Lobos, corderos y pastores, bajo la ley del comercio

Zamora, 30 octubre 2023
Antonio Fernández, licenciado en Sociología

         Los estudiosos de la historia nos dicen que hacia el VIII milenio a.C existió la llamada cultura Halaf, de la que han encontrado restos de palacios levantados en torno al año 6.100 a.C.

         Al parecer, la cultura Halaf se basaba en innovadoras técnicas de regadío, que se extendían desde los montes Zagros al Mediterráneo, y que desapareció al ser aniquilada o absorbida por la subsiguiente cultura del Obeid, que privó en la zona desde el VI al III milenio a.C.

         Fue la época en la que hicieron su aparición los sumerios, que se distinguían por haberse organizado en diversas ciudades estado (Uruk, Lagash, Kish, Ur, Eridu...) sobre las cuales acabaría predominando Babilonia, durante un tiempo capital de los amoritas o amorreos, a los que la Biblia muestra descendientes de Sem, primer hijo de Noé, a través de Canaán (Gn 10, 6-16).

         De ellos se nos dice que emigraron desde lo que hoy es Armenia hacia el sur (a lo largo de la corriente oriental del Tigris) y luego hacia el oeste (por la otra orilla del Tigris), hacia "una vega en el país de Senaar" (como se designa en la Biblia a Mesopotamia).

         Como su creciente número les obligaba a vivir en localidades cada vez más distantes de sus hogares patriarcales, los semitas se dijeron: "Ea, edifiquemos una ciudad y una torre con la cúspide en los cielos, y hagámonos famosos, por si nos desperdigamos por toda la haz de la tierra". El trabajo comenzó pronto, y así "el ladrillo les servía de piedra y el betún de argamasa". Mas Dios confundió su lenguaje, y desde aquel punto los desperdigó por toda la tierra.

         La narración bíblica, aunque expresada en términos de folklore oriental, se refiere a un hecho del oscuro pasado, en que los pobladores de la tierra empezaron a hablar las enguas y dialectos acadios, sumerios y amorreos, elamitas, casitas, sutitas, kutitas y hasta posiblemente hititas.

         Se cree también que fue aquél el lugar de encuentro de los turanios, semitas e indogermánicos, por el remanente común que todos ellos guardan respecto a sus primeros pobladores y a una zona en la que se adoraba a un solo Dios y se hablaba un común lenguaje. A esto último se refiere el Génesis en los siguientes términos:

"Todo el mundo hablaba una misma lengua y empleaba las mismas palabras. Y cuando los hombres emigraron desde Oriente, encontraron una llanura en la región de Senaar y se establecieron allí. Entonces se dijeron unos a otros: Fabriquemos ladrillos y pongámoslos a cocer al fuego. Y usaron ladrillos en lugar de piedra, y el asfalto les sirvió de mezcla. Después dijeron: Edifiquemos una ciudad, y también una torre cuya cúspide llegue hasta el cielo, para perpetuar nuestro nombre y no dispersarnos por toda la tierra. Pero el Señor bajó a ver la ciudad y la torre que los hombres estaban construyendo, y dijo: Si esta es la primera obra que realizan, nada de lo que se propongan hacer les resultará imposible, mientras formen un solo pueblo y todos hablen la misma lengua. Bajemos entonces, y una vez allí, confundamos su lengua, para que ya no se entiendan unos a otros. Así, el Señor los dispersó de aquel lugar, diseminándolos por toda la tierra, y ellos dejaron de construir la ciudad. Por eso se llamó Babel, porque allí el Señor confundió la lengua de los hombres y los dispersó por toda la tierra" (Gn 11, 1-9).

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         A mediados del V milenio a.C encontramos en el valle del Eufrates cierto número de ciudades-estado (o más bien, de ciudades-reino) rivales, en tales condiciones de cultura y progreso, que a dicho valle puede muy bien llamársele "cuna de la civilización", y no sólo del mundo semítico sino del mundo entero.

