La mal entendida devotio moderna

Zamora, 12 febrero 2024
Antonio Fernández, licenciado en Sociología

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  Act: 12/02/24        @enseñanzas de la vida            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A  

 

Se fija el inicio de la Protesta Luterana en el papado de León X (Juan de Médicis, r.1513-1521), segundo hijo de Lorenzo el Magnífico, bien conocido como prototipo de “príncipe mercader”. Treinta y ocho años de edad tenía León X cuando asumió la máxima representatividad de la Iglesia. Tomó posesión de su cargo y de la ciudad de Roma en un deslumbrante desfile que, según se ha escrito, motivó “grafitis” que sugerían paralelismos entre los dioses paganos y las debilidades más notorias de los tres sucesivos papas: Antes fue Venus (en la persona del libidinoso Alejandro VI), luego fue Marte (con el belicoso Julio II) y ahora viene Palas Atenea (con León X, de una estirpe genuinamente mercantil).

Fueron tres papas muy de una época en la que el lujo y la molicie de los poderosos se habían colado como de rondón en el ámbito de la Iglesia con la perniciosa consecuencia de adormilar las conciencias. La situación es así descrita por el prestigioso historiador Joseph Lortz (1887-1975):

En conjunto, estos papas estuvieron hasta tal punto dominados por la política, las riquezas, el goce de los placeres de la vida, la cultura mundana y el bienestar de los suyos mediante el nepotismo y sirvieron tanto a estos intereses mundanos, que algunos de ellos constituyeron una antítesis radical del espíritu de Cristo, del que eran representantes. Las monstruosas y -por decirlo así- supra personales irregularidades de Aviñón y del Cisma de Occidente, la simonía y el nepotismo, todo ello envenenado por una vida a veces inmoral y acrecentado por la intención de convertir los Estados de la Iglesia en una propiedad familiar del papa, fueron clara muestra de la mundanidad y corrupción imperantes y de la claudicación de los papas ante ellas. La mayor deshonra del pontificado fue el inteligente Alejandro VI (1492-1503), al que sus enemigos llamaban «marrano» (el segundo papa de la estirpe española de los Borja), el papa del Año Jubilar de 1500, pero también el papa de la simonía, del adulterio y de los envenenamientos. Sin embargo, el peligro que aquí tratamos de señalar no se reveló propiamente en este papa, tan depravado moralmente; en él, el fallo concreto quedó dentro de la esfera personal. La deficiencia -digamos- «estructural» de la fecundidad renacentista fue más perceptible en la personalidad del papa León X, loable por muchos conceptos, particularmente interesado por la cultura, ante todo griega, por el teatro y la pesca, de vida moral intachable, pero que adoptó como lema de vida -¡él, «representante» del Crucificado!- la frase siguiente: «Gocemos del pontificado, ya que Dios nos lo ha concedido». Este fue el papa de la vergonzosa historia de las indulgencias de Maguncia y el papa del proceso, tan poco serio, llevado contra Lutero. Estos papas, a una con los cardenales, sus émulos, y con parecidos obispos y canónigos nobles en todo el mundo, llevaron a la Iglesia, en el sentido apostólico y religioso, al borde de la ruina. De tal modo se hicieron acreedores del juicio de Dios, que sólo un milagro podía salvar al propio papado y a la Iglesia. Si queremos hacer una auténtica, vigorosa y convincente apología de la Iglesia de aquel tiempo, no debemos atenuar sus escandalosas anomalías, sino resaltarlas con toda energía. Entonces podremos ver cómo la Iglesia consiguió lo que para cualquier otro organismo puramente natural es del todo inalcanzable: estando envenenada, supo segregar y eliminar el veneno. Es cierto que la crisis fue dura y acarreó sensibles pérdidas, pero al final la Iglesia no quedó debilitada, sino robustecida; no se empequeñeció, sino que se robusteció internamente. Eso sí, una consideración histórico-eclesiástica auténtica, esto es, una consideración cristiana sobre todas estas cosas, no debe olvidar la destrucción antecedente a la purificación ni la persistencia de las debilidades en el mismo proceso purificador. Tampoco debe olvidar el terrible juicio de Dios.

