Una paz muy funcional y cesarista: la pax romana

Zamora, 30 septiembre 2024
Antonio Fernández, licenciado en Sociología

         La expresión pax romana proviene del hecho de que la administración y el sistema legal romanos pacificaron las regiones que anteriormente habían sufrido disputas entre jefes, tribus, reyes o ciudades rivales (por ejemplo, los interminables conflictos entre las ciudades-estado griegas o entre las tribus galas).

         Por supuesto, el estado de paz general se refería sólo a las regiones interiores del Imperio Romano, mientras se continuó luchando en las fronteras contra los pueblos limítrofes, como los germanos y partos. Fue un período de relativa calma, durante el cual no hubo que hacer frente a conflictos internos (como las Guerras Civiles del s. I a.C) ni a grandes conflictos con potencias extranjeras (como las Guerras Púnicas de los ss. III y II a.C).

         Nos cuenta la historia que para dicho acto (la pax romana) Augusto cerró las puertas del Templo de Jano, las cuales sólo se abrían en tiempos de guerra, cuando creyó haber vencido a cántabros y astures en el año 24 a.C (aunque dichas Guerras Cántabras se prolongarían hasta el 19 a.C). Con todo, se suele aceptar como fecha de inicio de la Pax Romana el 29 a.C, cuando Augusto proclama oficialmente el final de las Guerras Civiles, y como fecha de su finalización la muerte del emperador Marco Aurelio (ca. 180 d.C).

         Para poder imponer la Pax Romana, Augusto hubo de conseguir la paz interna y externa del Imperio Romano, aunque ninguna de las dos fue absoluta. Al respecto, internamente administró y controló decididamente todo, imponiéndose ante los gobernadores de las provincias, los jefes de los ejércitos y la aristocracia, mientras, que externamente, desató una serie de guerras, las cuales tenían como finalidad la conquista de nuevos territorios.

         En paralelo, Augusto devolvió al Senado su tradicional dignidad, reduciendo su número de miembros, confiándole la administración de las finanzas del gobierno y otorgándole amplios poderes judiciales. También conformó un nuevo organismo llamado consilium principis, del cual dependió reorganizar el orden senatorial y ecuestre, entre cuyos miembros surgieron no pocos magistrados y funcionarios con capacidad para enaltecerá la cultura heredada de los griegos.

         No solamente la pax romana hizo posible el auge del comercio de manera asombrosa, sino que provocó un crecimiento demográfico hacia las áreas despobladas, tales como las del occidente, generando una población con buen nivel de vida y una situación económica superior a la de millones de personas en otras regiones.

         Por consiguiente, los ciudadanos disfrutaban de una gran cantidad de obras las cuales les permitía movilizarse fácilmente, como las calzadas o los puentes, de igual manera, servicios públicos, como las termas, acueductos o drenajes, además, poseían seguridad con el control de disturbios, y el eficaz encauzamiento de la burocracia imperial con la interesada aplicación del expeditivo Derecho Romano, orientado principalmente a las relaciones económicas entre subordinados y clientes.

         Roma supo ser flexible y adaptar sus estrategias en función de las circunstancias y de las peculiaridades de sus adversarios. En último término, sabía que siempre podía contar con la fuerza bruta de sus legiones. Ciertamente, para la sociedad romana, la guerra se convirtió en un fin en sí mismo, al que acudía como mecanismo de defensa y como herramienta con la que conseguir sus propios intereses.

         Si el proceso de consolidación fue arduo y lento, con numerosos reveses y sobresaltos prolongados durante cientos de años hasta adquirir el contorno definitivo que hoy todos conocemos, se debió en gran parte a las legiones. Su importancia, como no podía ser de otro modo en este contexto tan bélico, fue creciendo hasta que llegaron a convertirse en las regidoras de la vida política.

         A partir del año 69 d.C. ningún emperador podía aspirar a su cargo si no contaba con el beneplácito del estamento militar. Así nos lo hace ver Adrian Goldsworthy, historiador británico:

"Roma era uno entre los muchos estados y reinos agresivos e imperialistas de su época y su singularidad no tenía que ver con que fuera especialmente belicoso sino con el éxito tan grande que llegó a alcanzar. Buena parte de su éxito se basaba en su capacidad para absorber a otros pueblos y en vincularlos de manera permanente a la República como aliados leales, si bien claramente subordinados. Roma se lucró abiertamente y sin reparos de su Imperio y, aunque a los romanos también les gustaba hablar de las ventajas que conllevaba su dominación para los conquistados, nunca pretendieron que su motivo principal para crear el Imperio hubiera sido el deseo de poner orden en un mundo caótico".

