La España que abrió al mundo nuevos horizontes

Zamora, 19 febrero 2024
Antonio Fernández, licenciado en Sociología

         Fue en la España de los siglos VI y VII cuando tiene la más ponderada confrontación entre el arrianismo y el catolicismo, aquel religión oficial de los visigodos y éste forma de vivir de los hispanos romanos.

         La controversia se zanjó con la conversión al catolicismo del rey Recaredo I de Toledo, el cual, en la primavera del año 586, a la muerte de Leovilgildo, su padre recibió la corona del Reino Visigodo, que además de una pequeña parte al norte de los Pirineos comprendía toda la península Ibérica, excepto el reducido reino suevo en el noroeste galaico y una pequeña parte ocupada por los bizantinos en el sudeste.

         Desde pocos meses antes de su fallecimiento, había logrado Recaredo I, desde su Corte de Toledo, una cierta paz entre la minoría goda, de confesión arriana, y la mayoría hispano-romana, de confesión católica. La historia nos dice que, en tan deseable paz, intervino eficazmente una familia excepcional, cuatro de cuyos miembros han llegado a los altares.

         Se trata de los 4 hermanos santos de Cartagena: San Leandro, arzobispo de Sevilla entre el 556 y 596; San Isidoro de Sevilla, que sucedió a su hermano en dicho arzobispado; San Fulgencio, arzobispo de Cartagena, y Santa Florentina, a la que se atribuye la fundación de varias decenas de monasterios según la Regla de San Benito.

         Una vez apaciguadas todas las revueltas subsiguientes a la muerte de su padre, convencido como estaba de que la confesión católica era la verdadera intérprete del legado de Jesucristo, Recaredo I pidió participar en el Concilio III de Toledo, que comenzó el día 4 mayo 589.

         Se reunieron 73 obispos y 5 metropolitanos (de las 5 provincias del reino visigodo), decretaron 3 días de ayuno y volvieron a reunirse el día 7 del mismo mes. Entonces, el rey entregó por escrito su profesión de fe a los obispos, y éstos la aprobaron. Seguidamente, Recaredo I abjuró del arrianismo, seguido por su esposa (la reina Bada), 8 obispos arríanos, los grandes del reino y los servidores de la corte. A partir de entonces, más o menos voluntaria, se inició el pase de los arrianos de la península a la confesión católica.

         Obviamente, no todos los nobles arríanos estuvieron de acuerdo con lo sucedido en este concilio por lo que algunos de ellos, capitaneados por Argimundo, obispo arriano que ocupaba un alto cargo en el palacio del rey, promovieron un complot para asesinar a Recaredo I, lo cual fue descubierto y abortado.

         Como prueba de su catolicismo, Recaredo I, acompañándolo con el regalo de un cáliz de oro y piedras preciosas, hizo llegar un documento de filial acatamiento a su coetáneo san Gregorio I Magno, aquel sumo pontífice que, para sí mismo y sucesores, tomó el título de "siervo de los siervos de Dios".

         Al recibir como respuesta muy significativas reliquias, entre ellas una astillita del lignum crucis, junto con una carta en la que se le pedía hiciera lo posible para superar cualquier desavenencia entre príncipes cristianos, Recaredo I negoció con el emperador Mauricio un Tratado de Amistad, según el cual se le reconocía la soberanía sobre la provincia bizantina del litoral mediterráneo en el sur de España, zanjando así todas las discordias con el Imperio Romano Oriental.

         Los sucesores de Recaredo I fueron eficaces protectores de la nueva religión oficial según las directrices del III Concilio de Toledo, tomado por la historiografía como el inicio de la unidad católica de España hasta el punto de que no faltan historiadores que lo identifican con el nacimiento de la nación.

         A la muerte de San Leandro, el alma mater de la intervención de la Iglesia en la humanización de los asuntos públicos estuvo representada por personajes de la talla de su hermano, San Isidoro, del discípulo de éste, San Ildefonso, de San Julián de Braga más tarde...

         La personalidad de San Isidoro requiere particular atención. En 1º lugar, porque Dios es para él el eje de toda preocupación científica y la piedra angular del edificio de todo acontecer humano. Reniega de toda especulación estéril y busca un hermanamiento total entre ciencia y fe, entre pensamiento y humanización del entorno.

         Auténtica enciclopedia viviente, Isidoro puso de actualidad a Platón, Aristóteles, Cicerón, Séneca... a la par que abrió los caminos del evangelio a los poderosos de la época, siempre con directa proyección sobre el acontecer del día a día, sobre las realidades materiales e intelectuales, que esperan la impronta del convertido para ser cristificadas (es decir, puestas al servicio del hombre). En obras como el Naturaleza de las Cosas muestra Isidoro su preocupación por las aplicaciones positivas de la ciencia de su tiempo.

         Crítico decidido del arrianismo, fue el catolicismo que enseñó San Isidoro de Sevilla una libre vía para romper con viejos atavismos. Tanto en el ámbito de la Iglesia como en la general forma de vivir, fue, sin duda, el más ilustrado, equilibrado y pragmático de los pensadores de su tiempo.

         Consejero de doctores, reyes y papas, a través de la España de entonces, mucho influyó en el complejo mundo que sustituyó al derruido Imperio Romano. Personifica una forma de vivir y lidera una cultura con larga proyección sobre la historia de España.

         Fue destacado protagonista de una ambiciosa transición que, durante unos pocos años y a pesar de las pretensiones de levantiscos oligarcas, convirtió a España en un remanso de paz en el que la mejor herencia espiritual de la antigüedad podía resultar la semilla de un más certero entendimiento de la realidad. Y ello con el destacada participación de reconocidos representantes de la voz del pueblo cristiano, que tal pretendían ser y de hecho eran los padres conciliares por virtud de esa lex in confirmatione concilii, que promulgara Recaredo I.

         Todo a favor de una mejor convivencia entre pueblos, razas y estamentos sociales ya bajo una monarquía hispano-gótica, en lo de costumbres, heredera directa de Grecia, Roma y Gotia, mientras que, en lo de vivencias íntimas, se declaraba abiertamente cristiana en obediencia directa al sucesor de Pedro, en aplicación del necesario entendimiento entre los poderes temporal y espiritual según el dictado evangélico de "dar al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios", a la par que se invitaba a los cristianos a reconocer nuestras limitaciones para apreciar por nosotros mismos la distancia que nos separa del pleno conocimiento de la más simple y cercana realidad.