Recordemos cómo, a remolque de lo que se sigue llamando el Renacimiento, para una gran parte de los poderosos de aquella época era de buen ver situar a los valores cristianos por debajo de valores paganos tales como la indolente ociosidad, el brillo del oro, el amor intrascendente, la especulación estéril, el avasallamiento del débil, el opulento vivir a costa de lo que sea, el arte por el arte, el responder con odio al odio, el endiosar al caudillo que triunfa en la batalla o, simplemente, el renunciar a hacerse preguntas sobre el verdadero sentido de la vida terrena, tarea, al parecer, reservada a los “mansos y humildes de corazón” y, también, a algún que otro estudioso de la realidad con liberal, prudente y generoso afán por “separar el grano de la paja”.

Se viven los excesos anejos a la ruptura de viejos corsés; con evidente escasez de realismo, se pierde el sentido de la proporción. Por eso no resulta tan fecunda como debiera la fe en la capacidad creadora del hombre libre, cuyos límites de acción han de ceñirse a la frontera que marca el derecho a la libertad del otro. Sucede que la nueva fe en el hombre no sigue los cauces que marca su genuina naturaleza, la naturaleza de un ser llamado a colaborar en la obra de la Redención, amorización de la Tierra (que habría dicho Teilhard de Chardin) desde un profundo y continuo respeto a la Realidad.

Una de las expresiones de ese desajuste que, por el momento, no afecta gran cosa al pueblo sencillo pero que es cultivado “profesionalmente” ¿cómo no? por los círculos académicos, tiene como protagonista a una libertad que ya nace sin horizonte humano porque no se marca otra tarea que la de dar vueltas y más vueltas en torno a sí mismo como a la búsqueda de cualquier cosa que no tenga nada que ver con la propia realidad, ni, mucho menos, con las carencias del prójimo.

Hemos de reconocer que, cuando las libertades de los hombres siguen caminos demenciales, el Evangelio es tomado como letra sin sentido práctico, las vidas humanas transcurren como frutos insípidos y la Muerte, ineludible maestro de ceremonias de la zarabanda histórica, aunque imprime la pincelada más elocuente en un panorama aparentemente saturado de inutilidad, no logra atraer a la realidad a tantos y tantos que sueñan con disimular sus infidelidades o eternizar privilegios y torpezas en forma de algo que resista al paso del tiempo.

¿De dónde creen los ilustrados de aquellos tiempos que nace la Libertad? La ya pujante ideología burguesa querrá hacer ver que la libertad es una consecuencia del poder, el cual, a su vez, es el más firme aliado de la fortuna. Pero la fortuna no sería tal si se prodigase indiscriminadamente ni tampoco si estuviera indefensa ante las apetencias de la mayoría; por ello ha de aliarse con la Ley, cuya función principal es la de servir al Orden establecido.

En esa nueva sociedad la Libertad gozará de una clara expresión jurídica en el reconocimiento del derecho de propiedad privativo en las sociedades precristianas, el clásico “jus utendi, fruendi et abutendi”.

Más que derecho natural, será un “irracional privilegio” que imprimirá acomodación a toda la vida social de una época que, por caminos de utilitarismo, brillante erudición, sofismas y aspiraciones al éxito incondicionado, juega a encontrarse a sí misma. El “utilitarismo” resultante será cínico y egocentrista y con fuerza suficiente para, en la consecución de sus fines, empeñar los más nobles ideales, incluido el de la libertad de todos y para todos.

El torbellino de ideas y atropellantes razonamientos siembra el desconcierto en no pocos espíritus inquietos de la época, alguno de los cuales decide desligarse del “Sistema” y, con mayor o menor sinceridad, ofrecer nuevos caminos de realización personal. Tal es el caso de Desiderio Erasmo de Rotterdam (1466-1536), producto de los ocasionales amores de un sacerdote y su asistenta: Conocido por amigos y detractores como Erasmo, fue, sin duda la más brillante y liberal conciencia crítica de su tiempo.

