¿Ignorar, saber, dogmatizar... o hacer el bien?

Zamora, 22 mayo 2023
Antonio Fernández, licenciado en Sociología

         Ignorar que es infinito lo que nos falta por saber es crasa imbecilidad, por mucho que, en la actualidad, nuestra ciencia nos haya permitido romper alguna de las barreras de nuestro propio sistema solar: de hecho estamos en la línea de la página del libro de la ciencia.

         Desde sus comienzos, la ciencia humana, aunque busca y ansía la certeza, no pasa de ser un lento, parcial y vacilante descubrimiento de pequeñas realidades y múltiples apariencias, siempre como en una burbuja dentro del misterio; tanto peor si reniega de lo que no comprende y cae en la bobalicona veneración de sus propias fantasías.

         Diferente es buscar con paciencia y humildad para no desvariar y sí descubrir lo preciso para seguir adelante, tanto mejor si se tropieza con la sabiduría que "va por todas partes buscando a los que se hacen dignos de ella; se les muestra benévola en los caminos y les sale al encuentro en todos sus pensamientos. Porque su comienzo, el s seguro, es el deseo de instruirse, procurar instruirse es amarla, amarla es guardar sus leyes" (Sb 6, 16-18).

         Fuera de la órbita judeo-cristiana, allá por el s. IV a.C y según Jenofonte, Sócrates, un humilde y realista observador de su tiempo, "no discurría sino de asuntos humanos, estudiando qué es lo piadoso, qué lo sacrílego; qué es lo honesto, qué lo vergonzoso; qué es lo justo, qué lo injusto; qué es sensatez, qué insensatez; qué la valentía, qué la cobardía; qué el estado, qué el gobernante; qué mandar y quién el que manda, y, en general, acerca de todo aquello cuyo conocimiento estaba convencido de que hacia a los hombres perfectos, cuya ignorancia, en cambio, los degrada, con razón, haciéndolos esclavos" (Memorables, I, 1, 17).

         Según Aristóteles, maestro de maestros, Sócrates "se ocupó de lo concerniente al ethos, buscando lo universal y siendo el primero en ejercitar su pensamiento, en definir" (Metafísica, 987b). En tratar de definir, más bien, apuntamos nosotros puesto que él mismo cifraba su sabiduría en el "saber que no sabía nada". Claro que, incapaz de resistirse al afán de aprender a encauzar su conducta de la mejor de las posibles maneras, vivió preocupado de lo que hacían y pensaban sus conciudadanos para sacar sus propias conclusiones: "Ni las estrellas, ni los árboles, ni los montes me dicen nada; pero sí los hombres de la ciudad".

         Por ello lo de crates, es bastante más que una simple abstracción filosófica: el "conócete a ti mismo para vivir de acuerdo con lo que eres", o el rompe con cualquier apología del pensamiento estéril para marcar la pauta de la acción hacia la humanización del mundo.

         Más cerca de nosotros, Nicolás de Cusa, autor del término docta ignorancia, nos hablaba de 3 realidades que, por sí mismas, nos ayudan a salir de la semi-oscuridad en la que, por su propia naturaleza, se encuentra el entendimiento humano: 1º la realidad de Dios, que se basta a sí mismo y cuenta con absoluta capacidad para crear; 2º la realidad del universo, que por la libre y sabia acción de Dios, se manifiesta en la pluralidad de las cosas; 3º realidad de Jesucristo, el ser "más excelso como suprema expresión de la unión entre lo espiritual y lo material".

         El tomar conciencia de esas 3 realidades constituye la mejor vía para empezar a saber por parte de un ser cuya limitada inteligencia puede ser progresivamente compensada merced al reconocimiento de lo mucho que le falta por  aprender a través de la vida y testimonios del mismísimo Hijo de Dios, Dios verdadero de Dios verdadero.

         En lo de "conocerse a uno mismo", muy difícil resulta avanzar si partimos de la hipótesis de un "saber que ya sabemos lo suficiente", sobre todo si, a priori, descartamos el hecho de que, para saber (lo que se dice saber), nuestros sentidos y capacidad de deducción tropiezan con las serias limitaciones del tiempo y del especio. Y por eso las más avanzadas de las hipótesis científicas nos muestran una enorme distancia entre la segura realidad y lo que, sobre ella creemos saber. Así, el "solo sé que sé poco más que nada" es lo más que podemos afirmar como corolario de la archirepetida frase socrática.

