Los cristianos y la propiedad privada
Zamora,
21 marzo 2022 Meollo de la actividad económica, es el llamado derecho de propiedad. De tal pretendido derecho ya encontramos los españoles una definición jurídica en las célebres Partidas del rey Alfonso X de Castilla: es el "poder que home ha en su cosa de facer della e en ella lo que quisiere segund Dios e segund fuero". Si ahí se ve una clara referencia a la moral natural o ley de Dios, no así en el código inspirador de toda la jurisprudencia actual, proveniente del Código Civil de Napoleón y cuyo artículo 544 dictamina que "la propiedad es el derecho de gozar y de disponer de las cosas de la manera más absoluta dentro de los límites que marquen las leyes o reglamentos". Algo así ya se decía en el viejo Código Romano que ve en la propiedad el "ius utendi atque abutendi re sua quatenus iuris ratio patitur" (lit. "es el derecho de usar y de abusar de lo propio hasta lo que permite la ley"). En una y otra formulación del derecho de propiedad se omite cualquier referencia a un criterio moral cual es el "segund Dios" de Alfonso X el Sabio). Sin el claro matiz moralista recordado oportunamente por las viejas Siete Partidas y dadas las abundantes situaciones no previstas por la ley, es evidente que el derecho de propiedad ha resultado y resulta un autorizado sistema de acaparamiento. Ello debe preocupar a cuantos creen en la necesidad de que cada hombre disponga de lo necesario para cumplir el fin que le es propio: desarrollar sus facultades personales en libertad, trabajo y generosidad. En esa línea se han movido los promotores de la enseñanza cristiana:
Estos fueron los llamados Padres de la Iglesia, promotores de la enseñanza cristiana y que encontraron ilustrativas referencias al tema en la Escritura, cuyas son las siguientes categóricas precisiones:
Pero es el propio Jesucristo quien ilustra el tema con parábolas como la siguiente:
De algunos de los ricos de su época, Jesucristo arrancó el siguiente compromiso: "Daré, Señor, la mitad de mis bienes a los pobres. Y, si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo" (Lc 19, 8) A sí se expresó Zaqueo y demostró cómo una privilegiada situación económica puede traducirse en bendición social. El maestro de Nazaret era realista y daba a cada cosa, función o fenómeno el valor que le correspondía: "Dad al césar lo que es del césar, y a Dios lo que es de Dios". Si el orden social precisa de un soporte material a la par que una clara orientación hacia el Espíritu, los responsables de ese soporte material son acreedores a la pertinente contribución de cuantos se benefician de ello. Ahí radica la lógica de la motivación crematística o aliciente con que cuentan los celadores del orden, los emprendedores y los administradores de las cosas, cuyos medios de gestión pueden muy bien formar parte de su patrimonio y, de hecho, constituir una modalidad de propiedad privada. Llegamos así al reconocimiento de una forma de propiedad justificada por el interés general: es la función social del derecho de propiedad. La función social del derecho de propiedad era una de las principales preocupaciones de San Pablo, quien recomendaba a sus discípulos:
De otra forma, cabe a los poderosos de este mundo el reproche de Santiago:
Sucede que lo que yo considero mío, incluso cuando sobre ello me reconozca la ley el derecho exclusivo al uso y al abuso, no es más que una condición para la realización personal, vocación truncada si al mundo que me rodea le pongo el límite de mi propio ombligo. Pero hemos hablado de trabajo y de libertad. Para que, en libertad, el trabajo alcance un buen grado de fecundidad necesita suficiente motivación. Claro que tenemos al amor como la más noble y la más fuerte de las posibles motivaciones; pero si el amor como fuerza creadora y de proyección social nace de la voluntaria entrega al servicio de los demás, hemos de reconocer que no es una facultad suficientemente generalizada. Para que el trabajo y la libertad sean continuos factores de desarrollo económico y social (es inconcebible el último sin el primero) debe ofrecerse a los actores un amplio abanico de motivaciones. Y sin duda que no es la menos efectiva de las motivaciones ésta que late en el derecho de propiedad. Así es y así ha de ser reconocido por imperativo de la realidad. La estabilidad y desarrollo de la economía, en gran medida, se apoya en el afán y preocupación de los hombres de industria y de negocio por alcanzar esas cotas de poder social que da el uso y disfrute de determinados bienes o posiciones. También se apoya en la solidez jurídica de los logros personales, desde donde, a la par que desarrollar determinados caprichos, es posible abrir nuevos cauces a la explotación de recursos naturales y subsiguiente creación de empresas, sin lo cual es impensable la organización y consolidación de la vida económica. Es deseable que lo que hemos llamado amor esté presente en los actos y pensamientos de todos los hombres y mujeres; el camino está iniciado pero progresa con agobiante lentitud. Bueno es, entre tanto, usar de otras motivaciones cual es el ansia de poseer o apasionado cultivo del derecho de propiedad según los dictados de la propia conciencia (e incluso conveniencia) dentro de los límites, claro está, que marque la ley (y el aparato fiscal). De ahí se deduce que, si el trabajo y la libertad, se muestran como imprescindibles condicionamientos del desarrollo económico, es el espíritu generoso (o amor) la mejor vía para que los "regalos de la fortuna" no se conviertan en la principal trabazón del desarrollo personal ("alcanzar la verdadera vida", según está escrito y testimoniado). Caben ahí las puntualizaciones de Santo Tomás de Aquino:
Hay en esta acepción del derecho de propiedad profundo conocimiento de la naturaleza humana y de los precisos resortes en que se apoya la voluntad de acción al tiempo que una preocupación por la universalización de los bienes naturales, cuyo descubrimiento y optimización, lo sabemos muy bien, depende, en gran medida, de la acción manual y reflexiva del hombre. Por ello, se ha de tomar como rigurosamente realista. No tan realista es la pretendida colectivización irracional que, defendida apasionadamente por los utopistas de estos 2 últimos siglos, suponía a un hombre cómodo y "socialmente productivo" desde una total irrelevancia dentro de la masa. Lo aventurado de tal suposición viene avalado por la más reciente historia: sin libertad, la generosidad es sustituida por la apatía y el trabajo se convierte en una carga sin sentido. De una forma u otra, el hombre, para resultar como tal, ha de aspirar a manifestarse como persona, es decir, como ser perfectamente diferenciado de sus congéneres: cuando no lo sea por su derroche de generosidad, pretenderá serlo desde el libre ascenso hasta algo que su entorno celebre. Tampoco es realista el redivivo sueño calvinista de que el poder y la riqueza son muestra de predestinación divina o que el derecho a usar y abusar de las cosas es una imposición de la moral natural, mensaje subliminal que parece latir en el meollo de la llamada Economía Clásica, alguno de cuyos teorizantes se han atrevido a presentarse como voceros de la voluntad de Dios. "Digitus Dei est hic", escribió Bastiat al principio de sus Armonías Económicas, en su cruzada hacia la verdad y la justicia por el camino de la propiedad ,sin freno social alguno. Y esto porque "el interés exclusivamente personal de los privilegiados es el instrumento de una Providencia infinitamente previsora y sabia", se viene a decir en uso de una blasfema y muy peculiar apologética. El propio Adam Smith gustaba ser considerado como moralista, y defendía el acaparamiento sin medida como un camino hacia un mundo en que habría abundancia para todos. Para él, los insultantes atropellos son presentados como lógica consecuencia de la marcha hacia el progreso y no como obra de la mala voluntad o crasa falta de preocupación por los derechos del otro. Pero sí que es realista asumir la circunstancia con ánimo de humanizarla. Hubo en el pasado artífices de progreso cuya obra fue hija del más craso egoísmo; hay empresarios que dan trabajo sin la mínima preocupación por cuantos rezan en su nómina... hay descubrimientos geniales, fruto exclusivo de la vanidad de su autor. Entre los obreros del progreso, hemos de reconocerlo, son pocos, poquísimos, los que cultivan el trabajo enamorado y muchos, muchísimos, que cumplen una función social (desarrollan un trabajo trascendente) desde la sed de fama, poder o dinero, en suma, desde el más crudo egocentrismo. Para éstos como para los más generosos, una realista visión del progreso pide libertad, por supuesto que dentro de un ley preocupada por zanjar ancestrales discriminaciones. Por debajo de la generosa e incondicionada preocupación por el prójimo (eso que estamos llamando amor) el entorno social brinda otras motivaciones a la participación en el progreso: una de las más fuertes es la aspiración tanto a disponer caprichosamente del resultado del propio esfuerzo como a dejar constancia de ello. Por eso resulta socialmente positiva la institucionalización del derecho de propiedad sobre las cosas que va más allá del simple uso y facilita la libre disposición de ellas en operaciones de compra, venta, donación, herencia... Y habremos de dar la razón a Comte para quien "la propiedad privada debe ser considerada una indispensable función social destinada a formar y administrar los capitales que permiten a cada generación preparar los trabajos de la siguiente". Tomados así, los títulos de propiedad y el dinero son positivas herramienta de trabajo. Desde la óptica cristiana, el derecho de propiedad implica la administración sobre las cosas de forma que éstas puedan beneficiar al mayor número posible de personas. Ello obliga al propietario a ser riguroso en el tratamiento de los modos y medios de producción, a desarrollar la libertad y el amor al trabajo, a valorarse y a valorar en la justa medida a todos sus compañeros de empresa, a procurar que ésta se ajuste a la línea de progreso que permiten las técnicas y sus medios económicos y, por lo mismo, alcance la mayor proyección social posible: el llamado propietario puede y debe estar gallardamente en ese mundo sin ser de ese mundo. Para los cristianos el derecho de propiedad no es, propiamente, un derecho natural pero sí una especie de imposición de las realidades que facilitan el equilibrio y el progreso social: es para ellos un derecho ocasional o, si se prefiere, un privilegio consagrado por la ley. Privilegio que, como apuntaba Bardiaef, puede enriquecerle espiritualmente si le empuja a procurar el bien material de los otros hombres. Así lo entendió también Juan Pablo II, cuando recordaba que:
.
|