El papa, Erasmo, Lutero y la libertad

Zamora, 23 mayo 2022
Antonio Fernández, licenciado en Sociología

         La corriente humanística y su consecuente sensibilización entorno a los problemas de su tiempo está formidablemente representada por Erasmo de Rotterdam, testigo y mentor de su tiempo, crítico implacable, destructor de los viejos esquemas del academicismo tradicional, paciente estudioso del fenómeno hombre y del problema libertad.

         Eran los tiempos en que Roma, con una población aproximada de 100.000 habitantes, contaba con más de 6.000 prostitutas, proporción muy superior a la de las ciudades modernas más licenciosas.

         El soberano civil de Roma era el papa, cuya corte se distinguía por un lujo y refinamiento aliñados con tópicos al uso de la época, como se ve en una de las proclamas que regalaron a Alejandro VI (el papa Borgia) el día de su coronación: "Si grande fue la Roma de los césares, ésta de los papas es mucho más. Aquellos sólo fueron emperadores, éstos son dioses".

         El soporte de los lujos, corte, ejércitos y ostentación de poder, además de tributos, rentas y aportaciones de los poderosos, se basaba en la venta de cargos, favores... y también sacramentos, levantamiento de excomuniones o concesión de indulgencias. El propio Alejandro VI hacía pagar 10.000 ducados por otorgar el capelo cardenalicio, algo parecido hizo Julio II para quien los cargos de escribiente, o maestro de ceremonias, eran sine curas que podían ser revendidos con importantes plusvalías.

         Era este último papa el que regía los destinos de la cristiandad cuando Erasmo visitó Roma. Reflejó así sus impresiones: "He visto con mis propios ojos al papa, cabalgando a la cabeza de un ejército como si fuese César o Pompeyo, olvidado de que Pedro conquistó el mundo sin armas ni ejércitos".

         Para Erasmo de Rotterdam tal estampa es la de una libertad desligada de su realidad esencial y comunitaria; es el apéndice de una autoridad que vuela tras sus caprichos, es una libertad hija de la locura. De esa locura que, según Erasmo (Elogio de la Locura), es hija de Plutón, dios de la Indolencia y del placer, se ha hecho reina del mundo y, desde su pedestal, desprecia y escupe a cuantos le rinden culto, incluidos los teólogos de la época:

"Debería evitar a los teólogos, dice la locura, que forman una casta orgullosa y susceptible. Tratarán de aplastarme bajo seiscientos dogmas; me llamarán hereje y sacarán de los arsenales los rayos que guardan para sus peores enemigos. Sin embargo, están a mi merced; son siervos de la locura, aunque renieguen de ella".

         Y es que las libertades de los hombres empezaban a seguir caminos demenciales, el evangelio a ser tomado como letra sin sentido práctico, las vidas humanas a transcurrir como frutos insípidos, y la muerte (ineludible maestro de ceremonias de la zarabanda histórica) a imprimir la pincelada más elocuente en un panorama aparentemente saturado de inutilidad.

         Erasmo y otros muchos fieles de la época se rebelan contra esa torpe asimilación de la libertad. Por la libertad sensata (ésa misma a la que nosotros calificamos de responsabilizante), dicen, cobra sentido la racionalidad del hombre.

         Los más privilegiados de los ciudadanos de entonces viven los excesos anejos a la ruptura de viejos corsés mientras que, con evidente falta de oportunidad histórica, pierden el sentido de la proporción. Por eso no resulta tan fecunda como debiera la fe en la capacidad creadora del hombre libre, cuyos límites de acción han de ceñirse a la frontera que marca el derecho a la libertad del otro.

         Pero sucede que la nueva fe en el hombre no sigue los cauces que marca su genuina naturaleza, la naturaleza de un ser llamado a colaborar en la obra de la Redención, amorización de la Tierra desde un profundo y continuo respeto a la Realidad.

         Una de las expresiones de ese desajuste que, por el momento, no afecta gran cosa al pueblo sencillo pero al que los promotores de la "nueva cultura" intentan mentalizar profesionalmente, tiene como protagonista a esa loca libertad que, de hecho, parece haber sido asumida como la única meta posible de los movimientos sociales en boga.

         Pero ¿de dónde nace la libertad?, preguntan los interesados en comprender los dictados de la realidad. La ya pujante ideología burguesa querrá hacer ver que la libertad es una consecuencia del poder, el cual, a su vez, es el más firme aliado de la fortuna. Pero la fortuna no sería tal si se prodigase indiscriminadamente ni tampoco si estuviera indefensa ante las apetencias de la mayoría; por ello ha de aliarse con la ley, cuya función principal es la de servir al orden establecido.

         En la nueva sociedad la libertad gozará de una clara expresión jurídica en el reconocimiento del derecho de propiedad privativo en las sociedades precristianas, el clásico "jus utendi, fruendi et abutendi".

         Más que derecho, será un monopolio que imprimirá pragmatismo a toda la vida social de una época que, por caminos de utilitarismo, brillante erudición, sofismas y aspiraciones al éxito incondicionado, juega a encontrarse a sí misma. El pragmatismo resultante será cínico y egocéntrico, y con fuerza suficiente para, en la consecución de sus fines, empeñar los más nobles ideales, incluido el de la libertad de todos y para todos.

         El torbellino de ideas y atropellantes razonamientos siembra el desconcierto en no pocos espíritus inquietos de la época, alguno de los cuales decide desligarse del sistema y, con mayor o menor sinceridad, ofrecer nuevos caminos de realización personal.

         Uno de esos espíritus inquietos fue Lutero, fraile agustino que se creía (o decía creerse) elegido por Dios para descubrir a los hombres el verdadero sentido del cristianismo, según él, "víctima de las divagaciones de sofistas y papas".

