El Renacimiento, frente al humanismo y la fe

Zamora, 26 junio 2023
Antonio Fernández, licenciado en Sociología

         Con el desarrollo del comercio y la consecuente pujanza de la burguesía, el s. XIV europeo fue testigo del renacer de la pasión por el lujo y el buen parecer entre los privilegiados, incluidos muchos de los que, hasta entonces, habían formado parte de la plebe. Es el llamado Renacimiento, del que se dice que rompió el marco paternalista de una rígida sociedad feudal en la que religión y poder político parecían unidos por un común interés: era como abrir nuevos cauces al desarrollo de la personalidad humana. ¿Hacia dónde? ¿El precio a pagar? ¿Para qué?

         Sin responder satisfactoriamente a tales cuestiones, una buena parte de los poderosos (muchos de ellos príncipes mercaderes) y sus exegetas emplearon lo más valioso de sus energías en bucear en el pasado para encontrar no se sabe qué aun a riesgo de apartarse del camino que lleva a una más certera percepción de la realidad: a caballo de multitud de infundamentadas obsesiones, se llegó a confundir el obrar en rectitud con el buen parecer, lo realmente bello con lo ostentoso, la virtud con el mundano aplauso, la justicia con el triunfo en las batallas...

         Aquel fenómeno de los s. XIV y XV pudo obedecer a la necesidad de romper el marco de un cierto fundamentalismo minimizador de la personalidad humana. Para salvar el bache, bueno hubiera sido profundizar en las justas coordenadas del amor y de la libertad que nos muestran como todos los seres humanos, sin excepciones por nacimiento o posicionamiento social, son llamados a proyectar sus personales facultades al servicio de toda la comunidad humana empezando por el prójimo más necesitado y cercano. Puro evangelio, ya guía de la buena voluntad desde veinte siglos atrás sin otras diferencias substanciales que las derivadas de lo que Marx llamaría "distintos medios y modos de producción".

         La naturaleza era es y será de todos mientras que mi paso por la historia es justificado en tanto en cuanto, libre y generosamente, aplico mis energías a canalizar en beneficio de mis semejantes lo que, según las circunstancias de tiempo y lugar, esa misma naturaleza pone bajo mi responsabilidad.

         No fue esa la actitud de muchos de los prohombres del Renacimiento, pues para ellos el hombre lograba su plena realización en cuanto hacía suyo todo lo que había postergado la doctrina del amor al prójimo (esa doctrina que ponía a Dios por encima de todo lo que poblara el ancho mundo, incluyendo a quien, por la fuerza de su saber, pudiera erigirse en micro-cosmos o quinta-esencia del universo).

         Se trataba de resituar al poderoso o sabio, prototipo según ellos del verdadero hombre, en el centro de todo lo deseable e imaginable. El humanismo teontrico (somos lo que somos por la gracia de Dios) hubo de ceder así paso al humanismo antropontrico (todo lo bello y bueno sale del hombre y ha de volver al hombre). Soberbio disparate incluso para el propio Maquiavelo quien, en sus Discursos, reconocía que "los estados y las repúblicas cristianas estarían más unidos y serían mucho más felices de lo que son si sus príncipes obraran de acuerdo con la ley de Dios".

         Desde esta revolucionaria perspectiva renacentista, se abría paso a una nueva era en la que lo considerado como verdaderamente humano no era lo que seguía la pauta tan elocuentemente mostrada por el Hijo de Dios y su evangelio, sino el resultado de la divagación académica, del triunfo político, o de la obra celebrada como elevadísima expresión de arte. Surgía así, y se extendía hasta todos los ámbitos de la vida social, el humanismo antropocéntrico (desde el hombre hasta el hombre), frente al humanismo teontrico (desde Dios hacia Dios) que se alimentaba de los valores eternos.

