Los padres de la Iglesia, frente a tibios, paganos y herejes

Zamora, 10 abril 2023
Antonio Fernández, licenciado en Sociología

         Podemos considerar a San Pablo como un filósofo entre los filósofos de su época, puesto que toda su vida fue un ir y venir en defensa de quien para él era "el camino, la verdad y la vida" (Jesucristo), cuyas palabras eran su alimento y su meta. Así lo entendió en su Carta a los Corintios:

"Arruinaré la sabiduría de los sabios y anularé la inteligencia de los inteligentes. ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el letrado? ¿Dónde el retórico de este mundo? ¿No hizo Dios necia la sabiduría de este mundo? Los judíos piden milagros y los griegos sabiduría; mas yo predico a Jesucristo el Crucificado, para los judíos escándalo y para los gentiles irrisión, mas para los que han sido llamados, ya sean judíos o gentiles, es Cristo, poder de Dios y sabiduría de Dios" (1Cor 1, 19).

         Era la de Pablo una ciencia de la vida, una filosofía que para convencer necesitaba del amor que trasforma vidas y conciencias, puesto que, como él mismo de escrito, "aunque tuviera el don de la profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, si no tengo amor, no soy nada" (2Cor 13, 2).

         Desde los primeros tiempos del cristianismo no faltaron predicadores del evangelio por amor a la verdad, aunque también porque veían en ello una ocasión para su realce personal. De ahí que ¿reflexionaban todos, o algunos divagaban? ¿Se dejaban guiar por el servicio al bien, o lo preferente para ellos era destacar entre sus colegas?

         Ciertamente, entre los estudiosos no es raro caer en la tentación de divagar aun a sabiendas de la imposibilidad de alcanzar un mayor conocimiento, sobre todo sobre lo que se mantiene oculto tras las murallas del misterio. Siempre podrán escribir o componer bellos discursos en los que la vaciedad quede oculta tras una brillante rerica.

         Mientras tanto, el que quiere aprender y escucha sigue sin comprender por qué ha de creer aunque, muy probablemente, obsequie con sus aplausos los juegos de vaciedades y de prestigiosas citas. El saber de este mundo, que rara vez es certeza, distrae o divierte y despierta fáciles y pasajeros entusiasmos cuando viene aliñado con la rerica al uso; pero, muy difícilmente, se traduce en compromiso de acción para los reales protagonistas de la historia: todos aquellos que han hecho y hacen del amor y de la libertad la savia de sus vidas.

         Eso sí, la historia nos muestra cómo el mensaje cristiano chocaba con el mundanal modo de pensar y vivir de su época, y cómo al lado de algún filósofo cristiano (los padres de la Iglesia) aparecen los principales focos intelectuales de la antigüedad (Alejandría, Atenas, Roma), obligados a confrontarse con la doctrina del Crucificado sin renunciar a su forma de vivir pagana.

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         Es así como muchos de los estudiosos de entonces optaron por una nueva lectura de los más afamados maestros griegos (en especial del divino Platón), de donde resultó una indiscutible coincidencia entre lo bueno de entonces y lo bueno de ahora, puesto que aquellos "ya buscaban a Dios sin conocerle" (Hch 17, 28).

         Titus Flavius Clemente, o Clemente de Alejandría (ca. 150-216), fue uno de aquellos padres de la Iglesia, que se preocuparon por hilvanar el saber antiguo con la nueva savia del evangelio. Había nacido en Atenas dentro de una adinerada familia pagana, y educado en la línea ecléctica de los jóvenes patricios greco-romanos. Gozaba de un amplio conocimiento de la obra de los artistas y filósofos, devoción a la religión de sus padres y dominio de una rerica y oratoria que bien pudieron haberle abierto un brillante camino en la enseñanza o la política.

         Según Quintiliano, el adecuado entrenamiento del futuro maestro de juventud debía desarrollarse "desde el estudio de la lengua, la literatura, la filosofía y las ciencias, hasta la forja del carácter". Tal parece que fue el caso de Clemente, pagano hasta pasados sus 20 años (en que empezó a dudar sobre la divinidad de Zeus y sus adláteres, para interesarse por el Dios de los cristianos). Via por toda Grecia, Italia y Asia Menor, hasta asentarse en Egipto (ya cristiano) y participar activamente en los círculos académicos de Alejandría, hasta que la persecución de Septimio Severo le obligó a refugiarse en Capadocia.

