El Renacimiento, frente al realismo cristiano

Zamora, 5 febrero 2024
Antonio Fernández, licenciado en Sociología

         Abundante es la literatura con la que no pocos panegiristas de lo nuevo por lo nuevo recuerdan al fenómeno del Renacimiento como la "afortunada etapa en la que la humanidad supera las tenebrosidades de los siglos obscuros".

         Sobre la pléyade de los llamados humanistas del Renacimiento, presuntos descubridores de una hasta entonces desconocida faceta de la dignidad humana, resalta la personalidad de Giovanni Pico della Mirandola, muerto a los 31 años.

         Educado en la nueva Academia de Florencia, Mirandola se revela pronto como un prodigio de erudición con asombrosa capacidad para entretejer las teorías más encontradas, expresadas en un musical lenguaje muy al gusto de la época. En 900 tesis presentó su idea del "hombre infinito" al que otorga la capacidad de renovarse volviendo eternamente atrás hacia un supuesto crisol en el que se produciría la síntesis de lo más bello legado por el espíritu griego y las religiones cristiana y judía.

         Claramente inclinado por lo más vacío de contenido moral, resalta Mirandola al tipo griego como a la más elocuente expresión de lo humano. Apenas disimula su intención de introducir en el martirologio romano a los dioses y héroes de la antigüedad mientras pretende identificar con la quinta esencia del universo a ese hombre nuevo, él mismo, que sueña con hacerse un igual a Dios. Probablemente, su temprana muerte le hizo entrar en razón, o por lo menos así lo ve Papini, el cual le hace decir en su Juicio Universal:

"En la filosofía veía la conquista de la omnisciencia; en la magia, el camino hacia la omnipotencia; en la fe y en el éxtasis, los escalones para la unión con Dios. Mi sueño era digno y grande, el más sublime que un mortal pueda soñar, pero no supe escoger el sendero justo y exacto. Era demasiado docto, demasiado filosofante, demasiado sofista, demasiado hechizado por la erudición y la dialéctica. Y ahora, que todo está terminado y Dios tiene delante de sí los corazones de los vivientes en la carne nueva, tengo la esperanza de que mi sueño terreno no fuese del todo un mero sueño ¿Qué oración podré elevar al Amado que perseguí tan furiosamente con la hojarasca de las palabras?".

         En las divagaciones de Mirandola en torno al mito "hombre nuevo", lo aparente achica a lo real. Si resultaba atrayente romper con el envejecido orden feudal, basado en la "jerarquía de sangre", y archivar anquilosados valores cultivados por una sociedad cerrada sobre sí misma y, por ello, sometida a la rutina y a los caprichos de una autoridad respaldada por la fuerza, pudo y debió hacerse en una rigurosa línea de respeto a la realidad cuyo centro de referencia, lo sabemos bien, no es el arte en el manejo de las palabras, y sí la personal aportación que corresponde a cada ser humano.

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         El Papa Sixto IV, más señor de este mundo que vicario de Dios en la Tierra, dejó obligado paso a su sucesor el 12 agosto 1484. En el subsiguiente cónclave de 32 cardenales, rivalizaban por el poder Rodrigo Borja (papa de 1492 a 1503, con el nombre de Alejandro VI) y Giuliano de la Rovere (papa de 1503 a 1513, con el nombre de Julio II), pero la elección recayó en el acomodaticio Giovanni Battista Cibo, que gobernó a la Iglesia de 1484 a 1492 con el nombre de Inocencio VIII.

         Inocencio VIII no tuvo el menor reparo en hacer ostentación de abundantes devaneos juveniles: de entre los muchos hijos ilegítimos que se le atribuyen, han pasado a la historia Teodorina y Francesco, cuyas bodas negoció desde su posición de jefe de la Iglesia y se atrevió a celebrar en el Vaticano. Al respecto, el reputado erudito e historiador cardenal Egidio de Viterbo ha dejado escrito: "Inocencio VIII ha sido el 1º papa que ha hecho ostentación de sus hijos, que ha celebrado públicamente sus bodas; ¡si al menos este inaudito proceder no hubiera tenido imitadores!".

         Fueron bodas al uso de las conveniencias y formalidades políticas de la época. Teodorina fue casada por su padre, el papa, con un patricio genovés llamado Gerardo Usodimare y Francesco, que pasaba de los cuarenta, con Magdalena de Médicis con no más de 14 años de edad, pero ya valiosa prenda de cambio para su padre, el propio Lorenzo el Magnífico, quien a cambio de la mano de la niña y una cuantiosa dote, requirió y obtuvo del papa el capelo cardenalicio para otro de sus hijos, Giovanni Lorenzo de Médicis, entonces con trece años de edad, el mismo que, con el nombre de León X llegó a papa sin haber cumplido los 40 años.

         Así se escribía la historia en aquellos tiempos en los que el poder eclesiástico, a diferencia de lo que fue en las más ejemplarizantes etapas de la historia y que debiera ser en todo tiempo y lugar (recuérdese una vez más lo de "al césar lo que es del césar, y a Dios lo que es de Dios"), llegaba a confundirse con el poder político, tan condicionado él tanto por la fuerza de las armas o por el afán de lucro como por el talante del papa, emperador, rey, príncipe, duque, caudillo o condotiero de turno.

         Por lógica proyección de los nuevos condicionantes de la cultura y del comportamiento de los mentores de la vida social, la sociedad entera asiste a una revolucionaria alteración de la escala de valores. Asistimos al desarrollo de un individualismo cuyo patrón es el "uomo singolare", rico y poderoso, en cuya conciencia priva la fuerza sobre el derecho, la voluntad sobre la razón, los convencionalismos sobre los principios morales.

         A tenor de ello, no es de extrañar que se cultive el deporte de la especulación abstracta, en que se alimenta la deserción o irresponsabilidad social de no pocos intelectuales y que, sin claros ejemplos de austeridad y otras virtudes por parte de la jerarquía, para muchos de los cristianos de base política y moral cobren atractivo merced a los oropeles del aparente prestigio social.