         Tal crasa falta de humildad lle a personajes como Pico de la Mirándola a presentarse a sí mismo como "quinta esencia del Universo", a presumir de homo creator y a acercarse demasiado a algún que otro incondicional racionalista. Se trataba del hétenos, inmerso plenamente en un humanismo antropocentrista nacido exclusivamente de la fantasía de un pobre ser que soñaba con ser dios.

         Se puede creer que este exaltado humanista confundía lo religioso con lo esotérico, lo aparentemente bello con lo moral, y la exaltada divagación (que él llama filosofía) con el conocimiento asequible al hombre. Tal vemos en la trascripción de algunos párrafos de su archirrepetido Discurso sobre la dignidad del Hombre:

"¿Qun, pues, no admirará al hombre? A ese hombre que no erradamente en los sagrados textos mosaicos y cristianos es designado ya con el nombre de todo ser de carne, ya con el de toda criatura, precisamente porque se forja, modela y transforma a mismo según el aspecto de todo ser y su ingenio según la naturaleza de toda criatura. Desdeñemos las cosas terrenas, despreciemos las astrales y, abandonando todo lo mundano, volemos a la sede ultra mundana, cerca del piculo de Dios.

Purifiquemos el alma, limpiándola de las manchas de la ignorancia y del vicio, para que los afectos no se desencadenen ni la razón delire. En el alma entonces, así compuesta y purificada, difundamos la luz de la filosofía natural, llevándola finalmente a la perfección con el conocimiento de las cosas divinas.

La dialéctica calmará los desórdenes de la razón tumultuosamente mortificada entre las pugnas de las palabras y los silogismos capciosos. La filosofía natural tranquilizará los conflictos de la opinión y las disensiones que trabajan, dividen y laceran de diversos modos el alma inquieta. Pero los tranquilizará de modo de hacernos recordar que la naturaleza, como ha dicho Heráclito, es engendrada por la guerra y por eso llamada por Homero contienda.

¿Qué otra cosa quieren significar, en efecto, en los misterios de los griegos los grados habituales de los iniciados, admitidos a través de una purificación obtenida con la moral y la dialéctica, artes qué nosotros consideramos ya artes purificatorias? ¿Y esa iniciación, qué otra cosa puede ser sino la interpretación de la más oculta naturaleza mediante la filosoa?

Y finalmente, cuando estaban a preparados, sobrevenía la famosa Epopteia, vale decir, la inspección de las cosas divinas mediante la teología. ¿Quién no desearía ser iniciado en tales misterios? ¿Qun, desechando toda cosa terrena y despreciando los bienes de la fortuna, olvidado del cuerpo, no deseará, todavía peregrino en la tierra, llegar a comensal de los dioses y, rociado del néctar de la eternidad, recibir, criatura mortal, el don de la inmortalidad? ¿Quién no deseará estar a inspirado por aquella divina locura socrática, exaltada por Platón en el Fedro, ser arrebatado con rápido vuelo a la Jerusalén celeste, huyendo con el batir de las alas y de los pies de este mundo, reino maligno?

¡Oh sí, que nos arrebaten, oh padres, que nos arrebaten los socráticos furores sacándonos fuera de la mente hasta el punto de ponernos a nosotros y a nuestra mente en Dios! Y ciertamente que por ellos seremos arrebatados si antes hemos cumplido todo cuanto está en nosotros; si con la moral, en efecto, han sido refrenados hasta sus justos límites los ímpetus de las pasiones, de modo que éstas se armonicen recíprocamente con estable acuerdo: si la razón procede ordenadamente mediante la dialéctica, nos embriagaremos, como excitados por las musas, con la armonía celeste.

Entonces Baco, señor de las musas, manifestándose a nosotros, vueltos filósofos, en sus misterios, esto es, en los signos visibles de la naturaleza, los invisibles secretos de Dios, nos embriagará con la abundancia de la mansión divina en la cual, si somos del todo fieles como Moisés, la sobreviniente santísima teología nos animará con dúplice furor.

