Surgen nuevos avatares, para los hijos de Abraham

Zamora, 13 noviembre 2023
Antonio Fernández, licenciado en Sociología

         Por lo que la historia nos dice de las culturas mesopotámicas podemos colegir que en la civilización sumeria existió una estirpe, tribu o familia que, tal como se sugiere en el Génesis (Gn 11, 10-26), mantuvieron durante siglos un culto al Dios único, siendo por ello marginados y perseguidos por el entorno politeísta. Llegamos así a una fecha cercana al 2.000 a.C, para situarnos en el lugar y época a los que bien puede corresponder el siguiente relato:

"Teraj fue padre de Abram, Najor y Harán. Harán fue padre de Lot y murió en Ur de los caldeos, su país natal, mientras Teraj, su padre, aún vivía. Abram y Najor se casaron. La esposa de Abram se llamaba Sarai, y la de Najor, Milcá. Esta era hija de Harán, el padre de Milcá y de Iscá. Sarai era estéril y no tenía hijos. Teraj reunió a su hijo Abram, a su nieto Lot, el hijo de Harán, y a su nuera Sarai, la esposa de su hijo Abram, y salieron todos juntos de Ur de los caldeos para dirigirse a Canaán. Pero cuando llegaron a Jarán, se establecieron allí. Teraj vivió doscientos años, y murió en Jarán" (Gn 11, 27-32).

         Se cree que, a la muerte de Teraj, el Señor dijo a Abram: "Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre, bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te maldigan. Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra" (Gn 12, 1-3).

         Bendecido por Dios, Abram se abrió camino en el país de los Cananeos hasta que "hubo hambre en el país y Abram bajó a Egipto a pasar allí una temporada pues el hambre abrumaba al país" (Gn 12, 10). Regresado al país de los cananeos, dijo Yahveh a Abram, después de que Lot se separó de él:

"Alza tus ojos y mira desde el lugar en donde estás hacia el norte, el mediodía, el oriente y el poniente. Pues bien, toda la tierra que ves te la daré a ti y a tu descendencia por siempre. Haré tu descendencia como el polvo de la tierra: tal que si alguien puede contar el polvo de la tierra, también podrá contar tu descendencia. Levántate, recorre el país a lo largo y a lo ancho, porque a ti te lo he de dar" (Gn 13, 14-17).

         Nos dice la Biblia que Abram se libró del acoso de sus enemigos luego de derrotar a cuatro reyes idólatras coaligados contra él, rescatar a su sobrino Lot hecho prisionero en una de las campañas y ser acatado por Melquisedec, rey de Salem, quien "presentó pan y vino pues era sacerdote del Dios Altísimo y le bendijo diciendo: Bendito Abraham del Dios Altísimo que entregó a tus enemigos en tus manos" (Gn 14, 17-18).

         Transcurrían los años y Sarai seguía sin darle descendencia a Abram. De ella partió la idea de tener hijos a través de una de sus sirvientas, algo respaldado por los usos y las leyes de la época (derecho mesopotámico). Tenía una esclava egipcia que se llamaba Agar y dijo Saray a Abram: "Mira, Yahveh me ha hecho estéril. Llégate, pues, te ruego, a mi esclava. Quizá podré tener hijos de ella" (Gn 16, 2).

         Aceptada por Abram la propuesta, Agar concibió de él un hijo, lo que le puso extraordinariamente orgullosa hasta el punto de atreverse a "mirar con desprecio" a Sarai (Gn 16, 5), hasta que ésta, respaldada por Abram, la hizo huir al desierto. Poco después, el ángel de Yahveh le aconsejó reconciliarse con Sarai y le dijo: "Mira que has concebido y darás a luz un hijo, al que llamarás Ismael, porque Yahveh ha oído tu aflicción. Su mano contra todos y la mano de todos contra él; y enfrente de todos sus hermanos plantará su tienda" (Gn 16, 11-15). Agar dio a luz un hijo a Abram, y Abram llamó al hijo que Agar le había dado Ismael.