         Los pueblos que habitaban este valle no eran todos de una misma raza, pues diferían en tipo y lenguaje. Los habitantes primitivos, de probable ascendencia mogólica, fueron llamados sumerios (o habitantes de Sumer). Inventaron la escritura cuneiforme, construyeron las ciudades más antiguas, y condujeron al país a una envidiable prosperidad en una muy acusada escala social (de forma que los de abajo solían ser considerados al mismo nivel que los animales de carga).

         El entonces llamado país de Sumer (el Senaar bíblico) se extiende diagonalmente del noroeste al sudeste, desde las vertientes de Khuzistán (al este) hasta el desierto Arábigo (al oeste), y está sustancialmente contenido entre los ríos Eufrates y Tigris (aunque se debe añadir al oeste una estrecha franja de cultivo a la orilla derecha del Eufrates). La fertilidad de esta rica llanura aluvial era proverbial, y producía abundancia de trigo, cebada, sésamo, dátiles y otros frutos y cereales.

         La palmera se cultivaba con asiduo cuidado y aparte de suministrar toda clase de alimento y bebida, se usaba para mil necesidades domésticas. Pájaros y aves acuáticas, piaras y rebaños, y numerosísimos ríos con peces, proveían generosamente a los residentes, a la par que atraían a gentes de lejanas tierras.

         Pero Sumer estaba prácticamente desprovisto de rocas y minerales, por lo que, según consta en anotaciones cuneiformes (de fechas tan lejanas como 4.500 años a.C) hubieron de organizarse expediciones hasta el Sinaí para proveerse de cobre para armas y herramientas, de piedras y de maderas duras, con el fin de revestir y consolidar las edificaciones a base de adobes de barro secados al sol.

         Los pacientes investigadores del pasado nos dicen que, a lo largo de los siglos, la civilización sumeria siguió el proceso del saber hacer humano, a partir de comunidades más o menos compactadas a la par que más o menos favorecidas por los accidentes naturales de su entorno, en un ambiente de perpetuas rivalidades que llevaron al dominio de unos grupos tribales sobre otros.

         Hasta que, por mutua conveniencia, unos pocos descubren las ventajas de desarrollar las diversas y complementarias capacidades. Se llega así a la aldea autosuficiente, y de ésta a la gran ciudad, cuyas complejidades requieren un orden que, las más de las veces, descansó en un jefe supremo con fácil tendencia a considerarse a sí mismo como privilegiado entre los más privilegiados, hasta convertir su poder en pura y simple satrapía (cuyo titular, en múltiples casos, se manifestaba como una fiera contra los más débiles o desprotegidos de su misma un otra especie). De hecho, ese tal se había convertido en lo que Hobbes calificó de "lobo para el hombre".

         Similar proceso sucedió durante varios miles de años en la civilización sumeria, de apariencia profundamente materialista pero gran devota de colosales ídolos de piedra del Ser Supremo, al que se referían sus más antiguas creencias y al que terminaron por divinizar en paralelo con los héroes del momento, incluso, con su principal promotor (es decir, el sátrapa de turno, puesto al lado del primero de todos sus dioses). Es lo que se ve de esa trayectoria religiosa que se inició hacia el 6.000 a.C.

         Por lo que toca al panteón mesopotámico, se dice que surgió de la gradual amalgama de las deidades locales de las primitivas ciudades-estado de Sumer y Akkad. Fue una mitología que surgió de la proyección celestial de las aventuras terrenales de los primitivos centros de civilización del Eufrates. El espíritu tutelar de una localidad extendía su poder con el poder político de sus adherentes, y cuando los ciudadanos de una ciudad entraban en relaciones políticas con los ciudadanos de otra, la imaginación popular pronto creaba la relación de padre e hijo, hermano y hermana, o marido y mujer, entre sus dioses respectivos.

