La ciencia humana y la doctrina cristiana

Zamora, 28 marzo 2022
Antonio Fernández, licenciado en Sociología

         En poquísimos años, y gracias a la ciencia, la explicación de la realidad material ha llegado a unos niveles nunca esbozados en los miles de años de historia de la humanidad. En cambio, la llamada cultura laica actual sigue muy seguramente por debajo del nivel en que se movían los contemporáneos ilustrados de Aristóteles.

         En efecto, en la actual era espacial, y en la actual era del descubrimiento de lo infinitamente grande y de lo infinitamente pequeño (de los quanta y de la teoría de la relatividad), el razonamiento de muchos de los ilustrados de ahora apenas va más allá de los balbuceos presocráticos en torno al origen, preocupaciones y destino del hombre.

         Ello da pie para que los más ponderados evoquen a la democracia de Pericles como ejemplo a seguir, o reconozcan a la Lógica de Aristóteles como un inigualado cauce para el humano discurrir. Alguno de los 7 sabios de Grecia podía creer y defender de buena fe que la tierra era "un cilindro con altura superior en tres veces a su diámetro y descansando sobre los hombros de un Titán", mientras que impartía doctrinas muy capaces de diferenciar la realidad de la fantasía en los problemas de realización personal.

         A la inversa, en nuestra época pululan los llamados sociólogos, totalmente ajenos a la complejidad de la materia o a las cuestiones que despierta la grandiosidad del universo, mientras que celebradas lumbreras de la ciencia (con supino atrevimiento) niegan al hombre cualquier excepcionalidad respecto a sus otros compañeros del reino animal.

         Ante tan palmaria constatación, no es raro prestar mayor autoridad a las dogmatizaciones que, sobre la autosuficiencia de la materia, formula un profesional del pensamiento especulativo, empeñado en desentrañar los más intrincados vericuetos de la realidad material. Éste y no el otro dispone de conocimientos y medios para situar al progreso científico en su justa dimensión, y no será lo mismo si se atreve a dogmatizar sobre tal o cual parcela de la mente humana.

         Así, cada día vemos cómo científicos y pensadores rivalizan en presentar particulares versiones del Absoluto, totalmente ajenos al rigor y solamente preocupados por canalizar hacia su ego cualquier imaginable suposición sobre el origen o sentido de la realidad material. Si se descubre en la materia una insospechada complejidad, pensador habrá que preste a la materia la capacidad de auto-regenerarse.

         Y puesto que dicho lumbrera es aceptado también como filósofo, se atreverá a presumir también de que está abriendo nuevos cauces al destino espiritual de la humanidad. Por el mismo orden de cosas, tal o cual ilustre físico puede ser aceptado, o presumir, de ser el mejor director espiritual.

         En realidad, son cosas que han ocurrido en cualquier época de la historia, y que desgraciadamente despiertan eco en multitud de mentalidades sencillas, abiertas a lo que suena bien aunque resulte absolutamente incomprensible, o muy poco relacionado con sus más acuciantes preocupaciones.

         Ha sido preciso romper las fronteras de lo grande y de lo pequeño para que, en nuestra época, otro tipo de mentes, las reacias a comulgar con ruedas de molino, lleguen a una privilegiada situación: la de comprobar cómo la auténtica ciencia se muestra prudente, a la hora de establecer conclusiones definitivas.

         Así, el hilo de la explicación de un fenómeno (como la vida) se pierde en un horizonte al que, probablemente, nunca llegue el más sofisticado aparato de laboratorio (rigurosamente incapaz de explicar la alegría del sacrificio, la fecundidad histórica del amor, o mucho menos a Dios). Esa explicación ayudará a aceptar, eso sí, la inmensidad del universo, o las ilusionantes evidencias de un Plan General de Cosmogénesis.

         La doctrina cristiana, viva en la buena conciencia de los cristianos, ha propugnado siempre humildad frente a lo mucho que falta por conocer de la realidad material (en ocasiones pegada a viejos principios y a su propia rutina burocrática), y la firmeza en todo lo que concierne a una feliz trascendencia personal (lo que implica una voluntaria, continua e intensa participación en la tarea de descubrir, cultivar y universalizar los bienes naturales).

         La doctrina considera inútil todo progreso científico que no revierta en servicio al hombre, y afirma que a todo avance de la ciencia se le puede hallar un fin práctico (según el bien de la humanidad), y que la poderosísima técnica moderna (capaz de prevenir calamidades naturales, desviar el cauce de los ríos, potabilizar el agua del mar) es, en sí, un formidable medio de servir a la humanidad.

