El Renacimiento, frente al humanismo y la fe
Zamora,
26 junio 2023 Con el desarrollo del comercio y la consecuente pujanza de la burguesía, el s. XIV europeo fue testigo del renacer de la pasión por el lujo y el buen parecer entre los privilegiados, incluidos muchos de los que, hasta entonces, habían formado parte de la plebe. Es el llamado Renacimiento, del que se dice que rompió el marco paternalista de una rígida sociedad feudal en la que religión y poder político parecían unidos por un común interés: era como abrir nuevos cauces al desarrollo de la personalidad humana. ¿Hacia dónde? ¿El precio a pagar? ¿Para qué? Sin responder satisfactoriamente a tales cuestiones, una buena parte de los poderosos (muchos de ellos príncipes mercaderes) y sus exegetas emplearon lo más valioso de sus energías en bucear en el pasado para encontrar no se sabe qué aun a riesgo de apartarse del camino que lleva a una más certera percepción de la realidad: a caballo de multitud de infundamentadas obsesiones, se llegó a confundir el obrar en rectitud con el buen parecer, lo realmente bello con lo ostentoso, la virtud con el mundano aplauso, la justicia con el triunfo en las batallas... Aquel fenómeno de los s. XIV y XV pudo obedecer a la necesidad de romper el marco de un cierto fundamentalismo minimizador de la personalidad humana. Para salvar el bache, bueno hubiera sido profundizar en las justas coordenadas del amor y de la libertad que nos muestran como todos los seres humanos, sin excepciones por nacimiento o posicionamiento social, son llamados a proyectar sus personales facultades al servicio de toda la comunidad humana empezando por el prójimo más necesitado y cercano. Puro evangelio, ya guía de la buena voluntad desde veinte siglos atrás sin otras diferencias substanciales que las derivadas de lo que Marx llamaría "distintos medios y modos de producción". La naturaleza era es y será de todos mientras que mi paso por la historia está justificado en tanto en cuanto, libre y generosamente, aplico mis energías a canalizar en beneficio de mis semejantes lo que, según las circunstancias de tiempo y lugar, esa misma naturaleza pone bajo mi responsabilidad. No fue esa la actitud de muchos de los prohombres del Renacimiento, pues para ellos el hombre lograba su plena realización en cuanto hacía suyo todo lo que había postergado la doctrina del amor al prójimo (esa doctrina que ponía a Dios por encima de todo lo que poblara el ancho mundo, incluyendo a quien, por la fuerza de su saber, pudiera erigirse en micro-cosmos o quinta-esencia del universo). Se trataba de resituar al poderoso o sabio, prototipo según ellos del verdadero hombre, en el centro de todo lo deseable e imaginable. El humanismo teocéntrico (somos lo que somos por la gracia de Dios) hubo de ceder así paso al humanismo antropocéntrico (todo lo bello y bueno sale del hombre y ha de volver al hombre). Soberbio disparate incluso para el propio Maquiavelo quien, en sus Discursos, reconocía que "los estados y las repúblicas cristianas estarían más unidos y serían mucho más felices de lo que son si sus príncipes obraran de acuerdo con la ley de Dios". Desde esta revolucionaria perspectiva renacentista, se abría paso a una nueva era en la que lo considerado como verdaderamente humano no era lo que seguía la pauta tan elocuentemente mostrada por el Hijo de Dios y su evangelio, sino el resultado de la divagación académica, del triunfo político, o de la obra celebrada como elevadísima expresión de arte. Surgía así, y se extendía hasta todos los ámbitos de la vida social, el humanismo antropocéntrico (desde el hombre hasta el hombre), frente al humanismo teocéntrico (desde Dios hacia Dios) que se alimentaba de los valores eternos. Tal crasa falta de humildad llevó a personajes como Pico de la Mirándola a presentarse a sí mismo como "quinta esencia del Universo", a presumir de homo creator y a acercarse demasiado a algún que otro incondicional racionalista. Se trataba del hétenos, inmerso plenamente en un humanismo antropocentrista nacido exclusivamente de la fantasía de un pobre ser que soñaba con ser dios. Se puede creer que este exaltado humanista confundía lo religioso con lo esotérico, lo aparentemente bello con lo moral, y la exaltada divagación (que él llama filosofía) con el conocimiento asequible al hombre. Tal vemos en la trascripción de algunos párrafos de su archirrepetido Discurso sobre la dignidad del Hombre:
Para llegar al hilván de esos retóricos párrafos, Pico de la Mirándola partía de una palmaria confusión entre el arte de discursear y la humilde aceptación de los dictados de una fe absolutamente necesaria para vivir como persona que necesita a Dios y cuanto de él se deriva. Por fortuna para toda la humanidad, la historia nos muestra cómo, incluso en las épocas más críticas o revueltas, aparecen luminarias de amor y de libertad encarnadas en personajes de excepción, que viven heroicamente bajo los dictados de la ley de Dios, summum del amor y de la libertad que preparan al hombre para la eternidad. Veamos uno de esos casos. En Asís, una de las principales ciudades italianas del s. XII, había cobrado la más alta consideración social esa nueva clase, ya reconocida como burguesía. En dicho círculo, el año 1182 nacía un inquieto niño bautizado con el nombre de Giovanni, hasta que pasados 20 años, y pertinentemente educado y condicionado como correspondía a su situación, llegó a ser el apuesto, despierto y emprendedor joven apodado Francesco, en reconocimiento a los éxitos comerciales logrados en Francia por su padre (el opulento burgués Pedro Bernardone). Por supuesto que facilitaría las cosas del convivir entre los seres inteligentes el afán franciscano por aceptar y potenciar la realidad genuinamente humana según la ley de Dios. Pero bien sabemos que, salvo contadas excepciones, los poderosos de este mundo, a la par que muy poco realistas, son corruptibles hasta el punto de que son muy pocos los que ejercen su poder con actos totalmente exentos de corrupción; probablemente, más corruptibles aún son los que medran a la sombra de los poderosos y, también, los que envidian a éstos y a aquellos. ¿Y quienes están, o estamos, libres de esto? Porque somos corruptos en tanto en cuanto vendemos al prójimo por una pequeña ración de vanidad o comodidad personal. Corruptos y poco realistas. Desde esa perspectiva nos atrevemos a considerar un falseamiento de la realidad el hombre nuevo que, merced al renacer de viejos y supuestos valores, llega a considerarse autosuficiente. E irreal es un humanismo cuyo eje principal es la libertad sin responsabilidad social. Es en el seno de este humanismo en donde reviven los simbólicos ídolos del viejo y desprestigiado paganismo al servicio del omnipotente comercio: desde el eros estéril hasta el impío diosecillo que anima mil estúpidas guerras sin otros objetivos que los de apabullar al débil o de emborracharse con la gloria de una no menos efímera y estúpida victoria. Son pobres imágenes del pasado que, agigantadas por la imaginación de ciertos poetas, intentaron tapar con su sombra al Dios de los cristianos. Y si no lo lograron fue gracias a la vida y testimonio de personajes infinitamente más realistas que ellos. El propio Maquiavelo reconoce entre estos personajes a los seguidores de héroes al citado San Francisco de Asís y al español Santo Domingo de Guzmán, por que "éstos, con la pobreza y con el ejemplo de la vida de Cristo, vuelven a implantarla en el espíritu de los hombres, donde ya se había extinguido" (Discursos, III, 1). Años más tarde, lo del "hombre nuevo, más bello y más poderoso" hizo mella en una parte de la sociedad, la de aquellos que viven como si no hubieran de morir nunca. Y al hilo de las nuevas tecnologías de entonces (la imprenta, y las mayores facilidades de comunicación) hicieron escuela los "profetas de los nuevos tiempos" como Rabelais o Montaigne. Rabelais fue un mal fraile que alternaba el claustro con la práctica de una agitada vida social y la pretensión de ser reconocido como maestro de las nuevas generaciones. Reniega de las privaciones de la vida monástica y, como oposición a la ascética abadía cristiana, propone lo que él llama Abadía de Telemo, cuyo esencial principio moral habrá de ser "haz lo que quieras". Dentro de esa abadía se satisfará el instinto natural, que empuja a la virtud de amar el lujo, la belleza, los ricos manjares, las libres inclinaciones de la carne, se profesa el voto de obedecer a las más espontáneas pasiones, se hace el propósito de acrecentar la fortuna a costa de lo que sea. Se trata de recomendaciones que Rabelais ilustra con personales experiencias, en una muy celebrada sátira titulada Vida estimable del Gran Gargantúa. En otras palabras, se trataba de un paganismo sin paliativos, con la salsa de un