         Años más tarde, le es reiterada la promesa de Dios a Abram, ya muy anciano y casado con una anciana y estéril mujer:

"Serás padre de una muchedumbre de pueblos. No te llamarás más Abram, sino que tu nombre será Abraham, pues padre de muchedumbre de pueblos te he constituido. Yo estableceré mi alianza entre nosotros dos, y con tu descendencia después de ti, de generación en generación: una alianza eterna de ser Dios tuyo y el de tu posteridad. A Sarai, tu mujer, no le llamarás más Sarai, sino que su nombre será Sara (madre de reyes). Yo la bendeciré y de ella también te daré un hijo".

         Abraham lo tomó a broma y replicó: "¿A un hombre de cien años va a nacerle un hijo? Y Sara, a sus noventa años, ¿va a dar a luz? ¡Si, al menos, Ismael viviera en tu presencia! Respondió Dios:

"Sara, tu mujer, te dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Isaac. Yo estableceré mi alianza con él, una alianza eterna, de ser el Dios suyo y el de su posteridad. En cuanto a Ismael, también te he escuchado: he aquí que le bendigo, le hago fecundo y le haré crecer sobremanera. Doce príncipes engendrará y haré de él un gran pueblo" (Gn 17, 4-21).

*  *  *

         En el cap. 18 del Génesis se muestra la piedad de Abraham implorando por la vida de los justos que pudiera haber en las corrompidas ciudades de Sodoma y Gomorra: "¿De verdad vas a aniquilar al justo con el malvado? Tal vez existan cincuenta justos en la ciudad, o cuarenta, o treinta, o veinte, o diez". A lo que Yahveh le contestó: "No la destruiré, si encuentro a diez justos" (Gn 18, 24-32).

         En efecto, ni siquiera había 10 justos entre toda la población de las corrompidas Sodoma y Gomorra; solamente Lot y sus hijas vivían al margen de la corrupción ambiente y fueron librados del desastre final:

"Entonces el Señor hizo llover sobre Sodoma y Gomorra azufre y fuego que descendían del cielo. Así destruyó esas ciudades y toda la extensión de la región baja, junto con los habitantes de las ciudades y la vegetación del suelo. Y como la mujer de Lot miró hacia atrás, quedó convertida en una columna de sal. A la madrugada del día siguiente, Abraham regresó al lugar donde había estado en la presencia del Señor. Cuando dirigió su mirada hacia Sodoma, Gomorra y toda la extensión de la región baja, vio un humo que subía de la tierra, como el humo de un horno. Así, cuando Dios destruyó las ciudades de la región baja, se acordó de Abraham, librando a Lot de la catástrofe con que arrasó las ciudades donde él había vivido" (Gn 19, 24-29).

         ¿Qué diremos, pues, de Abraham, nuestro padre? Es la reflexión a que nos invita San Pablo, recordando que "Abraham creyó en Dios, y eso le fue reputado como justicia” (Rm 4, 1-3). Esa fe es la respuesta de un justo a la alianza de Dios con el hombre, que ha de ser fiel a Dios hasta el momento de su muerte.

         Se nos dice también en el libro sagrado que cuando Isaac, el hijo de la promesa, era una adolescente en perfecta salud, la fe de Abraham fue puesta de nuevo a prueba al oír de parte de Dios: "Toma a tu hijo, a tu único hijo, al que amas, Isaac, vete al país de Moria y ofrécele allí en holocausto en uno de los montes, el que yo te diga" (Gn 22, 2).

         En aquella época y lugar, no eran raros los sacrificios del primogénito entre los que no reconocían a Yahveh como Dios único y pretendían así aplacar la cólera de sus dioses. Abraham cree, repudia las inmoralidades y falsedades de su entorno al tiempo que rehúye adentrarse en los misterios de la voluntad de Dios, para él la única verdad y la única justicia a la que ha de someterse.

