Surge el pensamiento filosófico, en Grecia

Zamora, 20 noviembre 2023
Antonio Fernández, licenciado en Sociología

         Las primeras teorías de los filósofos presocráticos (Anaximandro, Anaxímedes, Thales de Mileto...) sobre el origen del universo surgieron en el s. VII a.C. No obstante, la reflexión ética y política propiamente dichas aparecieron en el mundo griego un siglo después, de la mano de los filósofos clásicos. Y un siglo después, el s. V a.C. y de la mano de los filósofos sofistas, empezaron a aparecer los primeros escepticismos en ese propio sistema de pensamiento creado por los propios griegos, en torno a la idea de concebir sistemas morales absolutos.

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         Acostumbrados a viajar por el Mediterráneo, los sofistas habían aprendido que no sólo la religión, sino también las costumbres, varíaban considerablemente de unos pueblos a otros. Es decir, habían descubierto no sólo la relatividad de toda fe religiosa popular, sino también de todo código moral.

         Al mismo tiempo, habían experimentado el paso de un sistema social en el que toda la moral se consideraba como un mandamiento divino (con ventaja para los mejor situados) a una democracia en la que las leyes se aceptaban por acuerdo de la mayoría (es decir, de manera convencional, discutible y siempre susceptible de cambios).

         Algunos de los sofistas también se dieron cuenta que, si eliminaban el fundamento religioso, no quedaba en pie ley humana alguna con carácter absolutamente válido para todos los seres humanos, independientemente de las convenciones o acuerdos aceptados en cada grupo social. Y a falta de una religión con la suficiente capacidad para moldear las conciencias, a tales pensadores no les resultó difícil caer en el relativismo moral y en el escepticismo. 

         Entre ellos, el sofista Protágoras enseñó que el juicio humano es subjetivo, y que la percepción de cada uno sólo es válida para uno mismo (es decir, que hay tantas verdades como personas). Y lo mismo puede decirse de la moral, de la que se puede decir que cada pueblo, e incluso cada individuo, tiene su propia moral, válida únicamente para sí mismo.

         Gorgias llegó incluso al extremo de afirmar que nada existe, pues si algo existiera los seres humanos no podrían conocerlo, y si llegaban a conocerlo no podrían comunicar ese conocimiento. Otros sofistas, sin embargo, se lanzaron a la tarea de intentar fundamentar la moral en otras instancias distintas de la religión, e incluso más sólidas que ésta (por ejemplo, en la naturaleza humana).

         Desde tales perspectivas ideológicas no es de extrañar que brillaran por su ausencia actitudes y leyes que limitasen los privilegios de los poderosos, a la par que protegieran a los débiles de los consiguientes abusos, dándose el caso de una tal Trasímaco.

         Trasímaco fue el maestro de los futuros políticos sin escrúpulos, que fueron convirtiendo la democracia (o gobierno del pueblo) en oclocracia (o gobierno de los peores), algunos de ellos atribuyándose a sí mismos la supuesta omnipotencia de los dioses (a los que, para conquistar la voluntad de los más simples, concedían la misma naturaleza que a los humanos). Fue el caso de Empédocles.

         Dicho antropomorfismo de los dioses fue totalmente superado, y sustituido por el más puro mecanicismo (o materialismo), por Demócrito. Para éste, ya no hay dioses ni ninguna clase de representaciones tomadas de la vida humana, sino que los principios de todas las cosas están ya en los átomos, esos corpúsculos minúsculos, últimos e indivisibles (a-tomos), todos de la misma cualidad y todos diferentes en su magnitud y en su forma.

         Como conceptos accesorios sólo utiliza Demócrito el espacio vacío y el movimiento eterno. Según él, estos átomos caen desde la eternidad en el espacio vacío, y todo lo que existe se compone de ellos. Por tanto, para nuestra percepción sensible, las cosas son ciertamente diferentes en figura, forma, color... pero en sí mismas se componen únicamente de átomos, pues las cosas no son más que esto.

         Para Demócrito, pues, la naturaleza no es otra cosa que "átomos disparados en el espacio vacío". No la rige ningún Dios, ni existe providencia, ni hay sentido ni finalidad (ni tampoco de azar), sino que todo sucede "por sí mismo" (automáticamente), por razón de las leyes que son inherentes al quantum de la materia. En el conocimiento de estas leyes estriba, pues, la posibilidad de calcular de antemano el acontecer natural.

