Surgen nuevos avatares, para los hijos de Abraham
Zamora,
13 noviembre 2023 Por lo que la historia nos dice de las culturas mesopotámicas podemos colegir que en la civilización sumeria existió una estirpe, tribu o familia que, tal como se sugiere en el Génesis (Gn 11, 10-26), mantuvieron durante siglos un culto al Dios único, siendo por ello marginados y perseguidos por el entorno politeísta. Llegamos así a una fecha cercana al 2.000 a.C, para situarnos en el lugar y época a los que bien puede corresponder el siguiente relato:
Se cree que, a la muerte de Teraj, el Señor dijo a Abram: "Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre, bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te maldigan. Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra" (Gn 12, 1-3). Bendecido por Dios, Abram se abrió camino en el país de los Cananeos hasta que "hubo hambre en el país y Abram bajó a Egipto a pasar allí una temporada pues el hambre abrumaba al país" (Gn 12, 10). Regresado al país de los cananeos, dijo Yahveh a Abram, después de que Lot se separó de él:
Nos dice la Biblia que Abram se libró del acoso de sus enemigos luego de derrotar a cuatro reyes idólatras coaligados contra él, rescatar a su sobrino Lot hecho prisionero en una de las campañas y ser acatado por Melquisedec, rey de Salem, quien "presentó pan y vino pues era sacerdote del Dios Altísimo y le bendijo diciendo: Bendito Abraham del Dios Altísimo que entregó a tus enemigos en tus manos" (Gn 14, 17-18). Transcurrían los años y Sarai seguía sin darle descendencia a Abram. De ella partió la idea de tener hijos a través de una de sus sirvientas, algo respaldado por los usos y las leyes de la época (derecho mesopotámico). Tenía una esclava egipcia que se llamaba Agar y dijo Saray a Abram: "Mira, Yahveh me ha hecho estéril. Llégate, pues, te ruego, a mi esclava. Quizá podré tener hijos de ella" (Gn 16, 2). Aceptada por Abram la propuesta, Agar concibió de él un hijo, lo que le puso extraordinariamente orgullosa hasta el punto de atreverse a "mirar con desprecio" a Sarai (Gn 16, 5), hasta que ésta, respaldada por Abram, la hizo huir al desierto. Poco después, el ángel de Yahveh le aconsejó reconciliarse con Sarai y le dijo: "Mira que has concebido y darás a luz un hijo, al que llamarás Ismael, porque Yahveh ha oído tu aflicción. Su mano contra todos y la mano de todos contra él; y enfrente de todos sus hermanos plantará su tienda" (Gn 16, 11-15). Agar dio a luz un hijo a Abram, y Abram llamó al hijo que Agar le había dado Ismael. Años más tarde, le es reiterada la promesa de Dios a Abram, ya muy anciano y casado con una anciana y estéril mujer:
Abraham lo tomó a broma y replicó: "¿A un hombre de cien años va a nacerle un hijo? Y Sara, a sus noventa años, ¿va a dar a luz? ¡Si, al menos, Ismael viviera en tu presencia! Respondió Dios:
* * * En el cap. 18 del Génesis se muestra la piedad de Abraham implorando por la vida de los justos que pudiera haber en las corrompidas ciudades de Sodoma y Gomorra: "¿De verdad vas a aniquilar al justo con el malvado? Tal vez existan cincuenta justos en la ciudad, o cuarenta, o treinta, o veinte, o diez". A lo que Yahveh le contestó: "No la destruiré, si encuentro a diez justos" (Gn 18, 24-32). En efecto, ni siquiera había 10 justos entre toda la población de las corrompidas Sodoma y Gomorra; solamente Lot y sus hijas vivían al margen de la corrupción ambiente y fueron librados del desastre final:
¿Qué diremos, pues, de Abraham, nuestro padre? Es la reflexión a que nos invita San Pablo, recordando que "Abraham creyó en Dios, y eso le fue reputado como justicia” (Rm 4, 1-3). Esa fe es la respuesta de un justo a la alianza de Dios con el hombre, que ha de ser fiel a Dios hasta el momento de su muerte. Se nos dice también en el libro sagrado que cuando Isaac, el hijo de la promesa, era una adolescente en perfecta salud, la fe de Abraham fue puesta de nuevo a prueba al oír de parte de Dios: "Toma a tu hijo, a tu único hijo, al que amas, Isaac, vete al país de Moria y ofrécele allí en holocausto en uno de los montes, el que yo te diga" (Gn 22, 2). En aquella época y lugar, no eran raros los sacrificios del primogénito entre los que no reconocían a Yahveh como Dios único y pretendían así aplacar la cólera de sus dioses. Abraham cree, repudia las inmoralidades y falsedades de su entorno al tiempo que rehúye adentrarse en los misterios de la voluntad de Dios, para él la única verdad y la única justicia a la que ha de someterse. Abraham no comprende las razones de todo lo que el Señor le ordena, pero no por ello deja de creer, incluso ante las más duras pruebas. Con su disposición al supremo sacrificio por cumplir la voluntad de Dios, nuestro padre Abraham culmina el testimonio de fe de toda su vida. Así nos lo explica el apóstol:
* * * En sus primeros tiempos, las tribus hebreas (o tribus abrahámicas) eran pastores nómadas, siempre en búsqueda de los mejores pastos para sus rebaños de cabras y ovejas sirviéndose de asnos, mulas y camellos para el transporte de sus tiendas y otros enseres. A él pertenecía el patriarca Abraham, "nuestro padre en la fe" (Rm 4, 11-16), por el cual "serán benditas todas las naciones de la Tierra" (Gn 12, 1-3) en una multisecular descendencia, "numerosa como las estrellas del cielo" (Gn 5, 5). Abraham y los suyos se hicieron ganaderos y agricultores en lugar de pastores nómadas cuando captaron las ventajas del sedentarismo en una tierra pródiga como era entonces Canaán, delimitada al norte por las montañas del Líbano, al oeste por el Mediterráneo, al este por el río Jordán y el Mar Muerto y al sur por la península del Sinaí. Llegados a lo que siempre consideraron la Tierra Prometida, los hebreos, no sin continuas tensiones, se mezclaron con los pobladores del lugar y compaginaron el pastoreo con la agricultura, haciendo de su convicción en la existencia de un solo Dios (Yahveh), el principal signo de su vida y aspiraciones. En referencia al pasaje en que el patriarca Jacob, nieto de Abraham, recibe el sobrenombre de Israel (Gn 32, 29), los hebreos son conocidos también como israelitas. Lo de judíos les vendrá más tarde en relación con lo que fue Reino de Judá, cuyo 1º rey fue Roboán I (931-913 a.C), hijo de Salomón y nieto de David, que fueron reyes del conjunto del pueblo hebreo. Destacados agnósticos de los últimos siglos han derrochado no pocas energías en convertir en mito los relatos de la Biblia. No han conseguido más que despertar la conciencia de muchas personas de buena voluntad hacia la reflexión realista, la cual, a la luz de la arqueología y otras ciencias servidoras de la genuina historia, nos coloca ante la constatación de que hace no menos de 35 siglos existe un pueblo singular con historia singular, cuyos detalles pueden ser objeto de interpretación pero no de negación absoluta en su raíz y propia proyección histórica a través de 12 tribus, encabezadas por los doce hijos del patriarca Jacob, hijo éste del patriarca Isaac, a su vez hijo del patriarca Abraham. Efectivamente, contamos con suficientes pruebas para admitir que los principales acontecimientos relatados en la Biblia según el lenguaje y modos de las respectivas épocas, pueden ser respaldados por una imparcial exégesis histórica. Cierto que algunos de esos acontecimientos fueron escritos tiempo después de haber sucedido; pero ello no les resta verosimilitud, si admiten lógica argumental y encajan con fehacientes documentos de paralelos acontecimientos históricos. La época de los patriarcas, en la que destaca Abraham, padre de los creyentes, finaliza con la ascensión del patriarca José al primer nivel de la corte del faraón (Gn 41, 37-44) y subsiguiente presencia en Egipto de su padre Jacob y sus 11 hermanos (Gn 42-50). Es ése un destacado acontecimiento fundamental de la primitiva historia de ese pueblo singular, relatada por al comienzo del libro del Exodo (Ex 1, 1-7) de la siguiente manera:
* * * Tras la época de los patriarcas, aparece en el centro de la historia del pueblo de Israel la figura de Moisés, aceptado por judíos, cristianos y musulmanes como el primero y principal de los profetas. Él es quien encabeza la liberación de la esclavitud a la que fueron sometidos los israelitas por un nuevo rey en Egipto que no había conocido a José, y que dijo a su pueblo:
Gracias a Moisés y a Josué, su estrecho colaborador y sucesor en el liderazgo, el pueblo de Israel, llamado así por ser Israel el sobrenombre del patriarca Jacob, logró salir del cautiverio, superar las penalidades de varios años de vagar por el desierto acosado por los amalecitas, filisteos y demás pueblos que ocupaban la tierra prometida al patriarca Abraham. Efectivamente, la exégesis histórica nos muestra cómo, en torno al s. XIV a.C, una hambruna, que asoló a la tierra de Canaán, obligó a parte de los hebreos a emigrar a Egipto, donde encontraron trabajo en régimen de cierta libertad. Hasta que el cambio de dinastía faraónica les empujó a una agobiante esclavitud que derivó en huida masiva (Exodo), liderada por un caudillo (Moisés) que se había educado en la corte del propio faraón. Lo relata el libro del Exodo:
Fruto de esa Alianza fue el Decálogo, expresión de amor y de libertad entre el Creador y sus criaturas con capacidad para obrar o no en responsabilidad. Ahí radica el espíritu de la ley que, como toda obra con positiva proyección de futuro, ha de apoyarse en lo que es la naturaleza humana (personal y social). Dice el Señor por boca de Moisés:
Según el libro sagrado, 40 años vagaron los israelitas por el desierto, habiendo de superar no pocas calamidades y de vencer a numerosos enemigos, reacios a admitir entre ellos a los que presumían de ser especiales y no compartían su embrutecedora idolatría:
A la muerte de Josué, entre fidelidades y apostasías, períodos de paz y cruentos enfrentamientos entre uno u otros vecinos, vivió Israel la etapa del gobierno de los jueces, de entre los cuales la Biblia destaca a Otniel, Ehud, Sangar, la profetisa Débora, Gedeón, Sansón... Hasta llegar a Samuel, quien entendió que era llegado el momento de atender las peticiones del pueblo que pedía una monarquía, que organizase un ejército capaz de neutralizar el persistente empuje de los filisteos. Fue así como fue ungido Saúl, sucedido por David, y éste por Salomón. Neutralizados los filisteos, el pueblo de Israel llegó al máximo poder de su historia habiendo alcanzado con David un largo período de fecunda paz traducida en buen orden y prosperidad que permitió a Salomón alzar en Jerusalén el más suntuoso templo de la época en honor del único Dios. Al parecer, el poder, su propia y excesiva voluptuosidad, y el servil aplauso de cuantos medraban a su sombra, corrompieron el corazón de Salomón, el cual llegó a creerse libre de toda traba moral. Al respecto, leemos en el libro I de los Reyes:
A la muerte de Salomón, su hijo Roboán resultó ser un petimetre que desoyó los consejos de los sabios para seguir el de sus compañeros de abusos y francachelas. A las peticiones de moderación, justicia y orden por parte de sus súbditos, respondió Roboán con esta estúpida bravuconada: "Mi padre hizo pesado vuestro yugo, pero yo lo haré más pesado todavía. Mi padre os castigó con látigos, pero yo os castigaré con escorpiones" (1Re 12, 14). Ante tal actitud, 10 de las 12 tribus de Israel "se fueron a sus tiendas" y ofrecieron el poder a Jeroboan, quien se había refugiado en Egipto por huir de las represalias de Salomón y Roboán. Es así como se produjo la división de Israel en dos, lo que había sido reino de David y Salomón. Al norte quedó el Reino de Israel, agrupando a 10 de las 12 tribus, con la capital en Siquén y luego en Samaria (fundada por Omrí, 5º sucesor de Jeroboan). Y al sur quedó el Reino de Judá, territorio de las tribus de Judá y Benjamín