El principio y fin de todas las cosas

Zamora, 9 octubre 2023
Antonio Fernández, licenciado en Sociología

         Nada puede moverse sin que haya un motor que lo mueva. No es posible efecto alguno sin causa que lo produzca. Todo ser caduco o contingente requiere la previa existencia de otro ser necesario que haga posible la aparición de lo contingente. Todo ser imperfecto implica la existencia de algo más perfecto que haya hecho posible su ser personalizado. Todo ser dirigido hacia un fin hace imprescindible la existencia de un director de todas las cosas.

         Llamemos o no llamenos Dios a ese "primer motor" de Aristóteles, o a esa "causa primera", o a ese "ser necesario", o a esa "perfección superior", o a esa "mayor autoridad" sobre todo cuanto existe... a lo que sí estamos obligados es a reconocer la simplicísima obviedad de que ese algo (o Alguien) no puede ser confundido con la nada ni con la materia inerte, y de que nada existiría sin la presencia y acción de ese algo o Alguien (una persona) como principio y fin de todas las cosas.

         ¿Y quién es ese algo o Alguien? Es el Zeus de los griegos, el Júpiter de los latinos, el Brahma de los hindúes, el Ra de los egipcios, el Ashur de los asirios, el Odín de los vikingos, el Izanagi del sintoísmo, el Viracocha de los incas, el Ahura Mazda del zoroastrismo, el Kitche Manitou o Gran Esritu de cheyenes, sioux y otra tribus indias... o el que se reveló como Dios de Abraham, Isaac y Jacob, el mismo al que los judíos llaman Yahveh, los musulmanes Allah y los cristianos Dios.

         En todo caso, se trata de una verdad que, tal como decía San Agustín, "no puedes llamar ni tuya ni mía ni de nadie, puesto que está presente en todos y se da a sí misma a todos por igual". Una verdad que, según decía Brugger, "fue, es y será la causa primera y última de todo, dado que existe en virtud de la absoluta necesidad de su propia esencia".

         Por extraño que parezca, no todos los teorizantes del qué y del cómo de los fenómenos y cosas aceptan un principio superior y anterior (o coetáneo) a esos mismos fenómenos y cosas. Y es que esos tales huyen del razonar sobre tal o cual supuesto, e incluso afirman categóricamente que son las mismas cosas las que, por ciertas virtualidades propias, han ido transformándose a sí mismas (algo parecido a lo del barón de Munchhausen, que logró salir de una ciénaga tirándose a sí mismo de la coleta).

         Es ésta también la base argumental de los que defienden la autosuficiencia de las entidades materiales, al afirmar que los átomos, como mínimas porciones de sí mismas, llegan a ser otras cosas distintas de lo que son al dictado de una conciencia colectiva y material de la especie. Es así como, según éstos, se daría explicación a todas las cosas del universo, incluidos los raudales del amor y libertad de los seres humanos.

         Miles de años atrás, la mitología egipcia simbolizaba la génesis de la vida en un "escarabajo pelotero", de una forma no muy distante a como lo hacían los atomistas Leucipo y Demócrito o el hedonista Epicuro, teorizantes del materialismo csico.

         Para éstos atomistas griegos y sus numerosos seguidores, todos los misterios del universo tenían su origen en los fenómenos de atracción y repulsn de los átomos, y su zarandeo durante siglos a través de un azar ciego y desconcertante. Según éstos, la infinitud de las complejidades materiales sería el fortuito resultado de las infinitas vueltas y dispersiones de los átomos sobre sí mismos, dando paso a la vida, al pensamiento y al tiempo, por una especie de auto-produccn que nadie sabe lo que es.

         Probablemente, para los egipcios este "escarabajo pelotero" no pasó de un símbolo interesadado, que fue idealizado por los poderes fácticos de entonces (faraones, oligarquía y casta sacerdotal) para obnubilar a las gentes y conquistar sus voluntades, como manifestación del poder religioso sobre el resto de poderes.