         No faltaron ocasiones en las que esa demagógica oclocracia, de índole radicalmente materialista, estuvo representada por una oligarquía de hombres de negocios ávidos de poder y riquezas empeñados en someter su dominio esclavista e imperialista sobre todas las ciudades griegas.

         Fue precisamente esta avidez lo que condujo a Atenas a la guerra con Esparta y, finalmente, al desastre, pues acabó con la pérdida de sus libertades y con el absoluto sometimiento a los invasores extranjeros (primero, de la propia Esparta y su gobierno de los 30 tiranos, después del Imperio Macedonio de Alejandro Magno, más tarde de la Roma imperial).

         En efecto, después de las guerras del Peloponeso, ni Atenas ni la propia Grecia volvieron a ser las mismas: después de una breve restauración de la democracia (golpe de estado de Trasíbulo contra el gobierno de los 30 tiranos) Atenas queda tan debilitada que es conquistada fácilmente por los macedonios.

         Lo mismo ocurrió con todas las demás polis: en adelante Grecia será sólo una colonia de recreo para los futuros imperios invasores, un mero recuerdo de una época de inusitada libertad que, sin embargo, incluso hoy día sigue ofreciéndose como un modelo a imitar para los hombres de Europa Occidental.

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         No obstante, no todo el mundo griego estaba ciego, y muchos atenienses se daban perfecta cuenta de lo que estaba ocurriendo, e intentaron poner remedio a las barbaries de los sofistas. Fue el caso de Sócrates y sus discípulos. Consciente del desastre que acarreaban semejantes ideas sobre la moral, el gran Sócrates se opuso radicalmente a los sofistas, y a partir de ello comenzó a elaborar su propio programa filosófico.

         La posición filosófica de Sócrates, representada en los diálogos de su discípulo Platón, puede resumirse de la siguiente manera: la virtud está en la razón, la sabiduría y el conocimiento, y no en la fuerza ni en la satisfacción de los instintos más primarios. Es decir, la gente será virtuosa si se comporta racionalmente, pensando antes de actuar y actuando según su conocimiento, no según sus impulsos egoístas. Es decir, será buena si sabe y conoce lo que es la virtud.

         El vicio, por tanto, sólo puede ser fruto de la ignorancia, y sólo la educación (como aquello que enseña la virtud) puede conseguir que la gente sea y actúe conforme a la moral.

         Efectivamente, contra el estado inmoral de ánimo que prendió en los sofistas, el 1º en levantarse en su contra fue Sócrates, oponiendo a la concepción sofista del hombre un análisis de la naturaleza humana totalmente diferente, en el cual lo esencial no son los instintos sino la razón, único factor que puede diferenciarnos claramente de los animales.

         Dicho de otro modo: Si los sofistas borraron toda distinción entre el hombre, el niño y el animal, Sócrates va a tomar como modelo de su análisis al hombre adulto, único capaz de guiarse por decisiones inteligentes y sensatas. Lo más propio del hombre es, por tanto, la razón, y por ello Sócrates propone una teoría moral (o concepto de virtud) basada en la inteligencia como ley natural del hombre.

         A esta teoría se le ha denominado en filosofía "intelectualismo ético", y básicamente consiste en identificar la virtud con el saber. Para Sócrates, lo bueno, justo y virtuoso no será lo más bueno, ni lo más justo ni lo más virtuoso, sino comprender racionalmente en qué consiste lo bueno, justo o virtuoso, guiándose en cada momento por ese saber (esto es, por su inteligencia).Por el contrario, la ignorancia será lo que lleve a actuar mal, y no por mala voluntad (pues creerá estar haciendo un bien, cuando en realidad hace el mal) sino por falta de inteligencia y raciocinio.

         Esta conclusión puede parecer extraña a quienes hemos sido educados en la convicción típicamente cristiana, según la cual la voluntad humana es totalmente libre para elegir entre el bien y el mal. Para el cristianismo, si alguien actúa mal no lo hace tanto por ignorancia (del bien) como por mala voluntad, de modo que es teóricamente posible hacer el mal a sabiendas de que está mal.

         Sin embargo, la mentalidad griega era totalmente ajena a esta idea de libertad. Los griegos eran deterministas, y estaban convencidos de que el comportamiento humano siempre está determinado por fuerzas superiores a la propia voluntad, como el destino (Homero), la voluntad de los dioses (poética), los instintos (sofística) o la propia razón (Sócrates).