         Desde esa elemental docta ignorancia podemos iniciar el camino del aprender a sacar el jugo posible a la innata capacidad de analizar lo que más conviene a la naturaleza de un ser nacido para saborear las mieles de la libertad en sintonía con la voluntad de su Creador.

         Entonces, el nuestro no será un saber cualquiera, sino el saber orientado a lo esencial, puesto que nuestras limitaciones no nos han desviado del necesario acercamiento a la superior realidad que intuimos para llegar a ser todo lo que podemos ser con la ayuda de Dios.

         De ser así, nos moveremos en el ámbito de la docta ignorancia, según la cual, nos guían los sentidos y la conciencia de la propia debilidad para avanzar en la vía de un más certero conocimiento de la realidad en todas sus dimensiones, incluida la del misterio, cuyo objeto llegará a formar parte de nuestras vidas a través de la fe.

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         Ciertamente, la asimilación de la parte de verdad asequible al hombre requiere conciencia de las propias limitaciones, cuestión nada fácil para el que, encumbrado en el poder militar, económico, político e, incluso, religioso, se deja dominar por el sentido de la autosuficiencia cuando no de una desmedida soberbia, una de cuyas expresiones es el afán de achicar al otro con tal o cual altisonante o rerica ocurrencia, unas veces carente de verdadero contenido y, otras, apoyadas en medias verdades: tal sea para embaucar y dirigir a las mentes sencillas hacia el punto que más conviene al jerarca de turno o a sus más allegados satélites.

         Lenta y laboriosa fue prendiendo la semilla del evangelio entre las gentes de buena voluntad, al tiempo que los situados habían de reconocer el peso de la historia y, con más o menos entusiasmo, acogerse a la realidad social de nuevos tiempos con nuevos valores.

         Desde los primeros emperadores romanos, la realidad social cristiana fue cobrando fuerza en detrimento del persistente paganismo, ostensiblemente marginado tras el fracasado intento de revitalizarlo por parte de Juliano el Apóstata, empeñado en "retrasar el reloj de la historia universal y propiciar al agonizante paganismo una vez más la asunción del poder" (según Mommsen).

         Fue Teodosio el que reconoció al obispo de Roma (el papa) como principal representante de Cristo en la Tierra, y dio al paganismo el tiro de gracia al proclamar al catolicismo como religión oficial del Imperio el 380, mediante el Edicto de Tesanica ("cunctos populos").

         La nueva situación cuajó de tal forma que ya no se concebía un poder civil totalmente independizado del poder religioso y ello aunque los nuevos caudillos no hubieran roto del todo con las viejas reminiscencias paganas, tan propicias ellas para que el jerarca de turno pudiera equipararse a los dioses de su particular panteón.

         Al respecto podemos recordar el caso de Odoacro, el jefe de la tribu germánica de los hérulos, que tras destronar a Rómulo Augústulo (el último emperador romano de Occidente) rindió vasallaje a Flavio Zenón (emperador romano de Oriente), reservándose para sí el título de dux de Italia y haciendo ver con ese gesto su reconocimiento a una superior autoridad religioso-política (formada por la ada papa-Zenón, éste último como el césar augusto de los primeros tiempos del Imperio).

         Para Occidente, vinieron los llamados siglos obscuros plagados de invasiones, desconciertos y atropellos con los pueblos bárbaros en línea de asumir según sus respectivas sensibilidades la envidiada forma de vivir romana mientras que lo realmente valioso del pensar y creer era  cuidado y desarrollado por la Iglesia Católica con todas las dificultades propias de una ininterrumpida evangelización y la necesidad de un continuo esfuerzo por mantener la distancia entre el servicio debido a Dios y la tentación a doblegarse ante los poderes y veleidades de este mundo.

         Uno de los caudillos bárbaros que, sin renunciar a la soberbia idea de sí mismo, se afanó por cultivarse al estilo romano, fue el jefe de los ostrogodos, llamado Teodorico. Educado en la corte de Constantinopla, llegó a ser nombrado patricio y magister militum por el emperador Zenon (quien, para quitárselo de en medio, lo envió a Italia con el encargo de corregir ciertos presuntos desmanes del citado Odoacro, con el resultado de la muerte de éste a manos de su corrector, en un banquete organizado al efecto).

