El principio y fin de todas las cosas
Zamora,
23 enero 2023 Nada puede moverse sin que haya un motor que lo mueva; no es posible efecto alguno sin causa que lo produzca; todo ser caduco o contingente requiere la previa existencia de otro ser necesario que haga posible la aparición de lo contingente en el mundo de la realidad. Todo ser imperfecto implica la existencia de alguien o algo que encarne menos imperfección hasta llegar al ser que personalice la suprema perfección; todo ser dirigido o gobernado hacia un fin hace imprescindible la existencia de un director o gobernador. Llamemos o no llamemos Dios a ese "primer motor" de Aristóteles, o a esa "causa primera", o al "Ser necesario", o a la "suprema perfección", o a la "máxima autoridad" sobre todo cuanto existe... a lo que sí estamos obligados es a reconocer la simplicísima obviedad de que ese Alguien no puede ser confundido con la nada ni con materia inerte. Llegaremos así a la menos simple constatación de que nada existiría sin la presencia y acción de Alguien (una Persona) que deberá ser aceptado como principio y fin de todas las cosas. ¿Y quién es ese Alguien? Es el Zeus de los griegos, el Júpiter de los latinos, el Brahma de los hindúes, el Ra de los egipcios, el Ashur de los asirios, el Odín de los vikingos, el Izanagi del sintoísmo, el Viracocha de los incas, el Ahura Mazda del zoroastrismo, el Kitche Manitou o Gran Espíritu de cheyenes, sioux y otra tribus indias... o el que se reveló como Dios de Abraham, Isaac y Jacob, el mismo al que los judíos llaman Yahveh, los musulmanes Allah y los cristianos Dios. En todo caso, se trata de "una verdad que, tal como decía San Agustín, no puedes llamar ni tuya ni mía ni de ningún hombre, sino que está presente a todos y se da a sí misma a todos por igual. Fue, es y será la causa primera y última de todo, dado que existe en virtud de la absoluta necesidad de su propia esencia" (como decía Brugger). Por extraño que parezca, no todos los teorizantes del qué y del cómo de los fenómenos y cosas aceptan un principio superior y anterior (o coetáneo) de esos mismos fenómenos y cosas. Esos tales o huyen del razonar sobre tal o cual supuesto o afirman categóricamente que son las mismas cosas las que, por ciertas virtualidades propias, han ido transformándose a sí mismas: diríase que en ellas se da algo parecido a lo del barón de Munchhausen, que logró salir de una ciénaga tirándose a sí mismo de la coleta. No otra es la base argumental de los que defienden la autosuficiencia de las entidades materiales para, desde los átomos, como mínimas porciones de sí mismas, llegar a ser lo que son como si obrasen al dictado de una imposible conciencia colectiva y material de la especie. Es así como, a lo largo de los siglos, se ha ido constituyendo toda una metafísica materialista con la que se pretende dar explicación de todo, incluidos los raudales de amor y de libertad, de que, en ocasiones, se muestran muy capaces los seres humanos. Cuando, miles de años atrás, los egipcios simbolizaban la génesis de la vida en un escarabajo pelotero no estaban más alejados de la realidad que los atomistas Leucipo y Demócrito o el hedonista Epicuro, teorizantes del materialismo clásico. Para éstos y sus numerosos seguidores todos los misterios del universo tienen su origen en los fenómenos de atracción y repulsión de los átomos zarandeados durante siglos y siglos por un azar ciego y desconcertante: las complejidades materiales que vemos, olemos, gustamos o palpamos serían el fortuito resultado de infinitas vueltas y dispersiones sobre sí mismos dando paso a la vida y también al pensamiento por una especie de auto producción de no se sabe qué. Probablemente, para los egipcios lo del "escarabajo pelotero" no pasó de un símbolo interesadamente idealizado por los poderes fácticos de entonces (faraones, oligarquía y casta sacerdotal) para obnubilar el entendimiento y conquistar la voluntad de una