         Para Sócrates, el conocimiento de la definición objetiva y universal del bien (la idea del bien común) es tan coactivo (es decir, tiene tanta fuerza) que, una vez conocido, es imposible no ejecutarlo en la práctica. Por tanto, el problema del mal es una mera cuestión de educación, pues si los hombres estuvieran mejor educados, y desarrollaran mejor su inteligencia, se acabarían todos los problemas sociales. Bastaría con enseñarles la definición del bien, o al menos, con enseñarles a buscarla.

         Como se sabe, Sócrates no llegó nunca a proponer ninguna definición universal y objetiva del bien, si bien animó a sus dicípulos a buscarla. Y si es verdad que él creía que tal definición era posible (superando así el relativismo moral de los sofistas), lo cierto es que su enseñanza se limitó a exhortar continuamente a los jóvenes de su círculo a que la buscasen, y a que no se contentasen con meras opiniones particulares sobre los conceptos morales.

         Consciente como era Sócrates de los profundos males que aquejaban a la sociedad helénica, el sabio ateniense prefirió no intervenir directamente en la política, sino hacerlo de forma indirecta a través de sus discípulos y mediante el diálogo directo con los atenienses. De ahí que se abstuviera a la hora de elaborar teorías dogmáticas sobre el bien y la sociedad.

         Así, en lugar de dedicarse a comunicar los contenidos intelectuales, Sócrates prefirió dedicarse a mejorar y preparar a los atenienses, no dejando de apelar a lo más íntimo de sus conciencias. De este forma, el cultivo social de la virtud no surgiría pasivamente en los individuos, sino que lo haría tras reflexivos exámenes de conciencia por cada uno de ellos. Es decir, no por imposición externa sino por convicción interior.

         A pesar de la neutralidad política exterior de Sócrates, los peleones sofistas (sus enemigos públicos) y los acomodaticios oligarcas (o élite política ateniense) vieron cuestionados sus valores y costumbres, y por ello decidieron quitar al sabio helénico del medio.

         Para ello, ningún medio les pareció más eficaz, con vistas a desarraigar el movimiento generado en sus discípulos, que promover una clamorosa acción judicial contra él, con la falsa acusación de alentar la traición contra el estado. Como se sabe, el proceso judicial culminó con su condena a muerte, y con el suicido del propio Sócrates para no dar una victoria moral a los enemigos.

         Pero la acción judicial pudo más que la acción heróica de Sócrates, y acabó cumpliendo sus objetivos. Una vez muerto Sócrates, sus discípulos se dispersaron. Por lo que toca a Platón, aunque la muerte de su maestro dejó en él una profunda huella, la amarga experiencia vivida le hizo desistir (a él, un aristócrata de clase) de dedicarse a la política práctica, para en su lugar postular un nuevo ámbito utópico donde pudiera realizarse la justicia (en la que el filósofo no fuese un ser extraño y marginal, ni corriera riesgo de ser condenado a muerte).

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         Convencido de la existencia de una definición objetiva del bien, el divino Platón construyó toda una metafísica para demostrarlo, distinguiendo entre un mundo espiritual de ideas perfectas (eternas e inmutables) y un mundo material de cosas imperfectas y corruptibles (que nacen, cambian y mueren), hecho a imitación de aquel.

         Según ello, el bien no es un mero concepto mental subjetivo y opinable, sino una idea tan objetiva como las ideas matemáticas, y tan real (o más real, incluso) que las cosas mismas, pues es la finalidad de todo el universo y se identifica con lo divino.

         Para Platón, el mal no existe en sí mismo, sino como reflejo o imitación imperfecta de lo más real de todo, que es la Idea de Bien, mientras que el mal reside en la imperfección de la materia y, por extensión, en todo el mundo material.

         El mundo material, aunque es una proyección del mundo espiritual de las ideas perfectas (y por tanto, las imita, y tiende a ser como ellas), lleva en sí el principio de la imperfección, la corrupción y la degeneración, y por eso no puede ser completamente bueno, por mucho que lo intente.

         En sus Diálogos, Platón mantiene, de un modo muy similar al de su maestro Sócrates, que la virtud humana descansa en la razón, el conocimiento y la sabiduría. Pero entiende por tal la aptitud de una persona para comprender el mundo espiritual de las ideas abstractas, y más concretamente el papel preeminente que representa en él la Idea de Bien, como finalidad de todo el universo.

