Reforma protestante: la relajación de costumbres
Zamora,
10 julio 2023 La historia reconoce como papas significativamente renacentistas a Alejandro VI, Julio II y a León X, los tres muy criticados no sin probadas razones. El 1º por una desordenada vida privada, el 2º por su excesivo espíritu guerrero, y el 3º por usar de la venta de indulgencias para financiar grandes proyectos arquitectónicos el 3º. Tales particularidades les han dado más renombre que el que les debía corresponder como vicarios de Cristo en la tierra y celadores de los valores esenciales en los que, a lo largo de los siglos, se ha apoyado la comunidad de los fieles católicos. Alejandro, Julio y León fueron más señores de este mundo que "siervos de los siervos de Dios", cual han sido y siguen siendo no pocos de sus antecesores y sucesores. Justo es reconocerlo. Por lo demás, la gestión y comportamiento de tales papas no se diferenciaron gran cosa de los adictos a la línea de Nicolás Maquiavelo, el "maestro del éxito a cualquier precio", y para quien el ideal del hombre es aquel que supedita todo al triunfo apabullante sobre el prójimo, según la doctrina de que "es preferible hacerse temer que amar", puesto que "el amor, por triste condición humana, se rompe ante la consideración de lo más útil para sí mismo, mientras que el temor se apoya en el miedo al castigo, y no nos abandona nunca". De esta forma, el príncipe "estará siempre dispuesto a seguir el viento de su fortuna, y no se apartará del bien mientras le convenga". Eso sí, "deberá saber entrar en el mal de necesitarlo, y será a un tiempo león y zorra". El soberano civil de Roma era el papado de Roma, cuya corte se distinguía por un lujo y refinamiento aliñados con tópicos al uso de la época y al grito de: "Si grande fue la Roma de los césares, ésta de los papas es mucho más, pues aquellos solo fueron emperadores, éstos son dioses". En efecto, ésta fue una de las proclamas que, en el día de su coronación, regaló el pueblo romano al papa español Alejandro VI, el papa Borja (por paradojas de la historia, coincidente con los mejores años de los Reyes Católicos de España). El soporte de los lujos, corte, ejércitos y ostentación de poder, además de tributos, rentas y aportaciones de los poderosos, se basaba en la venta de cargos, favores y también sacramentos, con el levantamiento de anatemas y concesión de indulgencias. El propio Alejandro VI hacía pagar 10.000 ducados por otorgar el capelo cardenalicio, y algo parecido hizo Julio II para quien los cargos de escribiente, maestro de ceremonias... eran sinecuras que podían ser revendidos con importantes plusvalías. Era este último papa el que regía los destinos de la cristiandad cuando Erasmo visitó Roma, el cual reflejó así sus impresiones: "He visto con mis propios ojos al papa, cabalgando a la cabeza de un ejército como si fuese César o Pompeyo, olvidado de que Pedro conquistó el mundo sin armas ni ejércitos". Para Erasmo de Rotterdam tal estampa era la de una libertad desligada de su realidad esencial y comunitaria, y el apéndice de una autoridad que volaba tras sus caprichos, como hija de la locura. De esa locura que, según Erasmo (en su Elogio de la Locura) era hija de Plutón, dios de la indolencia y del placer, y que "se ha hecho reina del mundo, despreciando y escupiendo desde su pedestal a cuantos le rinden culto", incluidos los teólogos de la época:
En razón de tales desvaríos, la vida de ciertas personas siguieron caminos demenciales. El evangelio era tomado como letra sin sentido práctico, las vidas humanas transcurrían como frutos insípidos, y la muerte imprimía la pincelada más elocuente en un panorama aparentemente saturado de desvarío total. Sucedía todo ello en una sociedad renacentista, dispuesta a desbrozar caminos hacia la libertad. Libertad que se abría camino por natural exigencia de la naturaleza humana, y que se expresó en el desarrollo del comercio, ampliación de horizontes al descubrir nuevos mundos, superación de viejos atavismos sobre privilegios y derechos heredados, nuevo orden político, nuevas ideas sobre el ser o el no ser de personas y cosas con mayores facilidades para su difusión. Y todo ello en razón de grandes invenciones como la de la imprenta (ca. 1450), y de una atmósfera más propicia para la exaltación de tal o cual descollante personalidad. Con la presunta ampliación de horizontes que trajo el