujeres que habían circuncidado a sus hijos se las mataba, conforme al decreto, con sus criaturas colgadas al cuello. La misma suerte corrían sus familiares y todos los que habían intervenido en la circuncisión.

         Sin embargo, "algunos israelitas se mantuvieron firmes, tuvieron el valor de no comer alimentos impuros y prefirieron la muerte antes que mancharse con esos alimentos y quebrantar la santa alianza. Y por eso murieron, y hubo una gran ira que se descargó sobre Israel" (1Mac 1, 1-62).

         Entre estos judíos fieles de Jerusalén estuvo Matatías, hijo de Juan (hijo de Simeón, sacerdote del linaje de Joarib). Matatías había huido de Jerusalén y se escondió en Modín, junto a sus 5 hijos (Juan Gadí, Simón Tasí, Judas Macabeo, Eleazar Avarán y Jonatán Afús). Al ver las impiedades que se cometían en Judá y en Jerusalén, Matatías y sus hijos rasgaron sus vestiduras, se pusieron un sayal y se lamentaron amargamente. En concreto, Matatías exclamó:

"¡Ay de mí! ¿Para esto he nacido? ¿Para ver la ruina de mi pueblo y la destrucción de la Ciudad Santa? ¿Para quedarme sentado en ella, mientras es entregada al poder del enemigo y el santuario está en manos de extranjeros? Su templo ha quedado como un hombre envilecido, los objetos que eran su gloria fueron llevados como botín, sus niños masacrados en las plazas, sus jóvenes pasados al filo de la espada enemiga. ¿Qué pueblo no ha heredado su realeza, apoderándose de sus despojos? Ella ha sido privada de todo su esplendor y de libre se ha convertido en esclava. Y ahí está nuestro santuario, nuestro honor y nuestro orgullo, convertido en un desierto y profanado por los paganos. ¿Vale la pena seguir viviendo así?".

         Entre tanto, los delegados del rey Antíoco IV de Siria, encargados de imponer la apostasía, llegaron a la ciudad de Modín, para exigir que se ofrecieran los sacrificios. Se presentaron muchos israelitas, pero Matatías y sus hijos se agruparon aparte. Entonces los enviados del rey fueron a decirle:

"Tú eres un jefe ilustre y gozas de autoridad en esta ciudad, respaldado por hijos y hermanos. Sé el primero en acercarte a ejecutar la orden del rey, como lo han hecho todas las naciones, y también los hombres de Judá y los que han quedado en Jerusalén. Así tú y tus hijos, serán contados entre los Amigos del rey y gratificados con plata, oro y numerosos regalos".

         Matatías respondió en alta voz: "Aunque todas las naciones que están bajo el dominio del rey obedezcan y abandonen el culto de sus antepasados para someterse a sus órdenes, yo, mis hijos y mis hermanos nos mantendremos fieles a la Alianza de nuestros padres. El cielo nos libre de abandonar la ley y los preceptos. Nosotros no acataremos las ordenes del rey desviándonos de nuestro culto, ni a la derecha ni a la izquierda".

         Cuando acabó de pronunciar estas palabras, un judío se adelantó a la vista de todos para ofrecer un sacrificio sobre el altar de Modín, conforme al decreto del rey.

         Al ver esto, Matatías se enardeció de celo, y dejándose llevar por una justa indignación se abalanzó y lo degolló sobre el altar. Ahí mismo mató al delegado real que obligaba a ofrecer los sacrificios y destruyó el altar. Así manifestó su celo por la ley, "como lo había hecho Pinjás con Zimrí, hijo de Salú" (1Mac 2, 1-21).

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  Act: 27/11/23        @enseñanzas de la vida            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A