*  *  *

         Sin salirnos de la historia de aquel tiempo, conviene recordar que, entre los más notables sucesores visigodos de Recaredo I, merecen ser recordados Recesvinto I de Toledo, cuyo principal mérito recordado por la historia fue compilar el Liber Iudiciorum o Código de Recesvinto, un cuerpo de leyes hispano-romanas y visigodas.

         Hasta entonces se empleaba con los godos el derecho consuetudinario del pueblo visigodo (recopilado en el año 475 por el rey Eurico I, en el Codex Euricianus o Código de Eurico) y con los hispano-romanos el viejo derecho romano (recopilado en el 506 por el rey Alarico II en el Breviarium Alaricianum o Breviario de Alarico).

         Por lo demás, Recesvinto I ejerció de supremo magistrado, encargado de hacer cumplir las leyes, entre ellas, la necesidad de diferenciar los bienes que el rey recibía del patrimonio de sus padres o parientes de lo que adquiría por su cargo. Estos bienes sólo podrían pasar a su sucesor en el trono y no a su descendencia familiar.

         Fue así como, desde entonces, la monarquía se rigió por normas legislativas con la ley por encima de los vaivenes políticos o los caprichos del monarca de turno. Ejemplaridad a tener en cuenta, sobre todo en tiempos marcados por injustificados o estériles politiqueos no tan escasos en alguna que otra sociedad moderna.

         También ejemplarizante gestión gubernativa fue la del visigodo Wamba I de Toledo, sucesor de Recesvinto I. Pese a rechazar inicialmente el nombramiento, aunque desde 655 había demostrado honradez y saber hacer bajo su antecesor en el oficio palatino, del que formaban parte los máximos representantes del grupo nobiliario.

         Fueron los propios nobles, a punta de espada, los que le obligaron a aceptar el trono el 1 septiembre 672 en la localidad de Gérticos, llamada Wamba en su honor, donde había muerto Recesvinto. Por iniciativa propia, a fin de que su elección no fuera considerada una usurpación, exigió ser coronado en Toledo, donde fue ungido el 20 de septiembre por el obispo Quirico en la iglesia pretoriense de San Pedro y San Pablo.

         Fue el último rey que dio esplendor a los visigodos. Con su muerte comenzó la decadencia. Su reinado no fue fácil, pues lo pasó casi enteramente sofocando las luchas internas de la nobleza contra la monarquía, los nobles entre sí, los católicos contra los arrianos y la población hispano-romana contra los visigodos. Además tuvo que sofocar sucesivas rebeliones de astures y vascones hasta que, el 672, hubo de plantar batalla y rechazar un nuevo y desconocido peligro: la invasión de norteafricanos o árabes, que intentaron pasar a España por Algeciras.

         Pero fueron las ambiciones de los que antes le habían encumbrado los que terminaron con su ejemplar trayectoria regia: En la Septimania, región de la Galia, el 673 tuvo lugar una revuelta de algunos nobles visigodos encabezada por Ilderico (que se había proclamado rey). Wamba I envió al duque Paulo para sofocarla, pero este inició su propia rebelión en Narbona. Paulo reemplazó a Ilderico y se proclamó a su vez rey en Gerona.

         Ante la situación, Wamba I, que se encontraba combatiendo a los vascones que invadían Cantabria, realiza una operación relámpago y los derrota. Acto seguido acudió al lugar de los hechos y tomó por las armas Tarragona, Barcelona y Narbona, dominando finalmente la sublevación y capturando a Paulo, que tuvo que desfilar por las calles de Toledo con una raspa de pescado en la cabeza, acto que avivó el resentimiento de los conspiradores en la sombra.

         Con ocasión del Concilio XII de Toledo, evento que agrupaba a nobleza y alto clero bajo la presidencia del rey, en la sesión del 14 octubre 680, Wamba I sufrió un desmayo, circunstancia aprovechada por ciertos nobles para considerarle a punto de morir por lo que decidieron vestirle con hábitos religiosos y afeitarle la cabeza (tal como, entonces, era uso en los fallecimientos de los reyes visigodos). Al despertar y encontrarse de esa manera, Wamba I pidió retirarse a un monasterio, en el cual falleció 8 años más tarde.

         Siguiendo la historia, podemos ver que Wamba I fue sustituido por Ervigio I, a su vez sucedido por Egica I, el cual asoció al trono a su hijo Witiza I, a cuya muerte fue coronado Rodrigo I de Toledo, enfrentado a los hijos de Witiza hasta ser derrotado y muerto por los musulmanes en la famosísima batalla de Guadalete (19 julio 711), evento que dio un tremendo vuelco a la historia de toda España e islas adyacentes, incluyendo la Portugal actual.

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         Fue la Batalla de Guadalete (ca. 711) el principio de una dominación musulmana sobre España que duró 374 años, hasta la Reconquista de Toledo (ca. 1085). Se dice que el propio rey Rodrigo I luchó bravamente hasta la muerte luego de ser traicionado por una parte de su ejército que, corrompido por la perspectiva del botín, se pasó a las filas musulmanas bien pertrechadas y dirigidas por el caudillo bereber Tarik ben Ziyad.

         Este tal Tarik era un recién convertido a la religión de Mahoma y actuaba como delegado de Musa ibn Nusair, valí o gobernador árabe del Magreb (que se llamó entonces provincia árabe de Ifriquiya). Tras la Batalla de Guadalete, el propio Musa pasa el estrecho con un poderoso ejército de apoyo.

         Tarik ben Ziyad y Musa idn Nusair (recordado como el moro Muza) siguen con su conquista hasta el 714, en que son llamados por el califa de Damasco para rendir cuentas. Antes Muza ha delegado poder en su hijo Abd al Aziz ibn Musa, quien se consolida como 1º emir musulmán de Al-Andalus, luego de, en sucesivas escaramuzas, haber incorporado al nuevo poder a no pocas acomodaticias autoridades locales, descontentos y mercenarios hasta hacer imposible una sólida resistencia, lo que no le libró de morir asesinado en el 716.