         A estas alturas, es ridículo presentar cualquier rivalidad entre la doctrina y la ciencia. De lo que se trata es de desarrollar esta última en libertad, y siempre con ansia de proyección social. Desde esa actitud, sus promotores serán fieles adictos al trabajo solidario, y en el decir de Teilhard, participarán en la inacabada obra de la creación (la "evolución en marcha"). Algo que, en absoluto, contradice a la doctrina.

         En este punto conviene recordar cómo, en épocas cruciales, la Iglesia ha marcado la pauta del progresismo científico. Un progreso científico que, durante muchos siglos, estaba ceñido a las ciencias del pensamiento, puesto que aun era muy largo el camino a recorrer hasta descubrir (por ejemplo, la ley del péndulo o el telescopio) los puntos de apoyo de la física moderna. Y que era en el marco de la filosofía en el que se estudiaba cualquier relación con la Tierra o el fenómeno humano, siempre bajo el clásico imperativo de "theologiae ancilla philosophia".

         Atrevámonos ahora a unirnos a cuantos encuadran la obra de la creación en los cauces abiertos por la poderosa ciencia actual. No se trata de romper esquemas, sino de mantener los ojos bien abiertos, a la más palmaria realidad. Con ello, recobremos el valor de tantos pensadores cristianos que "creían para comprender" (San Agustín), que nunca riñeron su fe con la ciencia y cuya fe estaba en sintonía con las más aproximadas percepciones de la realidad.

         Según ello, a la luz de la ciencia más reciente y tras una nueva y serena lectura de los textos sagrados, podemos descubrir en Jesucristo una nueva dimensión, nacida de su excepcional doble naturaleza (divina y humana). Es una dimensión o proyección histórico-cósmica, que se expresa en una Presencia activa en el acontecer de cada día, especialmente en los "hombres de buena voluntad" (entre los cuales cabe aceptar a muchos hombres de ciencia), como un eslabón más hacia el progreso universal en su más estricto sentido (el de la convergencia hacia lo que no puede morir).

         Y así, tras un continuo ejercicio de libertad responsabilizante y de amor creador (trabajo enamorado), y en sintonía con la prodigiosa fecundidad de la Tierra, colaboraremos eficazmente en la multiplicación y equitativa distribución de bienes entre todos los hombres (pan y libertad, principales valores sociales).

         Desde esa óptica, la teología pierde mucho de su tradicional abstracción, para situarse al nivel del hombre corriente y moliente, obligado a enriquecer su propia vida en la más amplia y social explotación de sus personales facultades.

         Así creyó verlo nuestro reconocido maestro Teilhard de Chardin, científico moderno y fiel cristiano, sereno místico y hombre realista como pocos. Él fue un heroico pionero y un hombre de fe, que pidió a la Iglesia un nuevo gesto revolucionario, como revolucionario fue aquel que llevó a cabo el evangelista San Juan, al cristianizar al Logos filosófico de Filón de Alejandría y al defender que ese Logos (Verbus o Palabra) era el Hijo primogénito de Dios:

"En principio, la Palabra existía, la Palabra estaba en Dios y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio con Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe. En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la vencieron" (Jn 1, 1).

         Los cristianos podemos ver en esas particulares formas de expresión una clara referencia a la genial realidad de las 2 naturalezas de Jesucristo (la naturaleza humana y la naturaleza divina), asumidas por Jesucristo para redimir al hombre y hacer historia.

         El mundo del espíritu, aunque intuido y presentado como necesario por la ciencia, no puede ser explicado por ella, ni ser interpretado por ella. Es ahí donde entra la doctrina, cuyas revelaciones despiertan eco en lo más valioso del ser humano, y sobre todo avaladas por la sangre y testimonio del Dios-Hombre (Jesucristo). Eso es lo que motiva una fe activa, en las personas de buena voluntad.

         Efectivamente, tenemos sobrados argumentos para creer que nada de lo que la ciencia muestra (como lo más aproximado a la realidad) contradice lo más mínimo a la doctrina. Sobre todo cuando ésta marca como indiscutible camino doctrinal la preocupación por acrecentar y mejor distribuir los bienes materiales (objetivo irrenunciable de la ciencia, y que en la práctica se refleja en algo tan cristiano como la multiplicación de los panes y los peces).

.

  Act: 28/03/22        @enseñanzas de la vida            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A