         Abraham no comprende las razones de todo lo que el Señor le ordena, pero no por ello deja de creer, incluso ante las más duras pruebas. Con su disposición al supremo sacrificio por cumplir la voluntad de Dios, nuestro padre Abraham culmina el testimonio de fe de toda su vida. Así nos lo explica el apóstol:

"Por la fe, Abraham, al ser llamado por Dios, obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia y salió sin saber adónde iba. Por la fe, también Sara recibió, aun fuera de la edad apropiada, vigor para ser madre. Por lo cual también de uno solo y ya gastado, nacieron hijos, numerosos como las estrellas del cielo, incontables como las arenas de las orillas del mar. Por la fe, Abraham, sometido a la prueba, presentó a Isaac como ofrenda y el que había recibido las promesas, ofrecía a su unigénito respecto al cual se le había dicho: Por Isaac tendrás descendencia de tu nombre. Pensaba que poderoso era Dios aun para resucitar de entre los muertos" (Hb 11, 8-19).

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         En sus primeros tiempos, las tribus hebreas (o tribus abrahámicas) eran pastores nómadas, siempre en búsqueda de los mejores pastos para sus rebaños de cabras y ovejas sirviéndose de asnos, mulas y camellos para el transporte de sus tiendas y otros enseres. A él pertenecía el patriarca Abraham, "nuestro padre en la fe" (Rm 4, 11-16), por el cual "serán benditas todas las naciones de la Tierra" (Gn 12, 1-3) en una multisecular descendencia, "numerosa como las estrellas del cielo" (Gn 5, 5).

         Abraham y los suyos se hicieron ganaderos y agricultores en lugar de pastores nómadas cuando captaron las ventajas del sedentarismo en una tierra pródiga como era entonces Canaán, delimitada al norte por las montañas del Líbano, al oeste por el Mediterráneo, al este por el río Jordán y el Mar Muerto y al sur por la península del Sinaí.

         Llegados a lo que siempre consideraron la Tierra Prometida, los hebreos, no sin continuas tensiones, se mezclaron con los pobladores del lugar y compaginaron el pastoreo con la agricultura, haciendo de su convicción en la existencia de un solo Dios (Yahveh), el principal signo de su vida y aspiraciones.

         En referencia al pasaje en que el patriarca Jacob, nieto de Abraham, recibe el sobrenombre de Israel (Gn 32, 29), los hebreos son conocidos también como israelitas. Lo de judíos les vendrá más tarde en relación con lo que fue Reino de Judá, cuyo 1º rey fue Roboán I (931-913 a.C), hijo de Salomón y nieto de David, que fueron reyes del conjunto del pueblo hebreo.

         Destacados agnósticos de los últimos siglos han derrochado no pocas energías en convertir en mito los relatos de la Biblia. No han conseguido más que despertar la conciencia de muchas personas de buena voluntad hacia la reflexión realista, la cual, a la luz de la arqueología y otras ciencias servidoras de la genuina historia, nos coloca ante la constatación de que hace no menos de 35 siglos existe un pueblo singular con historia singular, cuyos detalles pueden ser objeto de interpretación pero no de negación absoluta en su raíz y propia proyección histórica a través de 12 tribus, encabezadas por los doce hijos del patriarca Jacob, hijo éste del patriarca Isaac, a su vez hijo del patriarca Abraham.

         Efectivamente, contamos con suficientes pruebas para admitir que los principales acontecimientos relatados en la Biblia según el lenguaje y modos de las respectivas épocas, pueden ser respaldados por una imparcial exégesis histórica. Cierto que algunos de esos acontecimientos fueron escritos tiempo después de haber sucedido; pero ello no les resta verosimilitud, si admiten lógica argumental y encajan con fehacientes documentos de paralelos acontecimientos históricos.

