Los nuevos caminos de la ciencia

Zamora, 30 mayo 2022
Antonio Fernández, licenciado en Sociología

         Hasta el s. XV, el cultivo de la ciencia seguía la rutina que marcara Aristóteles, para quien lo poderoso, lo bello y lo inmutable estaban absolutamente definidos desde toda la eternidad. El propio Dios había de ser aceptado como una especie de motor inmóvil que imparte energía desde una posición fija e inalterable. Y proyecciones de esa energía eran las formas que individualizaban las realidades materiales.

         Aristóteles no contaba con otros medios de observación que los de sus propios sentidos, ni con otros soportes que los de su portentosa capacidad de análisis y observación. Y así abarcó todas las ramas de la ciencia, a las que hilvanó entre sí a través de su lógica.

         Aristóteles fue cristianizado por la Escolástica, y erigido en maestro indiscutible de todo el humano saber. Y cualquier cita, más o menos certeramente interpretada, era situada muy por encima de una novedosa observación.

         Siendo la Escolástica un inconmovible puntal de la Iglesia, resultaba fácil confundir las reservas a la ciencia de Aristóteles con los ataques a la Iglesia, pues para los situados en la intelectualidad de la época resultaba mucho más fácil tomar como réplica un magister dixit que discurrir sobre una posible contra argumentación.

         La jerarquía eclesial, preocupada por defender y acrecentar su poder temporal (servido y halagado por una remolona burocracia), trataba con visceral desconfianza cualquier novedad que pudiera poner en tela de juicio el acatamiento que recibía de los fieles. Y pegada al siglo por encima de las normales inquietudes de la gente, prefería los principios inmutables, y las explicaciones definitivas, a la incondicionada preocupación por una nueva interpretación de la realidad. Como todo poderoso de su época, miraba con recelo cualquier factor de reserva mental, hacia lo legítimo de su posición.

         Se explica así el desamparo, cuando no la persecución, de los pioneros de la nueva ciencia, cuyas primeras y más impactantes manifestaciones nacieron del estudio del sistema solar.

         Por lo que se refiere a la observación del firmamento, privaban en aquella época las llamadas Tablas de Ptolomeo, que pretendían explicar la totalidad del universo como una limitada serie de estrellas (algo más de 2.000) prendidas a la esfera exterior (o firmamento) y subsiguientes esferas, todas ellas concéntricas y coincidentes con las órbitas sólidas de los planetas. A tales órbitas seguían las esferas del fuego y del aire, como próxima envoltura de la última esfera (líquida y sólida: la Tierra), centro inmóvil y razón de todo el universo.

         Era la suposición que ya había defendido Aristóteles, y que sin objeción alguna se había convertido en piedra angular de la ciencia oficial.

         La revolución copernicana vino a alterar tal estado de las cosas, 51 años después del descubrimiento de América (en 1543). Y vino a soltar el bombazo mundial: la demostración científica de que la Tierra no era el centro del universo, y sí uno más de los planetas, que también giraba alrededor del sol.

         Es lo que se afirmaba en el De Revolutionibus Orbium Coelestium de Nicolás Copérnico. Para llegar a la conclusión de que "no es cierto que el sol y los otros planetas giren alrededor de la Tierra", el investigador polaco había observado durante 30 años la trayectoria elíptica de Marte y de otros planetas, hasta concluir que todos ellos, incluida la Tierra, eran compañeros en un regular viaje alrededor del sol.

         Años más tarde, Kepler y Tycho Brahe corroboraron las conclusiones del sacerdote polaco Copérnico, enriqueciéndolas con nuevas apreciaciones sobre la inmensidad y regularidad física por las que se regía el universo.

         Pero la ciencia oficial seguía reacia a aceptar cualquier remodelación de sus viejos supuestos, sobre todo cuando recibieron el tiro de gracia que supuso la llegada del nuevo reaccionario científico: Galileo Galilei.

         Tenía Galilei 17 años cuando descubrió la Ley del Péndulo, y pocos años más tarde demostró que la velocidad de caída de los cuerpos está en relación directa con su peso específico (densidad), contrariamente a lo que había defendido Aristóteles (para quien tal velocidad de caída estaba en relación con el volumen).

         Ello, según la cerrada óptica oficial, suponía incurrir en herejía, y Galileo hubo de refugiarse en Venecia, donde siguió investigando hasta descubrir en 1609 el telescopio, artilugio que le permitió localizar 4 satélites de Júpiter, las fases de Venus, los cráteres y mares de la luna, el anillo de Saturno, las manchas del sol...

         Desde Copérnico a Galileo se habían abierto nuevos caminos para la ciencia, que para los timoratos de la época hacían tambalear peligrosamente la fe en la inmutable armonía de las esferas. Aunque hemos de sospechar que su temor real era el de perder posiciones en la consideración social, algo tan simple, tan mezquino y tan humano, que no es difícil encontrar en cualquier época y lugar.