         De la resistencia a la invasión nos quedan los ejemplos de Pelayo I de Asturias, que derrota a Munuza en la Batalla de Covadonga (ca. 722) y la del franco carolingio Carlos Martel, quien, en la batalla de Poitiers cierra el avance de los musulmanes hacia el norte de Europa con la derrota y muerte del emir Allah al Gafiqi, cerrando con ello el avance.

         Es así como se produjo la conversión de Hispania en Al-Andalus, tierra prometida para muchos musulmanes, en especial para los habitantes del Magreb. La invasión hasta las montañas de Asturias había sido facilitada por varias causas que ya hemos esbozado, no siendo la menor la rivalidad entre los hispano-romanos, que siguen haciendo signo de distinción de una más o menos real fidelidad a la Iglesia de Roma, y los que se sienten herederos de los señores godos.

         No pocos de los antiguos señores hispano-romanos se hicieron fieles vasallos de los sucesivos emires, califas y taifas que habían asentado sus reales en la vieja Hispania, ahora llamada Al-Andalus. En cuanto al resto, éste se mantuvo firme en su fe cristiana, heredada de los concilios de Toledo y del legado de la liturgia hispana de San Isidoro (ahora llamada mozárabe).

         Los invasores, por su parte, mitigaron un cierto radicalismo inicial e hispanizaron no pocas de sus costumbres y formas de vivir a la par que aportaban lo incorporado de otras culturas, fundamentalmente lo captado de su contacto con persas, bizantinos y egipcios.

         Podemos hablar, pues, de un evidente fenómeno de ósmosis de indiscutible poder, determinante en el pensar y forma de vivir de estos siglos oscuros (ss. VIII-XI). No tan oscuros como en una buena parte de Europa habían sido en la Hispania de los concilios y godos romanizados, tampoco en Al-Andalus del califato de Córdoba y de los posteriores emiratos de la misma Córdoba, Toledo, Sevilla, Almería, Granada... y mucho menos, en cortes como las de Alfonso X el Sabio.

         En Al-Andalus se luchaba, sí, pero también existían los acercamientos genuinamente humanos y ello hubo de notarse en las relaciones de persona a persona y también en los vínculos de dominio, vasallaje o necesario entendimiento sobre los problemas de la vida ordinaria.

         Hubo un Al-Andalus de las 3 culturas en la que la herencia de los sénecas y apologetas cristianos se fundió con nuevas sensibilidades, desconocidas técnicas y, algo fundamental para la subsiguiente forma de pensar y abordar los problemas del día a día: la importación del semi-olvidado legado de sabios de la talla de un Aristóteles.

         Si nos referimos a las nuevas sensibilidades, no podemos obviar el recuerdo de Ibn Hazm, autor del Collar de la Paloma. Desde la dedicación y voluntaria sumisión hacia una esclava, por encima de cualquier diferencia de clases, esta perla de la literatura hispano musulmana es un delicado tratado en prosa y verso sobre el amor y el libre sacrificio por la persona amada, algo que rompía tabúes de formalismos que hoy llamaríamos machistas y que entonces dieron pie a la legendaria rendición caballeresca tan aludida en las trovas medievales.

         En lo que respecta al legado de Aristóteles, la aportación hispano-judeo-musulmana sí que resultó determinante en el renacer de la filosofía europea. Maimónides, Avicena y Averroes llegarían a ser reconocidos como maestros por el propio Santo Tomás de Aquino, quien estudió a Aristóteles a través de las traducciones y obras de divulgación que de ellos hizo Domingo Gundisalvo, uno de los más destacados miembros de la Escuela de Traductores de Toledo que fundara el arzobispo Raimundo (ca. 1126).

         ¿No es lo dicho suficiente para constatar que es en la España musulmana, Al-Andalus, donde comienza la modernización de Europa? Pero reconozcámoslo sin reservas: si allí hubo un clara simbiosis de culturas, ello fue sin desdén ninguno hacia el legado evangélico, y en ausencia de cualquier tipo de fundamentalismo.

         Los 374 años de permanencia musulmana en España se mantuvieron en el estado permanente de guerra, pero no se estuvo siempre guerreando. En el resto de Europa no había menos conflictos, pero allí de otro carácter más a ras del suelo, en frecuente confusión de valores aunque unos y otros se llamaran cristianos.

         Entre tanto, y mientras Europa cultivaba el trivium y quadrivium, España cultivaba la herencia cultural de San Isidoro de Sevilla y de los concilios de Toledo aliñada con el halo místico que desprende la Ruta Jacobea, convertida por la fe medieval en camino de ascesis para los fieles de toda la Europa cristiana.

         Cuenta, por demás, con lo que, desde la óptica cristiana, puede asimilar de las culturas árabe y judía. Pocos nombres españoles pueden competir con el renombre del agudo y acomplejado Abelardo. Pedro de Compostela (s. XII) podría ser uno de ellos, pues emulando a Isidoro y Agustín considera a la razón como la voz de la conciencia cristiana, y hace de ella un equilibrado y fuerte asidero de su fe.

         Sin duda que las formas de vida de los españoles de entonces, fueran reyes, nobles o plebeyos incluían no pocos de los prejuicios y vicios de la época. Pero sería injusto no reconocer una continua presencia de la conciencia cristiana entre las principales motivaciones de una guerra demasiado larga, plagada de victorias y derrotas pero también con tiempos de tregua y paz en el que fue posible la forja de un peculiar humanismo que da cabida a destacados representantes de las 3 culturas.

         Al respecto, nos atrevemos a apuntar que algunos de los más destacados sabios no cristianos se sintieron más españoles que judíos o musulmanes y sí que identificados con un común proyecto de acción culturizadora que bebe en las fuentes de la nunca muerta cultura griega (con Platón y Aristóteles como indiscutibles maestros) desde una patria también común.

         Maimónides (ca. 1204) entre los judíos, y Averroes (ca. 1198) entres los musulmanes, representan ilustrativos ejemplos. Producto del acercamiento (que no confusión o síntesis) de las tres culturas (las tres en torno al mismo Dios único) fue la llamada Escuela de Traductores de Toledo, patrocinada por el arzobispo Raimundo. Toledo había sido recuperada en 1085 por Alfonso VI, rey de Castilla y, a poco, se convirtió en un singular foco de liberales formas de entenderse entre cristianos, moros y judíos con la difusión de la imperecedera cultura griega como principal argumento.