mayoría social más religiosa que materialista. Allí la filosofía y la teología vivieron tan estrechamente unidas que llegaron a confundirse tanto que, hasta llegar a Ra, la idea de una divinidad como principio y fin de todo era explicada con multitud de derivaciones hacia lo visible y fácilmente comprensible: símbolos y animales a los que se sacralizaba humanizándolos para intentar identificar el más allá con el más acá, lo misterioso con lo vivido en el día a día. Ése parece ser el meollo de la mitología egipcia, a mitad de camino entre lo animado por una secreta fuerza con multitud de expresiones (el mundo animal con el animal-hombre como protagonista principal) y lo impalpable, que sitúa en un más allá, separado por la muerte y, aunque dominado por el misterio, tanto más cercano cuanto más se imagina en paralelo con la realidad que se vive y se siente en el quehacer diario. La mitología greco-romana, más antropomórfica que la egipcia, se formó con retazos de las mitologías de otros muchos pueblos, incluido el egipcio: los dioses de cosecha propia, inventados por los poetas, resultaron ser idealizaciones de hombres y mujeres más o menos legendarios, más o menos reconocidos por sus caprichos, abusos y debilidades. Cada uno en su estilo, estos dioses adolecían de los mismos vicios y virtudes que los humanos, pero sin que existiera entre ellos clara expresión de amor sublime. Y ni siquiera el gran Zeus o Júpiter, "padre de los dioses y de los hombres", es capaz de actos de gratuita misericordia. En ese ámbito, la vida religiosa oficial es una simple convención social, puro teatro o instrumento de avasallamiento hacia los menos privilegiados, lo que, expresado en hábitos, vivencias, ritos, modas, interminables fiestas y fastos de compromiso... se traduce en agobiantes formas de alienación para la mayoría, llámense ciudadanos libres, patricios, plebeyos o esclavos. Podemos deducir que, en el mundo greco-romano, las materialidades del día a día arrinconaban a las inquietudes religiosas en una especie de túnel sin otra luz que la que se deriva de los héroes y prototipos que, como efímeras luciérnagas, flotan y se desvanecen al hilo de la propaganda oficial, de los caprichos de la multitud o del ego desbordado por vicios y vanidades. No es el Olimpo ejemplo de moralidad ni de profundidad teológica, pero sí fuente de supuestos y alegorías que pueden derivar en alimento espiritual para la multitud. Griegos y romanos delegaban en sus filósofos el explicar lo que iba más allá de la directa percepción de los sentidos. Es entre esos filósofos entre los primeros personajes históricos que defienden la omnipotencia y autosuficiencia de la materia. Uno de ellos fue Demócrito de Abdera, "materialista teórico que, en el orden práctico, resulta uno de los mayores idealistas de todos los tiempos", según Hirschberger. Para este pionero del materialismo (o ideal-materialismo), el principio y fundamento de todo lo real son "los átomos indivisibles, multiformes y eternos", que "se arremolinan en el vacío hasta encajar unos con otros para formar los cuerpos" por puro azar y como si llevaran con ellos mismos la idea de lo que van a producir. Todo, pues (incluido el alma), será para Demócrito un "agregado de átomos" y un "puro movimiento de átomos", incluido el pensamiento. Y cualquier conocimiento, quiere hacer ver Demócrito, tiene lugar al desprenderse de los objetos unas diminutas imágenes que penetran en los sentidos, se encuentran con los átomos del alma y ensamblan los respectivos conceptos o "átomos en movimiento". La diferencia entre conocimiento sensible y conocimiento espiritual sería, por tanto, una cuestión de graduación: el 2º sería más sutil y rápido que el 1º. Ante esta genuina expresión de ideal-materialismo, el genial Goethe dirá: "Tienes en tu mano las partes, pero ¡ay! falta ahora el lazo del espíritu". A ese respecto, ya Aristóteles había certeramente recriminado a