Examinemos también los documentos de los caldeos, y encontraremos que en virtud de las mismas artes se abre a los mortales la vía de la felicidad. Escriben los inrpretes caldeos que fue sentencia de Zoroastro que el alma era alada y que, al caérseles las alas, se precipita al cuerpo y vuelve a volar al cielo cuando de nuevo le crecen. Habndole preguntado los discípulos de qué modo podrían volver al alma apta para el vuelo, con las alas bien emplumadas, respondió: Rociar las alas con las aguas de la vida.

Habiéndole preguntado a su vez dónde podrían alcanzar estas aguas, les respondió, según su costumbre, con una parábola: El paraíso de Dios está bañado e irrigado por cuatro ríos: alcancen allí las aguas salvadoras. El nombre del río que corre en el Septentrión es el Pischon, que significa justicia; el del ocaso tiene por nombre Dichon, o expiación; el de oriente se llama Chiddekel, que quiere decir luz, y el que corre a mediodía se llama Perath, y que se puede interpretar como fe.

Fíjense, oh padres, y consideren con atención el significado de estos dogmas de Zoroastro. No significan, ciertamente, sino que purifiquemos la legosidad de los ojos con la ciencia moral, como con ondas occidentales; que con la dialéctica, como un nivel boreal, fijemos atentamente la mirada; que luego debemos habituamos a soportar en la contemplación de la naturaleza de la luz todavía débil de la verdad, como primer indicio del sol naciente. Hasta que, por último, mediante la piedad teológica y el santísimo culto de Dios, podamos resistir vigorosamente, como águilas del cielo, el fulgurante esplendor del sol a mediodía.

Estos son, acaso, los conocimientos matutinos cantados primero por David y después explicados s ampliamente por Agustín. Esta es la razón a que siempre tendía el padre Abraham. Este es el lugar donde, según la enseñanza de los cabalistas y los moros, no hay sitio para los espíritus inmundos".

         Para llegar al hilván de esos rericos párrafos, Pico de la Mirándola partía de una palmaria confusión entre el arte de discursear y la humilde aceptación de los dictados de una fe absolutamente necesaria para vivir como persona que necesita a Dios y cuanto de él se deriva.

         Por fortuna para toda la humanidad, la historia nos muestra cómo, incluso en las épocas más críticas o revueltas, aparecen luminarias de amor y de libertad encarnadas en personajes de excepción, que viven heroicamente bajo los dictados de la ley de Dios, summum del amor y de la libertad que preparan al hombre para la eternidad. Veamos uno de esos casos.

         En Asís, una de las principales ciudades italianas del s. XII, había cobrado la más alta consideración social esa nueva clase, ya reconocida como burguesía. En dicho círculo, el año 1182 nacía un inquieto niño bautizado con el nombre de Giovanni, hasta que pasados 20 años, y pertinentemente educado y condicionado como correspondía a su situación, llegó a ser el apuesto, despierto y emprendedor joven apodado Francesco, en reconocimiento a los éxitos comerciales logrados en Francia por su padre (el opulento burgués Pedro Bernardone).

         Por supuesto que facilitaría las cosas del convivir entre los seres inteligentes el afán franciscano por aceptar y potenciar la realidad genuinamente humana según la ley de Dios. Pero bien sabemos que, salvo contadas excepciones, los poderosos de este mundo, a la par que muy poco realistas, son corruptibles hasta el punto de que son muy pocos los que ejercen su poder con actos totalmente exentos de corrupción; probablemente, más corruptibles aún son los que medran a la sombra de los poderosos y, también, los que envidian a éstos y a aquellos. ¿Y quienes están, o estamos, libres de esto? Porque somos corruptos en tanto en cuanto vendemos al prójimo por una pequeña ración de vanidad o comodidad personal. Corruptos y poco realistas.