Por aquel entonces y un tanto al margen del diletantismo habitual en los centros de formación al uso de las grandes fortunas, en los Países Bajos eran muy apreciadas las llamadas Escuelas de la Vida Común, dentro del movimiento de la Devotio Moderna, de la que nos queda como principal testimonio la “Imitación de Cristo” de Tomás de Kempis (1380-1471), extraordinario librito de piedad en el que podemos leer:

«¿De qué te sirve disputar a fondo sobre los misterios de la Trinidad, si no tienes humildad y desagradas entonces a la Trinidad? Verdaderamente, los discursos sublimes no santifican ni justifican al hombre; es la vida virtuosa la que lo hace agradable a Dios... Deseo más bien sentir la compunción en mi corazón que saber su definición... Si supieras toda la Biblia de memoria y todos los dichos de todos los filósofos, ¿de qué te serviría sin el amor de Dios y la gracia?" (Imitación de Cristo, 1, 1).

En una de esas Escuelas de la Vida Común aprendió Erasmo sus primeras letras y fijó su preferencia por una formación religiosa en la que la paz y la tranquilidad de conciencia están muy por encima de la afición a divagar sobre tal o cual insondable misterio. Dotado de insaciable curiosidad, infatigable voluntad, inteligencia excepcional y “don de lenguas”, estudió, viajó e impartió lecciones desde un muy cuidado equilibrio entre los extremismos de la época: la sacralización del poder y el demagógico uso de la crítica por parte de cuantos basan su virtud en los defectos del prójimo (eso de que “tú eres malo luego yo soy bueno”, cuando la verdad es que destaco la paja en el ojo ajeno para que no se vea la viga que llevo en el propio).

Esa equilibrada predisposición de ánimo, no era impedimento para que Erasmo manifestara su repulsa hacia todo lo que, en conciencia le parecía reprobable; claro que lo hacía guardando las formas de la ponderación y con una ironía que hacía ver lo censurable sin insultar. No empezó a publicar hasta pasados los treinta años de edad: fue en 1500 cuando, como resultado de sus copiosas lecturas, apareció su “Colección de refranes” (Adagiorum collectanea), en donde entre los 800 adagios o refranes transcritos de la literatura grecorromana, pueden encontrarse: “la felicidad consiste, principalmente, en conformarse con la suerte y querer ser lo que uno es”; “más vale prevenir que curar”; “el tuerto es rey en el país de los ciegos”; “criminal es el que asesina una vez, héroe el que asesina multitud de veces”…

En 1505, como cristiana réplica al malhadado “Príncipe” de Maquiavelo, Erasmo escribió su Institutio principis christiani (Doctrina del príncipe cristiano) por encargo de los educadores de Carlos de Habsburgo, nieto del emperador Maximiliano y de los Reyes Católicos, el mismo que habría de llegar a ser el más poderoso personaje de su época como Carlos I de España y V de Alemania. Ya entonces, Erasmo era reconocido como un documentado, liberal y ponderado maestro de los “nuevos tiempos”. Aconsejaba y se hacía aconsejar por colegas de la talla de Jhon Colet (1467-1519) o de Santo Tomás Moro (1478-1535) de quien llegó a ser fraternal amigo.

Como no podía ser menos, cuando Erasmo visitó Roma en 1509, encontró sobradas razones para criticar lo criticable en las altas jerarquías de la Iglesia Católica, incluido el batallador Papa Julio II (r. 1503-1513), de quien escribió más tarde: “He visto con mis propios ojos al Papa, cabalgando a la cabeza de un ejército como si fuese César o Pompeyo, olvidado de que Pedro conquistó el mundo sin armas ni ejércitos”. Ésa era para Erasmo una triste caricatura de la libertad cristiana, protagonizada por quien estaba obligado a dar ejemplo de una libertad alimentada por el amor.

La estampa de un Papa al frente de un ejército, que no persigue más que la gloria de un efímero triunfo, es la de una libertad desligada de su realidad esencial y comunitaria; es el apéndice de una autoridad que vuela tras sus caprichos, es una libertad hija de la Locura. De esa Locura que, según Erasmo dice, (“Elogio de la Locura”), es hija de Plutón, dios de la indolencia y del placer, se ha hecho reina del Mundo y, desde su pedestal, desprecia y escupe a cuantos le rinden culto, incluidos los teólogos de la época:

“Debería evitar a los teólogos, dice la Locura, que forman una casta orgullosa y susceptible. Tratarán de aplastarme bajo seiscientos dogmas; me llamarán hereje y sacarán de los arsenales los rayos que guardan para sus peores enemigos. Sin embargo, están a mi merced; son siervos de la Locura, aunque renieguen de ella”.

