Surgen los burgos, y muchos se hacen burgueses
Zamora,
1 mayo 2022 El comercio feudal del Medioevo pronto amplió sus horizontes, y consiguió hacerse internacional a través de caravanas que cruzaban Europa (de norte a sur, y de este a oeste) y de barcos que seguían el curso de los ríos o abrían nuevas rutas marítimas (en muchos casos, coincidentes con expediciones de guerra). Pero esta organización y equipamiento de caravanas, o el fletaje de barcos, o la creación y mantenimiento de centros de aprovisionamiento y distribución, requería unos recursos más amplios que los que manejaba el mercader itinerante particular. Surge así la necesidad de las operaciones de crédito, a la que se aplican los primeros banqueros, judíos en principio pero poco después, y más sofisticadamente, los genoveses. Pero no hay crédito sin interés, y por eso, y a tenor de los nuevos requerimientos sociales, la Iglesia revisó su propio y viejo criterio de "economía de circuito cerrado", en que era imperativo moral el no capitalizar la miseria ajena. Y lo revisó no porque estuviese mal, sino porque ya le venía estrecho a la nueva situación de los amplios horizontes comerciales. Eso sí, insistió en identificar la usura con el interés. Admitida por la Iglesia la posibilidad de garantizar el dinero prestado (por "conveniencia social"), de forma que se asegurasen los capitales necesarios para al mantenimiento de las empresas, pronto se favoreció la agilidad y la distribución de los bienes materiales. Pero todo esto se hizo sin disciplina en la previsión de las necesidades sociales, de forma que no pocos moralistas fueron, si no en dirección contraria, sí que a remolque de los acontecimientos. Y empezaron a levantarse las rebeldías, y a torcerse las voluntades sociales. Eso dio pie a los desvíos y exageraciones de algunos protestantes, como quedó patente en el fenómeno de los cátaros (lit. puros), que se dedicaron a sacralizar la continencia mientras veían en el desatado afán de lucro el más noble de los impulsos humanos. En todo caso, fueron los ricos comerciantes, y los nuevos banqueros, los más preocupados porque la letra de la Iglesia no fuese interpretada de forma contraria a sus intereses. Y para canalizarla según sus afanes, empezaron a adular al alto clero, financiándoles pomposas ceremonias, distrayéndolos con limosnas y costeándoles vistosos oratorios. Y todo ello porque, según decían ellos mismos, estaban "velando por la educación moral de la sociedad". Eso sí, dichos nuevos ricos debieron confundir a la Providencia divina con una especie de ángel tutelar de su fortuna, porque a lo que verdaderamente aspiraban era a identificarse con los poderes establecidos. Paso a paso, y de forma persistente y paciente, los burgos (o barrios) en que se asientan los comerciantes y banqueros (unos y otros, reconocidos como burgueses) se convierten en centros de poder político, tanto por su privilegiada situación de proveedores (de nuevos lujos y comodidades, tanto para reyes como para obispos y nobles) como por su natural tendencia a comercializar todo lo imaginable (pasando por la "categoría mercantil" más apreciada en aquel tiempo: la administración pública). En los primeros tiempos del desarrollo del comercio, privaba el criterio de que, por encima de las "artes pecuniativae", u oficios de comercio y banca, debían estar situadas las "artes posesivae", o trabajos y oficios directamente relacionados con la producción (responsabilidad de labradores y artesanos). Fue obsesión de la Burguesía alterar tal orden de apreciación hasta lograr que el comerciante o banquero sea aceptado como lo que se llamó un "príncipe mercader". Para llegar a ello se empeñan en monopolizar la función fiscal y, a partir de ahí, ajustar las leyes económicas a su medida. En algunas ciudades e, incluso, estados los nuevos príncipes mercaderes encontraron muy fácil asumir el responsabilizarse de la fiscalidad: para cubrir los créditos que han otorgado a los titulares del poder político solicitan y, en ocasiones, obtienen la patente en el establecimiento y recaudación de impuestos. Hay ejemplos de descarada aplicación del "espíritu de clase" como la que, desde 1354 hasta 1358, impuso en París el preboste de los mercaderes, Etienne Marcel. La base de su fiscalidad, palmario ejemplo de la "ley del embudo", fue un impuesto sobre la renta en razón inversa al grado de fortuna (justo lo contrario de lo que es actualmente y que, lógicamente, debería haber sido entonces). Como bien dijo Regine Pernoud:
Es justamente en Francia en donde fructificarán los primeros juristas burgueses. Encontrarán la más propicia de las ocasiones bajo el reinado de Felipe IV de Francia, quien otorgó a los burgueses más ilustrados el título de "caballero en leyes". A la recíproca, los "caballeros en leyes" consagran como categoría suprema de la escala de valores el culto al estado al tiempo que formulan la necesidad de que todo precepto moral esté supeditado a la razón de estado o ley del más fuerte. No hay para ellos poder espiritual distinto del que emana de la nueva concepción del estado, el cual está facultado, incluso, para reglamentar los actos de culto, considerar a los clérigos de distintas categorías como funcionarios propios, imponerles el contenido de sus homilías... Tal se expresa en documentos de la época como cierto Diálogo entre un Clérigo y un Caballero, cuyo es el siguiente pasaje:
Felipe IV de Francia, que había logrado del acomodaticio Clemente V el traslado de la corte papal a Avignon, se jactaba de tener como vasallo al propio vicario de Jesucristo y sucesor de Pedro. Por demás, encuentra el respaldo de sus soberanas arbitrariedades, en el término "rey por la gracia de Dios" con que le honran sus zalameros juristas. Uno de los sucesores de Felipe IV, Luis XI de Francia, se hizo admitir como "hermano y compañero" en la Gran Cofradía de Burgueses de París, y a todos sus miembros les concede la exclusiva de cargos administrativos (en ocasiones, objeto de pública subasta), y de la Guardia Nacional (cuyo cometido principal fue el de garantizar una exhaustiva recaudación de impuestos). Así será fácil que prenda en alguno de los burgueses la idea de que son el epicentro de la historia tanto que pueden considerarse "ricos y fuertes por la gracia de Dios". Iniciada en Francia, es en Italia, tierra de intereses contrapuestos, en donde más fuerza cobra la revolución burguesa. En consonancia con la acepción de los nuevos valores sociales y al amparo de las tensiones entre angevinos, aragoneses y papado, que se disputan el dominio teórico del Centro y del Sur de Italia, el efectivo poder se singulariza en las comunas, cuyos ciudadanos más ricos se hacen titular señores para transformarse pronto en príncipes que encabezan sus propias dinastías. De ello son ejemplo los Gonzaga de Mantua, los Este de Módena y Reggio, los Montefeltro de Urbino, los Visconti de Milán, los Médicis de Florencia... Todos esos principados actuaron como auténticas oligarquías cuya preocupación principal fue la de excluir de las responsabilidades de gobierno a cuantos no formaran parte de la nueva clase de rentistas, comerciantes y banqueros. .
|