         Teodorico se autoproclarey de Italia, fijó su capital en Rávena y, esgrimiendo la legitimidad de su poderío militar, pidió y obtuvo el visto bueno de Anastasio (sucesor de Zenón), a cambio de seguir aceptándolo como augusto césar romano. No obstante, esto no fue óbice para que ayudara o atacara al Imperio según su conveniencia, o que respetara la autoridad espiritual del papa sin dejarse de sentir arriano, o que hiciera suyas algunas de las instituciones imperiales para lo cual se rodeó de consejeros latinos.

         Entre ellos, se rodeó de Manlio Severino Boecio, el más destacado filósofo católico de la época, al cual mantuvo en la cúspide de la pirámide social en tanto en cuanto no censuró los desvaríos y caprichos de quien aspiraba a revivir los hechos de los más ilustres emperadores con una fórmula germánica que englobaría bajo el mismo cetro a francos, vándalos, visigodos y ostrogodos.

         En los últimos años de su vida, Teodorico cayó en la esquizofrenia del excesivo poder y empezó a ver enemigos por todas partes, empezando por Boecio, a la sazón prefecto de Roma y su más leal consejero. La historia nos dice que, tras una acusación sin fundamento, Teodorico, sin dignarse escuchar a su estrecho colaborador, le conde a prisión en donde le mantuvo sin juicio alguno para, un año más tarde (ca. 425) dejarse convencer por nueva falsa acusación y ordenar su decapitación.

         Por aquellas fechas, le entró la obsesión de que,  en toda la cristiandad, fuera reconocido el arrianismo en absoluto paralelo con el catolicismo, cosa que el emperador bizantino Justino no estaba dispuesto a aceptar. Para hacer valer su pretensión, Teodorico envió una embajada a Constantinopla, al frente de la cual puso al propio sumo pontífice (el cual aprovechó la ocasión para estrechar los lazos con los patriarcas de Oriente, los cuales reconocieron solemnemente la supremacía del obispo de Roma).

         El propio emperador Justino, que se negó en redondo a considerar al arrianismo tan verdadero como el catolicismo, estuvo a la altura de las circunstancias al arrodillarse ante el papa y pedirle ser ungido y coronado por la persona que, a pleno derecho, aceptaba como vicario de Cristo en la Tierra. El hecho irritó sobremanera a Teodorico hasta el punto de romper con el emperador y atreverse a encarcelar al papa, quien mur a los pocos meses (mayo del 426), ctima de los malos tratos en prisión. Teodorico, su verdugo, no le sobrevivió más allá de 3 meses.

         Más que las hazañas guerreras de esa época y lugar, la historia recuerda la personalidad y obra de Boecio, quien, había dedicado lo mejor de sus energías para dar a conocer la espiritualidad de Platón y Aristóteles, para él, coincidentes en lo esencial, cual fue el papel del ser humano en el mundo: aprender a servir a la justicia y a la verdad.

         El proyecto de Boecio se truncó de raíz al verse desprovisto de todo y encerrado en un lóbrego calabozo a la espera de la injusta y definitiva sentencia que tar en llegar lo suficiente para permitirle expresar en cinco libros su afán de discurrir sobre lo que verdaderamente conviene al hombre: lo lla Consolación de la Filosofía, y lo hace girar en torno a la grandeza de Dios y a la pequeñes del ser humano, tanto más desgraciado cuanto más prepotente o ruin se manifiesta hacia los demás:

"Sean cuales sean las calamidades por las que uno se vea obligado a pasar, en manos de los mortales queda intacto su libre albedrío. Pero poco podemos si no reconocemos nuestras limitaciones en el conocer y  no ponemos en Dios nuestras esperanzas y elevamos a Él nuestras preces; si son como deben ser, no pueden ser ineficaces. Huid, pues, del vicio, cultivad la virtud, alzad los ánimos a las rectas esperanzas, encumbrad a lo alto las humildes plegarias. Grande es, si no queréis disimularlo, la necesidad de ser honrados, que tal espera de vosotros el Señor y Juez que todo lo ve".

         Vemos que, para Boecio, el último romano, el cultivo de la filosofía (afán de conocer lo que conviene al vivir y actuar) era el mejor consuelo para el que cree en Dios como principio y fin de todas las cosas y la mejor referencia para amar y no desesperar.