         La época de los patriarcas, en la que destaca Abraham, padre de los creyentes, finaliza con la ascensión del patriarca José al primer nivel de la corte del faraón (Gn 41, 37-44) y subsiguiente presencia en Egipto de su padre Jacob y sus 11 hermanos (Gn 42-50). Es ése un destacado acontecimiento fundamental de la primitiva historia de ese pueblo singular, relatada por al comienzo del libro del Exodo (Ex 1, 1-7) de la siguiente manera:

"Estos son los nombres de los hijos de Israel que entraron en Egipto con Jacob, cada uno con su familia: Rubén, Simeón, Leví, Judá, Isacar, Zabulón, Benjamín, Dan, Neftalí, Gad y Aser. Todas las personas descendientes directos de Jacob eran setenta. José ya estaba en Egipto. Murieron José y sus hermanos, y toda aquella generación. Pero los hijos de Israel fueron fecundos y se hicieron muy numerosos; se multiplicaron y llegaron a ser muy poderosos. Y la tierra estaba llena de ellos".

*  *  *

         Tras la época de los patriarcas, aparece en el centro de la historia del pueblo de Israel la figura de Moisés, aceptado por judíos, cristianos y musulmanes como el primero y principal de los profetas. Él es quien encabeza la liberación de la esclavitud a la que fueron sometidos los israelitas por un nuevo rey en Egipto que no había conocido a José, y que dijo a su pueblo:

"Mirad, los hijos de Israel forman un pueblo más numeroso y fuerte que nosotros. Tomemos precauciones contra él para que no se multiplique; no suceda que, en caso de guerra, también se una a nuestros enemigos, luche contra nosotros y se vaya del país" (Ex 1, 8-10).

         Gracias a Moisés y a Josué, su estrecho colaborador y sucesor en el liderazgo, el pueblo de Israel, llamado así por ser Israel el sobrenombre del patriarca Jacob, logró salir del cautiverio, superar las penalidades de varios años de vagar por el desierto acosado por los amalecitas, filisteos y demás pueblos que ocupaban la tierra prometida al patriarca Abraham.

         Efectivamente, la exégesis histórica nos muestra cómo, en torno al s. XIV a.C, una hambruna, que asoló a la tierra de Canaán, obligó a parte de los hebreos a emigrar a Egipto, donde encontraron trabajo en régimen de cierta libertad. Hasta que el cambio de dinastía faraónica les empujó a una agobiante esclavitud que derivó en huida masiva (Exodo), liderada por un caudillo (Moisés) que se había educado en la corte del propio faraón. Lo relata el libro del Exodo:

"Al tercer mes después de la salida de Egipto, ese mismo día llegaron los hijos de Israel al desierto de Sinaí. Allí acampó Israel frente al monte. Moisés subió hacia Dios para establecer la organización y normas de vida, la ley, por la que, en lo sucesivo habían de regirse a modo de Alianza entre Yahveh y el pueblo de Israel: Si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos porque mía es toda la tierra" (Ex 19, 5).

         Fruto de esa Alianza fue el Decálogo, expresión de amor y de libertad entre el Creador y sus criaturas con capacidad para obrar o no en responsabilidad. Ahí radica el espíritu de la ley que, como toda obra con positiva proyección de futuro, ha de apoyarse en lo que es la naturaleza humana (personal y social). Dice el Señor por boca de Moisés:

"Cuidaréis de poner por obra todo mandamiento que yo os mando hoy, para que viváis y seáis multiplicados, y para que entréis y toméis posesión de la tierra que Yahveh juró dar a vuestros padres. Acuérdate de todo el camino por donde te ha conducido Yahveh tu Dios estos cuarenta años por el desierto, con el fin de humillarte y probarte, para saber lo que estaba en tu corazón, y si o no guardarías sus mandamientos. Él te humilló y te hizo sufrir hambre, pero te sustentó con maná, comida que tú no conocías, ni tus padres habían conocido jamás. Lo hizo para enseñarte que no sólo de pan vivirá el hombre, sino que el hombre vivirá de toda palabra que sale de la boca de Yahveh" (Dt 8, 1-3).