         En tales circunstancias, no es de extrañar que, junto con la justa llamada de atención de los buenos pastores, surgieran predicadores de oficio con intereses personales yuxtapuestos a encendidas prédicas sobre tal o cual flagrante injusticia. ¿Fue éste el caso del monje dominico Girolamo Savonarola?

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         Al mes de fallecimiento de Eugenio IV, "un papa a quien la historia puede contar entre los más grandes" (según Moncelle), ocupó la silla de Pedro como nº 207 de sus legítimos sucesores: Nicolás V, nacido como Tomás Parentucelli.

         De inteligencia extraordinariamente despierta, Parentucelli recibió una esmerada educación hasta que, por el fallecimiento de su padre, a sus 17 años verse obligado a dejar sus estudios en la Universidad de Bolonia y pasar a Florencia en donde fue recibido por la familia Albizzi como tutor de sus hijos.

         Ello le facilitó el trato y el darse a conocer entre las modernistas corrientes de eruditos hasta que logró llamar la atención de Nicolás Albergati, obispo de Bolonia, quien le hizo su bibliotecario a la par que le animó a no descuidar su formación tanto profana como teológica de forma que, a partir de 1422, ya estaba preparado para cumplimentar misiones de buen entendimiento en viajes por Alemania, Francia e Inglaterra, que aprovechó para hacerse con toda clase de libros, muchos de ellos con notas propias en márgenes, con los que logró formar la más nutrida biblioteca de la época.

         Esto le valió darse a conocer a Eugenio IV, que le nombró obispo de Bolonia al fallecimiento de Albergati, desde cuyo puesto siguió con sus contactos y viajes por toda Europa en cordial sintonía con la Sede Apostólica a despecho de la actitud de los llamados conciliaristas que, como hemos recordado, ponían en tela de juicio el tradicional orden jerárquico de la Iglesia. Nombrado cardenal en 1446, fue elegido papa en el cónclave subsiguiente a la muerte de su antecesor el citado Eugenio IV, el artífice del más serio intento medieval de la unificación de todas las iglesias cristianas.

         A raíz de su coronación, Nicolás V concibió el hacer de Roma el sitio de monumentos, casa de la literatura y el arte, baluarte del papado y la digna capital del mundo cristiano desde la óptica del modernismo renacentista, según el cual, debían desvanecerse las sospechas de herejía sobre no pocos de los acreditados maestros de la antigüedad pagana, de forma que un Aristóteles o un Cicerón bien pudieran equipararse con reconocidos padres de la Iglesia en cuanto calidad de expresión y juicio crítico sobre todo lo que no contradijera la verdad evangélica.

         Tal fue el empeño de Nicolás V en ese sentido que, a expensas del mármol del Coliseo en ruinas, se inició la magnífica reconstrucción del Vaticano con especial cuidado para la Basílica de San Pedro, en el futuro, principal centro de atención de toda la cristiandad. Para ello Nicolás V decía estar movido por el afán de "fortalecer la fe débil de la población por la grandeza de lo que se ve".

         Se atribuye al papa Nicolás V el primero y más abierto apoyo eclesial a una especie de humanismo híbrido (a medias teocéntrico y a medias antropocéntrico), en el cual tanto contaba la gracia de Dios como la plena suficiencia humana, presupuesto inapropiado en el representante de Cristo en la tierra y no del todo conforme con aquello de "buscad el Reino de Dios y su justicia, y el resto se os dará por añadidura" (Mt 6, 33).

         Al respecto, cabe puntualizar la obsesión de Nicolás V por ser el primero en todas las ramas de la erudición, tanto que su amigo y sucesor, el cardenal Eneas Silvio Piccolomini dijo de él: "Lo que no sabe está fuera del alcance del conocimiento humano".

         En esa actitud papal tuvo bastante que ver la estrecha colaboración del célebre Lorenzo Valla, un innovador filósofo que presumía de colocar en un mismo plano moral a Santo Tomás y a Aristóteles, lo que, de alguna forma, daba alas al relativismo que empezó a encontrar cabida entre los poderosos de entonces de forma que, en el año 1452, Nicolás V emitió la bula papal Dum Diversas, que concedía al rey de Portugal el derecho de reducir a la esclavitud a cualquier "sarraceno, pagano y cualquier otro incrédulo", que se resistiera a ser bautizado.

         Fue la vergonzante legitimación del comercio de esclavos, iniciado por los portugueses con las expediciones de Enrique el Navegante en su búsqueda de una ruta marítima hacia la India, financiada gracias al inmisericorde tráfico de los esclavos africanos.

         Tras la caída de Constantinopla a manos de los turcos otomanos (ca. 1453), esta aprobación de la esclavitud fue reafirmada en nueva bula papal. Fue la Romanus Pontifex, en la que, entre diversas consignas y consideraciones, se expresa lo siguiente:

"Recientemente llegó a nuestros oídos que nuestro dilecto hijo y noble varón el infante Enrique de Portugal, abrasado en el ardor de la fe y en el celo de la salvación de las almas, aspira ardientemente a que el nombre del gloriosísimo Creador sea difundido, así como a que los enemigos de la milagrosa cruz, es decir los pérfidos sarracenos y todos los otros infieles, sean atraídos al gremio de su fe.

Por su esfuerzo e industria hacía navegable el referido mar hasta los indios, que según se dice adoran el nombre de Cristo, de manera que pudiese moverlos en auxilio de los cristianos contra los sarracenos y los otros enemigos de la fe, así como hacer guerra continua a los pueblos gentiles o paganos que por allí existen profundamente influidos de la secta de Mahoma.

Después de ello, muchos guineos y otros negros, capturados por la fuerza, y, también, algunos por cambio con cosas no prohibidas o por otro contrato legítimo de compra, fueron traídos a estos reinos citados, de los cuales, en ellos, un gran número se convirtieron a la fe católica.

