Llega la era cartesiana, y todos quieren ser maestros

Zamora, 13 junio 2022
Antonio Fernández, licenciado en Sociología

         Cuando nace René Descartes ya han prendido en un amplísimo sector de la intelectualidad europea las coordenadas de ese "humanismo antropocéntrico" que moldea y paganiza formas de pensar y de vivir muy distintas a las vividas en los primeros siglos del cristianismo. Como consecuencia de ello, se consuma la distorsión entre el monolítico dogmatismo de una Escolástica que ya no es la de Santo Tomás de Aquino, y una nueva (o vieja, pero revitalizada) serie de dogmatismos antropocéntricos en que priva más la fantasía que la razón.

         Repite el cartesianismo el fenómeno ocurrido cuando la aparición y el desarrollo del comercio, esta vez en los dominios del pensamiento: Si en los albores del comercio medieval, la posibilidad del libre desarrollo de las facultades personales abrió nuevos caminos al progreso económico, ahora el pensamiento humano toma vuelo propio y parece poseer la fuerza suficiente para elevar al hombre hasta los confines del universo.

         Descartes no fue un investigador altruista, sino un pensador profesional que supo sacar partido a los nuevos caminos que le dictaban las circunstancias de su tiempo y de su propia imaginación. Rompe el marco de la filosofía tradicional (en que ha sido educado) y se lanza a la aventura de encontrar nuevos derroteros al pensamiento.

         El mundo de Aristóteles, cristianizado por Santo Tomás de Aquino y vulgarizado por la subsiguiente legión de profesionales del pensamiento, constituía un universo inamovible y minuciosamente jerarquizado en torno a un eje que no podría decirse si era Dios o la defensa de las posiciones corporativas (gremiales) conquistadas a lo largo de los últimos siglos. Y todo eso repele a Descartes, que quiere respirar una distinta atmósfera, desde la ilusión de que es posible alcanzar la verdad desde las propias y exclusivas luces (aunque éstas carezcan de experiencia sensible).

         Esa era su situación de ánimo cuando, alrededor de sus 20 años, resuelve "no buscar más ciencia que la que pudiera encontrar en sí mismo". Para ello, empleará el resto de su juventud en viajar, en visitar cortes y en conocer ejércitos, en tratar con gentes de diversos humores, en coleccionar diversas experiencias... Y siempre con un extraordinario deseo de "aprender a distinguir lo verdadero de lo falso, y poder marchar con seguridad en la vida".

         En 1619, junto al Danubio, "brilla para mí (dice) la luz de una admirable revelación". Es el momento del perogrullesco "cogito ergo sum", padre de tantos sistemas y contra-sistemas. Ante esa admirable revelación, Descartes abandona su ajetreada vida de soldado, y decide retirarse a saborear el "bene vixit qui bene latuit".

         Descartes reglamenta su vida interior de forma tal que cree haber logrado disociar su fe de sus ejercicios de reflexión, y su condición de católico de la preocupación por encontrar las raíces naturalistas de la moral, mientras practica el triple oficio de matemático, pensador y moralista.

         De Dios no ve otra prueba que la "idea de la perfección", nacida en la propia mente del viejo argumento ontológico: tengo idea de lo perfecto, yo no soy perfecto, luego existe la perfección encarnada en un Ser Superior. Se centra así Descartes más en la idea de Dios que en su personalidad, y lo presenta como prácticamente ajeno a los destinos del mundo material, que se desenvuelve en una especie de "mecanismo autónomo".

         El punto de partida de la reflexión cartesiana es la "duda metódica", pues "¿no podría ocurrir que un Dios, que todo lo puede, haya obrado de modo que ni la tierra, ni el cielo, ni los cuerpos, ni magnitud alguna... existan como a mí me parece que existen?". Ante esa duda "sobre la posibilidad de que todo eso fuera falso", era necesario "que yo, y que lo pensaba, fuera algo". Así, "la verdad de que pienso luego existo (cogito ergo sum) era tan firme y tan segura que todas las demás extravagantes suposiciones de los escépticos no eran capaces de conmoverla". En consecuencia, "juzgué que podía recibir esa verdad (el cogito ergo sum) como el principio de la filosofía que buscaba".

         Estudiando a Descartes, pronto se verá que, para él, esto del cogito era bastante más que el principio de la filosofía que buscaba, pues vino a ser toda una concepción del mundo, y si se apura, la razón misma de que las cosas existan.

