La gran esperanza de los hijos de Abraham

Zamora, 13 marzo 2023
Antonio Fernández, licenciado en Sociología

         Sabido es que religión y raza han formado parte substancial de la historia del pueblo judío. Puede creerse que a ello ha contribuido tanto el desarrollo de una cultura popular desde hace treinta y tantos siglos como el hecho de que esta cultura es presidido por la fe en el Dios de Abraham, de Isaac y Jacob, todo ello en un clima de lo que podemos calificar de apasionada singularidad.

         Ésta fue y sigue siendo una singularidad, con harta frecuencia, perseguida o no comprendida y menos compartida por otros pueblos. No hay en la historia ningún otro pueblo que se haya mantenido tan fiel a sus orígenes, a pesar de las vicisitudes que ha debido afrontar a lo largo de toda su historia.

         Pues bien, nos dice la historia que, en torno al 720 a.C, Sargón II de Asiria, tras tomar la ciudad filistea de Asdod (Is 20, 1), invadió el territorio de Samaria, y para evitar revueltas asesinó y apresó a una buena parte de sus habitantes, repoblando los vacíos con otras gentes.

         De esta forma, a la par que la propia religión judía sufrió un radical cambio, se distorsionó o difuminó en el Reino del Norte el recuerdo de pertenencia a tal o cual de las 10 tribus de Israel: Simeón, Dan, Manasés, Isacar, Zabulón, Aser, Neftalí, Rubén, Efraín, Gad y parte de la de Leví. De ahí parte el presupuesto hisrico de las 10 tribus perdidas de Israel.

         Unos 140 años más tarde, el Reino del Sur sufr similar suerte, esta vez de forma un tanto más ordenada y selectiva, aunque también con más fuerte impacto en el sentir del pueblo, en cuanto lleaneja la destrucción del especialmente reverenciado templo de Salomón. Es el avatar conocido como destierro a Babilonia (ca. 587 a.C), promovido por Nabucodonosor II de Babilonia.

         Años más tarde, en ese trepidante choque de antiguos imperios de que da cuenta la historia, Ciro II de Persia se hace con parte de Asiria (incluyendo Babilonia), y el 539 a.C. permite a los exiliados hebreos el regreso a la siempre ansiada Tierra Prometida, con la idea principal de reconstruir el Templo de Jerusalén en honor de Yahveh. A ello se refiere la Biblia:

"En el primer o de Ciro, rey de Persia, y para que se cumpliese la palabra de Dios por boca de Jeremías, Dios despertó el espíritu de Ciro, rey de Persia, quien hizo pregonar por todo su reino, oralmente y por escrito, diciendo: Así ha dicho Ciro, rey de Persia: Yahveh, Dios de los cielos, me ha dado todos los reinos de la tierra y me ha comisionado para que le edifique un templo en Jerusan, que está en Judá. Quien haya entre vosotros de todo su pueblo, que su Dios sea con él, y suba a Jerusan y edifique la casa de Yahveh Dios de Israel. Él es el Dios que está en Jerusan. Y a todo el que quede, en cualquier lugar donde habite, ayúdenle los hombres de su lugar con plata, oro, bienes y ganado, o con ofrendas voluntarias, para la casa de Dios que está en Jerusan".

"Entonces se levantaron los jefes de las casas paternas de Judá y de Benjamín, los sacerdotes y los levitas, y todos aquellos cuyo espíritu despertó Dios para subir a edificar la casa de Dios que está en Jerusan. Todos los que estaban en los alrededores les ayudaron con objetos de plata y de oro, con bienes, ganado y objetos preciosos, ades de todas las ofrendas voluntarias. También el rey Ciro salos utensilios que eran de la casa de Dios, y que Nabucodonosor había sacado de Jerusalén y puesto en el templo de sus dioses" (Esd 1, 1-7).

         En el plano político, Judá y Samaria, con separada y relativa autonomía, constituyeron una satrapía denominada Yehud, dependiente del Imperio Persa. A pesar de ciertas discrepancias doctrinales entre los descendientes de los que no habían sido deportados, y de los que en la diáspora haan sufrido la influencia de nuevas culturas, hubo entre los habitantes de Judá el suficiente acuerdo para alzar una modesta copia del templo de Salomón (ca. 517 a.C). Por su parte, Samaria, celosa de establecer diferencias en fidelidades religiosas, construyó su propio templo en el monte Garizim, años más tarde (428 a.C).