Quien hiciere lo contrario de esto, además de las penas promulgadas en derecho contra los que llevan armas y otras cosas a cualesquier sarracenos, en las cuales queremos que incurran por el solo hecho, si fuesen personas singulares, incurran en sentencia de excomunión: y si fuesen comunidades, villa o lugar quede sujeta por los mismo a entredicho".

         Este papa, al que los historiadores ven equidistante entre la tradición evangélica y las sugerentes corrientes del Renacimiento, no vivió lo suficiente para ver tanto el efecto de sus bulas sobre la esclavitud de musulmanes y paganos como los desconciertos de la revolución cultural (el llamado Renacimiento) financiada, en principio por los príncipes mercaderes florentinos y promovida por los eruditos griegos exiliados (y a la que, por lo que de él sabemos, dedicó no menos afición que a sus prácticas religiosas).

         Enfermo de gota, Nicolás V falleció el 24 marzo 1455, y tras el preceptivo cónclave (8 abril 1455) fue sucedido por el cardenal español Alfonso de Borja, que adoptó el nombre de Calixto III.

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         La elección de Calixto III fue muy mal recibida por los romanos, acomodados testigos de la secular rivalidad entre los Orsini y los Colonna, y los italianos en general, temerosos de que el nuevo pontífice contribuyese a incrementar la influencia española en toda la península italiana.

         Alfonso de Borja, es decir, Calixto III pertenecía a una familia de la pequeña nobleza de Játiva, lo que le permitió una esmerada educación que pronto fructificó en unas extraordinarias dotes naturales que llamaron la atención del entorno del singular Pedro Martínez de Luna, conocido como el Papa Luna o, más propiamente, como el antipapa Benedicto XIII, quién le facilitó el inicio de una carrera eclesiástica, en la que pronto demostró saber navegar en beneficio propio no sin darse a conocer al rey Alfonso V de Aragón, el cual le tomó a su servicio como jurista y diplomático de alto nivel.

         A la muerte del Papa Luna, Alfonso de Borja siguió en el cisma bajo las órdenes de Gil Muñoz, nuevo anti-papa con el nombre de Clemente VIII, hasta que éste se sometió a Martín V (legítimo vicario de Cristo) y él hizo lo propio a la par que facilitaba la reconciliación entre Alfonso V y el papado (dándose a valer como hombre de paz, a consecuencia de lo cual logró el capelo cardenalicio de la mano de Eugenio IV, sucesor de Martín V).

         A partir de ese momento estableció su residencia en Roma, manteniéndose neutral y alejado de las disputas entre los Orsini y los Colonna y distinguiéndose entre los demás dignatarios de la Iglesia, por su aplicación a la rigurosa administración y por cierta ejemplaridad en la vida privada, ello sin dejar de preocuparse por la propia familia, tal como veremos más adelante.

         Una de sus primeras medidas como papa fue una bula de Cruzada (15 mayo 1455) para achicar el poder turco-musulmán, crecido desde la toma de Constantinopla dos años atrás. Para sufragar parte de los previsibles gastos, vendió buen número de los incunables de la biblioteca de Nicolás V, algunas obras de arte, y buena cantidad de objetos de oro y plata, a la par que invitaba a hacer lo propio a las más ricas cortes de la cristiandad.

         Fueron los obispos alemanes los que más se distinguieron contra lo que llamaron gravamina, mientras la Universidad de París apelaba a un concilio universal, que convalidara la Cruzada. Con todo ello, la reacción cristiana contra el creciente poderío musulmán no alcanzó mayores frutos que alguna que otra derrota de los musulmanes por parte del legendario príncipe albanés Jorge Castriota, apodado Scanderberg por los propios otomanos como reconocimiento a la categoría militar de un Alejandro, recordado por ellos como Iskamder Bey.

         La historia nos dice que, también a poco de iniciar su mandato papal, Calixto III decidió rehabilitar la memoria de Juana de Arco, la joven campesina de Orleans que, por inspiración divina, logró las más celebradas y decisivas victorias de los franceses contra los invasores ingleses en la calamitosa Guerra de los Cien Años (1337-1453), lo que, además del visceral odio de los vencidos, la ocasionó la envidia de los mediocres de su propio bando.

         Es la misma historia la que nos muestra que la memoria de esos, y algunos otros aciertos del papa Calixto III, ha sido muy obscurecida por la pretensión de convertir en absoluto poder político el poder espiritual reconocido entonces por la práctica totalidad de la cristiandad.

         Calixto III reclamará con ardor los derechos temporales de la Iglesia sobre los príncipes que, según él, tenían que rendirle homenaje. Se enfrentó, de manera muy particular, con quien había sido su señor, con Alfonso V de Aragón, por la investidura de reino de Nápoles el cual reivindica el papa como feudo pontificio. Nada más morir Alfonso V, Calixto III negará la investidura napolitana al hijo bastardo de aquel, al príncipe Ferrante, y dará por extinguida la cesión del reino a la dinastía aragonesa.

         La muerte del papa, la cual acaeció poco después de la de Alfonso, salvó el trono de Ferrante, no sin que tanto él como su descendencia tuvieran que defenderlo contra los pretendientes angevinos, contra los nobles napolitanos que hacían causa con éstos y, finalmente, contra el propio rey de Francia e, incluso, contra Fernando el Católico, a causa, precisamente, de la escurridiza legitimidad de una corona que, al fin y al cabo, era legalmente feudataria de la Santa Sede.

         También la historia pone especial relieve en el descarado y sucio nepotismo en el que, en el que al igual que otros poderosos eclesiásticos de aquel tiempo, incurrió Calixto III. Tres de sus sobrinos carnales fueron los principales beneficiarios: Pedro Luis y Rodrigo, hijos de su hermana Isabel (casada con Godofredo de Borja) y Luis Juan de Milá y Borja (hijo de su hermana Catalina, casada con Juan de Milá).