         El trío mesopotámico de Anu, Bel y Ea es el resultado de una especulación tardía, que dividió el poder divino en lo que gobierna el cielo, lo que gobierna la tierra y lo que gobierna bajo la tierra. Ea fue originariamente el dios de Eridu en el Golfo Pérsico, y por tanto el dios del océano y de las aguas bajo él. Bel fue originariamente el espíritu principal (en sumerio Enlil, la designación más antigua de Bel, que en semita significa jefe o señor) de Nippur, uno de los más antiguos centro de civilización después de Eridu. Sin, el dios de la luna, era el aceptado como principal patrón por la ciudad de Ur, mientras que Samash, el dios del sol, recibía especial veneración en Larsa y Sippar.

         Cuando Babilonia llegó al máximo de su poderío, impuso como dios principal a Marduk, su dios patrón sobre los otros dioses, con extremado rigor contra todos los que no compartían sus creencias oficiales.

         Toleraban muy bien los mesopotámicos las multitudes divinas bajo un dios principal, pero no un posible rival de ese mismo dios (es decir, del incuestionable Marduk). Así, bajo su predominio el panteón babilonio comprendía miles de dioses, algunos de tradición propia y otros incorporados por contacto o herencia de otros pueblos. Un recuento del s. IX a.C. nos da la cifra de no menos de 60.000 dioses, de todas las imaginables categorías.

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         Si nos alejamos hasta lo que se entiende como principio de la historia humana contrastada, fue en torno al 6.100 a.C cuando dejó su huella la citada cultura Halaf, que se extendía desde los montes Zagros (cadena montañosa de Irán) hasta el Mediterráneo. Fue una cultura caracterizada por una cerámica de excelente calidad y pintada con esmero, lo que da idea de que era realizada por profesionales al servicio de las clases más altas.

         Esto nos lleva a la conclusión de que, entonces como ahora, la calidad social de las personas era medida por los niveles de poder político o de fortuna, en evidente apreciación materialista. Así se cree que sucedió, a la par que se acusa un incremento de la población y de los asentamientos ocupados en las explotaciones agrícolas y ganaderos.

         En relación a esto último, es posible que se diese un pastoreo en constante búsqueda de nuevos pastos, lo que explicaría la expansión territorial de la cultura Halaf hasta el 5.400 a.C, fecha en que irrumpe la llamada cultura Obeid, cuyas principales manifestaciones (lo que los arqueólogos llaman tell) fueron descubiertas el pasado siglo en torno a la ciudad de Ur, privilegiado lugar que hoy se tiene como punto de partida de lo que se llama civilización judeo-cristiana.

         Al parecer, hubo cierta discordancia entre la cultura del Obeid y su antecesora (la cultura Halaf), hasta que ésta terminó plenamente absorbida por aquella, en cuyo ámbito se encuentran las mayores evidencias de la civilización sumeria, aunque se mantiene la incógnita sobre el verdadero origen de los sumerios como pueblo diferenciado de sus coetáneos.

         Arqueológicamente, el período Obeid está dividido en 4 subperíodos que van desde el 5.600 al 3.700 a.C. Generalmente, los asentamientos Obeid eran reducidos y muy dispersos, hasta que andando el tiempo fueron creciendo y haciéndose más estables, hasta formar auténticos núcleos urbanos con bien diferencias clases sociales (bajo una rigurosa protección de lo que los poderosos estimaban propiedad privada, cuyo valor principal consistió en una ganadería a base de ovejas, cabras, vacas y cerdos).

         Fue en aquella prosperidad donde, además de la escritura cuneiforme, tuvieron lugar las invenciones de la rueda y del torno del alfarero. También se sabe que contaron los sumerios con excelentes astrónomos, que por lo visto atisvaron ya la primera visión heliocéntrica del universo.

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         Los primeros restos de Ur pertenecen al período del Obeid (V milenio a.C), en el cual se produjeron los primeros asentamientos urbanos en la zona. Ur fue, por tanto, una de las ciudades más antiguas e importantes de Sumeria, con varios siglos de anticipación a Babilonia. Durante el IV milenio a.C la gran cantidad de cerámica encontrada parece indicar que Ur pudo haber sido un centro importante de producción, hasta los inicios del III milenio a.C.