         Ocurr que, mientras las conquistas de Teodorico, llamado por los suyos el Grande, se desvanecían en la nada, la obra de Boecio, sirvió de guía en aquellos aciagos tiempos y ha llegado hasta nosotros como realista pauta de conducta y camino hacia la felicidad asequible por la gracia de Dios y la práctica de la generosidad en libertad.

         Veamos, sino, cómo la pretendida gran obra del caudillo godo resultó ser algo así como un apabullante y fragilísimo castillo de maipes: Teodorico, poco antes de morir, asoc al trono a Atalarico, nieto que le había dado su hija Amalasunta. Y eso a pesar de que el niño, de muy frágil salud, no contaba más que 10 años de edad al morir su abuelo por lo que hubo de gobernar la madre como regente y como reina a pleno derecho al morir Atalarico con no más dieciocho años. Amalasunta, para conservar el poder, se casó con Teodato, duque de Tuscia y primo suyo por ser hijo de Amalafrida, hermana de Teodorico.

         A poco de ser reconocido como príncipe consorte, ese tal Teodato destronó a su esposa, la reina y la confinó en una isla del lago de Bolsena para, luego, ordenar su asesinato, con lo que propic su propia muerte a manos de los seguidores de la malhadada esposa y reina Amalasunta. Vemos en todo ello una elocuente muestra del llamado "morbus gothorum" (lit. enfermedad mortal de los godos), expeditiva forma de resolver los problemas dinásticos por medio del asesinato selectivo muy presente durante una parte de la presencia gótica en España.

         Siguiendo el hilo de lo ocurrido en Italia, recordamos que los bizantinos no disfrutaron mucho tiempo de su victoria en cuanto, pocos años más tarde, hubieron de hacer frente a los longobardos o lombardos, los cuales, sin mucha oposición, a partir del año 568, en el que se hicieron  con lo que hoy es el Piamonte, la Liguria, Lombardía y Venecia para extenderse con la mayor parte de la Península Italiana organizándola en 36 ducados semiindependientes bajo la autoridad un tanto desvaída de un rey residente en Paa.

         Una vez lograda la entente pacífica con el Imperio bizantino que hubo de conformarse con el vasallaje de las islas y lo que se lla el exarcado de Rávena y una estrecha franja hasta Roma, en la que el obispo de Roma, el papa, compartía poder con el delegado del que se seguía considerando "emperador romano con capital en Constantinopla".

         Sucedieron 2 siglos de continuas rivalidades entre unos y otros con la consiguiente vuelta atrás en la Historia sin mayor excepcn que la protagonizada por la Iglesia Católica, con figuras como el incomparable San Benito de Nursia o el papa Gregorio I Magno.

         Nuestra civilización debe al , reconocido como "patriarca de occidente", el embrión de una auténtica revolución cultural en base a un "ora et labora" (lit. reza y trabaja) a la luz del evangelio y según una Regla abrazada en libertad y por amor a Dios visto en el prójimo.

         Rezar de forma personal y comunitaria con el humilde realismo del que sabe que nada puede sin Aquel que le conforta y trabajar en armonía con los hermanos, según las respectivas capacidades y en razón de las necesidades materiales y espirituales del presente y del futuro, incluida la de salvaguardar la doctrina y la aportación cultural de pasadas generaciones.

         Fueron los monasterios benedictinos remansos de paz y focos de luz frente a la sinrazón de las interminables guerras y las obscuras obsesiones en el comportamiento de señores y siervos, frecuentemente arrastrados aquellos por la soberbia y éstos por un embrutecedor servilismo, unos y otros por vicios a ras del suelo.

         Prácticamente, eran los monasterios los únicos lugares en los que era posible aprender a leer y escribir para, luego, asimilar y compartir conocimientos de generación en generación, todo ello sobre textos de los santos padres y de algún que otro ilustre sabio de la antigüedad. Y fue el citado papa Gregorio I, al que ya nos hemos referido anteriormente, el que, dirigiéndose a la cristiandad de entonces, puso en claro que, si los primeros de los reinos de este mundo no quieren ser los últimos en el reino de los cielos, habrán de obrar como "servidores de los servidores de Dios".

         Ciertamente, los llamamos siglos obscuros no derivaron en irremediable catástrofe colectiva en tierras cristianas como la península italiana gracias a la providencial presencia hisrica de suficientes justos (Gn 18, 23-32) para enderezar los caminos del Señor: su piedad y saber hacer resultaron ser clarísima salvaguarda de los valores cristianos que, en medio de las calamitosas circunstancias, siguieron prendiendo entre las personas de buena voluntad y contagiando a algún que otro poderoso de la época como sucedió con Agilulfo, el de los reyes lombardos, que pasó del arrianismo al catolicismo el año 603, en plena vida del citado papa Gregorio I.