Ya por aquellos años, Erasmo era solicitado como pensador excepcional por los principales centros académicos y diversas cortes europeas. Pocos como él unían la erudición al talento para la más convincente expresión, aliñados ambos con la fina ironía y el arte en el manejo del sarcasmo. Recibe y escribe cartas sin descanso, al tiempo que rehúye supeditarse a poder temporal alguno. Se sabe que declinó sucesivas invitaciones del rey de Francia para sentar cátedra en París, del archiduque Fernando para hacerlo en Viena y del rey Eduardo VIII de Inglaterra para hacerlo en su propia corte. En esas circunstancias, no es de extrañar la alta consideración que tenía de sí mismo: se dice de él que, al tiempo que trataba de conseguir, a veces por medio de la adulación, el favor de tal o cual mecenas, su vanidad natural y su auto complacencia se incrementaron hasta el punto de convertirse casi en una enfermedad.

Tal vez con la pretensión de liberar a su conciencia de tales flaquezas, siempre hizo gala de fiel católico y escribe que no en otro lugar que en el genuino Evangelio se han de buscar las respuestas que se hace el hombre corriente y el remedio a los problemas de entendimiento entre unos y otros; en razón de ello, a partir de una minuciosa revisión de los textos griegos y de la traducción latina (Vulgata), que San Jerónimo hiciera en el siglo IV, publica su versión latina del Nuevo Testamento. Claro que no sería típico representante de la “corriente humanista” si no se hubiera esforzado en simplificar hasta la inanidad algunos de los grandes principios con los que la Escolástica había tratado de marcar los límites entre el conocimiento asequible al entendimiento humano y los insondables misterios de la majestad de Dios, con lo que, de hecho, más que allanar el camino hacia Dios en lo que se incurre es en un desvío de la más segura y reconfortante dirección.

 

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Para cubrir los gastos de la reconstrucción de la Iglesia de San Pedro (1506), al papa Julio II no se le ocurrió mejor medio que, actualizando no muy fielmente lo que se venía haciendo para ayudar a la financiación de obras de evangelización, ofrecer “cartas de indulgencia” a cambio de aportaciones en metálico, ello sin poner muy en claro que una cosa es la remisión de las penas para todos los que colaboran en una buena obra luego de haber obtenido el perdón de sus pecados y otra cosa es el pretender el perdón de los pecados presentes y futuros en contrapartida de un dinero contante y sonante, cuestión que aclara perfectamente el Derecho Canónico:

“La indulgencia es la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados en cuanto a la culpa, que un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas condiciones, consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como administradora de la redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los Santos”. (Código de Derecho Canónico de 1983, Libro IV, Parte I, Título IV, Capítulo IV, canon 992).

Pero ni Julio II ni su sucesor León X, que tomó como cuestión personal la culminación de la reconstrucción de la Iglesia de San Pedro, pusieron el énfasis preciso para no confundir bien espiritual con tráfico comercial, lo que llevó a lo que llevó.

Cierto que no faltaron teólogos ni altos dignatarios de la Iglesia que opusieron serias reservas a esa extra legal y poco meditada forma de “impartir indulgencias”: ése fue el caso del Cardenal Cisneros, que impidió la difusión de la correspondiente bula pontificia en los reinos de España. No sucedió lo mismo en otras partes de la Cristiandad sino que, con especial interés, se tomó tal bula como pintiparada ocasión para, junto con parcial respuesta a los requerimientos del Sumo Pontífice, resolver problemas financieros del lugar además de algún que otro asunto de la órbita particular.

Tal fue el caso del “Príncipe Elector” Alberto de Brandemburgo, que, desde 1513, en que había logrado el nombramiento de arzobispo con solo 23 años de edad, debía a la Banca Fugger la elevada suma de 29.000 florines y, pasados cuatro años, se veía en la imposibilidad de saldar la deuda con sus intereses a través de otros medios que un interesado y nada cristiano tratamiento de la “oportunidad de las indulgencias”. Fue así cómo el 22 de enero de 1517 atrajo a su causa al dominico Juan Tetzel un celebrado predicador de la época, sobre el cual leemos en Wikipedia:

Tetzel afirmaba que cada vez que se oía sonar el dinero al caer en la caja de recaudación, se libraba un alma del purgatorio. El pueblo entendió que se compraba no solo el perdón de los pecados pasados sino aún el derecho de pecar durante unos días futuros, doctrina que soltó todos los lazos de la moralidad.