         Según el libro sagrado, 40 años vagaron los israelitas por el desierto, habiendo de superar no pocas calamidades y de vencer a numerosos enemigos, reacios a admitir entre ellos a los que presumían de ser especiales y no compartían su embrutecedora idolatría:

"Tal como Yahveh había ordenado a su siervo Moisés, Moisés se lo había ordenado a Josué y Josué lo ejecutó, no dejando pasar una sola palabra de lo que Yahveh había ordenado a Moisés. Josué se apoderó de todo el país: de la montaña, de todo el Neguev y de todo el país de Gosen, de la Tierra Baja, de la Arabá, de la montaña de Israel y de sus estribaciones. Sucedió ello, no sin cruentos enfrentamientos con los enemigos de Israel, hasta que “Josué se apoderó de toda la tierra como Yahveh le había dicho a Moisés, y se la dio en herencia a Israel según las suertes de las tribus. Por fin cesó la guerra en el país" (Jos 11, 23).

         A la muerte de Josué, entre fidelidades y apostasías, períodos de paz y cruentos enfrentamientos entre uno u otros vecinos, vivió Israel la etapa del gobierno de los jueces, de entre los cuales la Biblia destaca a Otniel, Ehud, Sangar, la profetisa Débora, Gedeón, Sansón... Hasta llegar a Samuel, quien entendió que era llegado el momento de atender las peticiones del pueblo que pedía una monarquía, que organizase un ejército capaz de neutralizar el persistente empuje de los filisteos. Fue así como fue ungido Saúl, sucedido por David, y éste por Salomón.

         Neutralizados los filisteos, el pueblo de Israel llegó al máximo poder de su historia habiendo alcanzado con David un largo período de fecunda paz traducida en buen orden y prosperidad que permitió a Salomón alzar en Jerusalén el más suntuoso templo de la época en honor del único Dios.

         Al parecer, el poder, su propia y excesiva voluptuosidad, y el servil aplauso de cuantos medraban a su sombra, corrompieron el corazón de Salomón, el cual llegó a creerse libre de toda traba moral. Al respecto, leemos en el libro I de los Reyes:

"Amó, además de la hija del faraón, a muchas otras mujeres extranjeras, moabitas, amonitas, edomitas, sidonias y heteas, de los pueblos de los que Yahveh había dicho a los hijos de Israel: No os unáis a ellos ni ellos se unan a vosotros, no sea que hagan desviar vuestros corazones tras sus dioses. A éstos Salomón se apegó con amor. Tuvo 700 mujeres reinas y 300 concubinas. Y sus mujeres hicieron que se desviara su corazón. Y sucedió que cuando Salomón era ya anciano, sus mujeres hicieron que su corazón se desviara tras otros dioses. Su corazón no fue íntegro para con Yahveh su Dios, como el corazón de su padre David. Porque Salomón siguió a Astarté, diosa de los sidonios, y a Moloc, ídolo detestable de los amonitas. Salomón hizo lo malo ante los ojos de Yahvé y no siguió plenamente a Yahvé como su padre David. Entonces Salomón edificó un lugar alto a Quemós, ídolo detestable de Moab, en el monte que está frente a Jerusalén, y a Moloc, ídolo detestable de los hijos de Amón. Y así hizo para todas sus mujeres extranjeras, las cuales quemaban incienso y ofrecían sacrificios a sus dioses. Yahvé se indignó contra Salomón, y le dijo: Por cuanto ha habido esto en ti, y no has guardado mi pacto y mis estatutos que yo te mandé, arrancaré de ti el reino y lo entregaré a un servidor tuyo. Sin embargo, no arrancaré todo el reino, sino que daré a tu hijo una tribu, por amor a mi siervo David y por amor a Jerusalén, que yo he elegido" (1Re 11, 1-13).

         A la muerte de Salomón, su hijo Roboán resultó ser un petimetre que desoyó los consejos de los sabios para seguir el de sus compañeros de abusos y francachelas. A las peticiones de moderación, justicia y orden por parte de sus súbditos, respondió Roboán con esta estúpida bravuconada: "Mi padre hizo pesado vuestro yugo, pero yo lo haré más pesado todavía. Mi padre os castigó con látigos, pero yo os castigaré con escorpiones" (1Re 12, 14).