con Jerusalén como capital y con el templo de Salomón como centro principal del culto y de la vida social. Jeroboán no fue mejor que sus rivales, renegó pronto de Yahveh, levantó templos a los ídolos e incurriendo en los mismos excesos que antes había criticado. Junto con períodos de relativa paz y prosperidad, al hilo del comportamiento de sus principales responsables (reyes y sacerdotes), la historia de ambos reinos deja constancia de un cúmulo de infidelidades y apostasías en las que los profetas vieron la razón de tantos y tantos acosos y guerras a los que, con desigual fortuna, hubo de hacer frente ese pueblo singular en cuyo seno había de nacer el Hijo de Dios. El Reino del Norte fue llamado de los samaritanos a partir de la fundación de Samaria, fundada por un Omrí que "hizo lo malo ante los ojos de Yahveh, actuó peor que todos los que habían reinado antes de él" (1Re 16, 25) e incurrió en mayor desenfreno que el de Judá (de los judíos). Sobre todo en la época de Acab, hijo de Omrí y esposo de la fenicia Jezabel, "hija de Etbaal, rey de los sidonios". Acab sirvió a Baal y lo adoró, erigió un altar a Baal en el templo de Baal que había edificado en Samaria, e "hizo peor que todos los reyes de Israel que habían reinado antes de él, provocando la ira del Dios de Israel" (1Re 16, 31-33). Frente a estos desvaríos de los príncipes y notables de Israel, tanto en los reinos del Norte y del Sur (Judá y Samaria, fueron los profetas quienes, a lo largo de 12 siglos, mantuvieron la fe en el único Dios, automanifestado como "el que soy por mí mismo" (Ex 3, 13-14). Se trató de una fe que, a escala social y en proyección moral, sufrió no pocos altibajos en razón de los avatares y de la buena voluntad (o tibieza) de cuantos presumían de mantenerla en el fondo de sus corazones. Pero fue una fe que imprimió carácter a todo un pueblo, de forma tal que los siglos y siglos de subsiguiente historia no lograron borrar una doctrina y una "peculiar moral social" (que diría Bergson) que seguía y sigue girando en torno al Dios único, Creador y hacedor de todas las cosas. Sabido es que, desde época inmemorial, religión y raza han formado parte substancial de la historia del pueblo judío. Puede creerse que a ello ha contribuido tanto el desarrollo de una cultura popular (desde hace no menos de 30 siglos) como el hecho de que esta cultura esté presidida por la fe en el Dios de Abraham, de Isaac y Jacob, en un clima de apasionada singularidad. Fue y sigue siendo la judía una singularidad, con harta frecuencia, perseguida, no comprendida y para nada compartida por otros pueblos. No hay en la historia ningún otro pueblo que se haya mantenido tan fiel a sus orígenes, tras haber sufrido tantas guerras y campañas de exterminio. * * * En el año 721 a.C el rey Sargón II de Asiria invadió el Reino de Israel, dispersando a la población por otras zonas de su Imperio y llevando a los notables desterrados a Nínive (entonces capital de Asiria), mientras repoblaba con gentes los predios desocupados. Buena parte de los hebreos deportados fue diseminada entre diversas naciones, con la consecuencia de que muchos judíos perdieron su identidad y nunca regresaron a tierras de Israel. Unos 140 años más tarde, el Reino de Judá sufrió similar suerte, esta vez de forma un tanto más ordenada y selectiva, aunque también con más fuerte impacto en el sentir del pueblo, en cuanto llevó aneja la 1ª destrucción del especialmente reverenciado Templo de Salomón. Fue el avatar conocido como Destierro a Babilonia, promovido por Nabucodonosor II de Babilonia. Un intento de rebelión anti-babilónica (ca. 601 a.C) tuvo algunos contratiempos, causados por diversas rebeliones en el área del Levante, incluyendo Judá. Nabucodonosor II terminó con las rebeliones, capturando Jerusalén (ca. 597 a.C) y llevando al rey Jeconías I de Judá a Babilonia. Cuando el faraón Apries se reveló contra Babilonia (ca. 589 a.C), Judá y otros estados de la región también se rebelaron. Lo cual se tradujo en un II Asedio a Jerusalén (ca. 587 a.C), que finalilzó con la destrucción del templo y con la deportación a Babilonia de todas las familias judías. Lo recuerda así Jeremías, uno de los más celebrados profetas de Israel:
Años más tarde, en ese consabido choque de antiguos imperios de que da cuenta la historia, Ciro II de Persia se hizo con parte de Asiria, incluyendo Babilonia. Y sorpresivamente permitió, el 539 a.C, el regreso de los exiliados hebreos a su ansiada Tierra Prometida, permitiéndoles reconstruir el Templo de Jerusalén en honor a Yahveh. A ello se refiere la Biblia de la siguiente manera:
En el plano político, Judá y Samaría, con separada y relativa autonomía, constituyeron una satrapía denominada Yehud, dependiente del Imperio Persa. A pesar de ciertas discrepancias doctrinales entre los descendientes de los que no habían sido deportados, y de los que en la Diáspora habían sufrido la influencia de nuevas culturas, hubo entre los habitantes de Judá el suficiente acuerdo para, el 517 a.C, alzar una modesta copia del Templo de Salomón (que 500 años más tarde Herodes I de Judá tratará de revestir con magnificencia y esplendor). Por su parte, Samaría, celosa de establecer diferencias en fidelidades religiosas, construyó su propio templo en el monte Garizim, algunos años más tarde (ca. 428 a.C). Cabe reseñar que, como consecuencia del persistentemente recordado Cautiverio de Babilonia, para el pueblo de Israel la total o parcial pérdida de independencia política afectó enormemente a lo que había sido su la Alianza con Yahveh. De una aceptación esencialmente espiritual y mística se pasó a una especie de fundamentalismo nacionalista más político que religioso, y eso desvirtuó la esperanza en un Mesías Redentor (para dar lugar al nostálgico ensueño por un Mesías Libertador, con capacidad para imponerse a los gentiles). Surgió así una especie de romántico victimismo contra el que, afortunadamente, hubieron de enfrentarse los creyentes más ponderados, en su afán por recuperar lo más valioso de la tradición y constituir una positiva religiosidad en la que pudieran entrar tanto el espíritu como la letra de los libros sagrados. Tras el Cautiverio de Babilonia vivieron los judíos un período de paz vigilada, hasta la entrada en escena del macedonio Alejandro III de Grecia (332 a.C). Alejandro Magno, tras acabar con los otros grandes imperios de entonces, y bajo el ropaje del civilizado helenismo, pretendió imponer un nuevo orden mundial, que sus sucesores (los diádocos, tanto ptolomeos como seleúcidas, principalmente) tradujeron en más o menos implacables tiranías, en continua rivalidad de unas contra otras. La consecuencia fue que los territorios de Israel, en escasos años, y de forma alternativa, pasaron de la dependencia de los ptolomeos egipcios a la de los seleúcidas sirios. En estos avatares, pudieron expresarse con mayor libertad religiosa los residentes de las metrópolis, en especial los que pudieron ampliar su cultura en la biblioteca de Alejandría. Fue aquí donde, durante el reinado de Tolomeo II de Egipto (281-246 a.C), un grupo de 70 ilustrados rabinos tradujeron al griego los libros sagrados, dando lugar a lo que se ha llamado la Septuaginta o Biblia de los LXX. Surgió así una forma unánime judía de interpretar el legado de la tradición y los libros sagrados, aunque fuese al margen de la fe sencilla y comprometedora del pueblo llano (que prefería seguir siendo medianamente fiel a la Alianza con Yahveh. Fue el caso de las sectas de los saduceos, fariseos y esenios. Al margen de discusiones y encontronazos de unos con otros, no dejó de haber en el pueblo elegido buenos hijos de Abraham que, a la espera del Mesías prometido, rezaban y cumplían los mandamientos de Dios, conscientes de la responsabilidad histórica dada a conocer por los profetas:
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