Obviamente, no faltaron mentes despiertas que se creyeron en la obligación de poner las cosas en claro. Entre ellas ha de incluirse a Martín Lutero (1483-1546), un fraile agustino que se creía (o decía creerse) elegido por Dios para descubrir a los hombres el verdadero sentido del Cristianismo, según él, “víctima de las divagaciones de sofistas y papas”.

Sintiéndose entonces acérrimo defensor de las esencias cristianas y, según se dice, un tanto celoso porque la predicación de las indulgencias hubiera sido encomendada a los dominicos en lugar de a los agustinos, Lutero, fraile agustino, se alza contra la simplona y populista demagogia del dominico Tetzel y, en primer lugar, lo hace por medio de la siguiente carta que envía al citado Príncipe-Arzobispo Alberto de Brandemburgo:

«Perdóname, reverendísimo padre en Cristo y príncipe ilustrísimo, que yo, hez de los hombres, sea tan temerario, que me atreva a dirigir esta carta a la cumbre de tu sublimidad.... Bajo tu preclarísimo nombre se hacen circular indulgencias papales para la fábrica de San Pedro, en las cuales yo no denuncio las exclamaciones de los predicadores, pues o las he oído, sino que lamento las falsísimas ideas que concibe el pueblo por causa de ellos. A saber: que las infelices almas, si compran las letras de indulgencia, están seguras de su salvación eterna; ítem, que las almas vuelan del purgatorio apenas se deposita la contribución en la caja; además que son tan grandes los favores, que no hay pecado por enorme que sea, que no pueda ser perdonado aunque uno hubiera violado —hipótesis imposible— a la misma Madre de Dios; y que el hombre queda libre, por estas indulgencias, de toda pena y culpa. ¡Oh Dios Santo! Tal es la doctrina perniciosa que se da, Padre óptimo, a las almas encomendadas a tus cuidados. Y se hace cada vez más grave la cuenta que has de rendir de todo esto. Por eso, no pude por más tiempo callar.... ¿Qué hacer, excelentísimo prelado e ilustrísimo príncipe, sino rogar a tu Reverendísima Paternidad se digne mirar esto con ojos de paternal solicitud y suprimir el librito e imponer a los predicadores de las indulgencias otra forma de predicación, no sea que alguien se levante por fin, y con sus publicaciones los refute a ellos y a tu librito, con vituperio sumo de tu Alteza?... Desde Wittenberg 1517, en la vigilia de Todos los Santos. Martín Lutero, agustiniano, doctor en sagrada teología.»

Al parecer, en paralelo a esa carta, Lutero hizo exhibir en la entrada de la iglesia del castillo de Witemberg un pasquín con el título Disputatio pro declaratione virtutis indulgentiarum y la presentación 95 tesis en las que, junto con la réplica al tráfico de indulgencias, se ofrecía a la “discusión teológica” puntos clave de una pretendida renovación de la Doctrina.

Las 95 tesis de Lutero se difundieron en muy pocos días por todo el territorio alemán logrando favorable acogida entre algunos príncipes que veían en ellas una ocasión de romper con tradicionales fidelidades; merced a la imprenta y a la traducción a otras lenguas, fueron distribuidas por toda Europa en menos de dos meses. Se dice que, cuando llegaron a conocimiento del Papa León X, fueron tratadas como las alucinaciones de un borracho que cambiaría de parecer cuando se encontrara en pleno uso de sus facultades; pero, avisada de que iba en crescendo el efecto contra la esperada acogida de la bula sobre las indulgencias, la Curia Romana requirió la presencia de Lutero, el cual, para no acudir a Roma, adujo motivos de enfermedad al tiempo que seguía predicando incansablemente a favor de sus tesis. Ello llevó a la convocatoria de una dieta imperial, a la que Lutero se vio obligado a asistir y allí escuchó impasible y sin retractarse las amonestaciones, que en nombre de la Santa Sede y desde el autorizado criterio de quien conocía muy bien el legado de los apóstoles y los santos doctoreas, le hizo el Cardenal Cayetano.

