Sangre de mártires, semilla de cristianos
Zamora,
11 noviembre 2024 Fueron los propios historiadores romanos los que escribieron que, ya en el s. II, hubo multitud de cristianos en Roma y otras provincias del Imperio. Hoy resulta difícil de explicar la amplia y rápida expansión de esta nueva doctrina cristiana, que por otro lado no venía impuesta por las armas y sí por el contagio del vivir y pensar de forma libre. Realmente, choca la evidencia de este fenómeno cristiano en el seno del más radical y perturbado materialismo del Imperio Romano, y de un mundo en el que privaba el prestigio del poder y la fortuna, en el que todas las satisfacciones de la carne estaban permitidas, en el que las creencias de la inmortalidad eran rechazadas por el ámbito intelectual, y en el que el derecho civil seguía la línea de crueldad de todos los revestidos de impunidad, a la hora de aplastar tanto a esclavos como a plebeyos. Por explicar este fenómeno, se ha dicho que la rápida y amplia difusión del cristianismo fue causada por la ansiada revuelta de las clases inferiores (lo cual no deja de sorprender, si se tiene en cuenta que, ya en el año 67, había cristianos en la propia familia imperial de Vespasiano y Tito). Lo que está fuera de toda duda es que el vivir y pensar de los cristianos sentaba mal al hedonismo reinante en Roma, y de que los romanos trataban de disimular sus desvergüenzas con una serie de devociones pseudo-religiosas (como las del humanista Marco Aurelio, recordado por la historia como uno más de los encarnizados perseguidores del cristianismo). Ya fuese por directo y encarnizado odio, o por forzada incomprensión, lo cierto es que los cristianos de los siglos I-IV fueron implacablemente perseguidos por los poderes establecidos de entonces, desde el Sanedrín judío (empeñado en perseguir a cuantos se oponían a la farisaica visión de un "hijo de David" con poder terrenal) hasta los emperadores romanos (auto-erigidos en dioses, no menos implacables que el propio Júpiter). Recordamos como más sangrientas la persecución promovida por Nerón, que en el año 67 llevó al martirio a miles de cristianos (incluidos los apóstoles Pedro y Pablo); la de Domiciano en el año 90; la de Trajano en el 112; la del ya citado Marco Aurelio, sátrapa diletante que pagaba con la muerte la réplica a su doctrina estoica (tal como le sucedió al filósofo cristiano Justino); la de Septimio Severo en los años 199-202 y, sobre todo, la de Diocleciano, en principio tolerante para luego (del 303 al 311) convertirse en el más implacable enemigo de la religión cristiana. Que la "sangre de los mártires es semilla de cristianos" quedó demostrado como colofón de todas las persecuciones contra la Iglesia, como dijo Tertuliano. Así hubo de reconocerlo el propio Galerio, el cual, actuando como instigador de la más cruel e intensa de todas las persecuciones, observó cómo el martirio de un cristiano encendía la fe de muchos de los testigos. Y así fue también como el año 311, a raíz de una enfermedad que achacó al castigo por parte del "dios desconocido", propició un edicto que autorizaba a los cristianos el desempeño de cargos de responsabilidad en la vida pública y en el ejército. Fue éste último el antecedente del llamado Edicto de Milán (ca. 313), por el que Constantino admitió la libertad religiosa en todo el Imperio Romano, al tiempo que propiciaba el reconocimiento social del cristianismo (por supuesto, colocando al fervor religioso por detrás de las conveniencias políticas, o subyugando éstas de forma cesaropapista). Fue labor de los Santos Padres el defender la humilde y sencilla fe dentro de una vida de generosidad y domicio de las bajas pasiones, con la buena voluntad orientada hacia la proyección social de las propias facultades. Es lo que podemos llamar realismo cristiano, una fe y una forma de vivir al alcance de todas las personas, más o menos inteligentes, más arriba o más abajo situadas en la escala social, más o menos consideradas por la opinión pública y siempre en vela para no incurrir en desviaciones de la doctrina, es decir, en herejías. Entre las herejías históricas de los primeros siglos, renglón aparte merece el arrianismo, la más grave desviación de la doctrina y forma de vivir en cristiano durante los s. IV y V, los mismos en los que cobraba consistencia una libertad religiosa propicia para contagiar a la humanidad con el mandamiento del amor. Lisa y llanamente, el arrianismo negaba la naturaleza divina del Hijo de Dios. Aunque el