         Desde esa perspectiva nos atrevemos a considerar un falseamiento de la realidad el hombre nuevo que, merced al renacer de viejos y supuestos valores, llega a considerarse autosuficiente. E irreal es un humanismo cuyo eje principal es la libertad sin responsabilidad social. Es en el seno de este humanismo en donde reviven los simbólicos ídolos del viejo y desprestigiado paganismo al servicio del omnipotente comercio: desde el eros estéril hasta el impío diosecillo que anima mil estúpidas guerras sin otros objetivos que los de apabullar al débil o de emborracharse con la gloria de una no menos efímera y estúpida victoria.

         Son pobres imágenes del pasado que, agigantadas por la imaginación de ciertos poetas, intentaron tapar con su sombra al Dios de los cristianos. Y si no lo lograron fue gracias a la vida y testimonio de personajes infinitamente más realistas que ellos. El propio Maquiavelo reconoce entre estos personajes a los seguidores de héroes al citado San Francisco de Asís y al español Santo Domingo de Guzmán, por que "éstos, con la pobreza y con el ejemplo de la vida de Cristo, vuelven a implantarla en el espíritu de los hombres, donde ya se había extinguido" (Discursos, III, 1).

         Años más tarde, lo del "hombre nuevo, más bello y más poderoso" hizo mella en una parte de la sociedad, la de aquellos que viven como si no hubieran de morir nunca. Y al hilo de las nuevas tecnologías de entonces (la imprenta, y las mayores facilidades de comunicación) hicieron escuela los "profetas de los nuevos tiempos" como Rabelais o Montaigne.

         Rabelais fue un mal fraile que alternaba el claustro con la práctica de una agitada vida social y la pretensión de ser reconocido como maestro de las nuevas generaciones. Reniega de las privaciones de la vida monástica y, como oposición a la ascética abadía cristiana, propone lo que él llama Abadía de Telemo, cuyo esencial principio moral habrá de ser "haz lo que quieras".

         Dentro de esa abaa se satisfará el instinto natural, que empuja a la virtud de amar el lujo, la belleza, los ricos manjares, las libres inclinaciones de la carne, se profesa el voto de obedecer a las más espontáneas pasiones, se hace el propósito de acrecentar la fortuna a costa de lo que sea.

         Se trata de recomendaciones que Rabelais ilustra con personales experiencias, en una muy celebrada tira titulada Vida estimable del Gran Gargantúa. En otras palabras, se trataba de un paganismo sin paliativos, con la salsa de un recurrente divertimento ofrecido por ese renegado discípulo del pobrecillo de Asís (pues Rabelais pasó su juventud como franciscano menor, en el Monasterio Cordeliers de la Baumette).

         No llegó a esos extremos el ensayista Montaigne, el cual se afana por situarse entre dos aguas hasta lograr una oportuna conciliación entre la moral cristiana y la forma de vivir del viejo paganismo. Se aplicará así a sistematizar su propia vida con ostensible respeto, pero sin íntimas fidelidades a la Iglesia, y con nostálgicas añoranzas por las "costumbres fáciles pero sin esndalo".

         Pretenderá haber encontrado un término medio entre la vida ordenada y el hedonismo, entre la rutina de las prácticas religiosas y una irrenunciable segregación social, entre el compromiso con la fe que corresponde a su posición y el dejarse llevar por las corrientes de la modernidad. Es así como, según Gregoire, Montaigne entendió "abrir la reflexión ética de los tiempos modernos".

         Esa su Reflexión Etica canta Montaigne el cultivo del buen parecer y no más puesto que, dado que "es incapaz de trazarse un camino, acepta la elección que otro ha hecho, y no se mueve del lugar en que Dios le ha puesto". De otra forma, como él mismo decía, "¿quién sabe dónde iría a parar?". Es la "moral del buen parecer", que el pagano Ovidio definió como "la virtud necesaria tanto para guardar lo que se posee como para adquirir nuevos tesoros".