Ante la abierta rebeldía de Lutero, el 15 de junio de 1520 la Santa Sede, por medio de la bula Exurge Domine, le advirtió que se arriesgaba a la excomunión si, en el plazo de sesenta días, no se desdecía de 41 proposiciones consideradas heréticas. Lutero respondió quemando la bula en la plaza pública, lo que motivó su excomunión mediante la bula Decet Romanum Pontificen del 3 de enero de 1521.

El emperador Carlos V, cuya juventud no fue óbice para que se tomara muy en serio sus muchas y pesadas responsabilidades, había delegado el gobierno de España (entonces agitada por la “Guerra de las Comunidades, 1520-1522) en el prudente y fiel Cardenal Adriano de Utrech y el de los Paises Bajos en su tía la archiduquesa Margarita con lo que se encontraba en disposición de hacer frente al problema que, además de soliviantar a la Cristiandad, ya estaba creando graves tensiones entre sus súbditos alemanes: al respecto convocó la Dieta de Worms (22 de enero de 1521) en la que fue invitado Lutero a retractarse de su revolucionaria doctrina, a lo que se negó con “protestas” de estar en posesión de la Verdad Evangélica.

Aunque Lutero disponía de un salvoconducto que garantizaba su seguridad personal, el príncipe-elector Federico de Sajonia, que ya simpatizaba con la “protesta” y temía por la vida del “protestante”, hizo que una patrulla de enmascarados simularan un secuestro para luego llevarle en secreto a su castillo de Wartburg, en donde Lutero dispuso de protección como privilegiado huésped. Fue allí en donde, con la colaboración de Felipe Melanchthon (1497-1560), Martín Lutero tradujo al alemán el Nuevo Testamento.

 

***

 

Apoyado en una encendida crítica de las flaquezas ajenas y una olímpica ignorancia de las propias, Martín Lutero no vacila en el afán de sentar cátedra desde una pretendida superioridad intelectual, como ya quedó manifiesto cuando, a raíz de su empecinamiento con el asunto de las 95 tesis, se alzó con reproches y no razones contra la autorizada voz del antes citado cardenal Cayetano, fiel discípulo de Santo Tomás y reputado como el mejor documentado y más ponderado teólogo de entonces. Es desde esa actitud de “protesta” (él decía que de “reforma”) como Lutero aportaba contra el Dogma respaldado por el Evangelio, los Santos Padres y la Tradición de la Iglesia proposiciones dogmáticas de propia cosecha. Fue una actitud que él mismo ha quedado reflejada en palabras como las siguientes:

«Yo, el doctor Lutero, indigno evangelista de nuestro Señor Jesucristo, os aseguro que ni el Emperador romano [...], ni el papa, ni los cardenales, ni los obispos, ni los santurrones, ni los príncipes, ni los caballeros podrán nada contra estos artículos, a pesar del mundo entero y de todos los diablos [...] Soy yo quien lo afirmo, yo, el doctor Martín Lutero, hablando en nombre del Espíritu Santo». «No admito que mi doctrina pueda juzgarla nadie, ni aun los ángeles. Quien no escuche mi doctrina no puede salvarse».

Para definir la personalidad de Lutero acudimos a Ludwig Hertling quien ha escrito al respecto en su “Historia de la Iglesia”:

Es difícil formarse un concepto justo sobre la personalidad de Lutero. No porque su carácter fuera particularmente complicado o difícil de entender, sino porque en la imaginación de mucha gente se ha convertido en una especie de figura mítica, en un símbolo de toda excelencia o de toda perversión. El Lutero real no era ni un santo ni un monstruo. Lo que humanamente más atrae en él es su vitalidad irresistible y su potente espontaneidad. Lástima que estas cualidades degeneren tan a menudo en desenfreno. Miraba a todos sus adversarios teológicos como enemigos personales, a los que atribuía toda clase de bajezas. Muchas de sus proposiciones dogmáticas despiertan la impresión de no tener otro fin que el de irritar a los adversarios. Sobre todo, no era un pensador sistemático, y le importaba muy poco incurrir en contradicciones. Frente a los católicos predicaba la libertad en la interpretación de la Biblia, mas a sus adeptos no les toleraba la menor contradicción.