         Ante tal actitud, 10 de las 12 tribus de Israel "se fueron a sus tiendas" y ofrecieron el poder a Jeroboan, quien se había refugiado en Egipto por huir de las represalias de Salomón y Roboán. Es así como se produjo la división de Israel en dos, lo que había sido reino de David y Salomón.

         Al norte quedó el Reino de Israel, agrupando a 10 de las 12 tribus, con la capital en Siquén y luego en Samaria (fundada por Omrí, 5º sucesor de Jeroboan). Y al sur quedó el Reino de Judá, territorio de las tribus de Judá y Benjamín con Jerusalén como capital y con el templo de Salomón como centro principal del culto y de la vida social. Jeroboán no fue mejor que sus rivales, renegó pronto de Yahveh, levantó templos a los ídolos e incurriendo en los mismos excesos que antes había criticado.

         Junto con períodos de relativa paz y prosperidad, al hilo del comportamiento de sus principales responsables (reyes y sacerdotes), la historia de ambos reinos deja constancia de un cúmulo de infidelidades y apostasías en las que los profetas vieron la razón de tantos y tantos acosos y guerras a los que, con desigual fortuna, hubo de hacer frente ese pueblo singular en cuyo seno había de nacer el Hijo de Dios.

         El Reino del Norte fue llamado de los samaritanos a partir de la fundación de Samaria, fundada por un Omrí que "hizo lo malo ante los ojos de Yahveh, actuó peor que todos los que habían reinado antes de él" (1Re 16, 25) e incurrió en mayor desenfreno que el de Judá (de los judíos).

         Sobre todo en la época de Acab, hijo de Omrí y esposo de la fenicia Jezabel, "hija de Etbaal, rey de los sidonios". Acab sirvió a Baal y lo adoró, erigió un altar a Baal en el templo de Baal que había edificado en Samaria, e "hizo peor que todos los reyes de Israel que habían reinado antes de él, provocando la ira del Dios de Israel" (1Re 16, 31-33).

         Frente a estos desvaríos de los príncipes y notables de Israel, tanto en los reinos del Norte y del Sur (Judá y Samaria, fueron los profetas quienes, a lo largo de 12 siglos, mantuvieron la fe en el único Dios, automanifestado como "el que soy por mí mismo" (Ex 3, 13-14).

         Se trató de una fe que, a escala social y en proyección moral, sufrió no pocos altibajos en razón de los avatares y de la buena voluntad (o tibieza) de cuantos presumían de mantenerla en el fondo de sus corazones. Pero fue una fe que imprimió carácter a todo un pueblo, de forma tal que los siglos y siglos de subsiguiente historia no lograron borrar una doctrina y una "peculiar moral social" (que diría Bergson) que seguía y sigue girando en torno al Dios único, Creador y hacedor de todas las cosas.

         Sabido es que, desde época inmemorial, religión y raza han formado parte substancial de la historia del pueblo judío. Puede creerse que a ello ha contribuido tanto el desarrollo de una cultura popular (desde hace no menos de 30 siglos) como el hecho de que esta cultura esté presidida por la fe en el Dios de Abraham, de Isaac y Jacob, en un clima de apasionada singularidad.

         Fue y sigue siendo la judía una singularidad, con harta frecuencia, perseguida, no comprendida y para nada compartida por otros pueblos. No hay en la historia ningún otro pueblo que se haya mantenido tan fiel a sus orígenes, tras haber sufrido tantas guerras y campañas de exterminio.

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         En el año 721 a.C el rey Sargón II de Asiria invadió el Reino de Israel, dispersando a la población por otras zonas de su Imperio y llevando a los notables desterrados a Nínive (entonces capital de Asiria), mientras repoblaba con gentes los predios desocupados. Buena parte de los hebreos deportados fue diseminada entre diversas naciones, con la consecuencia de que muchos judíos perdieron su identidad y nunca regresaron a tierras de Israel.

         Unos 140 años más tarde, el Reino de Judá sufrió similar suerte, esta vez de forma un tanto más ordenada y selectiva, aunque también con más fuerte impacto en el sentir del pueblo, en cuanto llevó aneja la 1ª destrucción del especialmente reverenciado Templo de Salomón. Fue el avatar conocido como Destierro a Babilonia, promovido por Nabucodonosor II de Babilonia.