Renacimiento, se viven los excesos anejos a la ruptura de viejos corsés. Con evidente escasez de realismo, se pierde el sentido de la proporción. Por eso no resulta tan fecunda como debiera la fe en la capacidad creadora del hombre libre, cuyos límites de acción han de ceñirse a la frontera que marca el derecho a la libertad del otro. Una de las expresiones de ese desajuste fueron los círculos académicos, que tenían como protagonista a una libertad que ya nacía sin horizonte humano porque no se marcaba otra tarea que la de dar vueltas y más vueltas en torno a sí mismos, en la búsqueda de cualquier cosa que no tuviera nada que ver con la propia realidad. ¿De dónde nacía, por ejemplo, la libertad que nos hace aparentemente más felices o más efectivos socialmente” La ya pujante ideología burguesa querrá hacer ver que esa libertad es una consecuencia del poder, el cual, a su vez, es el más firme aliado de la fortuna. Pero la fortuna no sería tal si se prodigase indiscriminadamente, ni tampoco si estuviera indefensa ante las apetencias de la mayoría. Por ello decidió aliarse con la ley, cuya función principal es la de servir al orden establecido. En ese orden establecido, el derecho de propiedad ejercerá un papel similar al que privó en la Roma pre-cristiana. Representará la resurrección del clásico "jus utendi, fruendi et abutendi", con lo que se avanzará hacia la prominencia del poseer o aparentar sobre el ser, logrando así un vuelco social no menos lógico que el que basaba en el linaje o la fuerza de las armas la excelencia de los unos sobre los otros. Por supuesto, una figura jurídica de tan incuestionable definición, por parte de los poderes de este mundo (en lugar de un “derecho natural”), empezó a cobrar pronto el papel de un monopolio de voluntades que imprimió acomodación a toda la vida social de una época, por los caminos del utilitarismo, la brillante erudición, los sofismas y las aspiraciones de éxito incondicionado. El utilitarismo resultante será cínico, egocentrista y con fuerza suficiente para, en la consecución de sus fines, empañar los más nobles ideales, incluido el de la libertad de todos y para todos. El torbellino de ideas y atropellantes razonamientos sembró el desconcierto en no pocos espíritus inquietos de la época, alguno de los cuales decidió desligarse del sistema y, con mayor o menor sinceridad, ofrecer nuevos caminos de realización personal. Fue el caso de Lutero, fraile agustino que se creía (o decía creerse) elegido por Dios para descubrir a los hombres el verdadero sentido del cristianismo (según él, "víctima de las divagaciones de sofistas y papas"). Ciertamente, algunos papas habían caído en la trampa renacentista de confundir estética con ética, y lo que halaga a los sentidos con el verdadero alimento del alma (los valores genuinamente cristianos). Es así como, desde Nicolás V, el embellecimiento del Vaticano fue situado casi por encima del preceptivo amor al prójimo (sobre todo en su proyecto de edificar la más grandiosa y bella Iglesia de la cristiandad, movido por "el afán de fortalecer la fe débil de la población por la grandeza de lo que se ve"). En efecto, Nicolás V había hecho derruir la paleocristiana Basílica de Constantino sobre la tumba de Pedro, y contrató a Alberti y Rossellino (los más acreditados arquitectos de la época) para que, sobre el solar resultante, no reparasen en medios hasta elevar un edificio capaz de empalidecer al vecino Coliseum. En su comienzo, 2.522 carretadas de mármoles y otras piedras sirvieron para la construcción de un muro con apenas un metro de altitud. Unos 50 años más tarde, Julio II, interesado en que parte del edificio resultara el marco adecuado para su tumba con lo que "se engrandecía así mismo en la imaginación popular", mandó reemprender las obras, más lentas de lo que él quisiera por los gastos derivados de sus campañas guerreras (en parte subvencionadas con la venta de indulgencias). Es decir, que si la burocracia romana estaba presidida por personajes de ese calado, muy fácil era que pudiera ocurrir (como de hecho ocurrió) la palmaria desorientación del pueblo, respecto a lo que corresponde dar al césar y lo que debía darse a Dios. En tales circunstancias, no ha de sorprendernos la atmósfera de relatividad que se extendía por todos los estamentos de la vida pública con forzadas corrientes de desorientación hacia el sencillo