El P. José María Iraburu Larreta, S.J., por su parte, nos deja la siguiente opinión:

Martín Lutero “no fue reformador de costumbres, sino de doctrinas.– La tesis de que la decadencia moral de la Iglesia, bajo los Papas renacentistas, había llegado a un extremo intolerable, y que Lutero encabezó a los «protestantes» contra esta situación, exigiendo una «reforma», es falsa y ningún historiador actual es capaz de sostenerla. Entre otras razones, porque el mismo Lutero desecha esa interpretación de su obra en numerosas declaraciones explícitas. «Yo no impugno las malas costumbres, sino las doctrinas impías». Y, años después, insiste en ello: «Yo no impugné las inmoralidades y los abusos, sino la sustancia y la doctrina del Papado». «Entre nosotros –confesaba abiertamente–, la vida es mala, como entre los papistas; pero no les acusamos de inmoralidad», sino de errores doctrinales.

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Mucho se ha hablado y se sigue hablando de la concordancia de criterio entre Erasmo de Rotterdam, fiel católico aunque apasionado crítico de todo lo criticable, y Martín Lutero, también crítico pero al modo de todos los que se refugian en torticeros sofismas al estilo de “tú eres malo, luego yo soy bueno”. Aunque solo fuera en razón de la disparidad de actitudes, no es justo tratar por igual a uno y a otro. La Historia nos ilustra sobre suficientes razones para diferenciarlos categóricamente.

Para poner las cosas en su punto, conviene tener en cuenta que, para Lutero, la Libertad es un bien negado a los hombres: Patrimonio exclusivo de un Dios que se parece muchísimo a un todopoderoso terrateniente, la Libertad es el instrumento de que se ha valido Dios para imponer a los hombres su Ley, ley que no será buena en sí misma, sino porque Dios lo quiere. Así has de “creer y no razonar”....”porque la Fe es la señal por la que conoces que Dios te ha predestinado y, hagas lo que hagas, solamente te salvará la voluntad de Dios, cuya muestra favorable la encuentras en tu Fe”

Y, con referencia expresa a la libertad incondicionada de Dios y a la radical inoperancia trascendente de la voluntad humana, Lutero establece las líneas maestras de su propia teología en la que esfuerza por demostrar que no es válida la conjunción de Dios y el Mundo, Escrituras y Tradición, Cristo e Iglesia con Pedro a la cabeza, Fe y Obras, Libertad y Gracia, Razón y Religión... Se ha de aceptar, proclama Lutero, una definitiva disyunción entre Dios y el Mundo, Cristo y sus representantes históricos, Fe y Acción cristianizadora de las cosas, Gracia Divina y libertad humana, fidelidad a la doctrina y análisis racional...

Mucho de rivalidad entre intelectuales tenían las discrepancias entre Lutero y Erasmo, si bien es justo reconocer que este último nunca incurrió en soberbios comportamientos como el otro y que, a pesar de ser abiertamente puesto en entredicho por algunos miembros del Alto Clero (hoy se sospecha que algunos de ellos le vilipendiaban sin haberle leído), siempre se sintió respetuoso con el Dogma y fiel hijo de la Iglesia de Roma a la que, en razón del amor que sentía por ella, quería verla liberada de sus flaquezas y vanidades.

Desde los nuevos horizontes de libertad responsabilizante que, para los católicos, abría la corriente humanista, Erasmo de Rotterdam hizo ver una enorme laguna en la predicamenta de Lutero: en la encendida retórica sobre vicios y abusos del Clero, la apasionada polémica sobre bulas e indulgencias... estaba la preocupación de servir a los afanes de ciertos príncipes alemanes en conflicto con sus colonos: la fe atribuida los príncipes era suficiente justificación de sus privilegios; no cabía imputarles ninguna responsabilidad sobre sus posibles abusos y desmanes puesto que sería exclusivo de Dios la responsabilidad de lo bueno y de lo malo en la Historia.

En consecuencia, en el meollo de la doctrina de Lutero se reniega de una “Libertad capaz de transformar las cosas que miran a la Vida Eterna”. Así lo hace ver Erasmo con su “De libero arbitrio”, escrita en 1.526 por recomendación del papa Clemente VII. Ha tomado a la Libertad como tema central de su obra a conciencia de que es ahí en donde se encuentra la más substancial diferencia entre lo que propugna Lutero y la Doctrina Católica.