         Por ello, se abre con Descartes un inquietante camino hacia la distorsión de la verdad, porque persigue "la adecuación de la inteligencia al objeto". Cartesianos habrá que defenderán la aberración de que la "verdad es cuestión exclusiva de la mente, sin necesaria vinculación con el ser". Y habrá quien diga que un individual convencimiento (o autosugestión) no tiene por qué corresponderse con la elemental realidad.

         El orden matemático-geométrico del universo brinda a Descartes la guía para no "desvariar por corrientes de tradicional especulación". Por tal orden matemático-geométrico se desliza el cogito, desde lo experimentable hasta lo más etéreo e inasequible, excepción hecha de Dios (ente que, para Descartes encarna la idea de la plenitud y de la perfección).

         En el resto de seres y fenómenos, las rudimentarias proyecciones del cogito desarrollan el papel del elementos simples, que se acomplejan hasta abarcar todas las realidades (a su vez, susceptibles de reducción a sus más simples elementos). Pues "estas largas series de razones (continúa diciendo Descartes) se entrelazan de tal manera que llegan a entrar en el conocimiento de los hombres".

         El sistema de Descartes abarca, o pretende abarcar, todo el humano saber, a través de un discurrir que tiene carácter unitario bajo un factor común: el orden geométrico-matemático. De ahí que la ciencia será "como un árbol cuyas raíces están formadas por la metafísica, su tronco por la física y sus tres ramas por la mecánica, la medicina y la moral".

         Anteriormente a Descartes, ya hubo multitud de sistemas matemáticos, físicos y metafísicos, pero cada uno en su campo de acción y con sus propias metodologías y finalidades. A partir de Descartes, todo eso viene a confundirse en una sola cosa, a través del cogito.

         Por otro lado, una de las particularidades del método cartesiano es su facilidad para la vulgarización, pues ayudó a que el llamado razonamiento filosófico, incubado hasta entonces en las academias, se proyectara a todos los niveles de la sociedad (incluidos los iniciados, o faltos de iniciación adecuada). Podrá pensarse, por ello, que fue Descartes el primer gran publicista, que trabajó adecuadamente una serie de ideas aptas para el consumo masivo.

         A partir de Descartes, numerosos maestros de la ciencia (o faltos de maestros, más bien) empezaron a ensayar sus ideas en este laboratorio de teorías que es el cogito, aunque sus proposiciones angulares fueran, con frecuencia, contradictorias entre sí.

         Cartesiano habrá que cargará las tintas en el carácter abstracto de Dios con el apunte de que la máquina del universo, que "funciona por sí misma", lo hace innecesario. Otro defenderá la radical autosuficiencia de la razón, desligada de toda contingencia material. Otro se hará fuerte en el carácter mecánico de los cuerpos animales (animal machina), de entre los cuales no cabe excluir al hombre. Otro se centrará en el supuesto de que las ideas innatas pueden, incluso, llegar a ser madres de las cosas. Y no faltará quien verá, con Descartes, que la moral tiene más relación con la medicina que con el evangelio o el propio compromiso personal.

         El cartesianismo es tan audaz y tan ambiguo que puede cubrir infinidad de inquietudes intelectuales, aunque éstas sean divergentes. En razón de ello, no es de extrañar que, a la sombra del cogito, se hayan prodigado sistemas y contra-sistemas, todos ellos con la pretensión de ser la más palmaria muestra de la "razón suficiente". Sean ellos clasificables en subjetivismos o en pragmatismos, o en idealismos o en materialismos... sus promotores y seguidores han encontrado cumplido alimento en la herencia de Descartes.

         Si Descartes aportó algo nuevo a la capacidad reflexiva del hombre, también alejó a ésta de su función principal: la de poner las cosas más elementales al alcance de quien más lo necesita. Por lo demás, con Descartes el oficio de pensador, por el simple vuelo de su fantasía, podrá erigirse en dictador de la realidad, por encima de cualquier experiencia científica o canalización de lo social.

         Si San Agustín se hizo fuerte en aquello socialmente tan positivo del dillige et fac quod vis ("ama y haz lo que quieras"), una descorazonadora consigna, pero coherente con la aportación histórica de Descartes, podría ser: Cogita et fac quod vis, o lo que es igual: "Piensa y haz lo que quieras", puesto que tu pensamiento es mucho más respetable que la propia realidad. Por lo dicho, creemos que el legado cartesiano abrió nuevos caminos a los caprichos de la especulación.

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