         Recordemos que la presencia romana fue un elemento de homogeneización de las tierras que iban desde las costas portuguesas del Atlántico hasta los márgenes del río Éufrates y desde los límites del desierto del Sáhara hasta las Islas Británicas sin dejar de influir en todos sus vecinos, con quienes mantenía un fluido contacto, a veces pacífico, a veces violento. Aunque la expansión militar se llevó a cabo durante siglos, las fronteras romanas quedaron más o menos fijadas bajo el mandato de Augusto.

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         Si nos remontamos más allá del s. I observaremos que, para los judíos de buena fe, la Torah o ley divina era esencial norma de vida hasta el punto de que muchos de ellos estaban convencidos de que sus desgracias no tenían otro origen que el mayoritario quebrantamiento de esa misma ley. Pero no sucedía lo mismo en la generalidad de los otros pueblos, cuyas esenciales normas de vida estaban a merced de los vaivenes de una historia muy dependiente de la continua confrontación entre unos y otros.

         En tales circunstancias, cobra importancia el papel desarrollado por una Roma que, sin dejar de hacer uso de la guerra (con todas las calamidades e injusticias que ello arrastra), acertó a dotarse de cierta "paz de comunicación comercial y cultural", respaldada por una progresista normativa legal.

         El origen de ello es visto por los historiadores en la formulación de las Doce Tablas, (ca. 464 a.C), origen y base del reconocido derecho romano a la hora de codificar, en convención social, el respeto a las teóricas condiciones de igualdad de todos los ciudadanos. Sin duda que la realidad no siempre se ajustó a la teoría, pero en general sí que resultó un punto de civilizado entendimiento social durante siglos, sobre todo a la hora de aminorar los traumas anejos a las continuas guerras tanto externas como internas.

         En paralelo con las rompedoras vivencias políticas atenienses, vivía Roma su propia oligarquía republicana, en la que la autoridad máxima recaía en un conciliábulo de patricios o Senado, en cuanto a la administración ordinaria. Respecto a la defensa y ataque, los patricios (o padres de la patria) delegaban su responsabilidad en 2 cónsules anuales con paritaria responsabilidad, pudiendo renovar su cargo según las circunstancias y criterio del propio Senado.

         Para los momentos difíciles existía la figura del dictador ocasional, con plenos poderes políticos y militares durante la estricta duración del problema a resolver. Tal fue el caso del célebre Lucio Quincio Cincinato, que tras derrotar y avasallar a los ecuos y volscos (ca. 458 a.C) volvió a sus actividades agrícolas.

         Durante la República Romana, la cabeza visible de la ley era representada por el pontifex maximus, generalmente encarnado por un miembro del patriciado con la consiguiente predisposición a favorecer a los miembros de su clase. Esto promovió la figura de los juristas, entre los que destacó con fuerza Cicerón, hasta el punto de ser nombrado cónsul y reconocido por el Senado como "padre de la patria" por haber hecho triunfar la fuerza de la ley contra las desmedidas ambiciones del intrigante y sedicioso Catilina.

         Conocidas son las continuas y, a veces, encarnizadas tensiones entre patricios y plebeyos hasta llegar al difícil punto de equilibrio que representó el reconocimiento político de los llamados tribunos de la plebe, figura que había surgido como contrapoder de los cónsules y que, nombrados por el Concilium Plebis, ejercían una responsabilidad de teórica igual eficiencia que la de los cónsules.

         En principio, fueron 2 los cónsules. Posteriormente se incrementó su número a 5, para llegar hasta 10. Esto no dejó de crear tensiones, resueltas cuando, ya en plena época imperial, la tribunitia potestas fue asumida por la máxima autoridad del estado.