         En ese sentido, se puede decir que Platón es un digno heredero de la posición intelectualista de Sócrates, dado que considera a la razón como la más alta virtud. Pero se diferencia de su maestro en la gran cantidad de elementos religiosos que incorpora a su doctrina. Por ejemplo, cree que el alma racional es inmortal y muy superior por naturaleza al cuerpo material (al que tiende a someter, reprimiendo sus malas inclinaciones).

         Por otra parte, Platón estaba convencido de que sólo los sabios podían ejercer el poder político de un modo justo y beneficioso para el conjunto de la comunidad, y no en provecho propio.

         Aunque esta idea (que Platón expone con profusión de detalles en su diálogo más famoso, la República) constituye un aplicación coherente de las doctrinas socráticas a la teoría política, va mucho más lejos de lo que Sócrates mismo hubiese admitido. De hecho, las teorías políticas de Platón constituyen una especie de "despotismo ilustrado", una aristocracia de la inteligencia que desprecia toda forma de democracia y que pretende imponer una férrea tiranía sobre todos aquellos miembros de la sociedad que no son lo suficientemente inteligentes, como para dejarse convencer con argumentos.

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         Según nos apunta Hirschberger, al tratar Aristóteles de escudriñar lo verdadero y el ser, también se interesó por el bien, "ese envidiable valor del que hablan los hombres cuando se alaban o se censuran, cuando imparten estima o desprecio", generando con ello una teoría de las buenas costumbres o moralidad.

         No obstante, Aristóteles no desarrolla su Teoría de la Virtud a partir del intelecto humano, sino de la propia experiencia, como "amigos de la verdad" (recuérdese aquello de "soy amigo de Platón, pero más amigo de la verdad").

         Por su parte, Abbagnano nos hace ver que la ética de Aristóteles se propone determinar el fin y las condiciones de la actividad humana. En efecto, toda actividad está dirigida hacia la consecución de un fin que aparece como bueno y deseable. Y en ese sentido, el fin y el bien coinciden. Pero ciertos fines se desean en vista de otros (como la riqueza y la salud, que se desean por los placeres que pueden procurar). E incluso debe existir un bien que se desee por sí mismo, y no como un medio para alcanzar otro fin ulterior: el Bien Supremo.

         Según Aristóteles, para el sumo bien para el hombre es la felicidad, y por eso es necesario saber en qué consiste la felicidad. Para el músico, la felicidad consistirá en componer su partitura con armonía, y para el constructor haber edificado su edificio con perfección. Por tanto, el hombre será feliz cuando realice bien su tarea propiamente humana.

         ¿Y en qué consiste esa tarea? Obviamente, en el ejercicio de la razón, que es lo que distingue al hombre de los animales. Pero el ejercicio de la razón es la virtud. Por tanto, la felicidad consiste en la virtud. Y si esto es así, a la virtud se le ha de unir necesariamente el placer, como habitual acompañante en el ejercicio normal de toda actividad.

         De las 3 partes del alma humana, sólo 2 son para Aristóteles susceptibles de ejercitar la razón: la parte intelectiva (que es la razón misma) y la parte apetitiva (que, a pesar de hallarse desprovista de razón, puede ser dominada y dirigida por la razón). Por el contrario, el alma vegetativa no puede participar en la razón.

         Existen, pues, 2 virtudes fundamentales:

-la virtud intelectiva, o dianoética, que es la actividad propia del alma intelectiva;
-la virtud moral, o ética, que es el dominio del alma intelectiva sobre los apetitos sensibles.

         La virtud moral (o ética) consiste en la capacidad de escoger el justo medio entre dos extremos viciosos, de los cuales uno peca por exceso y el otro por defecto.

         La valentía, que es el justo medio entre la cobardía y la temeridad, nos refiere a lo que se debe y a lo que no se debe temer. La templanza, que es el justo medio entre la destemplanza y la insensibilidad, nos refiere al uso moderado de los placeres. La liberalidad, que es el justo medio entre la avaricia y la disipación, nos refiere al empleo prudente de las riquezas. La magnanimidad, que es el justo medio entre la vanidad y la humildad, se refiere a la recta opinión de sí mismo. La mansedumbre, que es el justo medio entre la irascibilidad y la indolencia, se refiere a la ira. Y así sucesivamente.