         Y es que la filosofía y la teología vivieron tan estrechamente unidas en Egipto, y llegaron a confundirse tanto, que hasta llegar a Ra la idea de la divinidad (como principio y fin de todo) era explicada con multitud de derivaciones hacia todo tipo de fenómenos, símbolos y animales (a los que se sacralizaba, y luego humanizaba, para acabar identificando con el más allá y el más a).

         Ése parecser el meollo de la mitología egipcia, a mitad de camino entre lo animado por una secreta fuerza con multitud de expresiones (el mundo animal, con el animal-hombre como protagonista principal) y lo impalpable (el más allá, separado por la muerte, dominado por el misterio y hasta presente en el quehacer diario).

         La mitología greco-romana, más antropomórfica que la egipcia, se formó con retazos de las mitologías de otros muchos pueblos, incluido el egipcio: los dioses de cosecha propia, inventados por los poetas, resultaron ser idealizaciones de hombres y mujeres más o menos legendarios, más o menos reconocidos por sus caprichos, abusos y debilidades. Cada uno en su estilo, estos dioses adolecían de los mismos vicios y virtudes que los humanos, pero sin que existiera entre ellos clara expresión de amor sublime. Y ni siquiera el gran Zeus o Júpiter, "padre de los dioses y de los hombres", es capaz de actos de gratuita misericordia.

         En ese ámbito, la vida religiosa oficial es una simple convencn social, puro teatro o instrumento de avasallamiento hacia los menos privilegiados, lo que, expresado en hábitos, vivencias, ritos, modas, interminables fiestas y fastos de compromiso... se traduce en agobiantes formas de alienacn para la mayoría, llámense ciudadanos libres, patricios, plebeyos o esclavos.

         Podemos deducir que, en el mundo greco-romano, las materialidades del día a día arrinconaban a las inquietudes religiosas en una especie de túnel sin otra luz que la que se deriva de los héroes y prototipos que, como efímeras luciérnagas, flotan y se desvanecen al hilo de la propaganda oficial, de los caprichos de la multitud o del ego desbordado por vicios y vanidades. No es el Olimpo ejemplo de moralidad ni de profundidad teológica, pero sí fuente de supuestos y alegorías que pueden derivar en alimento espiritual para la multitud.

         Griegos y romanos delegaban en sus filósofos el explicar lo que iba más allá de la directa percepción de los sentidos. Es entre esos filósofos entre los primeros personajes hisricos que defienden la omnipotencia y autosuficiencia de la materia.

         Uno de ellos fue Decrito de Abdera, "materialista teórico que, en el orden práctico, resulta uno de los mayores idealistas de todos los tiempos", según Hirschberger. Para este pionero del materialismo (o ideal-materialismo), el principio y fundamento de todo lo real son "los átomos indivisibles, multiformes y eternos", que "se arremolinan en el vacío hasta encajar unos con otros para formar los cuerpos" por puro azar y como si llevaran con ellos mismos la idea de lo que van a producir.

         Todo, pues (incluido el alma), será para Demócrito un "agregado de átomos" y un "puro movimiento de átomos", incluido el pensamiento. Y cualquier conocimiento, quiere hacer ver Decrito, tiene lugar al desprenderse de los objetos unas diminutas imágenes que penetran en los sentidos, se encuentran con los átomos del alma y ensamblan los respectivos conceptos o "átomos en movimiento". La diferencia entre conocimiento sensible y conocimiento espiritual sería, por tanto, una cuestión de graduación: el sería más sutil y rápido que el 1º.

         Ante esta genuina expresión de ideal-materialismo, el genial Goethe dirá: "Tienes en tu mano las partes, pero ¡ay! falta ahora el lazo del esritu". A ese respecto, ya Aristóteles había certeramente recriminado a Decrito: "Te falta por explicar el origen del movimiento". Dijo esto Aristóteles tras hacer ver la incongruencia de asociación entre cuerpos (o átomos) que caen en la misma dirección y a igual velocidad.