         Desde época inmemorial, y por encima sucesivas diásporas y excepcionalmente despiadados avatares, buena parte de los israelitas se han considerado y se siguen considerando a sí mismos el "pueblo elegido por Dios", y rezan a Dios como "su refugio en tiempos de angustia" (Sal 37, 39).

         La politización de su angustiosa desesperanza, en cierta manera, ha impedido que vean al mesías en Jesús de Nazaret, y que todavía sigan esperando a un libertador que recupere la Tierra Prometida para todos ellos (incluidas las 10 tribus difuminadas entre el resto de las gentes). Así lo entendía el celebérrimo judío cordobés Maimónides, que por ello dejó escrito: "Yo creo con fe absoluta en la llegada del Mesías. Y aunque tardare, con todo lo esperaré cualquier día".

         Tal desesperante espera es una actitud que ha de ser respetada por los cristianos de buena voluntad, para quienes el Dios de Israel es el Dios único, el mismo que, amando a todos los seres humanos por igual, deja a todos y a cada uno de nosotros la libertad de reconocerle en la persona de su Hijo Jesucristo, y de corresponderle con un amor que "todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta" (1Cor 13, 7). También los cristianos hablan del "pueblo de Dios" cuando se refieren a la cristiandad, pero ello en el ámbito de lo rigurosamente espiritual mientras que los judíos añaden a ello títulos de sangre o raza.

         Cabe reseñar que, como consecuencia del persistentemente recordado cautiverio de Babilonia, para el pueblo de Israel la pérdida de la independencia política afec enormemente a lo que había representado la alianza con Dios. De una aceptación esencialmente espiritual se pasó a una especie de fundamentalismo nacionalista más político que religioso, y eso desvirtuó la esperanza en un mesías redentor para dar lugar al nostálgico ensueño por un mesías libertador con capacidad para imponerse, "de una forma u otra", a los gentiles.

         Según leemos en las enciclopedias, ello era "como si Dios les estuviera poniendo a prueba para después producir un milagroso cambio en las circunstancias, que traería consigo el final de los tiempos y la imposición del reino judío sobre la Tierra".

         Surg así una especie de romántico victimismo judío contra el que, afortunadamente, hubieron de enfrentarse los creyentes más realistas. De forma que se reaccionó a favor de recuperar lo más valioso de la tradición hasta constituir una positiva religiosidad en la que pudieran entrar tanto el esritu como la letra de la Biblia, además del ejemplo de los más excelsos personajes de la antigüedad judía. Falta hacía para imprimir esperanza y realismo a un pueblo que, probado en mil y una vicisitudes, se sentía favorecido por todo lo anejo a la gran promesa hecha por Dios al patriarca Abraham (Gn 15-17).

         Subsiguiente al cautiverio de Babilonia vivieron los judíos un período de paz vigilada por los persas, hasta la entrada en escena del macedonio Alejandro III de Grecia (332 a.C), el cual acabó con todos los imperios de su época, a todos ellos los dotó del civilizado helenismo, impuso un nuevo orden mundial a través de sus sucesores (los diadocos, sobre todo los tolomeos y seleúcidas) e introdujo una nueva tiranía en los territorios de Israel (algunos de ellos bajo dependencia de los Ptolomeos egipcios, y otros bajo los Seleúcidas sirios).

         Se dio entonces la paradoja de que, en cuestión de religión, podían expresarse con mayor libertad los residentes en las respectivas metrópolis (en especial los que pudieron ampliar su cultura cabe la famosísima biblioteca de Alejandría). Y fue aquí donde, durante el reinado de Tolomeo II de Egipto (281-246 a.C), un grupo de 70 rabinos judíos tradujeron al griego los libros sagrados, dando lugar a lo que se llamó Septuaginta (base que sirvió a San Jerónimo para componer su Vulgata o Biblia latina).