         Fue del s. XXVI a.C de cuando se tiene información sobre el célebre Mesh-Ane-Pada (o Mesanepada), el gran rey sumerio (de la I dinastía de Ur) que impuso la soberanía de su ciudad como hegemónica en Sumer. Combatió contra el legendario Gilgamesh de Uruk, y al parecer salió victorioso, derrotando luego al rey de la ciudad de Kish (capital de los acadios), tras lo cual ya pudo reclamar su derecho de nombrarse rey de Kish (y por lo tanto, señor de Sumer). Es el 1º rey de Ur que aparece en la Lista Real Sumeria, descubierta en 1922 por el arqueólogo británico Weld-Blundell.

         Dos siglos más tarde surgen las potentes dinastías de Ur, bajo la figura de Ur-Nammu (2.113-2.094 a.C). Fue éste un caudillo sumerio que, tras derrotar a sus competidores acadios y elamitas, fundó la llamada III dinastía de Ur, con la que vendría un nuevo renacimiento sumerio y una nueva etapa de esplendor en Mesopotamia (como no se veía desde Sargón I de Akkad).

         Más que ser un rey de carácter expansionista, se dedicó Ur-Nammu a unir en una sola entidad política a las principales ciudades de la Mesopotamia central y meridional, a las que restringió buena parte de su autonomía con un remedo de constitución que vemos reflejado en el llamado Código de Ur-Nammu, fechado en torno al 2.100 a.C y visto como el 1º en el que se establece una clara división entre ciudadanos libres (a modo de lobos depredadores) y esclavos (más o menos resignados corderos) sin otros derechos que los que les quieran atribuir sus dueños, en lastimosa situación ocasionalmente atemperada por la acción de tal o cual personaje de buena voluntad (a modo de buen pastor).

         Las ciudades sumerias perdieron la autonomía de la que disfrutaban en otro tiempo, y pasaron a estar bajo control directo del rey de Ur, que promovió la excavación de nuevos canales de riego, la apertura de nuevas rutas comerciales, la reconstrucción de los templos derruidos por las anteriores invasiones y la edificación de colosales construcciones (entre las que destaca el Zigurat de Ur-Nammu).

         La ciudad estado de Ur, de la III dinastía, se mantuvo con cierto esplendor, llegando a albergar unas 200.000 personas hasta comienzos del s. XX a.C, en que fue arrasada por los nómadas de los montes Zagros (los caldeos) y de las zonas desérticas occidentales (los amorreos), a los que previamente se había unido un tal Ishbi-Erra (2.003-1.970 a.C), vasallo y general de confianza de Ibbi-Sin (2.026-2.004 a.C), rey de Sumer y Akkad y, como tal, último representante de la III dinastía de Ur.

         Fue en esa situación cuando se sucedieron las desgracias descritas en las Lamentaciones de Ur, un texto sumerio en el cual se atribuye la caída de Ur (la bíblica Ur de Caldea) a la pérdida del favor de los dioses, tras lo cual se narran una serie de proyectos y deseos para que la ciudad recupere su estado anterior, una vez castigados debidamente todos los que no veían en los dioses tradicionales la ansiada salvación.

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         Para no perder el hilo de la historia, no podemos cerrar este capítulo sin referirnos al célebre Hammurabi (1.792-1.750 a.C), el más destacado de los reyes amorreos de Babilonia. Como buen comerciante, hizo Hammurabi de Babilonia la "ciudad de las ciudades" (o capital de la federación de ciudades-estado babilonias), y pasó a ser recordado por impulsar el más duradero código de equilibrio social.

         Sin duda que no fueron sus leyes siempre coincidentes con lo que hoy se entiende por derecho natural, y que tampoco fueron las más antiguas de la humanidad, pues otros sátrapas habían intentado lo mismo en el Códice de Ur-Nammu (ca. 2.050 a.C), Códice de Eshnunna (ca. 1.930 a.C) y Códice de Lipit-Ishtar (ca. 1.870 a.C).

         Pero el Código de Hammurabi fue distinto y superó a los anteriores, pues si lo normal hasta entonces era que los grandes conquistadores se considerasen a sí mismos dioses (en paridad o en nivel superior al de los patronos de las ciudades que iban conquistando), en este caso Hammurabi pasó a considerarse así mismo como "servidor privilegiado de Marduk".