recurrente divertimento ofrecido por ese renegado discípulo del pobrecillo de Asís (pues Rabelais pasó su juventud como franciscano menor, en el Monasterio Cordeliers de la Baumette). No llegó a esos extremos el ensayista Montaigne, el cual se afana por situarse entre dos aguas hasta lograr una oportuna conciliación entre la moral cristiana y la forma de vivir del viejo paganismo. Se aplicará así a sistematizar su propia vida con ostensible respeto, pero sin íntimas fidelidades a la Iglesia, y con nostálgicas añoranzas por las "costumbres fáciles pero sin escándalo". Pretenderá haber encontrado un término medio entre la vida ordenada y el hedonismo, entre la rutina de las prácticas religiosas y una irrenunciable segregación social, entre el compromiso con la fe que corresponde a su posición y el dejarse llevar por las corrientes de la modernidad. Es así como, según Gregoire, Montaigne entendió "abrir la reflexión ética de los tiempos modernos". Esa su Reflexión Etica canta Montaigne el cultivo del buen parecer y no más puesto que, dado que "es incapaz de trazarse un camino, acepta la elección que otro ha hecho, y no se mueve del lugar en que Dios le ha puesto". De otra forma, como él mismo decía, "¿quién sabe dónde iría a parar?". Es la "moral del buen parecer", que el pagano Ovidio definió como "la virtud necesaria tanto para guardar lo que se posee como para adquirir nuevos tesoros". Por supuesto, dicha virtud era estrictamente convencional, desligada de la recta conciencia (en cuanto su inspiración capital era un ramplón utilitarismo). Y en ella lo que cuenta es el "justo arreglo de apetitos y distracciones", en secuencia rentable junto con el trabajo, el ahorro, la parquedad en las distracciones, las buenas amistades y las comodidades del hogar. Tanto es así que, valores como la libertad de iniciativa o de trasformar la realidad, llegarán a estar supeditados al logro y mantenimiento de una elevada posición social. Todo ello sin reservas, y que bien pudiera ser suscrito por un ideal-materialista de la escuela de Epicuro. Mas nunca por un realista cristiano, pues vendría a considerar la historia como una gran mentira, y resultaría innecesaria para la humanidad una verdad tan elemental e incuestionable como la vida, la muerte y la resurrección de Jesucristo. En los principales círculos del Renacimiento poco o nada se hablaba de Jesucristo, y mucho de viejas pobres glorias como Alejandro o Julio César, con toda su parafernalia pagana. Tal posicionamiento (estético o de convencional parecer, dependiendo del caso) empezó a calar progresivamente en la mente de los retóricos y filósofos de turno, con el subsiguiente desconcierto para los sencillos de buena voluntad (muchos de los cuales terminarán por preferir al verdadero Dios, principio y fin de todas las cosas, que al que ahora le mostraban). A la inercia de las nuevas paganas corrientes, cual era la servil adoración al becerro de oro con su secuela de redivivos dioses de usar y tirar, tiempos vinieron en los que, para una considerable mayoría, la fe en otro ser o cosa que no fuese uno mismo resultaba una indigerible carga de la conciencia. Es cuando surge con fuerza un ateismo más o menos funcional, más o menos teórico, más o menos degradante de la condición humana. Henri Arvon nos lo explica así, en su L'Atheisme:
¿Hasta dónde se abre "la reflexión ética de los tiempos modernos", que preconizó Montaigne? ¿Es realista la pretensión de encontrar el camino de la felicidad o la completa explicación de todo a partir de los exclusivos recursos de la mente? ¿No es así como se llega a la ridícula definición de un super-hombre incapaz de encontrar alternativa a su pobreza de espíritu? En el s. XIX ese supuesto super-hombre fue identificado con el Zaratustra de Nietszche. Claro que, a la luz del más elemental razonamiento, podemos descubrir que ese tal Zaratustra era el prototipo de la nulidad existencial del egoísta fracasado, algo así como de alguien a quien no cabe otro recurso que el desesperado consuelo del impotente que derrocha sus pobres y últimas energías, saboreando el romántico y estéril sueño de poder ser lo contrario de lo que es. ¿Y en qué quedaba, entonces, el hombre sin Dios? En una nimiedad, que se desvanece en la inconsistente atmósfera de un mundo absolutamente irreal porque carece de un mínimo soporte lógico. .
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