         Tras tantos existenciales desánimos, provocados por las dependencias de unos y de otros avasalladores, y del contacto con otras religiones y culturas, entre los judíos cobraron consistencia 3 formas de interpretar el legado de sus libros sagrados, al margen de la fe sencilla y comprometedora del pueblo llano. Es así como surgieron las sectas de los saduceos, fariseos y esenios.

         Cuando ya los romanos empezaban a tener peso en la potica de la zona (finales del s. III a.C), llegó a su punto álgido la rivalidad entre Ptolomeos y Seleúcidas, inclinándose la balanza a favor de estos últimos en las persona de Antíoco IV Epífanes (215-163 a.C), quien no encontró mejor forma de financiacn para sus campañas guerreras que saquear el Templo de Jerusalén, y esquilmar a las más notables familias judías.

         Por la fuerza del arbitraje que con sus legiones ejera en la zona el cónsul romano Cayo Pompilio, las huestes seleúcidas hubieron de retirarse del territorio egipcio, pero no de la Tierra Prometida (en la que Antíoco IV Efanes hizo ver su afán de revancha y sectarismo con nuevos desenfrenados pillajes y abierto proselitismo a favor de los dioses griegos). Encontramos de ello referencia en la Biblia:

"Poco tiempo después, el rey envió a un anciano ateniense para obligar a los judíos a que desertaran de las leyes de sus padres, a que dejaran de vivir según las leyes de su Dios, y a que contaminan los templos de Jerusan (dedicándolo a Júpiter Olímpico) y de Garizim (dedicándolo a Júpiter Hospitalario). Estos templos se llenaron de desórdenes y orgías por parte de los paganos que holgaban con meretrices, y en sus atrios sagrados empezaron a pulular las mujeres y sus cosas prohibidas" (2Mac 6, 1-4).

         Ante tal situación, el sacerdote judío Mataas y sus hijos huyeron a las montañas, donde lograron formar un ejército judío al mando del hijo mayor (Judas Macabeo), el cual logró entrar en Jerusalén, recuperar el templo para el culto tradicional, y derrotar a los sirios seleúcidas en diversas batallas, hasta morir en la batalla de Laisa (ca. 161 a.C).

         Como comandante del ejército judío le sucedió su hermano Jonatán Macabeo, que ya ejercía de sumo sacerdote y que pudo negociar de igual a igual con los nabateos y otros reinos vecinos, cobrando fuerza y prestigio. Su hermano y sucesor, Simón Macabeo, aprovecpara lograr la plena independencia judía respecto de los seléucidas, en tiempos de Demetrio II Nitor (161-125 a.C), restableciendo una monarquía que reconoc el Senado Romano el 139 a.C.

         Con la autonomía judía respecto a Roma, se desarrollaron las apetencias políticas de diversas familias judías, que disfrazaron sus programas de posicionamientos religiosos. Es así como podemos ver sustanciales diferencias entre fariseos y saduceos. Los fariseos se identificaron con el partido de Simón Macabeo y sus 2 hijos mayores (Matatías y Judas), mientras que los saduceos apoyaron a un tal Tolomeo, de procedencia egipcia y mucho más contemporizador en el plano religioso, con notable relevancia en las esferas del poder (como yerno que era del sacerdote-rey Simón Macabeo).

         Hubo un conato de guerra civil judía, que terminó con el asesinato de Simón Macabeo y sus 2 hijos (Matatías y Judas). Se salvó de la refriega Juan Hircano (3º de los hijos de Simón Macabeo), quien logró imponerse a sus rivales y gobernó desde el 134 al 104 a.C. con el título de rey, dando paso a la llamada dinastía Asmonea (apoyada por los saduceos durante el reinado de los sucesores Aristóbulo I y Alejandro Janeo). A la muerte de éste (ca. 76 a.C), ocupó el trono la única reina en la historia de Israel, Salomé Alejandra, que gobernó durante 9 años con el apoyo expreso de los fariseos y la oposición de los saduceos.

         Si hemos de creer al historiador judío Flavio Josefo, era esencialmente política la diferencia entre los saduceos y fariseos que ya hemos citado. Los saduceos presumían de estar más abiertos a la corriente pagastica que venía de Grecia y Roma (en línea de liberación de ataduras morales y creencias, como la de la existencia de un premio o castigo post mortem), mientras que los fariseos se hacían fuertes en el respeto a la letra de la ley (tal cual y sin concesiones) ante todo lo que quisiera imponerse como novedoso (con la necesaria aceptación de mandamientos como el 2º, que ponía muy en claro lo de amar al prójimo como a sí mismo).