         El segoviano Domingo Gundisalvo (ca. 1150) fue uno de los más activos promotores de esa nueva corriente cultural, con trabajos propios, traducciones y divulgaciones de los trabajos de los maestros de las 3 culturas. Fue así como en monasterios y centros culturales de Europa se puso de actualidad eso de "Aristóteles a través de Averroes", lo que no dejó de escandalizar a ciertas autoridades académicas muy celosas en la defensa de sus tradicionales posicionamientos intelectuales.

         Sin duda que el peculiar humanismo nacido del acercamiento de las 3 culturas (que no de las 3 religiones, que continuaron firmes en la defensa de las respectivas ortodoxias) tuvo su reflejo en las formas de vivir y hacer la guerra.

         Por ello se puede afirmar que en los enfrentamientos bélicos entre españoles moros o cristianos no había tanto ensañamiento y crueldad como, por ejemplo, evidenciaron las guerras de religión que tanto han abundado en otras latitudes europeas, ello tal vez porque nuestras guerras de entonces, con carácter general, no eran de fundamentalismos religiosos enfrentados (como sí lo fue, por ejemplo, la cruzada contra los albigenses del implacable Simón de Monfort).

         Las batallas de entonces resultaron ser el último medio para recuperar territorios y derechos violenta e ilegítimamente arrebatados o pisoteados. Muchas de esas contiendas y batallas se resolvían con acuerdos sin otra consecuencia que la devolución de territorios o reconocimiento de vasallajes. De ello dieron ejemplo muchos reyes de los distintos reinos españoles (Castilla, Navarra, Aragón...), y muy singularmente el Cid Campeador.

         Notable excepción a esa manera de hacer la guerra fue la Batalla de las Navas de Tolosa, que no fue propiamente una batalla entre españoles cristianos o moros, sino un radical enfrentamiento entre la Cristiandad y el Islam, sin otro proyecto que el de someter a sangre y fuego tanto a los cristianos como a los reinos musulmanes.

         En la Batalla de Alarcos los almohades infringieron una 1ª y severa derrota al rey castellano Alfonso VIII de Castilla. Envalentonados por ello, hicieron venir considerables refuerzos hasta formar un compacto ejército capaz de romper cualquier resistencia de los reinos cristianos, un tanto desavenidos por cuestión de intereses o pleitos de familia.

         Alfonso VIII hizo llegar al papa una angustiosa llamada de socorro, a la que respondió Inocencio III con la convocatoria de una cruzada, que habría de hermanar a reyes y caballeros cristianos hasta la definitiva conjuración del peligro.

         Salvando sus diferencias, respondieron a la convocatoria los reyes Sancho VII de Navarra, Pedro II de Aragón y Alfonso II de Portugal, el señor de Vizcaya López de Haro, los líderes de las órdenes militares de Santiago, Calatrava, Temple y del Hospital, y, también algunos caballeros de Francia e Italia, que ya habían participado en anteriores cruzadas. Sobre estos últimos se ha de reseñar un comportamiento poco ejemplar.

         Alfonso VIII de Castilla había recabado del arzobispo de Toledo (Jiménez de Rada) una bula de excomunión para todo aquel que incurriese en ensañamientos sobre los vencidos o saqueos de las poblaciones conquistadas, lo que provocó el abandono de una buena parte de las mesnadas ultramontanas que, seguramente, no venían más que en búsqueda de un rico botín. En consecuencia, la parte cristiana estuvo exclusivamente representada por españoles.

         Fue el 16 julio 1212 cuando se enfrentaron ambos ejércitos en la explanada de las Navas de Tolosa, hasta la aplastante derrota de los almohades, con destacada participación de Sancho VII de Navarra (apodado desde entonces el Fuerte, por haber roto la línea defensiva que formaban 10.000 esclavos encadenados en torno a Miramamolín, el caudillo musulmán, el cual se apresuró a huir sin hacer frente con su guardia personal).

         Fue una contundente y limpia victoria cristiana en la que, bajo la vigilancia del rey Alfonso VIII y del arzobispo Rada, todos los participantes procuraron no incurrir en los excesos habituales en batallas de ese carácter y envergadura. Creemos destacable este comportamiento, que choca con el seguido en la mayoría de los sangrientos enfrentamientos de la época.

         Menos inhumana que muchas otras, fue aquella una batalla en legítima defensa de la patria y la religión amenazadas y resultó decisiva para el predominio cristiano, aunque, ciertamente, no coronó la tarea de recuperación de territorios hasta 1492 con la Toma de Granada, último bastión musulmán de España.

         ¿Pudo acabar antes esa tarea de recuperación? Sin duda alguna, dada la ruptura del equilibrio que, a favor de los cristianos, trajo de victoria en las Navas de Tolosa. Hubiera bastado la prosecución de la campaña hasta la ocupación total de los diversos reinos de taifa. Por supuesto, muchos de ellos compraron su paz con cuantiosos tributos, mientras que otros no eran vistos como enemigos y los diversos reyes cristianos gozaban de su soberanía en el propio territorio, y no veían necesidad de renuncia a sus privilegios por inminente peligro alguno.

         Fue así como pudieron suceder brillantes y prósperos reinados como los de Fernando III de Castilla, su hijo Alfonso X el Sabio o Jaime I de Aragón. Y también fue así como se desarrolló un sentir y una forma de pensar de peculiar carácter, a lo largo de los años oscuros (ca. 1300-1400) y a diferencia de lo que ocurría en otros países europeos.

*  *  *

         Si controvertido en muchos aspectos, débil de carácter y juguete de las propias pasiones había sido Juan II de Castilla, no lo fue menos su hijo y heredero Enrique IV de Castilla, a diferencia de que aquel llegó a tener 6 hijos y a éste no se le pudo atribuir ninguno, tal vez por su condición de impotencia. No faltaron razones para este degradante apelativo en cuanto, casado en 1440 con su prima Blanca de Navarra (él con 15 años, y ella con 16), su matrimonio hubo de ser declarado nulo a los 13 años de convivencia por "no consumado".