Lutero acusa el golpe y responde con su clásico “De servo arbitrio” (Sobre la libertad esclava):

“Tú no me atacas, dice Lutero a Erasmo, con cuestiones como el Papado, el Purgatorio, las indulgencias o cosas semejantes, bagatelas sobre las cuales, hasta hoy, todos me han perseguido en vano... Tú has descubierto el eje central de mi sistema y con él me has aprisionado la yugular...”; y, en paralelo, escribe a los suyos: “Os mando por orden divina, que seáis enemigos de Erasmo y os guardéis de sus libros. Voy a escribir en su contra, aunque hacerlo sea vuestra muerte y ruina; voy a matar a Satán con la pluma… Igual que he matado a Münzer, de cuya sangre aún tengo las manos manchadas.”

Las diatribas de Lutero contra Erasmo suben de tono y logran alterar la displicente actitud de éste, que se siente obligado a aclarar posiciones:

“¿A qué venían todas aquellas observaciones sarcásticas y mentiras denigrantes que me calificaban de ateo, escéptico en cuestiones de fe, blasfemo y qué sé yo qué cosas más?… Lo que ha pasado entre nosotros no es tan importante, al menos para mí, como para llevarme a las puertas de la muerte, pero lo que es un escándalo para cualquier persona decente, y yo lo soy, es que tu comportamiento arrogante, sinvergüenza y sedicioso haya destruido el mundo … y que por voluntad tuya esta tempestad no haya llegado al buen fin por el que yo había luchado”.

Al hilo de su rebeldía frente a la Iglesia y al Imperio, Lutero ha logrado hacer política con su peculiar versión de la Doctrina Cristiana con el apoyo de poderosos príncipes que ven en la Reforma la convalidación de sus intereses, y, en una especie de comunidad de intereses, insiste sobre la crasa irresponsabilidad del hombre sobre las injusticias del entorno:

“La libertad humana, dice, es de tal cariz que incluso cuando intenta obrar el bien solamente obra el mal”... “la libre voluntad, más que un concepto vacío, es impía, injusta y digna de la ira de Dios...” Tal es así que “nadie tiene poder para mejorar su vida”... tanto que “los elegidos obran el bien solamente por la Gracia de Dios y de su Espíritu mientras que los no elegidos perecerán irremisiblemente”, hagan lo que hagan.

¿Es miedo a la responsabilidad moral esa encendida oposición de Lutero hacia la idea de libre voluntad? Apela a la Fé (una fé sin obras, que diría San Pablo) en auto convencimiento de que Dios no imputa a los hombres su egocentrismo, rebeldía e insolidaridad; por lo mismo, tampoco premia el bien que puedan realizar: elige o rechaza al margen de las respectivas historias humanas.

Con el probable afán de marcar distancias con la doctrina oficial, Lutero había aliñado su crítica al mercadeo de indulgencias con su “dogma” de que el ser humano es salvado por la gracia de Dios sin que pesen para nada las obras que haya podido realizar u omitir a lo largo de la vida terrena. Según ello, Jesucristo no habría vivido ni muerto por todos los hombres, sino por los que dicen tener fe, los cuales, aun practicando el mal, serán salvos si se ponen al lado de Lutero y toman ejemplo de su calor en defender la nueva forma de entender la doctrina, según la cual, la gracia divina de salvación es patrimonio exclusivo de los nuevos creyentes por muy empecatados que estén. A tal forma de presentar el tema de la salvación opone Erasmo el contundente argumento de ““Si, como afirma Lutero, todo depende únicamente de la gracia de Dios, ¿qué sentido tendría para el ser humano hacer el bien?”. Es un argumento que hace suyo la Iglesia: “se nos pide que tengamos plena confianza en la Misericordia de Dios, y que seamos siempre misericordiosos con el prójimo a través de nuestras palabras, acciones y oraciones... "porque la fe sin obras, por fuerte que sea, es inútil."” (Juan Pablo II). Es una lógica cristiana que encuentra insuperable respaldo en las inequívocas palabras del apóstol Pablo: “Aunque tuviera el don de profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia; aunque tuviera plenitud de fe como para trasladar montañas, si no tengo amor, nada soy” (Cor. 13,2).

La Jerarquía de entonces, ocupada en banalidades y cuestiones de forma, tardó en reaccionar y en presentar una réplica bastante más universal que la crítica de Erasmo, seguida entonces por el reducido círculo de los intelectuales (el humanista español Luis Vives, entre ellos).