         Pero no sólo eso, pues para Decrito también los sentimientos podían ser reducidos a simples movimientos de átomos. En consecuencia, dichos torbellinos de átomos serían los preceptos morales, en cuyo ámbito lo bueno se confundiría con lo que produce placer. Es el principio hedonístico que tanto juego dará más tarde, a personajes como Epicuro.

         Aun siendo discípulo y de inferior talla intelectual que Decrito, Epicuro es reconocido por su gran poder convincente, en cuanto que a la objeción aristotélica sobre el origen y poder ensamblador de un movimiento unidireccional responde con su concepto de la declinación o derivación en sub-movimientos radiales proyectados a todas las posibles direcciones facilitando el choque de unos átomos con otros hasta que, por virtud del azar, cada uno de ellos llegue a encontrar a su afín o complementario. Ninguna alusión a un motor o poder espiritual que facilite el necesario impulso y necesaria orientación de los átomos.

         Son tiempos de fuerte carga mítica en las creencias o devociones de la gente por lo que Epicuro no se atreve a negar la existencia a Zeus y sus adláteres divinos: aún proclamando que el conocimiento de las leyes de la naturaleza traduce en innecesaria la intervención divina, concede a los dioses un lugar de paradisíaca jubilación disfrutando de la más profunda paz y totalmente ajenos a los fenómenos naturales y a cuanto acontece en el mundo de los humanos.

         Desde esa perspectiva, se considera autorizado a marcar pautas de conducta al resto de los seres humanos con una peculiar moral basada en el exhaustivo y ordenado disfrute de los buenos placeres, doctrina que el propio Epicuro describe así:

"Cuando decimos que el placer es el soberano bien no nos referimos al desenfreno de los más bajos instintos, tal como lo pretenden los ignorantes que combaten y desfiguran nuestro pensamiento: Lo que realmente queremos decir es que, para nosotros, el supremo bien, el placer, es en la total ausencia de sufrimiento físico, de preocupación por el más allá y de todo tipo de prejuicios de carácter social o moral".

         El romano Lucrecio Caro, que se declaró incondicional discípulo de Epicuro, dijo de él: "Fue el primer griego que se atrevió a alzar sus ojos contra una religión plena de obligaciones y amenazas contra los pobres mortales. Fábulas, rayos y represalias celestes no lograron otra cosa que azuzar su rebeldía y despertar su afán por descubrir los secretos de la naturaleza".

         Es así como triunfó Lucrecio sobre todas las dificultades el vigor de su esritu; cómo con su ciencia rompió las barreras de los ancestrales temores para adentrarse en los secretos del cosmos y luego enseñarnos "todo lo que se puede saber sobre lo que nace y muere, y todo sobre las leyes que rigen el mundo material".

         Con su libro Naturaleza de las Cosas pretende Lucrecio convertir el epicureísmo en doctrina de la totalidad en donde, desde el bien estudiado goce de los sentidos, se afirma que no existe otro principio esencial que el de la naturaleza o la materia autosuficiente por virtud de una misteriosa idealidad que, como era de esperar, no logra explicar sino es con citas de Epicuro, convertidas en dogmáticos postulados en contraposición de los viejos mitos. Su poder de convicción descansa en ese capital principio de la demagogia: lo otro es mentira luego lo nuestro es verdad.

         Pero ¿cómo sostener que la autosuficiencia de la materia es una verdad absoluta, y que está en contraposición a un Ser (Dios) que existe por sí mismo, que es omnipotente e infinito y que, llevado por un inconmensurable y esencial amor, ha creado todo lo que se mueve en la inmensidad del universo, del que formamos parte?

         Desde esa nuestra probada pequeñez, y con las consecuentes limitaciones de un entendimiento que empieza a comprender desde el testimonio de unos sentidos pegados al suelo, ¿nos atreveremos a poner en duda la existencia de un poder muy superior a lo que podemos ver o palpar? Por lo que somos y más nos conviene, ¿no es de rigor el tratar de averiguar cómo corresponder al amor de que está dando indiscutibles pruebas?

.

  Act: 09/10/23        @enseñanzas de la vida            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A