         Un intento de rebelión anti-babilónica (ca. 601 a.C) tuvo algunos contratiempos, causados por diversas rebeliones en el área del Levante, incluyendo Judá. Nabucodonosor II terminó con las rebeliones, capturando Jerusalén (ca. 597 a.C) y llevando al rey Jeconías I de Judá a Babilonia.

         Cuando el faraón Apries se reveló contra Babilonia (ca. 589 a.C), Judá y otros estados de la región también se rebelaron. Lo cual se tradujo en un II Asedio a Jerusalén (ca. 587 a.C), que finalilzó con la destrucción del templo y con la deportación a Babilonia de todas las familias judías. Lo recuerda así Jeremías, uno de los más celebrados profetas de Israel:

"El león sale de su espesura, y se ha puesto en marcha el destructor de las naciones. Ha salido de su lugar para convertir tu tierra en desolación. Tus ciudades serán devastadas y dejadas sin habitantes. Por eso, ceñíos de cilicio. Lamentad y gemid, porque el ardor de la ira de Yahveh no se ha apartado de nosotros" (Jer 4, 7-8).

         Años más tarde, en ese consabido choque de antiguos imperios de que da cuenta la historia, Ciro II de Persia se hizo con parte de Asiria, incluyendo Babilonia. Y sorpresivamente permitió, el 539 a.C, el regreso de los exiliados hebreos a su ansiada Tierra Prometida, permitiéndoles reconstruir el Templo de Jerusalén en honor a Yahveh. A ello se refiere la Biblia de la siguiente manera:

"En el primer año de Ciro, rey de Persia, y para que se cumpliese la palabra de Yahveh por boca de Jeremías, Yahveh despertó el espíritu de Ciro, rey de Persia, quien hizo pregonar por todo su reino, oralmente y por escrito, diciendo: Así ha dicho Ciro, rey de Persia: Yahveh, Dios de los cielos, me ha dado todos los reinos de la tierra y me ha comisionado para que le edifique un templo en Jerusalén, que está en Judá. Quien haya entre vosotros de todo su pueblo, que su Dios sea con él, y suba a Jerusalén, que está en Judá, y edifique la casa de Yahveh Dios de Israel; él es el Dios que está en Jerusalén. Y a todo el que quede, en cualquier lugar donde habite, ayúdenle los hombres de su lugar con plata, oro, bienes y ganado, con ofrendas voluntarias, para la casa de Dios que está en Jerusalén. Entonces se levantaron los jefes de las casas paternas de Judá y de Benjamín, los sacerdotes y los levitas, todos aquellos cuyo Espíritu Dios despertó para subir a edificar la casa de Yahveh que está en Jerusalén. Todos los que estaban en los alrededores les ayudaron con objetos de plata y de oro, con bienes, ganado y objetos preciosos, además de todas las ofrendas voluntarias. También el rey Ciro sacó los utensilios que eran de la casa de Yahveh, y que Nabucodonosor había sacado de Jerusalén y puesto en el templo de sus dioses" (1Esd 1, 1-7).

         En el plano político, Judá y Samaría, con separada y relativa autonomía, constituyeron una satrapía denominada Yehud, dependiente del Imperio Persa. A pesar de ciertas discrepancias doctrinales entre los descendientes de los que no habían sido deportados, y de los que en la Diáspora habían sufrido la influencia de nuevas culturas, hubo entre los habitantes de Judá el suficiente acuerdo para, el 517 a.C, alzar una modesta copia del Templo de Salomón (que 500 años más tarde Herodes I de Judá tratará de revestir con magnificencia y esplendor). Por su parte, Samaría, celosa de establecer diferencias en fidelidades religiosas, construyó su propio templo en el monte Garizim, algunos años más tarde (ca. 428 a.C).