         Pedro Luis fue nombrado capitán de la guardia pontificia, guardián de Sant Angelo y prefecto de Roma. Su mediocridad y frecuentes abusos le ocasionaron la animadversión general hasta el punto de sufrir un atentado mortal al mes del fallecimiento de su tío y valedor. Mejor suerte tuvieron Rodrigo y Luis, los cuales encontraron muy fácil el camino hacia las más altas cumbres de la carrera eclesiástica, siendo Rodrigo el que sacó mayor partido en cuanto, tras 4 sucesivos papados, llegó a la cúspide de la Iglesia con el nombre de Alejandro VI.

         Cabe la salvedad de que de que este último, a quien nos referiremos de nuevo en el siguiente capítulo, superará con creces las flaquezas, la probable simonía y el nepotismo de su tío, es decir, de Alfonso de Borja, el cual, tal como venimos diciendo, gobernó a la Iglesia Católica durante 3 años con el nombre de Calixto III (1455-1458).

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         El 6 de agosto de 1458, fecha en la que fallece Calixto III, el cardenal Rodrigo Borja había cosechado una serie de importantes adhesiones y disponía del prestigio y la influencia necesaria dentro de la institución eclesiástica para asegurar su prevalencia dentro de las altas esferas del poder en la curia romana, no sin maniobrar en la resolución de los asuntos de mayor importancia para el bien o mal de la cristiandad, ello sin abandonar no pocas de las paganas actitudes anejas al humanismo antropocentrista del Renacimiento.

         Es desde esa óptica como se ha de calibrar el nombramiento papal del escritor de frivolidades y clérigo Eneas Silvio Piccolomini, nº 210 de la Iglesia Católica, con el nombre de Pío II, cuyo pontificado se caracterizó por su persistente empeño en hacer ver que el poder político de los príncipes, que se llamaban cristianos, en todo y para todo, estaba sujeto a su propia voluntad, pretendiendo, incluso, que así fuera reconocido por el poderío musulmán.

         Prometió aceptar al sultán otomano Mehmet II y sus sucesores como legítimos herederos del Imperio Bizantino, lo que era tanto como continuadores del Imperio Romano de Oriente, a cambio de declararse formalmente cristiano y facilitar la conversión de todos sus súbditos. Como era de esperar, el emperador turco tomó como ofensa tal proposición.

         Acciones positivas de su pontificado se han de recordar la retractación pública de sus escritos de juventud, entre ellos la licenciosa novela Historia de dos Amantes, especie de autografía que venía a ser un homenaje al amor sin ataduras morales, y una categórica condena de la esclavitud, calificada por él como magnum scelus (lit. grandísimo crimen).

         Fallecido el 14 agosto 1464, Pío II fue sucedido por el veneciano Pietro Barbo con el nombre de Pablo II, a pesar de que, llevado por la torpe y coqueta egolatría del que se considera dotado de inigualables cualidades físicas, había expresado su deseo de llamarse Formoso (es decir, hermoso), lo que fue considerado inadmisible vanidad por parte del Colegio Cardenalicio.

         De este papa se cuenta que era "amante del lujo, del placer y de los espectáculos, que hubo de mantener a base de subir los impuestos a los judíos y vender responsabilidades de prestigio", ello no sin haber prometido y pronto olvidado austeridad y supresión del nepotismo, del que también dio algunos ejemplos.

         Tras 7 años sin nada positivo que resaltar, falleció Pablo II, siendo sucedido el 9 agosto 1471 por Francesco della Rovere, con el nombre de Sixto IV. Dotado de gran memoria, sensibilidad artística y especial afición al estudio, fue calificado entonces como "doctor acutissimus" (lit. doctor agudísimo), e inscrito en la historia de la Iglesia como el nº 212.

         Miembro de una de las más acaudaladas familias italianas, había ingresado muy joven Della Rovere en la Orden Franciscana, en la que fue nombrado ministro general (ca. 1464) para, 3 años más tarde, recibir de Pablo II el capelo cardenalicio, hasta la referida elección como Sumo Pontífice en 1471.

         Fueron 13 años de un pontificado con algunas luces y no pocas sombras. Entre las luces, destaca la proclamación de María, madre de Dios, como Inmaculada Concepción, a celebrar todos los sucesivos 8 de diciembre. Y entre las sombras, la práctica de liviandades de corte pagano y la solapada mercantilización de algunos altos cargos, reservando los más apetitosos para la propia familia con lo que incurrió en el más desenfrenado nepotismo.

         En efecto, incurrió Sixto IV en el nepotismo. Nombró en cargos de autoridad y de ingresos a más de 25 sobrinos y parientes, entre ellos 8 cardenales (entre ellos, Giuliano della Rovere, futuro Julio II). Casó 2 sobrinos con princesas bastardas de Nápoles, uno 3º con la heredera del Ducado de Urbino y otro 4º con los Sforza de Milán. Todo tan rápidamente, y en tan poco tiempo, que nadie llegaba a hacer el recuento de aquella parentela.

         Aún hay algo más de lo que ese papa resultó aparecer como inigualable maestro: el situar una ostentosa devoción hacia las letras y el arte, en abierta rivalidad con los príncipe mercaderes de Florencia y muy por encima de la devoción a la cruz.

         Además de sus muchas trifulcas y rivalidades con diversos príncipes de este mundo, fue Sixto IV uno de los principales artífices del Renacimiento, siendo especialmente aplaudido por el embellecimiento de Roma con obras que llevan su nombre (como la Capilla Sixtina, para cuya realización contó con los más acreditados artistas de su tiempo).

         Sixto IV falleció el 12 agosto 1484, y fue sucedido por uno de los cardenales que él mismo había nombrado en razón de la nobleza de su origen: Giovanni Batista Cybo, más conocido como Inocencio VIII, perteneciente a una familia de la nobleza genovesa que, ubicada en el reino de Nápoles, había prosperado a favor de los servicios prestados al rey Alfonso V de Aragón.