         Si nos referimos a las relaciones entre seres humanos de entonces, podemos recordar la existencia de 3 clases sociales:

-la clase alta, formada por los grandes propietarios y militares de alta graduación,
-la clase media, o plebe, con una amplia mayoría que vivía en perpetua y subvencionada ociosidad a expensas de los resultados de las perpetuas campañas militares siguiendo el dictado de sus líderes (o tribunos, esencialmente preocupados por un porvenir político a base de no perder el fervor popular),
-la clase esclava, sin otro derecho que el de la supervivencia al gusto de sus respectivos dueños.

         En la Roma de los últimos tiempos de la República, a la par que una religión al dictado del poder, la ociosidad subvencionada llegó a ser ley de vida para los que presumían de ciudadanos libres, adocenados ellos por los caudales de riqueza y el expolio de las provincias sucesivamente conquistadas.

         Fue el "panem et circenses" (lit. pan y juegos de circo), que el poeta Juvenal veía en sus sátiras como "degradante alimento de una sociedad que había terminado por perseguir servilmente las más inconsistentes novedades", patrocinadas éstas por los optimates (patricios) o grandes capitalistas de la época, sin mayores diferencias entre unos y otros que las propiedades terrenas y el número de seres humanos (los esclavos) a su merced.

*  *  *

         Llegado el siglo I a.C, y a pesar del tradicional respeto a la ley, empezó a hacerse insoportable en Roma el clima de sucesivas e implacables guerras civiles: Mario contra Sila (ca. 88-81 a.C), Pompeyo contra César (ca. 49-46 a.C), los triunviros Marco Antonio, Lépido y Octavio contra Bruto y Casio (ca. 42 a.C) y Octavio Augusto contra Marco Antonio (ca. 39-31 a.C).

         Son sobradas razones para que se hiciera patente que las instituciones no habían sabido evolucionar al ritmo de los tiempos y que urgía establecer un mínimo equilibrio entre los diversos estamentos de la República Romana, una institución mitificada hasta las más altas esferas de la política por el citado Cicerón, personaje para el cual la religión era "tanto más respetable cuanto proporcionaba sólidos cimientos sociales a la política republicana", razón de ser de su propia vida.

         Contemporáneo y no menos carismático que Cicerón fue Julio César, cuyo orgullo, fuerza de voluntad e imaginación iban parejos con el arte militar, la ambición, la retórica y el populismo. Puede que, para ambos personajes, el respeto otorgado a la religión oficial fuera no más que circunstancial y sin peso alguno en lo personal; pero sí que, en el caso de Julio César, lo religioso venía muy bien como pretendido aval de los triunfos militares y consecuente beneficio material de las sucesivas victorias.

         Tanto fue así que, no se sabe si en broma o en serio y según el testimonio de historiadores del crédito de un Suetonio, llegó a decir de sí mismo que "llevaba sangre de dioses" y que, por tanto, procedía de linaje divino. Oigámoslo:

"Por su madre, mi tía Julia descendía de reyes; por su padre, se vincula con los dioses inmortales; porque de Anco Marcio descendían los reyes Marcios, cuyo nombre llevó mi madre; de Venus descendían los Julios, y nosotros somos una rama de esa familia. Se ven, pues, unidas en nuestra familia, la majestad de los reyes, que son los dueños de los hombres, y la sacralidad de los dioses, de quienes los reyes dependen" (Suetonio, Vida de doce Césares).

         Al margen de esa chusca pretensión, junto con algún comentarista de nuestra época, podemos concederle a César la clara y estudiada estrategia de centralizar en sí mismo todo el poder romano sin que, para ello, considerara necesario anular ninguna de las tradicionales magistraturas republicanas.

         Ciertamente, la anarquía consecuente a las rivalidades con Pompeyo le facilitó a César la tarea, pues nadie se extrañaba de las medidas excepcionales, como por ejemplo que su proclamación como dictador (ca. 49 a.C) se prolongase a perpetuidad (ca. 45 a.C) por expresa decisión del Senado y en la ocasión de su regreso a Roma, luego de haber triunfado sobre las últimas legiones pompeyanas. Por lo tanto, ya no era necesario, que siendo patricio, accediera a la máxima autoridad civil constituidas tanto por el consulado como por la tribunicia potestas.