         En 1455 Enrique IV se casó en segundas nupcias con Juana de Avis, prima de él por ser hija de Leonor de Aragón (y nieta de Fernando de Antequera). A los 7 años de matrimonio (ella con 16 años, frente a los 30 de él) la reina Juana dio a luz una niña a la que bautizaron con el nombre de Juana.

         Fue un nacimiento que dio mucho que hablar, en cuanto no hubo testigo alguno que certificara acercamiento carnal entre Enrique IV y Juana de Avis, mientras que ella gustaba de exhibir ciertas libertades con los amigos íntimos de su marido (entre ellos un tal Beltrán de la Cueva, lo que dio pie a que la recién nacida fuera llamada Juana la Beltraneja, sin tener pruebas fehacientes de que el verdadero padre fuera el tal Beltrán y no otro).

         Ello no hubiera pasado de una malevolencia si al propio Enrique IV no le hubiera dado por despreciar a la niña y por dedicar a su esposa los peores reproches, lo que, añadido a una supina inconsecuencia moral que derivaba en pésima forma de abordar los problemas de gobierno, a la par que le hizo extraordinariamente antipático entre los súbditos de cualquier categoría social, sin otro apoyo que el de los corrompidos por sus favores.

         Esto llevó a toda Castilla al borde de una irremediable anarquía, en la que las mesnadas de tal o cual noble se enzarzaban en estúpida guerra con su propio pueblo o con el del vecino, destacando entre los más revoltosos el poderoso intrigante Juan Pacheco, marqués de Villena, que había sido paje de Alvaro de Luna y aspiraba a igualarle en poder y prebendas con absoluta falta de escrúpulos para pactar con unos o con otros, fueran o no fieles a la corona.

         Fue así como no tuvo el menor reparo en participar muy activamente en un acto público en el que ciertos nobles marginados por el rey (como Alfonso Carrillo, arzobispo de Toledo, junto con los condes de Plasencia y de Benavente) escenificaron en un estrado (presidido por un muñeco) la deposición de Enrique IV y la proclamación del infante Alfonso (de 11 años, hijo póstumo de Juan II de Castilla y hermano de la infanta Isabel) como rey de Castilla.

         Aunque fueron mayoría los que consideraron al acto una burda farsa, la Farsa de Ávila, no le faltaron cortesanos al nuevo rey (conocido como Alfonso XII el Inocente), de lo que se hizo eco Jorge Manrique en sus Coplas a la Muerte de su Padre con los siguientes versos:

"Pues su hermano el Inocente,
que en su vida subcesor se llamó,
¡qué corte tan excelente
tuvo e quánto gran señor que le siguió".

         Iba cobrando popularidad el infante, ya rey para unos pocos y príncipe de Asturias para muchos en cuanto el propio rey Enrique IV era víctima de sus propias contradicciones y del obsesivo desprecio por la infanta Juana (así lo había reconocido), mientras el marqués de Villena seguía engrosando su propio ejército a la espera de hacerse absoluto dueño de la situación (que se complicó cuando, en julio de 1468 y de forma inesperada, falleció el impostor Alfonso XII con sólo 14 años de edad).

         Esto soliviantó los ánimos de sus más fervorosos partidarios, al tiempo que dio alas a los que seguían obsesionados por el destronamiento de Enrique IV de Castilla, el cual, en un enrevesado ejercicio de auto inculpación, en el mes de octubre del mismo año, suscribió con su hermanastra Isabel el Tratado de Toros de Guisando, en donde se reconocía incapaz de tener tratos con mujeres (por lo que, bajo ningún concepto, Juana la Beltraneja podía ser hija suya).

         En consecuencia, Isabel era nombrada princesa de Asturias y legítima sucesora en el trono de Castilla, en función del derecho que la asistía por ser legítima hija del rey Juan II y hermana suya. En contrapartida de tal nombramiento, ella se comprometía a no casarse sin el permiso expreso de su hermano (que ya había preparado para ella un desigual matrimonio con Alfonso V de Portugal).

         Sabido es que, por aquellas fechas, Isabel estaba decidida a superar cuantas dificultades se opusieran a su matrimonio con el infante Fernando de Aragón, rey de Sicilia, acontecimiento que tuvo lugar el 19 octubre 1469 a espaldas de Enrique (quien, al enterarse, se vio desligado de cualquier compromiso con su hermanastra, al tiempo que reconocía como legítima heredera a Juana la Beltraneja y la renombraba princesa de Asturias).

         Siguieron años de deprimente anarquía en Castilla, con la figura del maniobrero marqués de Villena en la raíz de todos los consiguientes conflictos y frecuentes sangrientas escaramuzas entre ocasionales.

         Esa ocasión podía ser la de hacerse con el tesoro real, que estaba depositado en el alcázar de Segovia y celosamente custodiado por el tesorero real Andrés Cabrera, hombre íntegro que, a través de su esposa Beatriz Bobadilla, mantenía estrecha amistad con Fernando e Isabel al tiempo que se consideraba obligado a no traicionar la jurada fidelidad al rey Enrique IV.

         Fue por su mediación cómo se limaron las asperezas entre éste y aquellos, de forma que, cuando el marqués de Villena se consideraba más crecido, se encontró con un rey que le hacía frente y no vacilaba ya en responderle con las armas. En ésas estaban cuando ambos fueron sorprendidos por la muerte. El 1 octubre 1474 falleció el marqués y el 11 de diciembre del mismo año el rey, éste sin haber alterado el testamento (por el que reconocía como sucesora a Juana la Beltraneja) y aquel sucedido por Diego Portocarrero (su primogénito).

*  *  *

         El 12 diciembre 1474, un día después del fallecimiento de Enrique IV en Madrid, su hermana Isabel I fue proclamada reina de Castilla, y ésta pidió a los suyos no menos fidelidad y acatamiento para su "amado esposo y señor" Fernando II de Aragón, con el que (el 15 enero 1475) se comprometió a regular "por igual" el ejercicio del poder tanto en Castilla como en Aragón.

         Para Fernando e Isabel, conocidos como los Reyes Católicos, no había sido fácil hacerse con las riendas del gobierno de Castilla. Ella con 18 años y él con 17, se habían casado el 19 octubre 1469 con el aval de Juan II de Aragón, padre de él y a espaldas del hermanastro de ella y rey de Castilla y León ( Enrique IV de Castilla, apodado el Impotente).