         Por supuesto, dicha virtud era estrictamente convencional, desligada de la recta conciencia (en cuanto su inspiración capital era un ramplón utilitarismo). Y en ella lo que cuenta es el "justo arreglo de apetitos y distracciones", en secuencia rentable junto con el trabajo, el ahorro, la parquedad en las distracciones, las buenas amistades y las comodidades del hogar. Tanto es así que, valores como la libertad de iniciativa o de trasformar la realidad, llegarán a estar supeditados al logro y mantenimiento de una elevada posición social.

         Todo ello sin reservas, y que bien pudiera ser suscrito por un ideal-materialista de la escuela de Epicuro. Mas nunca por un realista cristiano, pues vendría a considerar la historia como una gran mentira, y resultaría innecesaria para la humanidad una verdad tan elemental e incuestionable como la vida, la muerte y la resurrección de Jesucristo.

         En los principales círculos del Renacimiento poco o nada se hablaba de Jesucristo, y mucho de viejas pobres glorias como Alejandro o Julio sar, con toda su parafernalia pagana. Tal posicionamiento (estético o de convencional parecer, dependiendo del caso) empezó a calar progresivamente en la mente de los rericos y filósofos de turno, con el subsiguiente desconcierto para los sencillos de buena voluntad (muchos de los cuales terminarán por preferir al verdadero Dios, principio y fin de todas las cosas, que al que ahora le mostraban).

         A la inercia de las nuevas paganas corrientes, cual era la servil adoración al becerro de oro con su secuela de redivivos dioses de usar y tirar, tiempos vinieron en los que, para una considerable mayoría, la fe en otro ser o cosa que no fuese uno mismo resultaba una indigerible carga de la conciencia. Es cuando surge con fuerza un ateismo más o menos funcional, más o menos teórico, más o menos degradante de la condición humana. Henri Arvon nos lo explica así, en su L'Atheisme:

"El ateismo es en gran parte subsidiario de los períodos de cambio histórico y subsiguiente derrumbamiento de los tradicionales valores. Es profesado no solamente por la ascendente clase afanosa por la relevancia de sus específicos valores sino también por la clase decadente  que comienza a dudar de su soporte ideológico y carece de la energía suficiente para oponerse a las ideas de sus rivales. De ello resulta que, como se ha dicho, sea el epicureismo la filosofía de todas las decadencias, lo que hace que sea también la filosofía de todos los renacimientos. La corriente libertina francesa engatu tanto a la domesticada nobleza como a la pujante burguesía. El problema del ateismo histórico empieza a cobrar fuerza en el momento mismo en que la ideología dualista de la Europa feudal se bate en retirada ante la ideología monista de una burguesía convencida de la eficacia y suficiencia de sus naturales luces".

         ¿Hasta dónde se abre "la reflexión ética de los tiempos modernos", que preconizó Montaigne? ¿Es realista la pretensión de encontrar el camino de la felicidad o la completa explicación de todo a partir de los exclusivos recursos de la mente? ¿No es así como se llega a la ridícula definición de un super-hombre incapaz de encontrar alternativa a su pobreza de esritu?

         En el s. XIX ese supuesto super-hombre fue identificado con el Zaratustra de Nietszche. Claro que, a la luz del más elemental razonamiento, podemos descubrir que ese tal Zaratustra era el prototipo de la nulidad existencial del egoísta fracasado, algo así como de alguien a quien no cabe otro recurso que el desesperado consuelo del impotente que derrocha sus pobres y últimas energías, saboreando el romántico y estéril sueño de poder ser lo contrario de lo que es. ¿Y en qué quedaba, entonces, el hombre sin Dios? En una nimiedad, que se desvanece en la inconsistente atmósfera de un mundo absolutamente irreal porque carece de un mínimo soporte gico.

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  Act: 26/06/23        @enseñanzas de la vida            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A