         Mal estudiante, aunque solícito cortesano, Giovanni contó con los apoyos suficientes para progresar en la jerarquía eclesiástica, haciéndose con un destacado puesto de la curia romana hasta llegar al solio pontificio. A él se debe el título de Reyes Católicos que otorgó a Isabel I de Castilla y a Fernando II de Aragón, en reconocimiento a la decidida campaña por expulsar a los musulmanes de España.

         Llevado por una espontánea y fantasiosa manera de entender su responsabilidad, de su pontificado se destaca la convocatoria de una cruzada contra los turcos, a la que nadie hizo el menor caso al estar unos y otros enzarzados en luchas, las más de las veces por nimios motivos.

         Muy discutible fue su bula Summis Desiderantes Affectibus, por la que derogaba el canon episcopi del 906, en el que la Iglesia sostenía que la mera creencia en las brujas era una herejía (gracias al cual, los más fanatizados sañudos vieron razones para emprender vergonzosas cazas de brujas). En ese orden de cuestiones, cabe recordar que reafirmó el papel represor de la cruz.

         Fue en el tiempo de este papa cuando logró rápido, excepcional y efímero brillo académico el superdotado joven renacentista Pico della Mirandola, el cual, además de las lenguas entonces corrientes, hacía ver que dominaba griego, árabe, hebreo y caldeo, y se presentaba como uno de los pocos cristianos capaces de leer e interpretar la Cábala, el Corán, los oráculos caldeos y los diálogos platónicos según sus textos originales. Con ese bagaje, en 1486, ese original personaje publicó sus Conclusiones Filosóficas.

         Por lo demás, se dice de él que, si bien incurrió Inocencio VIII en gravísimos casos de simonía y nepotismo, no fue tan hipócrita como alguno de sus predecesores en cuanto, tal como hemos recordado al principio de este capítulo, no llamó sobrinos a sus 2 hijos naturales a los que labró el más brillante porvenir de que fue capaz.

         A Francesco Cybo casó con Magdalena de Médici y Orsini, hija de Lorenzo el Magnífico (el cual, en contrapartida, exigió el capelo cardenalicio para su hijo Giovanni, que no contaba más que 13 años (el futuro León X), y a Teodorina con el acaudalado Gerardo Usodimare, a través de un matrimonio pomposamente celebrado en el Vaticano.

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         Fueran cuales fueran las torpezas morales de Inocencio VIII, éstas fueron ampliamente superadas por el subsiguiente papa de la Iglesia: el ya citado Rodrigo de Borja, papa nº 214 con el nombre de Alejandro VI, de cuyo coronamiento se llegó a decir: "Si grande fue la Roma de los césares, ésta de los papas es mucho más. Aquéllos solo fueron emperadores, éstos son dioses".

         Sucedía esto porque había cobrado extraordinario valor una pagana y paganizante perspectiva, en la que se pretendía abrir paso a una nueva era en la que lo considerado como verdaderamente humano no fuera lo que seguía la pauta tan elocuentemente mostrada por el Hijo de Dios y su evangelio sino "el brillo académico, la humillación del adversario y la insustancial añoranza de las teológicas" (más conocidas como las 900 Tesis de Mirandola, de las cuales 400 habían sido consideradas heréticas por el propio Inocencio VIII).

         Tal como hemos recordado en precedentes capítulos, los más resabidos exegetas del humanismo renacentista poco o nada hablaban de Jesucristo, y mucho de los recientes éxitos mercantiles y de las viejas y pobres glorias de tiranos, caudillos y grandes hombres de la Antigüedad (de los que se envidiaba todo lo que les distinguía de los hombres vulgares, incluida la parafernalia pagana de que supieron adornarse).

         Se trataba de un soberbio disparate, incluso para el propio Maquiavelo, el cual llegó a reconocer en sus Discursos que "los estados y las repúblicas cristianas estarían más unidos y serían mucho más felices de lo que son si sus príncipes obraran de acuerdo con la ley de Dios".

         Sucede ello cuando, a remolque de lo que se ha llamado Renacimiento, muchos intentaron situar a los valores cristianos por debajo de conceptos tan paganos, como el buen vivir a costa de lo que sea, el arte por el arte, el responder con odio al odio, el glorificar el triunfal uso de las armas para aplastar o someter al débil... Fue el enaltecimiento del "uomo singulare", que triunfaba en las batallas y administraba como nadie las vanidades de este mundo.

         Además de reconocido representante de Cristo en la tierra por toda la cristiandad católica, el papa era soberano civil de Roma a la par que señor feudal de los Estados Pontificios, muchos de ellos regidos por familias más pendientes del propio engrandecimiento que del servicio a la Iglesia.

         Sin especial vocación religiosa, Rodrigo fue cubriendo los más altos puestos de la jerarquía eclesiástica gracias al descarado nepotismo de su tío Alfonso de Borja, el cual había ocupado el solio pontificio con el nombre de Calixto III. Gracias a él, Rodrigo fue incorporado al servicio de la Iglesia, sin que la cuestión de la vocación fuera tomada en cuenta para nada.

         Se le procuró una esmerada formación culminada con el estudio de leyes en la Universidad de Bolonia como paso previo para recibir del papa (su tío) el capelo cardenalicio en 1456, a la edad de 25 años, y ser nombrado vicecanciller de la Iglesia Romana un año más tarde, manteniéndose en tan alta posición durante no menos de 35 años, a lo largo de 5 sucesivos papas: Pío II, Pablo II, Sixto IV e Inocencio VIII.

         Según se contaba, en el joven Borja se combinaban "una rara prudencia y vigilancia, una reflexión madura, un maravilloso poder de persuasión, una habilidad y capacidad de conducir los asuntos más complicados", tanto más objeto de consideración social cuanto era de admirar, principalmente, por las damas su "apuesta e imponente figura, su actitud alegre, su chispeante conversación y su dominio de la refinada galantería".