         Aunque en dicho matrimonio intervino la razón de estado dirigida por Juan II de Aragón, alguna alta jerarquía eclesiástica y los más acreditados asesores de la infanta Isabel de Castilla, es realista creer que aquel matrimonio estatal se tradujo pronto en vivencias de un sincero amor alimentado por coincidencias en lo fundamental.

         "Tanto monta, monta tanto", habían pactado Fernando e Isabel, sobre todo por haber llegado al equilibrio entre la impaciencia apostólica ( de Isabel) y el frío cálculo estatal ( de Fernando), al que la historia recuerda como " valiente, pragmático, ambicioso y temeroso de Dios", para culminar el sueño de ambos: una España unida y progresivamente bien gobernada.

         Fue un matrimonio pactado a espaldas del rey de León, porque éste, en el Tratado de Toros de Guisando (ca. 1468) había otorgado a su hermanastra el título de princesa de Asturias, junto con los derechos de sucesión ( con la expresa condición de que habría de casarse con la persona por él elegida). ¿Y cómo ese rey llegó a tal conclusión cuando en 1462 la reina había dado a luz una niña declarada oficialmente hija legítima? Por la sencilla razón de que ni él mismo se creyó que la infantita fuera hija suya.

         Con el objetivo de formar un solo estado, el poder y atribuciones estarían repartidos por igual entre Isabel y Fernando, lo que estaría reflejado en todos los documentos oficiales, redactados en nombre de ambos en un sello real único (con las armas de Castilla y Aragón) y en las monedas acuñadas (con la efigie de la pareja real). En consecuencia, los respectivos súbditos de ambos deberían ser considerados y tratados por igual.

         Como era de esperar, los partidarios de Juana la Beltraneja no tuvieron el menor reparo en reconocer a Juana con derecho a la sucesión. Y para hacerlo valer, su madre (la reina viuda, Juana de Avis) pidió ayuda a los portugueses.

         La subsiguiente Guerra de Sucesión entre España y Portugal tuvo su más sangriento episodio en la Batalla de Toro (1 marzo 1476), ganada por los españoles. Con la firma del Tratado de Alcaçovas (septiembre de 1479) Alfonso V de Portugal retiraba todas sus tropas de Castilla, a la par que aceptaba la anulación del "matrimonio no consumado" con su sobrina carnal Juana la Beltraneja (la cual renunciaba al trono a favor de Isabel, y se recluía en un convento).

         Fue en esas circunstancias cómo se reveló la liberalidad de Isabel I, secundada en todo por Fernando, al que se le reconocieron sólidas creencias cristianas (a pesar de sus debilidades por otras mujeres) y un genio militar fuera de lo común.

         El 20 enero 1479 Fernando II de Aragón había sucedido a su padre como rey de Aragón, y para consolidar lo estipulado en la Concordia de Segovia (ca. 1475) firmó la Concordia de Calatayud (ca. 1481), en que se reunían formalmente ambas coronas (Castilla y Aragón) y Fernando era reconocido rey de Castilla (con el nombre de Fernando V de Castilla). Fue una unión ya sancionada por las Cortes de Toledo del año anterior, tal como se expresa en su artículo 111:

"Pues por la gracia de Dios los nuestros reynos de Castilla y de León y de Aragón son unidos, y tenemos esperanza que por su piedad de aquí en adelante estarán unidos, y permanecerán en una corona real. E así es razón que todos los naturales de ellos traten y comuniquen en sus tratos y facimientos".

         En paralelo con esa unión de voluntades y territorios, Isabel y Fernando lograron dejar atrás no pocas tensiones de corte feudal con sus enconadas rivalidades al prodigar las Cédulas de Perdón (por las que invitaban al borrón y cuenta a todos sus súbditos).

         Tal medida tuvo el efecto de agrupar bajo la autoridad real en un mismo frente a lo más granado de la nobleza castellana, incluido Diego López Pacheco y Portocarrero (nuevo marqués de Villena), uno de los más destacados capitanes de la causa juanista (de Juana la Beltraneja) y, en virtud de la Cédula del Perdón, estrecho y eficaz colaborador en el cerco y conquista del reino nazarí de Granada (y otras muchas posteriores campañas, hasta el punto de merecerse en 1519 la toisón de oro de manos del nieto de Isabel y Fernando, el rey-emperador Carlos I de España).

         Obvio es recordar que, gracias a la Toma de Granada (2 enero 1492), al Descubrimiento de América (12 octubre 1492) y a las victoriosas guerras de Italia (ca. 1493-1500) de Isabel y Fernando (los Reyes Católicos, según título concedido por Inocencio VIII), España logró ser la más extensa unidad política de la época, así como la más moderna e innovadora forma de gobernar del mundo.

         La nueva monarquía española que inauguraron los Reyes Católicos fue una entidad autoritaria gestionada por profesionales, que en no pocos casos desplazaron a la nobleza de sangre por "consejos especializados en las respectivas materias".

*  *  *

         Fernando e Isabel habían promovido el descubrimiento de Medio Mundo, al que de inmediato se aplicaron a conquistar y evangelizar. Por supuesto, caben reservas morales respecto al emparejamiento de las acciones conquistar y evangelizar, pues conquistar implica avasallar (mediante las armas) mientras que evangelizar significa hermanar (mediante el espíritu fraternal).

         Fueron esas las paradojas de una época en la que, para tranquilizar conciencias, se seguía apelando al juicio de Dios, y en la que los poderosos se afanaban por confundir política y teología. ¿Conclusión? El drama de este mundo, con su curso y actores. La España de entonces era católica y papista, tenía su peculiar idiosincrasia y la invencible convicción de seguir haciendo historia por su condición de nación católica, pesara a quien pesara.

         Evangelizar y civilizar fue lo que hicieron tanto los conquistadores como los misioneros españoles, a la par y en pro de la "hazaña de Dios", rompiendo barreras entre los pueblos y civilizaciones. Por supuesto, con el paso de los años hubo abusos, como en toda institución humana y como bien quiso hacer ver Fray Bartolomé de las Casas.