         Se anulaba así toda posibilidad de oposición legal a sus proyectos, cuestión que, ya de por sí, era bastante problemática en cuanto, en su papel de dictador perpetuo, ya se había arrogado el derecho de recomendar al pueblo los candidatos para las elecciones. Nada le era ajeno, ni lo humano ni lo divino, pues también se colocó al frente de la organización religiosa al investirse como sacerdote supremo pontifex maximus (sacerdote supremo).

         Pero el programa de César no podía madurar con él de protagonista, en cuanto ya no disimulaba una ambición personal desmesurada, acusación que en sus últimos días estuvo acompañada de invectivas sobre sus aspiraciones imperiales, algunas de ellas manifestadas por él mismo consciente o inconscientemente.

         Era un reconocimiento que habría de venirle del Senado, en una buena parte reticente, tanto por el temor a la consiguiente pérdida del poder tradicional que les garantizaba la persistencia del modelo republicano como por el eco de hirientes comentarios sobre la personalidad del divinizado Julio César, cuyas probadas cualidades de estratega excepcional y de acreditado hombre de estado aparecían frecuentemente enturbiadas por costumbres y acciones impropias de su pretendida alta categoría divina.

         Tan desarregladas eran sus costumbres, y tan notoria la infamia de sus adulterios, que durante un discurso Corión el Viejo llama a Julio César "marido de todas las mujeres y mujer de todos los maridos", según Suetonio.

         Pero si ésas eran las reticencias de los padres de la patria, la historia nos dice que ello no se extendía al común de la ciudadanía, que sabía disculpar similares costumbres al propio Júpiter y que era la misma que no se manifestaba, ni mucho menos, remisa a venerar como dios al poderoso de turno que, según su indiscutible voluntad, prodigaba olímpicos favores de los que Julio César, según el citado Suetonio, daba espléndidos ejemplos.

         Además de los 2.000 sestercios que había dado a cada infante de las legiones de veteranos al principio de la guerra civil, les dio, a título de botín, 24.000 sestercios, asignándoles también terrenos, aunque no cercanos, para no despojar a los propietarios.

         Distribuyó al pueblo 10 modios de trigo por cabeza y otras tantas libras de aceite, con 300 sestercios, en cumplimiento de una antigua promesa, a los cuales agregó cien más por la demora. Rebajó el alquiler de las casas (en Roma, hasta la suma de 2.000 sestercios, y en el resto de Italia hasta la de 500 sestercios). A todo esto añadió distribución de carnes, y tras su triunfo sobre Hispania dos festines públicos (al no considerar el 1º lo bastante digno, tras 5 días de despilfarro).

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         El avatar de los Idus de Marzo (44 a.C) terminó con la vida y sueños de Julio César. Pero dicho regicidio no facilitó el regreso a la normalidad republicana, que fue la bandera esgrimida por Bruto, Casio y el resto de senadores conjurados contra Julio César.

         El triunvirato de Marco Antonio, Lépido y Octavio (primero), y el principado de Octavio (seguidamente) facilitaron el camino al omnímodo poder de los césares con el consiguiente ocaso de una República Romana que había durado 5 siglos (del 509 al 27 a.C), y que ahora daba pie al Imperio Romano (27 a.C-476 d.C).

         Octavio Augusto, nacido el año 63 a.C. como Cayo Octavio Turino, pasó a llamarse Cayo Julio César Octaviano Augusto a partir del año 27 a.C, tras ser reconocido por el Senado como imperator militar y prínceps de la República. Con sólo 19 años de edad se convirtió en heredero de Julio César, su padre adoptivo, por lo que, tras el asesinato de éste, conformó una dictadura militar (año 44 a.C), que la historia recuerda como el Segundo Triunvirato romano.

         Tras unos años de gobierno oligárquico sobre Roma y las provincias occidentales, llegó a poner de su parte lo más florido de las legiones romanas, forzó el exilio de Lépido e hizo la guerra a Marco Antonio, de quien dependían las provincias orientales, entre ellas Egipto, con cuya reina Cleopatra se había unido luego de repudiar a Octavia Minor, su legítima esposa que, precisamente, era la única y muy querida hermana de Augusto. Fue una enconada guerra civil, que terminó con la derrota de Marco Antonio en la Batalla de Accio (ca. 31 a.C), el suicidio de los 2 legendarios amantes y la conversión de Egipto en provincia romana.