         Con tales dotes personales, una desmedida ambición e imbuido del pagano "vivir a tope y deprisa" (carpe diem), tan intensamente desarrollado por el modernismo renacentista, el cardenal Borja (ya era conocido así) se aplicó a sacarle a su circunstancia el máximo jugo crematístico hasta convertirse en uno de los hombres más ricos de su época y, a tenor de ello, distinguirse por su afición al lujo y a una desmedida disipación mundana, facilitada por las considerables rentas de las múltiples canonjías y obispados de los que iba siendo titular. Y todo ello, sin dejar de hacer ver que seguía siendo un "hombre de Iglesia".

         De sus relaciones con una alegre damisela, cuyo nombre no ha pasado a la historia, vino al mundo Pedro Luis de Borja, el 1º de sus 5 hijos reconocidos y legitimados. Los otros 4, todos ellos de la misma madre, fueron Juan, César, Lucrecia y Jofre.

         Esa madre había sido Giovanna de Candia, condesa de Cattanei y más conocida como Vannozza Cattanei, la misma que pasa por ser la principal y más duradera de las muchas amantes que tuvo Rodrigo, al parecer, con el consentimiento de alguno de sus 4 maridos, una aquiescencia oficial acreditada históricamente y reflejada en el hecho de que Juan, el primogénito de la pareja, es conocido como Juan de Borja y Cattanei.

         Se cuenta que, a poco de ser elegido papa, Vannozza se vio un tanto relegada a favor de otras amantes del descocado Rodrigo, y que a la muerte de éste en 1503, y hasta su propia muerte 15 años después, trató de encontrar en el recogimiento y la piedad la tranquilidad de conciencia.

         Sin necesidad de extendernos por el fárrago de escandalosas historias, y no pocas invenciones que salpican la memoria de nuestro personaje, bien podemos reconocerle innegable singularidad en la triple faceta de padre de familia, príncipe de la Iglesia (cuya posición en el mundo quiso realzar) y soberano temporal de los Estados Pontificios, viéndose a sí mismo como jefe de una facción política al servicio de ambiciones ramplonamente terrenales.

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         Entre los Reyes Católicos de España y el español Papa Borja se mantenía una y fluida y constante comunicación, en la cual no faltaban cumplidos, recomendaciones y, también, alguna que otra queja, aunque, la verdad sea dicha, lo que más destaca la historia es el hecho de que, tras el descubrimiento de América, la sangre española de Rodrigo de Borja (el Papa Borja) tuvo muy claro por donde debía discurrir.

         En las históricas Bulas Alejandrinas, teóricamente orientadas hacia el "tratamiento cristiano de los nuevos descubrimientos", de forma que "la fe católica y la religión cristiana sean exaltadas", se ven claros reflejos de la preocupación de Alejandro VI por realzar la posición de la Iglesia en el mundo.

         Recordemos que Alejandro VI subió al papado el 11 agosto 1492, una semana después del I Viaje de Colón (3 agosto 1492) y 3 meses antes del regreso de Colón con la noticia de haber descubierto un Nuevo Mundo (12 octubre 1492). De hecho, fue el 3 mayo 1493 la fecha del breve Inter Caetera, la 1ª de las 4 bulas alejandrinas. Entre las obras agradables a la divina Majestad y deseables para nuestro corazón, dice en esa bula el papa Alejandro VI que:

"Existe ciertamente aquella importantísima, a saber, que, principalmente en nuestro tiempo, la fe católica y la religión cristiana sean exaltadas y que se amplíen y dilaten por todas partes y que se procure la salvación de las almas y que las naciones bárbaras sean abatidas y reducidas a dicha fe, en las cuales vive una inmensa cantidad de gente que según se afirma van desnudos y no comen carne y que (según pueden opinar vuestros enviados) creen que en los cielos existe un solo Dios creador, y parecen suficientemente aptos para abrazar la fe católica y para ser imbuidos en las buenas costumbres, y se tiene la esperanza de que si se los instruye se introduciría fácilmente en dichas islas y tierras el Nombre de Nuestro Señor Jesucristo.

Por nuestra mera liberalidad y con pleno conocimiento y haciendo uso de la plenitud de la potestad apostólica y con la autoridad de Dios omnipotente que detentamos en la tierra y que fue concedida al bienaventurado Pedro y como Vicario de Jesucristo, a tenor de las presentes, os donamos concedemos y asignamos perpetuamente, a vosotros y a vuestros herederos y sucesores en los reinos de Castilla y León, todas y cada una de las islas y tierras predichas y desconocidas que hasta el momento han sido halladas por vuestros enviados y las que se encontrasen en el futuro y que en la actualidad no se encuentren bajo el dominio de ningún otro señor cristiano, junto con todos sus dominios, ciudades, fortalezas, lugares y villas, con todos sus derechos, jurisdicciones correspondientes y con todas sus pertenencias; y a vosotros y a vuestros herederos y sucesores os investimos con ellas y os hacemos, constituimos y deputamos señores de las mismas con plena, libre y omnímoda potestad, autoridad y jurisdicción.

Y además os mandamos en virtud de santa obediencia que haciendo todas las debidas diligencias del caso, destinéis a dichas tierras e islas varones probos y temerosos de Dios, peritos y expertos para instruir en la fe católica e imbuir en las buenas costumbres a sus pobladores y habitantes, lo cual nos auguramos y no dudamos que haréis, a causa de vuestra máxima devoción y de vuestra regia magnanimidad. Y bajo pena de excomunión latae sententiae en la que incurrirá automáticamente quien atentare lo contrario, prohibimos severamente a toda persona de cualquier dignidad, estado, grado, clase o condición, que vaya a esas islas y tierras después que fueran encontradas y recibidas por vuestros embajadores o enviados con el fin de buscar mercaderías o con cualquier otra causa, sin especial licencia vuestra o de vuestros herederos y sucesores".