         Cabe reseñar que, como consecuencia del persistentemente recordado Cautiverio de Babilonia, para el pueblo de Israel la total o parcial pérdida de independencia política afectó enormemente a lo que había sido su la Alianza con Yahveh. De una aceptación esencialmente espiritual y mística se pasó a una especie de fundamentalismo nacionalista más político que religioso, y eso desvirtuó la esperanza en un Mesías Redentor (para dar lugar al nostálgico ensueño por un Mesías Libertador, con capacidad para imponerse a los gentiles).

         Surgió así una especie de romántico victimismo contra el que, afortunadamente, hubieron de enfrentarse los creyentes más ponderados, en su afán por recuperar lo más valioso de la tradición y constituir una positiva religiosidad en la que pudieran entrar tanto el espíritu como la letra de los libros sagrados.

         Tras el Cautiverio de Babilonia vivieron los judíos un período de paz vigilada, hasta la entrada en escena del macedonio Alejandro III de Grecia (332 a.C). Alejandro Magno, tras acabar con los otros grandes imperios de entonces, y bajo el ropaje del civilizado helenismo, pretendió imponer un nuevo orden mundial, que sus sucesores (los diádocos, tanto ptolomeos como seleúcidas, principalmente) tradujeron en más o menos implacables tiranías, en continua rivalidad de unas contra otras.

         La consecuencia fue que los territorios de Israel, en escasos años, y de forma alternativa, pasaron de la dependencia de los ptolomeos egipcios a la de los seleúcidas sirios. En estos avatares, pudieron expresarse con mayor libertad religiosa los residentes de las metrópolis, en especial los que pudieron ampliar su cultura en la biblioteca de Alejandría. Fue aquí donde, durante el reinado de Tolomeo II de Egipto (281-246 a.C), un grupo de 70 ilustrados rabinos tradujeron al griego los libros sagrados, dando lugar a lo que se ha llamado la Septuaginta o Biblia de los LXX.

         Surgió así una forma unánime judía de interpretar el legado de la tradición y los libros sagrados, aunque fuese al margen de la fe sencilla y comprometedora del pueblo llano (que prefería seguir siendo medianamente fiel a la Alianza con Yahveh. Fue el caso de las sectas de los saduceos, fariseos y esenios.

         Al margen de discusiones y encontronazos de unos con otros, no dejó de haber en el pueblo elegido buenos hijos de Abraham que, a la espera del Mesías prometido, rezaban y cumplían los mandamientos de Dios, conscientes de la responsabilidad histórica dada a conocer por los profetas:

"Serán benditas en ti todas las familias de la tierra" (Gn 12, 3).

"Tú eres un pueblo consagrado al Señor, tu Dios. Él te eligió para que fueras su pueblo y su propiedad exclusiva, entre todos los pueblos de la tierra" (Dt 7, 6).

"Aplicad el oído y acudid a mí, oíd y vivirá vuestra alma, pues voy a firmar con vosotros una alianza eterna, en torno a las amorosas y fieles promesas hechas a David. Por testigo de las naciones te he puesto, por caudillo y legislador de las naciones. A un pueblo que no conocías has de convocar, y un pueblo que no te conocía a ti correrá, por amor de Yahveh y por el Santo de Israel. Buscad a Yahveh mientras se deja encontrar, llamadle mientras está cercano" (Is 55, 3-6).

"Mirad: una Virgen está encinta, y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel, el Dios con nosotros" (Is 7, 14).

"Brotará una vara del tronco de Jesé, y retoñará de sus raíces un vástago sobre el que reposará el espíritu de Yahveh. Espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de entendimiento y de temor de Dios. No juzgará por vista de ojos, ni argüirá por lo que oye, sino que juzgará en justicia al pobre y en equidad a los humildes de la tierra. Serán vecinos el lobo y el cordero, el leopardo se echará con el cabrito, el novillo y el cachorro pacerán juntos, y un niño pequeño los conducirá" (Is 11, 1-6).

"Fue suyo el señorío de la gloria y del imperio, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su dominio es eterno, y no acabará nunca, ni desaparecerá, su imperio" (Dn 7-14).

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  Act: 13/11/23        @enseñanzas de la vida            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A