         Ya con el poder absoluto sobre el inmenso territorio, que seguía llamándose República Romana, Augusto se mostró considerablemente más cauto que Julio César (su padre adoptivo), a la hora de hilvanar certeramente la consolidación de un poder autocrático sin fisuras con las formas republicanas, acumulando para sí las más altas magistraturas sin dejar de hacer ver que ello era un proceso natural en el que correspondía al Senado la iniciativa de forma que su papel de sumisa aceptación de las sucesivas responsabilidades no obedecía más que a su voluntariosa entrega al servicio de la República.

         Da pruebas de tal disposición cuando, a sus 32 años de edad y tras la desaparición de su cuñado Marco Antonio, se ve a sí mismo dueño incuestionable de la situación. Es el momento en que Augusto da un golpe de efecto ante la opinión pública, entregando todos sus poderes al Senado.

         La República quedaba restaurada, y él se hacía justo acreedor al título honorífico de "padre de la patria", ya que aparte de la República (o junto con la República) también se restaura la paz. A la par, Octavio Augusto sugiere y obtiene honores divinos para Julio César y sus antecesores hasta Eneas, ya convertido por Virgilio (en su Eneida) en hijo de Venus Afrodita.

         Posteriormente, entre las sucesivas aceptaciones de los más altos cargos políticos (cónsul, tribuno del pueblo...), Octavio no ve inconveniente el hecho de que, oficialmente, se le otorgue el sobrenombre de Augusto, que puede sonar a divino en cuanto, hasta entonces, había sido privativo del "padre de los dioses y de los hombres" (es decir, de Júpiter Capitolino).

         Para culminar su carrera hacia el poder absoluto, asume el cargo de pontifex maximus, que le daba la llave de la religión romana y aliñaba su autoridad con el halo protector de los dioses. Es un proceso de auto divinización, al cual el historiador romano Aurelio Víctor se refiere de la siguiente manera:

"En el año 722 de la fundación de Roma, se restableció el uso de obedecer de manera absoluta a un solo jefe: Octaviano, hijo de Octavio y adoptado por su tío-abuelo César. Octaviano supo ganarse a los soldados por su largueza y al pueblo por la gratuita distribución de alimentos para luego, sin gran esfuerzo, someter al resto de los ciudadanos. En vida, y después de muerto, fue adorado como un dios, consagrándole templos y colegios sacerdotales tanto en Roma como en todas las provincias y las principales ciudades".

         Reconocido como princeps o "primer ciudadano" de la República, Octavio Augusto desempeñó simultáneamente los cargos de cónsul vitalicio, sumo pontífice y tribuno de la plebe, multi empleo que le convertía en jefe indiscutible de todos los estamentos sociales con peculiaridades formales que disimulaban el monopolio de las más altas magistraturas en el alto nivel que se deriva en inscripciones como ésta: "Al imperator césar Augusto, hijo del dios, sumo pontífice, en su 18ª potestad tribunicia, cónsul por 11ª vez, padre de la patria. Por un decreto de los decuriones".

         Recordemos que el singular poder de Roma (entidad terrenal pero también entelequia de atribuido carácter divino) descansaba no menos en la debilidad de sus competidores cuanto en un acendrado popular y populista fervor religioso hacia dioses revestidos por los poetas de humana condición en una forma de vida regulada por un minucioso, amoral y, en parte, igualitario Derecho Civil con la punta de lanza de unas legiones de más en más adiestradas y mejor motivadas.

         Visible encarnación de tal poder era el príncipe de la República luego llamado emperador y fueran cuales fueran las circunstancias con las que había llegado a ostentar el cargo.

         Hemos visto que, en buena parte, gracias al dedazo de su tío abuelo Julio César, dictador perpetuo de la República Romana, Augusto fue lo que fue sin dejar de respetar las formas republicanas con el añadido de hacer lo posible por continuar la dinastía que él ya consideraba divina y principesca.

         ¿Fue esta última circunstancia la que, a la vista de que, tras 2 sucesivos matrimonios, solamente contaba con una hija (Julia la Mayor), le movió a fijarse en la bella Livia Drusila, ya madre de un hermoso y robusto niño de 4 años y en avanzado estado de gestación del que se decía que también iba a ser varón en razón de la muy abultada tripa?