         No faltaron ni faltan comentaristas que vieron o siguen viendo que, con esa bula y las que siguieron, el papa hacía poco más que asignar a Castilla el monopolio del comercio con las nuevas tierras, prohibiendo a todos los cristianos navegar a ellas sin licencia de los Reyes Católicos, bajo pena de excomunión. Pero los Reyes Católicos, gracias a tales documentos papales, se vieron con las manos libres para cristianizar América, Fernando II dando preferencia a lo comercial y militar, e Isabel I a lo humano y religioso.

         Si largo y penoso es el camino hasta el reconocimiento de los derechos del hermano de otra religión, raza o color, al que se ha sometido por las armas, es forzoso reconocer que, por lo que toca al Nuevo Mundo, entre tanto atropello e injusticia, muchos de los misioneros que acompañaban a los soldados procuraron ese reconocimiento sobre el cual la Isabel I nunca albergó dudas de forma que, ya cercana la muerte, expresó su voluntad de "evitar toda clase de agravios" a sus súbditos de ultramar. Tal se ve en el Codicilo que la reina hizo añadir el 23 noviembre 1504 al testamento que había firmado en Medina del Campo el 12 octubre 1504:

"Por cuanto al tiempo que nos fueron concedidas por la Sede Apostólica las islas y tierra firme del mar Océano, descubiertas y por descubrir, nuestra principal intención fue al tiempo que lo suplicamos al papa Alejandro VI, de buena memoria, que nos hizo la dicha concesión, de procurar inducir y traer los pueblos de ellas y convertirlos a nuestra santa fe católica, y enviar a las dichas islas y tierra firme, prelados y religiosos y otras personas doctas y temerosas de Dios, para instruir a los vecinos y moradores de ellas en la fe católica, y enseñarlos y doctrinarlos en las buenas costumbres, y poner en ello la diligencia debida, según más largamente en las letras de la dicha concesión se contiene. Por ende, suplico al rey muy afectuosamente, y encargo y mando a mi hija y a su marido que así lo hagan y cumplan, y que éste sea su principal fin, y en ello pongan mucha diligencia, y no consientan ni den lugar que los Indios vecinos y moradores de las dichas Indias y Tierra Firme, ganadas y por ganar, reciban agravio alguno en sus personas ni bienes, mas manden que sean bien y justamente tratados, y si algún agravio han recibido lo remedien y provean por manera que no se exceda en cosa alguna lo que por las letras apostólicas de la dicha concesión nos es infundido y mandado".

         Por supuesto, Alejandro VI, más que de vicario de Cristo Jesús, ejercía de líder político, viéndose a sí mismo como señor de la guerra y acaparador de bienes ajenos para sí mismo y su exclusiva y excluyente familia.

         Quiso hacer ver que aquella su manera de gobernar sus estados venía dictada por un irrenunciable empeño por acabar con las habituales disputas entre los principales reinos cristianos y, también entre la multitud de principados, ducados y repúblicas italianas, incluidos los Estados Pontificios y el Reino de Nápoles, bajo la protección de Roma a causa de tradicionales lazos feudales.

         Este reino de Nápoles había sufrido su particular crisis a la muerte de la reina Juana II de Anjou, la cual, al no tener hijos que la sucedieran, había adoptado y declarado sucesor a su primo René de Anjou, hasta que éste fue destronado en 1443 por Alfonso V de Aragón, que reinó como Alfonso I de Nápoles, en donde residió hasta su muerte. Le sucedió su hijo natural Ferrante I, sucedido a su vez por su hijo Alfonso II, y así durante los siglos sucesivos, dejando el sur e islas de Italia bajo la corona de Aragón.

         Unos años después, había sido en la República de Florencia, mal gobernada por Piero de Médicis (hijo de Lorenzo el Magnífico), donde una buena parte de la población llegó a ver la esperada llegada de los franceses como posibles aliados frente a la tiranía de las grandes familias, muy particularmente a la de los Médicis, lo que prestó alas a su líder principal: el monje dominico Girolamo Savonarola, a quien vale la pena dedicar unos minutos.

         Por lo demás, reinaba en Francia Carlos VIII, que había puesto la vista en Italia y había formado un gran ejército con la intención de aprovecharse de las rivalidades entre unos y otros; en la corte de este último habían encontrado acomodo los desterrados de Roma, Venecia, Nápoles y Florencia, personajes y personajillos que, por recuperar lo perdido, decían ser incondicionales aliados.

*  *  *

         A los 18 años, Savonarola había abandonado los estudios de medicina para enfrascarse en la lectura de libros de piedad, de los que extrajo documentación para, desde una tremendista y apocalíptica visión, escribir su De Ruina Mundi a los 20 años de edad y su De Ruina Ecclesiae, 3 años más tarde. Para él, la Roma de su tiempo, más pagana que cristiana, era una nueva Babilonia en la que tenía cabida la suprema expresión de todos los vicios con un jefe de la Iglesia que había vendido su alma al diablo. Es lo que viene a decir en uno de sus implacables juicios:

"Una Iglesia que devasta, que ampara a prostitutas, mozalbetes licenciosos y ladrones y, en cambio, persigue a los buenos y perturba la vida cristiana no está impulsada por la religión sino por el diablo, al que no sólo se le puede sino que se le debe hacer frente".

         En 1482 Savonarola fue destinado a Florencia, en donde enseguida se hizo popular a base de encendidas diatribas contra todo lo que olía a inmerecidos privilegios. Se cree que el propio Lorenzo el Magnífico acudía a los sermones como a uno más de los espectáculos de la ciudad, sin tomarse en serio las diatribas apocalípticas del fraile a pesar de que, poco a poco, la prédica religiosa se estaba convirtiendo en arenga política con el resultado de dividir a los florentinos en dos partidos: el de los piagnoni o llorones (los fieles a Savonarola) y el de los arrabbiati o enojados (los partidarios de los Médicis).