         Con todo, Isabel I de España reiteró insistentemente su voluntad de evitar toda clase de agravios a sus súbditos de ultramar, como bien lo expresó en el Codicilo que la reina hizo añadir el 23 noviembre 1504 al Testamento que había firmado en Medina del Campo el 12 octubre 1504:

"Por cuanto al tiempo que nos fueron concedidas por la Santa Sede las islas y tierra firme del mar Océano, descubiertas y por descubrir, nuestra principal intención fue al tiempo que lo suplicamos al papa Alejandro VI, de buena memoria, que nos hizo la dicha concesión, de procurar inducir y traer los pueblos de ellas y convertirlos a nuestra santa fe católica, y enviar a las dichas islas y tierra firme, prelados y religiosos y otras personas doctas y temerosas de Dios, para instruir a los vecinos y moradores de ellas en la fe católica, y enseñarlos y doctrinarlos en las buenas costumbres, y poner en ello la diligencia debida, según más largamente en las letras de la dicha concesión se contiene. Por ende suplico al rey mi señor muy afectuosamente, y encargo y mando a la dicha princesa mi hija y al dicho príncipe su marido, que así lo hagan y cumplan y que este sea su principal fin, y en ello pongan mucha diligencia, y no consientan ni den lugar que los Indios vecinos y moradores de las dichas Indias y tierra firme, ganadas y por ganar, reciban agravio alguno en sus personas ni bienes, mas manden que sean bien y justamente tratados, y si algún agravio han recibido lo remedien y provean por manera que no se exceda en cosa alguna lo que por las letras apostólicas de la dicha concesión nos es infundido y mandado".

         El 26 noviembre 1504, 3 días más tarde de completar con ese Codicilo su Testamento, moría Isabel la Católica en Valladolid. En otro orden de cosas, nos gusta recordar que en el cuerpo de ese Testamento (conservado en el Archivo de Salamanca), se puede leer esta bonita expresión de amor hacia el compañero de su vida:

"Quiero e mando que si el rey mi señor eligiere sepultura en otra qualquier iglesia o monasterio de qualquier otra parte o lugar destos mis reynos, que mi cuerpo sea alli trasladado e sepultado junto con el cuerpo de su señoría, por que el ayuntamiento que touimos biuiendo, e que nuestras animas espero en la misericordia de Dios ternan en el çielo, lo tengan e representen nuestros cuerpos en el suelo".

         Si queremos sacar a colación el testimonio de un conquistador español que no sacrificó valores cristianos en aras de sus propios intereses, habremos de referirnos al más ilustre de todos ellos, al que con un puñado de bravos soldados se hizo con el formidable imperio azteca. Nos referimos, claro está, a Hernán Cortés. En carta a "la reina doña Juana y al emperador Carlos I, su hijo" (10 julio 1519), frente a la tarea que asume y espera, Hernán Cortes manifiesta su principal preocupación:

"Vean vuestras reales majestades si deben evitar tan gran mal y daño (el de las terribles injusticias que observa en el Nuevo Mundo) y si cierto Dios nuestro Señor será servido si por manos de vuestras reales altezas estas gentes fueran introducidas e instruidas en nuestra muy santa fe católica y conmutada la devoción, fe y esperanza que en estos sus ídolos tienen en la divina potencia de Dios; porque es cierto que, si con tanta fe, fervor y diligencia a Dios sirviesen, ellos harían muchos milagros".

         Fue el de Cortés un estilo de conquista muy distinto al de Drake, Raleigh, Hawkins o Morgan, siempre obsesionados por el botín y a cualquier precio. No se descubre ningún secreto con esto, sobre todo si se recuerda cómo fueron los piratas (corsarios, filibusteros, bucaneros...) que abrieron los caminos del expolio y atropello de pueblos enteros, a la pujante burguesía de Inglaterra, Holanda o Francia: "Contrabando de esclavos, saqueo de ciudades, asalto de navíos, en los hechos; rufianes y bandidos, aventureros, geniales marinos, hombres de empresa, financieros y hombres del estado, la misma reina en cuanto a las personas".

*  *  *

         Es fácil hacer retórica con una romántica versión de la conquista y colonización de América. A la Rendición de Granada (ca. 1492), mostrados ya el poder de la cruz y que el mundo era redondo, el afán misionero de los Reyes Católicos les empujó a la nueva cruzada de evangelizar China siguiendo el camino más corto. Es decir, la línea recta hasta donde se pone el sol.

         Aunque sí que es creíble el apunte de Albornoz, quien apunta como verdad indestructible que "la Reconquista fue la clave de la historia de España y de las gestas hispanoamericanas", y que "si los musulmanes no hubieran puesto el pie en España, nosotros no habríamos realizado el milagro de América".

         Lo concibieran así (o no) los Reyes Católicos, pero lo cierto es que la realidad siguió su propio camino. Cristóbal Colón planteó un proyecto de descubrir nuevas rutas comerciales y algunos de los capitalistas de turno (se dice que Génova y Portugal) no vieron clara su rentabilidad.

         Acudió entonces a los Reyes Católicos, y éstos le dieron un voto de confianza no se sabe porqué. El hecho es que Colón descubrió un inmenso y nuevo mundo del que extraer riquezas y al que llevar cultura y convertir al cristianismo.

         Vino luego lo que en realidad ha sido la conquista y colonización de la América española, un trasplante a América de la España de entonces, con sus episodios de altruismo, ambición y aventura, al amparo de la cruz, la pluma y el arte de amasar y administrar lo conquistado.

         ¿Resultado? Lo que hoy vemos: un campo de acción casi idéntico en ambas partes del Atlántico, con el uso de similares medios en muy distintas circunstancias. Se habla el mismo idioma, se celebran las mismas fiestas, y hasta se come el mismo arroz con habichuelas, en cualquier rincón de América y de España. ¿No es ello suficiente razón para, de forma conjunta, seguir intentando ambos seguir recorriendo y abriendo nuevos mundos de aventura y cristianismo responsables?

         Sin duda que, como recuerdan Martín de Valencia, Zumárraga, Motolinía, Montesinos, Toribio de Mogrovejo, Francisco Solano, Pedro Claver... y hasta reconoce Juan Pablo II, "la mejor expresión y los mejores frutos de la identidad cristiana de América fueron sus santos, y todos esos ejemplos de entrega sin límites a la causa del evangelio entre los fieles de España y América" (Ecclesia in America, 15).