         Fuere como fuere, resultó que a raíz del nacimiento de la susodicha niña, Augusto se divorció de Escribonia, su 2ª esposa, para casarse con la embarazada matrona, al parecer con el consentimiento de su esposo (un tal Tiberio Claudio Nerón, de una familia de los Claudios muy valorada entre los patricios).

         Según nos cuenta el senador e historiador romano Dión Casio, a los 3 días de dar a luz Livia Drusila su 2º hijo (ca. 38 a.C) se celebró una muy solemne y celebrada boda entre ella y Augusto con aquiescencia del recién divorciado y padre de la criatura recién nacida (Tiberio Claudio Nerón, quién "entregó a la novia como si fuera su hermano mayor").

         La historia nos muestra cómo los 2 hijos (el nacido y el por nacer) de Tiberio Claudio Nerón y Livia Drusila, hijastros e hijos adoptivos de Augusto, fueron Tiberio (que llegaría a ser emperador) y Druso el Mayor (oscuro personaje que, por jugarretas del destino, resultó ser ascendiente de 3 sucesivos emperadores: abuelo de Claudio, bisabuelo de Calígula y tatarabuelo de Nerón, sin que ninguno de los tres fuera hijo, hermano o nieto de su respectivo antecesor, aunque sí familiar en tercero o cuarto grado).

         Vemos ahí una somera imagen de la llamada dinastía Julia-Claudia, que al hilo de los avatares históricos y en razón de más o menos laxas concomitancias sanguíneas (sangre azul, que diríamos hoy) se inicia en Julio César y se acaba en Nerón, incluyendo 6 de los divinizados emperadores.

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         Dada la compleja serie de intereses creados a lo largo de las 4 largas décadas de efectivo poder de Augusto, no resulto fácil la legalización de la sucesión por parte del Senado, reunido de urgencia a la muerte del apoteósico (lit. divinizado) Augusto.

         De creer al controvertido senador e historiador romano Dion Casio (Historia de Roma, XVI, 30), la muerte de Augusto fue precipitada por su propia esposa Livia Drusila, con un plato de higos envenenados. Según parece, quería asegurar la sucesión para su hijo Tiberio puesta en duda en cuanto el propio Augusto acababa de reconciliarse con su hija Julia la Mayor y el hijo de ésta y, por lo tanto, nieto suyo Marco Agripa, desterrados ambos desde hacía varios años por una indemostrada acusación de adulterio contra la madre.

         En este tejemaneje los historiadores Tácito y Dión Casio ven una torticera maniobra de la emperatriz Livia Drusila, muy preocupada por el porvenir de sus propios hijos (Tiberio y Druso), razón de más cuando, a los pocos meses de la muerte de Augusto, siguió la ejecución manu militari del nieto (Marco Agripa).

         De cualquiera de las maneras, los controvertidos acontecimientos no impidieron el hecho de que Tiberio, con el nuevo nombre de Tiberio Julio César Augusto, fuera elevado a la cumbre del poder de la que seguía llamándose república romana, aunque en realidad fuese ya Imperio Romano desde la llegada de su padre Augusto.

         El escritor romano africano Aurelio Víctor, al cual se debe una Historia de Roma desde Augusto hasta Juliano, nos transmite el siguiente comentario sobre la personalidad del emperador Tiberio, segundo caessar augustus:

"Tiberio fue artificioso e impenetrable, mostrando casi siempre aversión hacia lo que más deseaba e insidiosa preferencia hacia lo que odiaba, pasó de despertar confianza por el buen comienzo a convertirse en una seria amenaza para la República. Llevaba hasta el refinamiento su desenfreno sin distinción de edad ni de sexo y sin importarle pisotear la inocencia de cualquiera, fuera romano o bárbaro. Por odio a la ciudad y gusto por la misantropía, había escogido la isla de Capri como refugio de sus torpezas".

         Tras el precedente relato, creemos estar preparados para recordar con la mayor objetividad posible el acontecimiento de mayor trascendencia en la historia de la humanidad: el protagonizado por Jesucristo (Joshua bar Nazaret).

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  Act: 30/09/24        @enseñanzas de la vida            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A