La lucha de clases, inventada por ricos burgueses

Zamora, 12 septiembre 2022
Antonio Fernández, licenciado en Sociología

         Fue Francia la cuna de la remodelación de los más influyentes movimientos sociales de la historia reciente, desde el feudalismo hasta el socialismo y pasando por la "conciencia burguesa" que inspiró a René Descartes su fiebre racionalista. También fue francés lo de la "lucha de clases", en que tanta fuerza cobró (y sigue cobrando, sorprendentemente) cualquier forma de corporativismo materialista.

         El moderno concepto de "lucha de clases como motor de la historia" fue copiado por Carlos Marx a Francisco Guizot (1787-1874), ministro del Interior francés el año en que se publicó el Manifiesto Comunista de Marx (ca. 1848).

         Eran los tiempos de la llamada Monarquía de Julio, una especie de plutocracia parlamentaria y censitaria presidida por el llamado rey burgués (Felipe de Orleans), cuya consigna de gobierno era el "enrichessez vous" y cuyos principales ministros fueron burgueses, destacando entre ellos los llamados doctrinarios (Constant, Royer-Collard y el propio Guizot).

         En ese régimen se renegaba tanto del absolutismo (que representa la autoridad que se imponía por el despotismo) como de la democracia igualitaria (o "vulgarización del despotismo" cuya "preocupación es dañar los derechos de las minorías industriosas en beneficio de las mayorías", según Constant).

         Según los doctrinarios, la garantía suprema de la estabilidad política y del progreso económico estaba basada en el carácter censitario del voto (con determinado nivel de renta, para ejercer el derecho a votar), puesto que "solamente en el útil ocio se adquieren las luces y certeza de juicio necesarias para que el privilegio de la libertad sea cuidadosamente impartido" (como sigue diciendo Constant).

         Para evitar veleidades de la historia como las vividas por las recientes revoluciones, el jefe de los doctrinarios (Royer Collard) abogaba por una ley que se situara por encima de cualquier representación del poder, y naciese de un parlamento "que resulte el más eficaz defensor de los intereses de cuantos, por su fortuna y especial disposición, puedan ser aceptados como responsables del orden y de la legalidad".

         Otro de los doctrinarios, el celebrado ensayista Guizot (autor de Histoire de la révolution d’Angleterre, Histoire de la civilisation en Europe...), fue jefe de gobierno en los últimos años de la Monarquía de Julio, la cual cayó el 24 febrero 1848 (el mismo mes en que se publicó el Manifiesto de Marx).

         Guizot se reveló como el primer teorizante de la lucha de clases, refiriendo esta "lucha de clases" a la confrontación entre la nobleza y la burguesía, "cuya ascensión ha sido gradual y continua, y cuyo poder ha de ser definitivo, puesto que es una clase animada tanto por el sentido del progreso como por el sentido de la autoridad". Es decir, que esto son "razones que obligan a centrar en los miembros de la burguesía el ejercicio de la libertad política y de la participación en el gobierno", como puntualizaba Guizot.

         El llamado mundo de la burguesía (o clase, según una harto discutible acepción) estaba formado por intermediarios, banqueros y ricos industriales, era un mundo transcrito con fina ironía y estaba dotado de cierto sabor rancio por obra de Balzac y Sthendal.

         En él pululaban y parasitaban los ricos y los ociosos rentistas, las emperifolladas y las frágiles damiselas. Eran éstas últimas unas auténticas prostitutas de afición, que en sus caprichos y orgías hacían correr a raudales el dinero, en sintonía con una legión de parásitos que "vivían de sus rentas" sin compromiso social alguno, y que en la "ñoña poesía de sus vidas vacías" forzaban al suicidio y a estúpidos y aburridos petimetres. Todo ello en un París bohemio y dulzón, que rompía prejuicios y vivía deprisa su efímera opereta.

         Al lado de ese mundo se movía el otro París, el París de Los Miserables. Prestaban a este París una alucinante imagen su patología pútrida, sus cárceles por nimiedades, sus barrios promiscuos y hacinados; sus casas-chabola y las cloacas tomadas como lugar para beber. Es decir, un círculo de inimaginables miserias que era olímpicamente ignorado por los "de arriba" que hacían la lucha de clases, y se creían el ombligo del mundo.

         Uno y otro era el París de las revoluciones: la de 1789, que dio paso al satrápico despotismo napoleónico; la de 1830, que hizo de los privilegios de la fortuna el 1º valor social; y la de 1848, que se autoproclamó popular y que resultó un régimen títere de Luis Napoleón III, sobrino de ese otro Napoleón que era el "espíritu del mundo".

         Ciertamente, buena parte de las prebendas de la vieja nobleza pasaron al archivo de la historia. Pero a cambio surgió la cultura del abrirse a empujones un postizo privilegio, o del haber nacido entre "los de arriba". Una cultura que fue producto de ese "lucha de clases" o enfrentamiento entre los nuevos teorizantes del orden social: los que aspiraban a convertirse en alta y nunca baja burguesía.

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