         El 1º paso del hermanamiento fue el conocerse unos a otros, porque hasta la llegada de los españoles, ni siquiera los incas y los aztecas (los dos estados más avanzados) tenían la menor idea de la existencia del otro. Como decía Madariaga, "los naturales del Nuevo Mundo no habían pensado jamás unos en otros, y no ya como una unidad humana, sino siquiera como extraños".

         En pocos años, recordémoslo, se establecieron fluidas líneas de comunicación entre unos y otros pueblos de América, y a una buena parte de ellos se les ofreció la oportunidad de descubrir lo bueno y nuevo que podían hacer, tal como lo comprendió el indio Cuauhtlatoatzin, a quien hoy veneramos como San Juan Diego.

         España estableció en América todo lo que tenía, en una mezcla híbrida de iguales de raza, derechos y deberes. Y se puso a administrar todo eso en la más absoluta legalidad, con sus premios y castigos. Y eso chocó con Inglaterra, que en su América del Norte se limitó a exterminar las razas indias existentes, y a ocupar las tierras de esos indios que ya no existían.

         En la América hispana se realizó algo infinitamente complejo y difícil: la fusión de dos mundos inmensamente diversos, en mentalidad, costumbres, religiosidad, hábitos familiares y laborales, económicos y políticos. Ni los europeos ni los indios estaban preparados para ello, y tampoco tenían modelo alguno de referencia. En este encuentro se inició un inmenso proceso de mestizaje biológico y cultural, que dio lugar a un Mundo Nuevo, como bien relataron fray Toribio de Benavente o el soldado Cieza de León.

         La semilla fructificó de tal forma que en, en no más de 15 años, "más de 4 millones de almas fueron bautizadas" en la zona de México y Centroamérica. No meno difusión logró el cristianismo en América del Sur, donde "es mucho de ver que, donde hacía 60 años no se conocía al verdadero Dios, hoy estén las cosas de la fe católica tan adelante", según decía Diego de Ocaña en 1600.

         Eran años en que en la ciudad de Lima, añade el padre Iraburu, convivían 5 grandes santos: el arzobispo Santo Toribio de Mogrovejo (+1606), el franciscano San Francisco Solano (+1610), la terciaria dominica Santa Rosa de Lima (+1617), el hermano dominico San Martín de Porres (+1639) y el hermano dominico San Juan Macías (+1645).

         En expeditiva praxis cristiana, y rompiendo los tabús del color de la piel, España llegó a formar en América un pueblo nuevo, con una misma religión, carácter y cultura, como base firme para abordar un futuro común. Meditando sobre esta realidad, el propio Madariaga señalaba:

"El Perú es en su vera esencia mestizo. Sin lo español, no es Perú. Sin lo indio, no es Perú. Quien quita del Perú lo español, mata al Perú. Quien quita al Perú lo indio, mata al Perú. Ni el uno ni el otro quiere de verdad ser peruano, pues el Perú quiere ser indo-español o hispano-inca".

         Pasados 2 siglos, y al hilo de la Ilustración y de todo su bagaje de invenciones clasistas y hasta racistas, los "hijos de Napoleón" hicieron olvidar a los criollos, mestizos, indios y españoles su propio pasado común, sus comunes raíces y hasta su propia historia, como si sus abuelos hubieran nacido por generación espontánea.

         Fue el resentimiento que comenzó a subyacer en los pro-ilustrados de América, que aceptaron el dinero francés y armas napoleónicas para, en nombre de la igualdad, rebelarse contra España y (más propiamente) contra sí mismos. Así nos lo explica Salvador de Madariaga:

"Este resentimiento, ¿contra quién va? ¿Contra lo españoles? ¿Seguro? Vamos a verlo. Hace 25 años, una dama de Lima, apenas presentada, me espetó: Ustedes los españoles se apresuraron mucho a destruir todo lo inca. Yo contesté: Señora, yo no he destruido nada, y mis antepasados tampoco porque se quedaron en España. Los que destruyeron lo inca fueron sus antepasados". La dama limeña se quedó traspuesta, y reconoció que que, efectivamente, los conquistadores se volvieron a España, mientras que sus antepasados fueron los que se quedaron allí".

         El venezolano Arturo Uslar Pietro suscribe esa misma apreciación, cuando dice:

"Los descubridores y colonizadores fueron precisamente nuestros más influyentes antepasados culturales, y no podemos, sin grave daño a la verdad, considerarlos como gente extraña a nuestro ser actual. Los conquistados y colonizados también forman parte de nosotros, y su influencia cultural sigue presente y activa en infinitas formas en nuestra persona. La verdad es que todo ese pasado nos pertenece, de todo él, sin exclusión posible, venimos, y que tan sólo por una especie de mutilación ontológica podemos hablar como de cosa ajena de los españoles, los indios y los africanos que formaron la cultura a la que pertenecemos".

         Para Sánchez de Albornoz, ello ha sido como continuar la historia desde muchos siglos atrás en una misma onda:

"Desde el siglo VIII en adelante, la historia de la cristiandad hispana es, en efecto, la historia de la lenta y continua reconquista de España. Y la historia del avance perpetuo de este reino minúsculo, que desde las enhiestas serranías y los escobios pavorosos de Asturias fue creciendo y creciendo, hasta llegar al mar azul y luminoso del Sur. A través de ocho siglos, y dentro de la múltiple variedad de cada uno, como luego en América, toda la historia de la monarquía española fue un tejido de conquistas, de fundaciones de ciudades, de reorganización de las nuevas provincias ganadas al Islam, de expansión de la Iglesia por los nuevos dominios. Fue el trasplante a América de una raza, de una lengua, de una fe y de una civilización".

         ¿En qué otra parte del mundo encontramos ese mismo fenómeno que, sin complejos, habremos de reconocer como la más generosa y eficaz manera de abrirse al mundo? ¿Podrá ello ser el hilo conductor hacia nuevas, más libres, y más beneficiosas realidades políticas?

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  Act: 19/02/24        @enseñanzas de la vida            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A