         Ello quiere decir que, con Savonarola se coló en Florencia el embrión de una revolución social que llegó a tomar consistencia en 1492, año en que murieron Lorenzo el Magnífico y su consuegro Inocencio VIII, sucedido por Alejandro VI (cuya escandalosa vida ya entonces era del dominio público).

         La opulenta y, en cierta forma, liberal Florencia, dejó de ser lo que era con el hijo de Lorenzo el Magnífico, un joven de 20 años llamado Piero de Médici il Fatuo, príncipe mercader por herencia pero no más que la sombra del revés de su padre. Indeciso siempre a la par que débil ante los fuertes y déspota con los humildes, justamente lo que un Savonarola necesitaba para crecerse ante la opinión pública hasta convertirse en líder indiscutible de los desfavorecidos por la fortuna.

         A Florencia llegaron noticias de los planes de los franceses (de luchar por Florencia), y Savonarola entendió que, con ello, le venía pintiparada la ocasión de velar por su propio porvenir. Este fraile que exigía virtud, patriotismo y buena voluntad a sus devotos, no dejaba de alimentar el afán de establecer en Florencia un república presidida por sí mismo aunque ello fuera con ayuda de quien venía en son de guerra.

         Adelantándose a los hechos, introdujo en sus prédicas el anuncio de que un nuevo Ciro venía a poner orden en la caduca y empecatada "sociedad babilónica", y cuando Carlos VIII de Francia pasó por la Toscana, se presentó a él como un aliado necesario con lo que logró el apoyo que necesitaba para derrocar a Piero de Médicis y restablecer el sistema republicano, en el que todos los poderes formales habían de obrar según las estrictas normas que él venía dictando desde el púlpito.

         Claro está que no fue aquella la solución deseada por las personas de sereno juicio y buena voluntad máxime cuando el rey de Francia mostró pronto que, ni mucho menos, encarnaba al príncipe que supedita cualquier particular interés a la gloria de Dios.

         El hecho fue que, durante un breve tiempo, Savonarola trató de imponer por la fuerza las buenas costumbres con implacable persecución a cualquier muestra de "pagana vanidad" y siempre tronando contra la forma de vivir del alto clero, cuyo peor ejemplo, recalcaba siempre, venía dado por quien deshonraba al legado de Pedro con el más indigno de los comportamientos.

         Cuando empezaba a sufrir la deserción de sus partidarios, le falló la protección del francés quien, luego de conquistar Nápoles, hubo de cederlo y retirarse de Italia ante el ímpetu del ejército español comandado por Gonzalo de Córdoba, conocido por todos como el Gran Capitán.

         Llegó un momento en el que la Señoría de Florencia prohibió a Savonarola que hablara en público, cosa que él desatendió olímpicamente, ya ahora atacando sin rebozo los fundamentos de la propia Iglesia, lo que le valió una excomunión de la que no hizo el menor caso.

         Se cuenta que al ofrecerse a la prueba del fuego para demostrar que todo lo que él decía venía respaldado por el mismo Dios, la Señoría le tomó la palabra y mandó disponer una pira de leña encendida en la plaza pública a la que, según se había ofrecido, Savonarola habría de lanzarse con la seguridad de salir ileso por el favor divino. El hecho fue que, en el momento de la verdad, Savonarola convenció a un humilde lego para ocupar su lugar en la confianza de que, bien cubierto el rostro con la capucha, el pueblo no se daría cuenta de la sustitución.

         No fue así, el lego murió abrasado y Savonarola fue apresado, juzgado por hereje y condenado a muerte por estrangulamiento y posterior incineración, lo que se llevó a efecto el 23 mayo 1498, incluso contra el parecer de Alejandro VI, a quien hubiera gustado tratar de convencer al malhadado monje de que estaba dispuesto a darle parte de razón pidiéndole, en contrapartida, menos orgullo y más respeto para los que, aun prisioneros de las debilidades de la carne, no dejan de confiar en la misericordia de Dios.

         Algo así es lo que, en su Juicio Universal, Giovanni Papini, le hace reconocer a Savonarola desde ultratumba:

"Si yo hubiese sido más cristiano, esto es, despojado de todo deseo de poder terreno e inclinado a la humanidad, muy distinta hubiera sido mi vida y mi suerte. Pero llevado del prepotente estímulo de ser el dueño y rector (aunque fuera en nombre de Cristo) de una ciudad, imaginé que en pocos años se podría reducir a vida piadosa y pura un pueblo acostumbrado al lucro, al lujo, al arte, al placer. Allí se hubiera querido un santo y yo no era un santo, y por eso, después de un breve triunfo, la empresa fracasó y fui vencido. Había hecho quemar las vanidades, pero entre aquellas vanidades estaba también la belleza y la sabiduría, y por aquella culpa contra el espíritu fui, también, castigado con el fuego. Logré hacerme príncipe también a mí, pero como los demás príncipes nuevos acaban, de ordinario, bajo el hierro de los conjurados, yo, aunque príncipe cristiano, acabé mi vida entre aquellas llamas con las que tantas veces había amenazado a la ciudad pecadora. Y mi esperanza está toda en Aquel a quien, aunque con demasiado orgullo, quise servir".

         Dicho lo dicho, es de lugar repetir la pregunta de una párrafos más arriba: ¿fue Girolamo Savonarola un pastor dispuesto a dar la vida por sus ovejas, o no pasó de un simple agitador populista sin mayor afán que el de culminar una brillante carrera política al margen de los intereses generales? Y aún más: ¿era verdaderamente realista su línea de radicales reformas a imponer por la fuerza y con supina ignorancia de que el político verdaderamente cristiano es el que aplica a la gestión pública las lecciones de amor y de libertad que dicta el evangelio?

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  Act: 05/02/24        @enseñanzas de la vida            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A