verdadero propulsor de la herejía fue Arrio, un presbítero de Alejandría, encontramos precedentes de ella en un tal Pablo de Samosata, controvertido personaje que, de hombre de confianza de la reina Zenobia de Palmira, había pasado a ser obispo de Antioquía sin renunciar por ello a una vida de ostentación y costumbres licenciosas. Según nos cuenta el historiador eclesiástico Eusebio de Cesárea, el tal Pablo de Samosata mezclaba el auto-bombo con proposiciones doctrinales en abierta contradicción con el Evangelio: el principal de sus errores fue el referido a la persona de Cristo, "a quien tenía por un hombre corriente, superior a Moisés, pero que no era el Logos". En la misma línea, Arrio predicaba que "hubo un tiempo en que el Hijo no existía", que el Hijo era una criatura de Dios, y no Dios; que era divino (algo así como el demiurgo de Platón) pero sin la misma divinidad que la del Padre. En resumidas cuentas, que Jesús de Nazaret no era Hijo del Altísimo, sino un hijo de María a la altura de un Hércules o cualquier otro semidiós de la mitología. A la par que se hacía fuerte en supuestos contrarios a la fe católica, Arrio promovía una contemporizadora relajación de costumbres y subsiguiente catalogación del cristianismo entre las doctrinas de fácil seguimiento sin compromiso serio. Dicho esto, no es de extrañar que el arrianismo fuera valorado positivamente por no pocos de los bien situados y poderosos de este mundo, quienes, sin dejar de llamarse cristianos, no tenían por qué renunciar a resolver todos los conflictos o convertir en realidad sus ambiciones por la fuerza de la espada. Tampoco tenían por qué condenar abiertamente la envidia, el odio o el estéril ocio. Pronto, tal posicionamiento doctrinal convirtió al arrianismo en una atrayente plataforma confesional tanto para los paganos reacios a aceptar dioses de la misma condición que el más vicioso de los seres humanos como para los bautizados no muy conformes con practicar la moral evangélica, incluido el mandamiento del amor con todas sus consecuencias. Y sucedió que, cuando habían cesado las tradicionales persecuciones religiosas y la política comenzaba a reconocer como fuerza de cohesión social la libertad de pensamiento, hubo de enfrentarse la Iglesia a lo que, durante más de 200 años, resultó ser la más peligrosa simplificación de la doctrina al uso de especuladores y príncipes de este mundo, utilizada también como poderosa arma de conquista por una buena parte de los bárbaros, pueblos emergentes cuyo apetencia principal fue apropiarse de los despojos del agonizante imperio romano. * * * Desde los primeros años del cristianismo, hubo muchas herejías, cuyo proselitismo despertaba contundentes réplicas por parte de los más fieles seguidores del evangelio. Agustín de Hipona, uno de los más destacados entre los doctores de la Iglesia, no fue de los estudiosos que se acomodan a un superficial conocimiento de fenómenos y cosas, tal como solía ocurrir a la mayoría de los académicos que no iban más allá de lo suficiente, para no quedar por debajo del competidor de turno. Al margen de la frivolidad de su vida de estudiante, guiado por su curiosidad intelectual y a raíz de los horizontes despejados por la lectura del Hortensius de Cicerón, a partir de sus 20 años, se había aficionado a la lectura de alguna traducción latina (nunca dominó el griego) de Aristóteles, cuyo crudo realismo pronto le empujó hacia un Platón más afín a los vuelos de una temeraria imaginación que tantas decepciones habrían de ocasionarle en su irrenunciable búsqueda de la verdad. Otro punto a favor de ésa su preferencia fue el que la platónica teoría de las ideas como madres de las cosas gozaba de especial audiencia entre los que presumían de filósofos, muchos de ellos reticentes a abandonar un viejo paganismo al que el panteísta Plotino, copiando de diversas culturas y religiones, había prestado ciertos aires de modernidad. Hijo de padre gentil y madre cristiana, los buenos efectos del ejemplo de ésta tardaron muchos años en lograr de Agustín el necesario contagio para que las vanidades del mundo dieran paso al convencimiento de lo que, llegado el momento, se convertiría el norte de su vida y que él mismo expresa en la siguiente conclusión: “Nos creaste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que no descansa en ti”. Es a partir de tan fuerte concienciación cómo fue forjándose la personalidad de Agustín, hasta convertirse en una de las mayores lumbreras de la Iglesia. Y sobre todo merced "a su sangre púnica, a la fuerza de su voluntad romana y a la grandeza de su corazón", según nos dice Hirschberger. En sus años de indisciplinado y ambicioso estudiante, cuando el buen decir de los más afamados retóricos representaba el ideal trampolín para destacar en la propia carrera, Agustín lee a Cicerón y se deja seducir por los inigualables brotes de elocuencia que encuentra en el Hortensius tal como él mismo confiesa:
En paralelo y con ese su irrenunciable afán por elevarse a las cumbres del conocimiento, Agustín se interesó por las Sagradas Escrituras, lecturas que pronto desestimó porque, según nos dice:
Eran tiempos en los que la moda del maniqueísmo atraía a una buena parte de la juventud acomodada, ilustrada y rebelde. Siguiendo esa corriente, Agustín se hizo maniqueo y, como tal, se adentró en las fuentes de una doctrina que pretendía haber modernizado el viejo zoroastrismo persa con el aliño de otras religiones, incluido un cristianismo abierta y torticeramente desnaturalizado en cuanto la personalidad del divino Maestro era presentada como la de un profeta precursor del fundador del maniqueismo, el babilonio Manes, que se había presentado a sí mismo como "el prometido" del AT, "en la estela de una serie de personajes enviados por Dios" (entre los cuales incluía a Jesús de Nazaret, al lado y en similar categoría que Noé, Abraham, Zoroastro, Platón o Buda, argumentando sin rebozo alguno que "todo lo bueno de las anteriores religiones confluyen en mi religión o ciencia que yo he revelado". Podemos creer que fue la curiosidad intelectual de Agustín la que le llevó a adentrarse en la secta hasta que comprobó por sí mismo la vaciedad de sus consignas morales y lo artificioso de una inventada “teología” en la que se afirmaba que, desde toda la eternidad, en perpetua pugna, tratan de imponerse uno al otro dos seres supremos de igual nivel, uno animado por la luz o principio del bien (el "padre de la grandeza") frente al otro (el "príncipe de la tinieblas"), al que se quiere ver como la personificación de la oscuridad y cúmulo de todos los posibles males. Era aquello la pretendida modernización de la supuesta lucha entre Ahura Mazda (u Ormuz), supuesta imagen del bien, y el perverso Angra Mainyu Ahriman de la mitología zoroástrica con el añadido de un aparente y ostensible desprecio a todo lo material en lo que los maniqueos decían ver la raíz de todos los males. Sobre las inquietudes intelectuales y consiguiente estado de ánimo de esa confusa y tormentosa etapa de su vida confiesa el propio Agustín:
Durante unos cuantos años, tales indemostrables e inconsistentes supuestos, merced a los cuales, en el mundo de entonces se había logrado cierta revitalización del viejo y agónico paganismo, llamaron la atención de Agustín con probable sugestión para no caer en el absoluto vacío del que no cree en nada. Él mismo nos dirá que fueron las lágrimas de Mónica, su piadosa y pacientísima madre, junto con la gracia de Dios y los testimonios del sabio obispo Ambrosio, los que le ayudaron a reaccionar contra sus errores y a elegir el camino hacia la verdadera libertad en la encrucijada en la que se encontraba, desde la adolescencia hasta, ya cumplidos sus 32 años, avanzar en su carrera hasta poder ser considerado el "maestro de occidente", según feliz expresión de Hirschberger. Convencido de la verdad fundamental de su vida ("nos creaste para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en ti"), Agustín escribe su Contra Académicos (ca. 386), un breve tratado en forma de tertulia con unos cuantos amigos, todos ellos deseosos de avanzar de forma segura hacia el conocimiento de la verdad. A ese empeño se refiere el propio Agustín con apuntes como el siguiente:
Cree Agustín que es un reflejo de la luz de Dios en la propia conciencia una muy valiosa ayuda para la percepción de la verdad entre las tinieblas. Percepción de la verdad absoluta sin llegar a poder definirla en su totalidad, pero sí que lo suficiente para aplicar al encauzamiento de la propia vida según el claro, clarísimo, patrón transmitido por Dios a los hombres a través del misterio de la encarnación, acontecimiento histórico obviamente desconocido en los siglos en que vivieron los grandes y sinceros sabios griegos:
En dicho libro, obviando los modernismos neoplatónicos, Agustín hace hablar a sus amigos de forma sencilla, sutil y profunda sobre dichos y postulados de los más reputados maestros griegos para apuntar que, entre todos ellos, fue Platón el que más se acercó a la percepción de esa rama de la sabiduría que más ayuda a la posible felicidad humana hasta que, por la gracia de Dios, contamos con el testimonio y autoridad de Cristo. Para los antiguos filósofos paganos o semi-paganos, la divinidad o ente más o menos abstracto, al que acudían como en huida de la irracionalidad de haber otorgado poder absoluto a las "copias divinas" de hombres o animales, en el mejor de los casos era una especie de energía inmanente más o menos confundida con su soporte material y visible. al desarrollo del mundo material. A diferencia de todos ellos, el Dios en el que cree y al que dedica toda su vida y saber hacer San Agustín es un Dios único, trino y personal, que trasciende a todo lo por él creado y se da a conocer al hombre en la medida que éste lo necesita para, superando las vicisitudes de este mundo en ejercicio de fe, de amor y de libertad, colaborar en la edificación de la Jerusalén Celestial, alcanzando con ello la propia eterna felicidad. Lo dicho: “Nos creaste para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que no descansa en ti” (Confesiones, I, 1-1). Su propia trayectoria vital e intelectual le llevó a la plena certeza de que fe y razón son como dos inseparables medios ó instrumentos de amar y pensar para no desperdiciar la ocasión que nos brinda la Providencia de llegar a ser todo lo que podemos ser en nuestro paso por la tierra. Llegó a constatar con extraordinaria clarividencia que esos 2 medios se complementan constituyendo el más sólido y certero baluarte contra la angustiosa duda del que necesita saber y no acierta a dirigir una irrefrenable curiosidad; pero sí que apunta que la fe es la virtud que facilita el 1º paso en el camino hacia la verdad. Es el "credo ut intelligam", que facilita el conocimiento y aplicación de la ciencia del humano y gratificante vivir en pautas y pasos que la razón va mostrando consecuentes con la luz de la verdad. Ello es así porque el "instinto racional" (que diría Bergson) es una luz natural que, procediendo de Dios, dispone a la mente para medir el necesario alcance de las verdades eternas y universales. Leyendo a San Agustín (de él se ha dicho que "cristianizó a Platón"), vemos que, para él, la revelación cristiana es el camino más seguro hacia el certero conocimiento de lo que realmente nos conviene para culminar un venturoso plan de vida. Para llegar a tal conclusión, el doctor de Tagaste pasó por los principales pasillos y vericuetos en los que supuestos, dudas y creencias entorpecían o desbrozaban la marcha hacia la percepción de la verdad asequible al hombre. Sucede ello porque la fe en Jesucristo y el reflejo de la luz divina en su razón le llevaron a la posición cristiana e intelectual de la que ya no se bajó en el resto de su muy fecunda y edificante vida, dejándonos un insuperable magisterio en el que descuellan sus Confesiones y Ciudad de Dios. Escribió sus Confesiones (ca. 397) cumplidos los 40 años de edad, ya entregado plenamente al servicio de la comunidad cristiana como obispo de Hipona y como testimonio del hombre que, a tientas y sin abandonar la vida muelle, busca la verdad hasta la encuentra en el Dios hecho hombre y, consiguientemente, decide entregarse plenamente a la obra de la redención de toda la humanidad desde la plena fidelidad a la Iglesia. Para ilustrados y no ilustrado es un libro que trata de encauzar todo el posible saber humano hacia el conocimiento de la voluntad Dios: plena subordinación de la filosofía a la teología, lo que viene a significar que, para bien entender, es preciso aceptar a Jesús de Nazaret como suprema expresión de la verdad. Según cuentan sus biógrafos, en el año 412 San Agustín empezó a escribir su Ciudad de Dios, obra en 21 libros con los que hace ver el papel de Dios con su verdad en la historia de la humanidad, siempre en continua invitación a la responsabilización de las personas de buena voluntad para que, en todo momento y lugar, se vea claro el camino a seguir para superarlas dificultades creadas por otras personas más pendientes de sí mismas que del bien común. Según nos confiesa el propio Agustín, la razón principal para abordar tamaña obra la encontró en la necesidad de contrarrestar la interpretación que los todavía numerosos paganos estaban haciendo de la invasión y saqueo de Roma por los bárbaros arrianos al mando del visigodo Alarico, del año 410:
Los 21 libros de la Ciudad de Dios presentan detallada información y amplias razones para la acertada elección que a rodos y a cada uno de nosotros se nos presenta a la hora de elegir y trabajar por el mejor de dos posibles destinos o ciudades, en el bien entendido que aspirar a la mejor o Ciudad de Dios cobra consistencia en la medida de una laboriosa preocupación porque la peor mejore en todo lo mejorable según una ley natural que, según el propio Agustín demuestra, es derivada de la ley del mismo Dios. Consecuentemente, la máxima autoridad terrena hará bien defendiendo a la Iglesia contra cismas y herejías, pero ya no hace bien cuando pretende dar lecciones de fe o de moral, cuestiones reservadas a la Iglesia a través del testimonio de los auténticos discípulos de Jesucristo. En buena política, es esencial poner en claro la diferencia entre la ciudad de Dios y la ciudad terrenal. Agustín se considera obligado a hacerlo con una responsabilidad añadida a la de maestro y obispo: la del que conoce en profundidad el evangelio luego de haber pasado una buena parte de su vida arrastrado por los encantos de la ciencia terrena de maestros como Platón y algunos de sus más celebrados discípulos, que, desafortunadamente para ellos, no conocieron la vida, testimonio, muerte y resurrección del Hijo de Dios, Dios verdadero de Dios verdadero. Libertad, generosidad y responsabilidad, dentro de un ordenamiento político, es para el cristianismo el fundamento de una armoniosa convivencia entre los diversos estamentos de la ciudad terrena. Recordemos que así lo expresa el apóstol Pablo en su Carta a los Romanos:
Sí que es evidente que, por la propia naturaleza del ser humano, el buen orden social requiere organización lo que implica directores y dirigidos, ello en base a las circunstancias de tiempo y lugar; tanto mejor si ello se ajusta a la ley natural, que es una proyección de la ley de Dios. Los directores están obligados a velar por el bienestar de los dirigidos, los cuales acatarán todas las directrices que no contravengan los dictados de la propia conciencia cumpliendo así con la máxima evangélica de "dar al césar lo que es del césar" al tiempo que, en la medida de lo posible, velan por extender el reino de Dios sobre la tierra. Con tal actitud se desvanecen algunos de los recelos de la Iglesia Antigua hacia el mundo con la consecuente dignificación de la actividad política, ello sin minusvalorar ninguna de las esenciales virtudes cristianas y se da un paso adelante en el realismo político de Aristóteles para quien la comunidad política por sí misma encarnaba la suprema virtud cívica, concepto noble, sí, pero sin alma. Dios está por encima de todo lo creado por él y que sigue dependiente de él, puesto que, de otra forma, sería imposible cualquier realidad tanto material como espiritual. Dios nos ama hasta el infinito y, como todo enamorado, espera ser correspondido en libertad; tanto es así que nos envía a su Hijo, quien, además del imperecedero testimonio de su vida, muerte redentora y gloriosa resurrección, nos lega el alimento de la gracia, mantenida por el Espíritu Santo hasta el final de los tiempos para que la vida de todos nosotros, desde nuestra propia e innata libertad, encontremos más fácil el desarrollo y aplicación de todas nuestras capacidades al servicio de los demás. Ésta será la mejor manera de corresponder al amor de Dios, uno y trino, según un misterio imposible de comprender desde nuestra limitada inteligencia, pero que para lo que verdaderamente nos atañe, puede reflejarse en nuestras vidas como pura y grandiosa a la par que humilde expresión de amor. "Nos creaste para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en ti". ¿Qué hemos de hacer en correspondencia a tanto amor? "Ama y haz lo que quieras", responde el propio San Agustín. La lejanía de Dios equivale, por tanto, a la lejanía de sí mismos, porque como reconoce San Agustín, "tú estabas más dentro de mí que lo más íntimo de mí, y más alto que lo supremo de mi ser" (Confesiones, III, 6, 11). Lo cree y ratifica hasta el punto de que, como añade en otro pasaje recordando el tiempo precedente a su conversión: "Tú estabas, ciertamente, delante de mí, pero yo me había alejado también de mí, y no acertaba a hallarme, ¡cuánto menos a ti!" (Confesiones, V, 2, 2). Como trabajador en la ciudad terrena y apasionado aspirante a un venturoso lugar en la Jerusalén Celeste, Agustín se dirige a Cristo, Dios y hombre verdadero, en una de las oraciones más hermosas de su pensamiento:
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