         Para Lutero, la libertad es un bien negado a los hombres. Y como patrimonio exclusivo de un Dios que se parece muchisímo a un poderosísimo terrateniente, la libertad es el instrumento de que se ha valido Dios para imponer a los hombres su ley, ley que no será buena en sí misma, sino por que Dios lo quiere. Así has de "creer y no razonar", porque "la fe es la señal por la que conoces que Dios te ha predestinado y, hagas lo que hagas, solamente te salvará la voluntad de Dios, cuya muestra favorable la encuentras en tu fe".

         Y con referencia expresa a la libertad incondicionada de Dios y a la radical inoperancia trascendente de la voluntad humana, Lutero establece las líneas maestras de su propia teología: no es válida la conjunción de Dios y el mundo, Escrituras y tradición, Cristo e Iglesia, fe y obras, libertad y gracia, razón y religión. Se ha de aceptar, proclama Lutero, una definitiva disyunción entre Dios y el mundo, Cristo y sus representantes históricos, fe y acción evangelizadora sobre las cosas, gracia divina y libertad humana, fidelidad a la doctrina y análisis racional. Es así como la trayectoria humana no tendría valor positivo alguno para la obra de la redención o para la presencia de Cristo en la historia.

         Desde los nuevos horizontes de libertad responsabilizante y humanista, Erasmo de Rotterdam hizo ver una enorme laguna en la predicamenta de Lutero: en la encendida retórica sobre vicios y abusos del Clero, la apasionada polémica sobre bulas e indulgencias... estaba la preocupación de servir a los afanes de ciertos príncipes alemanes en conflicto con sus colonos: las histórica fe de los príncipes era suficiente justificación de sus privilegios; no cabía imputarles ninguna responsabilidad sobre sus posibles abusos y desmanes puesto que sería exclusivo de Dios la responsabilidad de lo bueno y de lo malo en la historia.

         En consecuencia, en el meollo de la doctrina de Lutero se reniega de una "libertad capaz de transformar las cosas que miran a la vida eterna". Así lo hace ver Erasmo en su De libero Arbitrio, escrito en 1526 por recomendación del papa Clemente VII. Una obra que pone a la libertad como tema central de la conciencia, y la piedra de toque de la más sustancial diferencia entre lo que propugna Lutero y la doctrina católica.

         Lutero acusa el golpe y responde a Erasmo con su clásico De servo Arbitrio (lit. Sobre la libertad Esclava): "Tú no me atacas con cuestiones como el papado, el purgatorio, las indulgencias o cosas semejantes, bagatelas sobre las cuales, hasta hoy, todos me han perseguido en vano. Tú has descubierto el eje central de mi sistema y con él me has aprisionado la yugular".

         Y para defenderse, puesto que ya cuenta con el apoyo de poderosos príncipes que ven en la Reforma la convalidación de sus intereses, Lutero insiste sobre la crasa irresponsabilidad del hombre sobre las injusticias del entorno: "La libertad humana, dice, es de tal cariz que incluso cuando intenta obrar el bien solamente obra el mal", "la libre voluntad, más que un concepto vacío, es impía, injusta y digna de la ira de Dios". Tal es así que "nadie tiene poder para mejorar su vida", y tanto que "los elegidos obran el bien solamente por la gracia de Dios y de su Espíritu mientras que los no elegidos perecerán irremisiblemente", hagan lo que hagan.

         ¿Es esto miedo a la responsabilidad moral, ese encendido odio de Lutero hacia la idea de libre voluntad? Porque Lutero apela a la fe (una fe sin obras) en auto-convencimiento de que Dios no imputa a los hombres su egocentrismo, rebeldía e insolidaridad; por lo mismo, tampoco premia el bien que puedan realizar: elige o rechaza al margen de las respectivas historias humanas.

         Según ello, Jesucristo no habría vivido ni muerto por todos los hombres, si no, solamente, por los elegidos los cuales, aun practicando el mal, serán salvos si perseveran en su fe. Para el iletrado del pueblo esa fe habrá de ser la de su gobernante (tal expresaba el dicho "cuius regio, eius religio").

         La Iglesia, ocupada en banalidades y cuestiones de forma, tardó en reaccionar y en presentar una réplica bastante más universal que la crítica de Erasmo, seguida entonces por el reducido círculo de los intelectuales (nuestro Luis Vives, entre ellos).

         Tal réplica llegó con el Concilio de Trento y la llamada Contrarreforma, cuyo principal adalid fue San Ignacio de Loyola con su Compañía de Jesús. Y la doctrina se revitalizó con la propagación publicitaria de lo que era una incuestionable aportación de la historia: "Jesucristo vivió y murió por todos los hombres, los cuales, libremente, están invitados a responder a esa grandiosa invitación al amor, cual es la redención".

         Se ensanchan los horizontes de la libertad, que ya no es loca ni está esclavizada a la fatalidad. Va proyectada a la acción del hombre, único ser de la creación capaz de amar y, como tal, capaz de corresponder al amor del Eterno enamorado. Aceptando en Dios un amor que, aun siendo absoluto o, precisamente, por serlo, se complace en ser correspondido, nos dejamos guiar por la progresista lógica de cuantos, en libertad, han comprometido su vida en hazañas de amor creador.

         Es así cómo, para cada persona, la libertad más fecunda es un ejercicio de la razón desde sus personales virtualidades y hacia el mejor servicio al Otro: es ésa una libertad responsable. Esto de la libertad responsable es un don divino al que no podemos renunciar, pese al palmario y descarado interés de muchos de los poderosos de este mundo, que quisieran neutralizar o amaestrar nuestra capacidad de acción.

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  Act: 23/05/22        @enseñanzas de la vida            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A