         En total, son 282 leyes las que han llegado hasta nosotros (Museo de Louvre) del Código de Hammurabi, grabadas en escritura cuneiforme sobre una estela de diorita de 2,25 m. altura.

         Lo substancial de este código está inspirado en la llamada Ley del Talión, según la cual el castigo debe ser proporcional, y de la misma índole, que el delito cometido. Es lo que demuestra la transcripción de las siguientes leyes:

194. Si uno dio su hijo a una nodriza y el hijo murió (porque) la nodriza amamantaba otro niño sin consentimiento del padre o de la madre, será llevada a los jueces, condenada y se le cortarán los senos.
195. Si un hijo golpeó al padre, se le cortarán las manos.
196. Si un hombre libre vació el ojo de un hijo de hombre libre, se vaciará su ojo.
197. Si quebró un hueso de un hombre, se quebrará su hueso.
198. Si vació el ojo un muskenun o roto el hueso de un muskenun, pagará una mina de plata.
199. Si vació el ojo de un esclavo de hombre libre o si rompió el hueso de un esclavo de hombre libre, pagará la mitad de su precio.
200. Si un hombre libre arrancó un diente a otro hombre libre, su igual, se le arrancará su diente.

         Por otra parte, el Código de Hammurabi consagra el derecho a la propiedad privada, y trata de regular convenientemente el comercio interestatal, como demuestra la transcripción de las siguientes leyes:

7. Si uno compró o recibió en depósito, sin testigos ni contrato, oro, plata, esclavo varón o hembra, buey o carnero, asno o cualquier otra cosa, de manos de un hijo de otro o de un esclavo de otro, es asimilado a un ladrón y pasible de muerte.
8. Si uno robó un buey, un carnero, un asno, un cerdo o una barca al dios o al palacio, si es la propiedad de un dios o de un palacio, devolverá hasta 30 veces, si es de un muskenun, devolverá hasta 10 veces. Si no puede cumplir, es pasible de muerte.
9. Si uno que perdió algo lo encuentra en manos de otro, si aquel en cuya mano se encontró la cosa perdida dice: "Un vendedor me lo vendió y lo compré ante testigos"; y si el dueño del objeto perdido dice: "Traeré testigos que reconozcan mi cosa perdida", el comprador llevará al vendedor que le vendió y los testigos de la venta; y el dueño de la cosa perdida llevará los testigos que conozcan su objeto perdido; los jueces examinarán sus palabras. Y los testigos de la venta, y los testigos que conozcan la cosa perdida dirán ante el dios lo que sepan. El vendedor es un ladrón, será muerto. El dueño de la cosa perdida la recuperará. El comprador tomará en la casa del vendedor la plata que había pagado.
10. Si el comprador no ha llevado al vendedor y los testigos de la venta; si el dueño de la cosa perdida ha llevado los testigos que conozcan su cosa perdida: El comprador es un ladrón, será muerto. El dueño de la cosa perdida la recuperará.

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         Por lo expuesto, bien podemos deducir que no sirven a la verdad los que se remiten al pasado para explicar la historia como un simple catálogo de enfrentamientos y guerras entre unos y otros. Sí que hubo elocuentes ejemplos de actuar el hombre como un lobo contra sus semejantes, pero a marcha lenta se fue progresando en la preocupación por la suerte de los demás (eso sí, para beneficiarse de sus abundancias y carencias). En lo que a la práctica d el comercio se refiere, la línea de reciprocidad tardó mucho en producirse.

         A nivel general, el proceso histórico de Mesopotamia mostró un ejemplo de cómo el comercio y las leyes pudieron hacer de antídoto contra las guerras, e incluso promover el bienestar material. Y todo ello teniendo en cuenta la mentalidad de que todo patriarca se veía obligado a dedicar todos sus esfuerzos a la defensa de cuantos convivían con él, como "buen pastor" del pueblo.

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  Act: 30/10/23        @enseñanzas de la vida            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A