pueblo, creyente y muy condicionado por seculares obligaciones de acatamiento y respeto. * * * A la muerte de Julio II, la mayoría de la curia romana, fuertemente dividida entre los cardenales partidarios del triunfalismo militar o los más moderados e inclinados al pacífico entendimiento, dio su voto a Giovanni de Lorenzo de Médicis, 2º hijo varón de Lorenzo el Magnífico, el príncipe mercader florentino que ha pasado a la historia como el principal promotor de las artes y de las letras del s. XV. Por ser segundón, desde su nacimiento, Giovanni había sido destinado a la carrera eclesiástica de forma que, apenas cumplidos los 8 años, recibió las órdenes menores con solo 13 años (cuestión de descarada simonía), para ser nombrado cardenal por Inocencio VIII y ocupar el solio pontificio con el nombre de León X a los 38 años de edad (por decisión de 25 de los 31 cardenales reunidos en cónclave). Ello fue el resultado de una capitulación por la que el elegido pagaría 1.500 ducados a cada uno de los cardenales que le honrasen con su voto. A poco de ser elegido sumo pontífice, y como consecuente miembro de la estirpe de los mercaderes florentinos (como hijo de Lorenzo el Magnífico), a la par que León X se preocupó por reintegrar a la familia la soberanía sobre la República de Florencia (perdida en 1494 a raíz del nuevo orden republicano impuesto por Carlos VIII de Francia a favor de los seguidores del dominico Jerónimo Savanarola), se dedicó o lograr recursos con los que continuar las obras de la Basílica de San Pedro. Para ello, no se le ocurrió mejor idea que reactivar la concesión de indulgencias con las que "rescatar años de purgatorio" a cambio de aportaciones económicas de los fieles cristianos, propiciando con ello un descarado tráfico de indulgencias en el momento menos oportuno para hacerlo. Hasta un siglo antes, la concesión de indulgencias por parte de la pertinente autoridad eclesiástica no pasaba de una práctica piadosa con la que, tras una sincera y fervorosa confesión se "redimían las penas del purgatorio". La mercantilización de respetables valores, subsiguiente al Renacimiento, sembró la confusión en el buen entendimiento de las virtudes cristianas de la caridad y de la esperanza, sobre todo en los territorios en los que las jerarquías eclesiásticas ponían la interpretación y predicación del evangelio al servicio de los más rastreros intereses materiales. En tal adulteración de valores descolló Alberto de Brandeburgo, príncipe elector del Imperio Sacro-Germánico, arzobispo de Maguncia además de administrador de la diócesis de Halberstadt (cargos estos últimos que compró a León X por 24.000 ducados, tras pedirlos prestados a los Frugger). Para facilitarle el pago de la deuda, el papa autorizó al arzobispo a la venta de indulgencias en sus territorios, tarea que éste encomendó en 1517 al fraile dominico Johann Tetzel, famoso entonces por un verbo capaz de abrillantar lo más oscuro, y con probada experiencia en la materia desde 1504. Se cuenta que la gente se agolpaba en las iglesias para escuchar cómo, desde el púlpito, Tetzel presentaba las indulgencias como el más precioso don de Dios. El resultado era que monedas y pagarés iban a un arca de 3 llaves en cuanto eran 3 honorables personas los que, de consuno, repartían en justicia el contenido para que: -una
parte
fuera
para
amortizar
los gastos
de campaña
(es
decir,
pagar
a la banca
Frugger,
prestamista), Años después de la campaña en torno al tráfico de influencias, cuando las cosas fueron a mayores y se había agotado la fuente crematística propiciada por el buen vendedor Johann Tetzel, dicho príncipe negoció con sus súbditos la libertad religiosa contra la entonces fabulosa cifra de 500.000 ducados. Muchos príncipes de la Iglesia, entre ellos nuestro card. Cisneros, obviaron la bula papal sobre la remisión de las penas del purgatorio a cambio de dinero, y los reinos de España apenas incurrieron en este simoníaco tráfico. Pero en el caso de los príncipes alemanes no fue así, y eso provocó dramáticas consecuencias en los principados alemanes. Fue la circunstancia aprovechada especialmente por el fraile agustino Martín Lutero, el cual, tomando como cabeza de turco al dominico Johann Tetzel, hizo su caballo de batalla del inoportuno y paganizante tráfico de indulgencias. Fue así cómo el 31 octubre 1517 apareció redactado, en la puerta de la Catedral de Wittenberg, un pasquín con 95 tesis de un tal Lutero, que aludían a la necesaria reforma de la Iglesia, condenando ese tráfico de indulgencias y muchas cosas más, como la universalmente admitida autoridad del sucesor de Pedro sobre cualquier discrepancia doctrinal. Tal como vemos en la siguiente trascripción de las 95 tesis, las denuncias eran particularmente caústicas:
Cuando la noticia de las 95 tesis llegó a Roma, el papa las tomó a la ligera en cuanto "procedían de un borracho alemán", el cual, "cuando esté sobrio, cambiará de parecer". Meses después, informado del eco que estaban despertando, y ya un tanto alarmado, encargó la pertinente investigación al dominico fray Silvestre Mazzolini. Mazzolini, maestro teólogo, pronto dedujo que Lutero incurría en herejía, al cuestionar la autoridad del sumo pontífice y hacer lo contrario de lo prescrito en la bula de las indulgencias, de forma que cada desviación había de ser considerada apostasía. La información que Mazzolini transmitió al papa inspiró la famosa bula Exsuge Domine, por la que se invitaba a Lutero a desdecirse de sus errores y renovar su fidelidad a la Iglesia de Roma. A ello respondió Lutero quemando la bula en la plaza pública, lo que motivó la Decet Romanum Pontificem (en la que "se excomulgaba por hereje al mal fraile Martín Lutero"), el cual replicó confundiendo al obispo de Roma con el Anticristo. No faltan quienes pretenden haber encontrado similitudes de comportamiento entre Lutero y el citado Savanarola (estrangulado y muerto en la hoguera), lo que incurre en exagerada simplificación, pues mientras éste criticaba los vicios desde el dominio de las bajas pasiones y la práctica de la austeridad, Lutero no se libró de los desmanes y vicios de cuya crítica hizo su razón de ser. Bien puede decirse de él que "resaltaba la paja en el ojo ajeno, para distraer la vista de la viga que tapaba el suyo" (Lc 6, 39-42). * * * Entre los intelectuales católicos de la época, fue Erasmo de Rotterdam al que más temió y respetó Lutero. Recordemos cómo, para Erasmo, era pura comedia una libertad desligada de su realidad esencial y comunitaria, sobre todo si resultaba ser el apéndice de una autoridad que volaba tras los caprichos de tal o cual poderoso con los pies de barro. Esa tal era "una libertad hija de la locura", que según Erasmo (en Elogio de la Locura) era "hija de Plutón, dios de la indolencia y del placer, que se ha hecho reina del mundo y, desde su pedestal, desprecia y escupe a cuantos le rinden culto", incluidos los teólogos de la época:
Es cuando las libertades de los hombres, éstas siguen caminos demenciales según Erasmo, que añadía que:
Fue Martín Lutero un fraile agustino que se creía (o decía creerse) elegido por Dios para descubrir a los hombres el verdadero sentido del cristianismo, según él "víctima de las divagaciones de sofistas y papas". Para Lutero, la libertad era un bien negado a los hombres, algo así como el patrimonio exclusivo de un Dios que, más que el santísimo y omnipotente Creador del universo, se parece a un avaro terrateniente que quiere hacerse fuerte en la discordia de sus deudos, y usa de una vaporosa libertad para imponer a los hombres su ley, no buena en sí misma sino porque es la que él quiere:
De ser así, la trayectoria humana no tendría valor positivo alguno para la obra de la redención o para la presencia de Cristo en la historia, quien pidió expresamente "amaos los unos a los otros como yo os he amado" y que dejó muy claro aquello de que "por sus obras los conoceréis". Con referencia expresa a la libertad incondicionada de Dios, y a la radical inoperancia trascendente de la voluntad humana, Lutero estableció la línea básica de su propia teología: no es válida la conjunción de Dios y el mundo, Escrituras y Tradición, Cristo e Iglesia con Pedro a la cabeza, fe y obras, libertad y gracia, razón y religión. Se ha de aceptar, proclama Lutero, una definitiva disyunción entre Dios y el mundo, entre Cristo y sus representantes, entre fe y acción, entre gracia divina y libertad humana, entre fidelidad a la doctrina y análisis racional... Y para hacerse fuerte en su retórica, quiere demostrar a quien le escucha que él es necesariamente bueno y amado por Dios, porque sigue un camino distinto al del obispo de Roma. De los escritos luteranos, es significativo el párrafo de una carta de Lutero a su discípulo y amigo Felipe Melanchthon:
A Martín Lutero le faltó generosidad y le sobró orgullo y ambición, cuando hizo todo lo indecible para ser reconocido ni más ni menos que como el exclusivo portavoz de un Jesús de Nazaret, a la medida de su comodidad personal. Y eso fue lo que hizo saltar a Erasmo de Rotterdam, quien hizo ver una enorme laguna en la predicamenta de Lutero, en su encendida retórica sobre los abusos del clero y en la apasionada polémica sobre bulas e indulgencias, sobre todo por servir a los afanes de ciertos príncipes alemanes en conflicto con sus colonos (para que no se les imputase ninguna responsabilidad, sobre sus posibles abusos y desmanes contra sus colonos). En resumidas cuentas, Erasmo destroza el meollo de la doctrina de Lutero, por renegar de una "libertad capaz de transformar las cosas que miran a la vida eterna". Así lo hace ver en su De Libero Arbitrio, escrito en 1526 por recomendación de Clemente VII, y que toma la libertad como tema central que separaba a Lutero de la doctrina católica. Lutero acusó el golpe de Erasmo, y respondió a Erasmo con su clásico De Servo Arbitrio (lit. sobre la libertad esclava):
Y para defenderse, puesto que ya cuenta con el apoyo de poderosos príncipes que ven en la Reforma la convalidación de sus intereses, Lutero insistió en la crasa irresponsabilidad del hombre sobre las injusticias del entorno:
¿Fue debida al miedo a la responsabilidad moral, la soterrada negación luterana de los méritos propios en razón de las obras nacidas de la libre voluntad? Porque Lutero apela a la fe, en auto convencimiento de que Dios no imputa a los hombres su rebeldía, ni premia el bien que puedan realizar, sino que elige o rechaza al margen de las respectivas historias humanas (por lo que, según este antiguo fraile, se podía "pecar fuerte, siempre que se crea más fuertemente"). Según ello, Jesucristo no habría vivido ni muerto por todos los hombres, sino por los elegidos (los cuales, aun practicando el mal, serán salvos si perseveran en su fe). Y para un iletrado de pueblo, eso suponía que su fe habría de ser la de de su gobernante (como expresaba el adagio luterano: "Cuius regio, eius religio"). La jerarquía eclesial, ocupada en banalidades y cuestiones de forma, tardó en reaccionar y en presentar una réplica bastante más universal que la crítica de Erasmo (seguida tan sólo por el reducido círculo de los intelectuales, como Luis Vives). No obstante, llegó, con el Concilio de Trento y la llamada Contrarreforma, cuyo principal adalid fue San Ignacio de Loyola con su Compañía de Jesús. El Concilio de Trento supuso la revitalización total de la Iglesia, con una vuelta a las raíces desde una venturosa alianza entre la fe y la razón, sin desestimar las positivas conquistas de la ciencia y la cultura bajo los pasos de Jesucristo, que vivió y murió libremente por todos los hombres, a los que invitó a participar en esa grandiosa tarea de amor que era la redención. * * * Como tantas otras veces en la historia, las diatribas desatadas por Lutero en torno a lo sabido, supuesto o creído en cuestión religiosa, además de "piedra de escándalo" entre las personas de buena voluntad, sirvieron de ocasión para promover ideales de cruzada, despertar afanes de conquista o reactivar dormidas rivalidades entre los poderosos, a la par que soterradas rebeldías entre los oprimidos. Particularmente oprimidos estaban los campesinos alemanes sobre unos amos (príncipes, nobles, funcionarios, patricios y clero) que, todavía en pleno s. XVI, los obligaban a desorbitadas tasas y humillantes servicios, sin tener parte alguna, ni derecho político alguno, en la vida del Imperio. A lo que había que añadir los problemas económicos, las guerras, las malas cosechas y la presión de sus respectivos señores, que agravaban hasta el límite una situación campesina de anacrónica dependencia. En los comienzos de su protesta, Lutero había tratado de congraciarse con los campesinos alemanes, mezclando en sus sermones críticas contra los escándalos ajenos con expresiones del siguiente cariz:
Pero pronto empezó a arremeter contra la incidencia salvífica de las obras, fueran éstas o no caridad cristiana, y esto hizo que los campesinos alemanes se alejaran de él, e incluso le salieran al frente militar:
Obviaba con ello Lutero las oportunas puntualizaciones de la Sagrada Escritura, que los sabios campesinos alemanes supieron descubrir en boca del apóstol Santiago:
Thomas Muntzer fue uno de los que, tras oír a Lutero, marcó su propio camino, promoviendo el descontento de los campesinos alemanes (que lo acogieron como su líder supremo, para por medio suyo hacerse oír a la mayoría, con un Manifiesto de 12 puntos). Lutero se creyó obligado a actuar de moderador entre los de arriba y los de abajo, y con su Exhortación a la Paz trató de calmar las aguas del campesinado, atribuyendo a ambos bandos (a "los de arriba y a los de abajo") las culpas del latente conflicto. Tanto Muntzer como sus exaltados seguidores consideraron fuera de lugar la respuesta de Lutero, y en 1524 iniciaron diversas revueltas que pusieron sobre aviso a los poderes públicos de Suabia, Franconia y Turingia. Lutero, celoso por mantener el apoyo de los príncipes amigos, subió a la palestra con una contundente respuesta, y con su agresivo Contra las Hordas Asesinas y Ladronas del Campesinado venía a dar consignas tan incendiarias como:
Podría decirse, por tanto, que fue Lutero el que provocó la guerra civil alemana, que ocasionó más de 100.000 muertos entre campesinos, mineros y pebeyos, además de algún que otro caballero que abrazó su causa (como el mítico Florián Geyer). Una guerra civil en la que Lutero no contó con una presencia inesperada: la del emperador Carlos I de España, que se puso de lado campesino y que sofocó todo intento de superioridad luterana. Como se ve, eran tiempos en los que resultaba difícil diferenciar a la política de la religión, tanto para los campesinos como para los príncipes y los mismos papas. Y eso fue lo que hizo Carlos I de España: acabar con todas las desvergonzonerías luteranas, así como con esa Reforma Protestante que era la causante del caos en toda Centroeuropa. * * * Como reacción a esa interesada manipulación de los valores religiosos por el poder político, cobró fuerza en Francia la predicamenta de Juan Calvino, que logró atraer a su bando a notables personajes de la vida pública francesa, como el almirante Coligny, Luis de Condé (el más ilustre militar de su tiempo) y el matrimonio de Juana de Albret y de Antonio de Borbón (reyes de la Navarra francesa), implantando donde y como pudo el calvinismo (en la Navarra francesa, por ejemplo) como religión oficial del estado, en abierta pugna con los católicos de toda Francia desde una especie de partido político (el calvinista Partido de los Hugonotes). ¿Cabe extrañarse, pues, que la controversia entre protestantes y católicos tuviera en Francia su más sangrienta expresión, con las llamadas Guerras de Religión? Especialmente por su más espeluznante episodio de violencia, tenido lugar en la llamada Noche de San Bartolomé (agosto de 1572) y promovida por la regente Catalina de Médicis (hija de Lorenzo II de Médicis, casada con el hijo y sucesor de Francisco I, Enrique II de Francia, y madre de 3 reyes franceses, los efímeros Francisco II, Carlos IX y Enrique III). Se trata de una de las mayores atrocidades de la Europa del Renacimiento, y en ella París, Orleans, Troyes, Ruán, Burdeos, Toulouse... vieron sus calles bañadas en sangre. Según cuenta Sully, en una sola noche fueron degollados más de 70.000 calvinistas franceses (los llamados hugonotes). Sucedió el 24 agosto 1572, en plena euforia por el conciliador matrimonio celebrado 3 días antes entre Enrique de Borbón (III de Navarra y IV de Francia) y Margarita de Valois (la célebre reina Margot, que inspiró a Dumas una novela del mismo título), él hugonote y ella católica, sin excesivas convicciones religiosas el uno y la otra. Y es que el matrimonio había sido concertado por las 2 consuegras, Juana Albret de Navarra (protectora de los hugonotes) y Catalina de Médicis (reina madre de Francia, que había hecho del catolicismo una cuestión personal), en un intento por sofocar pacíficamente las aguas. Obviamente, ambos bandos nada tenían que ver con la fe en un Salvador todo amor y todo libertad, y sus ambiciones no tardaron mucho en salir a la luz (3 días después), hasta que, empecinados en sus respectivos posicionamientos políticos (al 3º día de la boda), se obsesionaron en eliminar al contrario (el 24 de agosto). Ello se serenó un tanto cuando, por necesidades del guión, el calvinista Enrique de Borbón pronunció la famosa frase "París bien vale una misa" (ca. 1589), abjuró de sus errores y se convierte en Enrique IV de Francia. .
|