Demócrito: "Te falta por explicar el origen del movimiento". Dijo esto Aristóteles tras hacer ver la incongruencia de asociación entre cuerpos (o átomos) que caen en la misma dirección y a igual velocidad. Pero no sólo eso, pues para Demócrito también los sentimientos podían ser reducidos a simples movimientos de átomos. En consecuencia, dichos torbellinos de átomos serían los preceptos morales, en cuyo ámbito lo bueno se confundiría con lo que produce placer. Es el principio hedonístico que tanto juego dará más tarde, a personajes como Epicuro. Aun siendo discípulo y de inferior talla intelectual que Demócrito, Epicuro es reconocido por su gran poder convincente, en cuanto que a la objeción aristotélica sobre el origen y poder ensamblador de un movimiento unidireccional responde con su concepto de la declinación o derivación en sub-movimientos radiales proyectados a todas las posibles direcciones facilitando el choque de unos átomos con otros hasta que, por virtud del azar, cada uno de ellos llegue a encontrar a su afín o complementario. Ninguna alusión a un motor o poder espiritual que facilite el necesario impulso y necesaria orientación de los átomos. Son tiempos de fuerte carga mítica en las creencias o devociones de la gente por lo que Epicuro no se atreve a negar la existencia a Zeus y sus adláteres divinos: aún proclamando que el conocimiento de las leyes de la naturaleza traduce en innecesaria la intervención divina, concede a los dioses un lugar de paradisíaca jubilación disfrutando de la más profunda paz y totalmente ajenos a los fenómenos naturales y a cuanto acontece en el mundo de los humanos. Desde esa perspectiva, se considera autorizado a marcar pautas de conducta al resto de los seres humanos con una peculiar moral basada en el exhaustivo y ordenado disfrute de los buenos placeres, doctrina que el propio Epicuro describe así:
El romano Lucrecio Caro, que se declaró incondicional discípulo de Epicuro, dijo de él: "Fue el primer griego que se atrevió a alzar sus ojos contra una religión plena de obligaciones y amenazas contra los pobres mortales. Fábulas, rayos y represalias celestes no lograron otra cosa que azuzar su rebeldía y despertar su afán por descubrir los secretos de la naturaleza". Es así como triunfó Lucrecio sobre todas las dificultades el vigor de su espíritu; cómo con su ciencia rompió las barreras de los ancestrales temores para adentrarse en los secretos del cosmos y luego enseñarnos "todo lo que se puede saber sobre lo que nace y muere, y todo sobre las leyes que rigen el mundo material". Con su libro Naturaleza de las Cosas pretende Lucrecio convertir el epicureísmo en doctrina de la totalidad en donde, desde el bien estudiado goce de los sentidos, se afirma que no existe otro principio esencial que el de la naturaleza o la materia autosuficiente por virtud de una misteriosa idealidad que, como era de esperar, no logra explicar sino es con citas de Epicuro, convertidas en dogmáticos postulados en contraposición de los viejos mitos. Su poder de convicción descansa en ese capital principio de la demagogia: lo otro es mentira luego lo nuestro es verdad. Pero ¿cómo sostener que la autosuficiencia de la materia es una verdad absoluta, y que está en contraposición a un Ser (Dios) que existe por sí mismo, que es omnipotente e infinito y que, llevado por un inconmensurable y esencial amor, ha creado todo lo que se mueve en la inmensidad del universo, del que formamos parte? Desde esa nuestra probada pequeñez, y con las consecuentes limitaciones de un entendimiento que empieza a comprender desde el testimonio de unos sentidos pegados al suelo, ¿nos atreveremos a poner en duda la existencia de un poder muy superior a lo que podemos ver o palpar? Por lo que somos y más nos conviene, ¿no es de rigor el tratar de averiguar cómo corresponder al amor de que está dando indiscutibles pruebas? .
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