         Por la misma época, tal como hemos expuesto anteriormente, la Galia ya era oficialmente católica en cuanto que, unos cien años ats, el pagano franco Clodoveo, contagiado por su esposa san Clotilde, se hizo bautizar por el rito católico arrastrando a la obediencia del obispo de Roma a buena parte de sus súbditos.

         Tal no sucedió en la Hispania gótica, en la que la clase dominante era arriana en difícil convivencia con los católicos hasta que el fundamentalismo arriano de un Leovilgildo, ya asociado al trono por su hermano Liuva, llegó a sus extremos al repudiar a Teodora (su esposa católica, madre de sus hijos Hermenegildo y Recaredo) para casarse con Goswintha (viuda de su antecesor Atanagildo, y una intrigante mujer que odiaba visceralmente a los católicos).

         Se dice que, para demostrar la superioridad moral de los arrianos sobre los católicos, contando con la colaboración de su esposo y de su hijastro Hermenegildo, entonces fervoroso arriano, para esposa de éste, desde el reino franco de Austrasia, trajo a la corte de Toledo a su nieta Ingunda, bautizada en el catolicismo por su padre el rey Sigeberto y su madre Brunegilda, ,hija ésta de Goswintha y del fallecido rey visigodo Atanagildo.

         Muy tormentosas debieron de ser las relaciones entre abuela y nieta, firme en su fe a pesar de lo que suponemos extrema juventud, en cuanto Leovilgildo, que ya había asociado al trono a Hermenegildo, le envió como dux a la Bética encomendándole paciencia y buen tino para hacer "entrar en razón a su esposa" y, de paso, tratar de neutralizar la labor de proselitismo católico que contaba con un importante foco en Sevilla.

         Contrariamente a los planes de los reyes, fue en Sevilla donde Hermenegildo llegó a convencerse de la razón católica, tanto por su afán de acercarse a la verdad como por el ejemplo y  los buenos oficios de su joven esposa y del obispo Leandro.

         Recordemos cómo ello llevó a una guerra civil, que perdieron los católicos y cos la vida de Hermenegildo (canonizado por Sixto V, a petición de Felipe II de España), preso y ajusticiado por orden de su padre, mientras que, por distintos caminos, hubieron de exiliarse el obispo Leandro y la princesa Ingunda, la cual, con un hijo aun lactante, fallec en un naufragio en ruta hacia Constantinopla.

         En los últimos años del reinado de Leovilgildo, se suavizaron las tensiones entre arrianos y católicos, lo que propic un constructivo diálogo (Concilios de Toledo) que lle a la conversión de Recaredo, segundo hijo y sucesor de Leovilgildo. Bien recordamos que, en la parte católica, tuvo determinante protagonismo la familia a la que pertenec la citada Teodora o Teodosia, primera esposa de Leovilgildo, madre de Hermenegildo y Recaredo además de hermana de los 4 santos de Cartagena: Leandro, Florentina, Fulgencio e Isidoro.

         La hermana, santa abadesa benedictina a la que se atribuye la fundación de 40 monasterios a lo largo de la geografía hisnica mientras que los varones, a cual más piadosos e instruidos, fueron obispos los tres, destacando sobre sus otros hermanos Isidoro, que sucedió a Leandro en el arzobispado de Sevilla (ca. 599) y ha legado a la cristiandad una extraordinaria obra cultural, toda ella impregnada de afán por ofrecer a sus contemporáneos los conocimientos de la época y de los pasados siglos.

         Y todo ello con extremo cuidado, a la hora de no desvariar hasta confundir lo seguro con lo probable o imaginado, la ciencia profana con la que toca los asuntos de Dios y, sobre todo, en escrupuloso respeto al legado de los apóstoles y santos doctores reconocidos como tales por los sucesores de Pedro. Ya a pocos años de su muerte, el Concilio VIII de Toledo (ca. 653) hizo constar en sus conclusiones: "El extraordinario doctor, el último ornamento de la Iglesia Católica, el hombre más erudito de los últimos tiempos, el siempre nombrado con reverencia, Isidoro".

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