         Pero la virtud ética fundamental es la justicia, que se puede entender ante todo como la plena conformidad a las leyes, si bien en tal caso deja de ser una virtud particular para convertirse en la virtud total y perfecta, porque perfecto es el hombre que se conforma en todo y por todo a las leyes.

         Pero la justicia puede entenderse también como una virtud particular, y entonces habría que hablar de justicia distributiva o justicia conmutativa.

         La justicia distributiva es la que preside la distribución de los honores, el dinero y todos los demás bienes que es necesario dar a cada cual de acuerdo con sus méritos. ¿Y cómo lo hace? A través de una exacta proporción, pues las recompensas distribuidas entre dos personas deben ser entre sí como los respectivos méritos.

         La justicia conmutativa preside, por el contrario, los contratos, los cuales pueden ser voluntarios (compra, venta, locación...) o involuntarios (fraude, robo, envenenamiento...). ¿Y cómo lo hace? Tendiendo a compensar las ventajas y las desventajas entre los dos contratantes. Es decir, restituyendo la pura y simple igualdad.

         Sobre la justicia se funda el derecho, que puede ser privado o público. Este último rige la vida asociada, y se distingue en derecho positivo (que es el sancionado por las leyes) y derecho natural (que es idéntico en todos los hombres). La equidad es una corrección de la ley mediante el derecho natural, y sirve para evitar las injusticias que a veces se derivan de la aplicación mecánica de la ley.

         La virtud intelectiva (o dianoética) es la que consiste en el ejercicio de las facultades intelectivas, y comprende la ciencia, el arte, la cordura, la inteligencia y la sabiduría.

         La ciencia es la capacidad demostrativa (apodíctica) que tiene por objeto lo necesario y lo eterno. El arte es la capacidad productora de objetos. La cordura es la capacidad de actuar convenientemente en relación con los bienes humanos. La sabiduría es la virtud dianoética más alta, y comprende al mismo tiempo la ciencia y la inteligencia (es decir, la facultad de demostrar y la facultad de intuir los principios de la demostración), ocupándose de las cosas más elevadas y divinas (a diferencia de la cordura, que se ocupa de las cuestiones humanas).

         Conexiones con la virtud tiene la amistad, de la que Aristóteles se ocupa extensamente en la Ética a Nicómaco, y que el estagirita entiende como la totalidad de las relaciones de solidaridad y afecto entre los hombres. No obstante, la verdadera amistad no se funda en la utilidad ni en el placer recíproco, sino en el bien y la virtud de la otra parte; y como tal, es estable y eterna.

         La más alta encarnación de la vida moral, y de la vida humana en general, es para Aristóteles el sabio. Y la más alta forma de vida para el hombre es la vida teorética (es decir, la vida dedicada a la investigación científica). El sabio se basta a sí mismo porque su fin está en él mismo, en la actividad de su razón. Por tanto, también la vida del sabio está hecha de serenidad y paz, no afanándose en perseguir fines que no puede alcanzar.

         De esta forma, Aristóteles hace propia, y defiende, la actitud ética adoptada anteriormente por Sócrates y Platón. La más alta vida para el hombre es la que se dedica a la investigación, pues sólo en ella alcanza el hombre su fin supremo (su felicidad).

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         Estrechamente conectada con la ética está para Aristóteles la política, o ciencia de la vida social del hombre. En efecto, el hombre es esencialmente un "animal político" (es decir, un animal que vive en sociedad con sus semejantes), y fuera de esta sociedad no puede alcanzar la virtud. Por esa razón el estado, que regula la vida social, no sólo tiene la obligación de velar por el bienestar material de los ciudadanos, sino también por su educación moral (para conducirlos a la virtud).

         A diferencia de Platón, Aristóteles no se tomó el trabajo de delinear un modelo de estado ideal, desprovisto de fundamento en la realidad histórica. Sino que lo que hay que tener presente, apostilla Aristóteles, es "un gobierno que no sólo sea perfecto, sino también factible, y que pueda adaptarse fácilmente a todos los pueblos". Para ello, estudia las formas de gobierno históricamente existentes, con el objeto de determinar cuál es la mejor.

         Distingue así 3 tipos fundamentales de gobierno: la monarquía (o gobierno de un hombre solo), la aristocracia (o gobierno de los mejores) y la democracia (o gobierno de la multitud). Esta última se llama politeia, o gobierno por antonomasia cuando la multitud gobierna en provecho de todos.