         Entre saduceos y fariseos, el mismo Flavio Josefo sitúa a los esenios, grupo religioso que hizo de la austeridad y el respeto mutuo la norma de conducta, en torno a un "doctor de la justicia" cuya doctrina acataban como genuino intérprete de la ley (y del legado de los profetas). Al parecer, mantuvieron una comunidad en Jerusalén, hasta que, ninguneados o perseguidos tanto por fariseos como por saduceos, se retiraron a lugares secretos como las cuevas del Qumram.

         Por los documentos encontrado en tales cuevas sabemos que, entre los esenios, no había tuyo ni mío, y que en la oración y el sacrificio esperaban la inminente venida del mesías. Por las pruebas del carbono 14 sabemos que la ocupación de Qumram fue intensa del 103 al 76 a.C, coincidiendo con los reinados de Aristóbulo I Macabeo y Alejandro Janeo (quienes persiguieron cruelmente a sus opositores).

         La historia nos dice también que, a la muerte de la reina Salomé Alejandra (ca. 67 a.C), sus 2 hijos (Hircano II y Aristóbulo II) se enzarzaron en luchas intestinas, permitiendo entrar en liza a los nabateos y a los romanos. Unos y otros intentaron dirimir sus diferencias en una guerra abierta que ocasionó miles de muertos, y que provocó la intervención del romano Pompeyo (el cual, con sus legiones, acabó por hacerse dueño de una buena parte del Asia Menor).

         Ofreciéndose como pacificador, Pompeyo escuchó a los 2 hermanos enfrentados, para luego erigirse en protector de Hircano II (el más maleable de ellos) y abrirle las puertas de Jerusalén, mientras los partidarios de Arisbulo II sembraban de sangre las calles de Jerusalén (con hasta 12.000 judíos muertos) y se refugian en el templo (conquistado y ensuciado por Pompeyo a los 3 meses de su asedio, el año 63 a.C).

         Fue éste un episodio (la profanación romana del templo) del cual el propio Pompeyo diría más tarde en tono jocoso, hablando de su Sancta Santorum: "Nulla intus deum effigie vacuam sedem et inania arcana" (lit. "no vi ninguna imagen de dios, sino un espacio vacío y misterioso"). Nos lo recordará Flavio Josefo, con el siguiente amargo comentario: "Nada aflig tanto al pueblo, en aquella desventura, como el ver el santuario hasta entonces invencible, desvelado ahora por extranjeros".

         Bajo la directa dependencia de Aulo Gabinio (procónsul romano de Siria), fue a Hircano II a quien Pompeyo de con poder nominal sobre Judea, Perea y Galilea, mientras que como un trofeo de guerra se lle preso a Roma a Aristóbulo II y a sus hijos.

         Hircano II de Judea veía legitimado su poder en la ley de Moisés, muy desvirtuada ya por las tensiones políticas y religiosas entre fariseos y saduceos, unos y otros apoyándose en un populismo que hoy llamaríamos democtico.

         Todo ello proporcionó el terreno abonado para las ambiciones de personajes como Herodes, quien logró del Senado Romano el título de rey en estrecho entendimiento con las fuerzas de ocupación y cierta autonomía (para embellecer al estilo romano el templo, por ejemplo, o para impartir su propio estilo de justicia). Se trató del Herodes I de Judea (Herodes el Grande) que pasó a la historia por guillotinar a sus propios compatriotas (los santos inocentes de Belén, tras el nacimiento de Jesucristo), y por otros muchos crímenes entre los que cabe incluir a no pocos miembros de su propia familia.

         Le suced su hijo Herodes II de Judea (Herodes Antipas), el mismo que, por instigación de su esposa Herodías, mandó ejecutar a Juan el Bautista, y poco tiempo más tarde llegó a conocer personalmente a Jesús de Nazaret, en el memorable encuentro que relata el evangelio (Lc 23, 6-12).

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  Act: 13/03/23        @enseñanzas de la vida            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A