         En ese ambiente de tensión, no es de extrañar la aparición de personajes tan pintorescos como Giordano Bruno, quien deliberadamente opone a la Iglesia cualquier nuevo descubrimiento, y hace de la inestabilidad en la fe su forma de vivir. Al hilo de sucesivas fidelidades y apostasías, despierta el desconcierto y apasionadas controversias entre los fieles a Roma, calvinistas, luteranos, anglicanos y, de nuevo, católicos.

         A unos y a otros confunde Bruno con una encendida retórica tanto en torno a éste o a aquella más razonable (el subrayado es nuestro) hipótesis científica (lo que algunos se atreven a considerar certero hallazgo científico) como en torno a una gratuita y circunstancial suposición. Giordano Bruno, que mezclaba muy respetables hipótesis con gratuitas afirmaciones contra el Dogma, murió en la hoguera (la intolerable herramienta de los poderosos) sin acertar a comprender por qué.

         Hizo escuela la pretensión de Giordano Bruno negar al hombre una específica responsabilidad en lo que hemos llamado la amorización de la Tierra. Para Bruno no era el hombre más que una parte del Uno, entidad estrictamente material y a modo de un dios (Urano ¿tal vez?) identificado con el cosmos. Con ello seguía el ejemplo de los viejos materialistas que cultivaron la ingenua fórmula de confundir a la imaginación con la inteligencia, algo que nunca aceptaron sabios como Aristóteles, pues la directa apreciación de los sentidos y el uso de artificiales medios de observación (en tiempos de Bruno y Galileo muchísimo más limitados que los de ahora) no justifica el uso de la imaginación para cubrir las lagunas de la inteligencia para formular criterios de verdad.

         "Uno no puede escapar al sentimiento de que las fórmulas matemáticas tienen una existencia independiente e inteligencia propia, de que son más sabias que nosotros, más sabias incluso que sus descubridores, que obtenemos de ellas más de lo que hemos puesto", nos dejó escrito Heinrich Herz, el descubridor de las ondas herzianas. Como había dicho ya muchos siglos antes Pitágoras, "siento que todo lo de la naturaleza, y el gracioso cielo, está puesto en símbolos en la geometría".

         En ciertos sectores de aquel entonces, se vivía una degenerada forma de lo que, harto precipitadamente se ha llamado agustinismo político, que decía que el reino de Dios y el reino de este mundo estaban en continuo antagonismo. No obstante, dicho antagonismo debió estar tan sólo en la pura invención de aquellos ilustrados de la época (fuese cual fuese el extremo cerrado de su óptica).

         Desde una parte, el oficialismo actual defiende (con la sin razón de la fuerza) principios anquilosados en el tiempo, a los que hipócritamente prestan razones teológicas. Pero ahora digo yo: ¿Por qué el hombre no puede intentar hacer la vida más cómoda a sus hermanos, procurando un progresivo conocimiento y subsiguiente dominio a las llamadas fuerzas naturales? Porque al prohibir los buceos en la realidad material, castran nobles inquietudes a la par que cubren con nuevas sombras lo que no tiene por que ser un misterio atenazante.

         Por reacción pendular, los pensadores laicos, cuyos ejemplares más destacados solían ser religiosos rebeldes, enfrentaron al poder creador de Dios pequeños los grandes descubrimientos que corroboraban lo mucho que faltaba por conocer de la complejísima realidad material. Señores, sean ustedes humildes y prudentes, y absténganse de dogmatizar sobre el Todo cuanto tan poco es conocible de él.

         Muy probablemente, ambos posicionamientos (los pseudo-científicos o materialistas, y los pseudo-teológicos o espiritualistas) representan dos parciales versiones de una misma realidad. Pero ambos vienen alimentados de radicalismo, lo que les convierte en carentes de valor y progresivamente irreconciliables, posiblemente desde su afán por apabullar al otro, más que por esclarecer la verdad.

         Sí que cabe lo que podríamos calificar de "útil orientación hacia el progreso", porque desde el posicionamiento materializante se captó la "necesidad que tiene la materia de ser impulsada por encima de sí misma". Por su parte, muchos espiritualistas (los más realistas, sin duda alguna) ya han roto con aquellos anquilosantes atavismos históricos, y van allanado el camino hacia una más estrecha relación entre Dios y el hombre a través de las cosas.

         Es así como se avanza hacia una solución conciliadora: la función colaboradora del género humano en el proyecto creador de Dios, el cual deja que el hombre se le acerque a través del conocimiento de las cosas.

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  Act: 30/05/22        @enseñanzas de la vida            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A