         A estos 3 tipos corresponden otras tantas degeneraciones: la tiranía (que tiene como fin la ventaja del monarca), la oligarquía (que tiene como fin la ventaja de los pudientes) y la democracia (que persigue la ventaja de los pobres).

         El mejor gobierno es aquel en que prevalece la clase media. Es decir, el formado por ciudadanos dotados de una modesta fortuna. De esta forma, dicho gobierno evitaría los excesos producidos cuando el poder recae en manos de quienes no tienen nada o tienen demasiado.

         Al delinear la mejor forma de gobierno, Aristóteles parte del principio de que todo gobierno es bueno con tal de que se adapte a la naturaleza del hombre y a las condiciones históricas. Por tanto, no afirma la superioridad de ninguna de las 3 formas de gobierno, sino que más bien se preocupa por definir las condiciones necesarias para que cualquier tipo de gobierno alcance su forma mejor.

         La 1ª de tales condiciones es de carácter moral, y viene a decir que el estado debe tener en cuenta que la vida más alta del hombre no es la práctica sino la teorética (es decir, la vida que realiza las virtudes más elevadas, que son justamente las virtudes dianoéticas). Otras condiciones son el número de ciudadanos (que no debe ser ni demasiado grande ni demasiado exiguo) y a la situación geográfica (o territorio limitado del estado).

         Importante es también la consideración de la índole de los ciudadanos, que debe ser valerosa e inteligente, como la de los griegos (que son, según Aristóteles, los más aptos para vivir libremente y dominar a los otros pueblos). Es necesario que todas las funciones estén bien distribuidas, y que se formen las 3 clases que Platón quería para su estado ideal (a excepción de la platónica comunidad de bienes y mujeres, que Aristóteles repudia).

         Función esencial del estado es la educación de los ciudadanos, la cual será uniforme para todos y estará encauzada no sólo hacia la preparación para la guerra, sino también hacia la vida pacífica y hacia la virtud. Sin embargo, de la educación y de la vida política se excluirá a los esclavos.

         Y esto último, ¿por qué? Porque, según Aristóteles, existen hombres que son "esclavos por naturaleza". Es decir, que por inclinación natural son incapaces de actividades verdaderamente humanas y libres (actividades teoréticas), y por naturaleza no han nacido para mandar sino para obedecer.

         Dado que sólo debería ser ciudadano quien disponga de ocio (scholé), para la formación de la virtud y para la actividad política, el ideal educativo de Aristóteles es netamente liberal, y no sólo condena todas las artes mecánicas (como indignas del hombre libre, y susceptibles de generar una sensibilidad tosca y vulgar), sino que propugna que las mismas ciencias teoréticas se estudien sin finalidades profesionales.

         El estudio debe ser desinteresado, apunta el estagirita, y por eso también el arte (junto a la música y el dibujo) debe practicarse en la medida en que no rebase el punto necesario para afinar el gusto.

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         En su Política y en su Ética a Nicómaco imparte Aristóteles toda una serie de consejos específicos, de índole higiénica y pedagógica, para las diversas edades del crecimiento, encaminados a la adquisición del buen sentido desde la más temprana edad.

         Pero la enorme influencia de Aristóteles sobre la educación no se debe tanto a sus consejos cuanto al conjunto de su doctrina. Su naturalismo, que atribuye una importancia particular a cada fase del desarrollo, exige una didáctica gradual ligada a los sentidos y a la imaginación, así como una educación moral basada en los hábitos y en el dominio de sí mismo (el cual habrá que conquistar a través del ejercicio).

         Por otra parte, su finalismo, y la supuesta superioridad de lo teorético sobre lo práctico, tiende a hacer prevalecer la educación intelectual sobre cualesquiera otras, y a desarrollar aquélla sin conceder mucha autonomía al educando. Y esto ¿por qué? Porque al educando no se le pide que busque por cuenta propia nuevas sendas de conocimiento, sino que aprenda bien el contenido del conocimiento.

         El conocimiento es el que es, concluye Aristóteles. Y lo que cabe al hombre es la captación de las formas preconstituidas de la naturaleza. Estas formas son siempre susceptibles de nuevos puntos de observación, pero no de cambios radicales, sobre todo en las partes en que está ya realizada. ¿Y por qué? Porque realizar algo bueno es más bien algo propio del universal intelecto activo, y no del hombre históricamente determinado.

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  Act: 20/11/23        @enseñanzas de la vida            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A