         Cabe a Clemente el mérito de haber aplicado su amplio conocimiento de la cultura greco-romana a la enseñanza y conocimiento de las verdades evanlicas. El cleo de sus enseñanzas lo vemos reflejado en 3 de sus libros: el Protréptico, el Pedagogo y los Stromata. El iba orientado a los paganos con cierta simpatía por el evangelio, el a los ya bautizados pero aún titubeantes, y el a los más fuertes en la fe.

         La amplia cultura pagana de Clemente no había sido borrada por su encuentro con el cristianismo, y en alguno de los filósofos griegos (Platón en particular) podían descubrirse, según él, intentos por encontrar el camino que lleva al Dios de los cristianos, e incluso al mismo Jesucristo (simbolizado en el logos que Platón había personificado en su demiurgo).

         Por supuesto, para Clemente Jesucristo reunía en sí mismo todo el poder y gloria del Creador, y eso es lo que quiso hacer ver con su Protréptico o exhortacn a la conversión.

         A los que optan por seguir a Cristo, Clemente dedica el Pedagogo, en el que expone y desarrolla los principios de la fe y de la moral para luego, en el Stromata (o Miscelánea) extenderse en consejos sobre la forma de vivir en cristiano, desde como vestir y divertirse hasta el uso de perfumes, baños colectivos, amor matrimonial, cuidado de la casa, relaciones sociales o administración de los bienes. En fin, toda una extrapolación del evangelio a las preocupaciones y vivencias del día a a romano.

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         Alejandría, con su incomparable Biblioteca, resultaba ser un bullicioso horno de ideas al que acudían tanto los humildes y sinceros buceadores de la verdad como aquellos que hoy se presentarían como filósofos de la modernidad. Entre unos y otros cabe situar a los que querían ver, sin llegar a romper las cadenas de los viejos prejuicios, y llegaron a formar escuela.

         Al grupo de esos últimos pertenec un "paridor de síntesis ideológicas", genuino producto de aquella circunstancia. No muy lejos de los más celebrados círculos alejandrinos, trabajando y deambulando por lo muelles del puerto, y frecuentando el trato con marineros de diversas procedencias, se for y desarrolló la singular personalidad de un tal Ammonio Saccas.

         Nac Ammonio (ca. 175-242) dentro de una humilde familia cristiana, a cuya economía hubo de contribuir ejerciendo diversos oficios, en especial el de estibador en los muelles del agitado puerto de Alejandría (el apodo Sakkoforos o Saccas, lit. "carga sobre los hombros", le viene de ahí).

         Abierto a todo lo que entraba por sus ojos y oídos, Ammonio concibió e impartió un collage de ideas en el que tuvieran cabida lo aprendido de sus padres, lo que le llegaba de la culta Grecia y el esoterismo de lejanas civilizaciones, probablemente captado en sus relaciones con un marinero hindú.

         Renegó del cristianismo y se hizo pagano, para luego situar en el mismo plano doctrinal a Platón, a Krishna y al propio Jesucristo. Un batiburrillo de creencias, supersticiones y medias verdades que, con el tiempo, dieron pie a diversos y contradictorios caminos de estudio y reflexión.

         Llegó a dominar Ammonio el arte de convencer, y eso le ayudó a constituir su propia escuela, junto a la Biblioteca de Alejandría. Y dotó a todo ello de un peculiar fondo cultural que, desarrollado y sistematizado por Plotino, pasará a la historia con el nombre de neoplatonismo. En tal fondo cultural, junto con evidencias de raíz natural, cabía todo lo que pudiera ser defendido con los giros o sofismas al uso.

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         En cuanto una corriente cultural no representaba un directo ataque al evangelio, algunos de los reconocidos padres de la Iglesia se sirvieron de ella para su obra de evangelización. Y también lo hicieron los llamados exegetas (predicadores de oficio), entre los cuales hemos de considerar a Tertuliano y Orígenes.

         Quinto Séptimo Florente, o Tertuliano (ca. 160-220), fue hijo de un centurión romano, nacido y criado en Cartago (donde estudió gramática, rerica y derecho, hasta convertirse en un brillante abogado). Cumplidos los 30 años se traslada a Roma, y allí es testigo de la forma de vivir y de pensar de los cristianos. A poco de ello se hace bautizar y, tras viajar por toda Italia, Grecia y el Asia Menor, se da a conocer como un originalísimo converso. Vuelve a Cartago con 37 años, y allí recibe el orden sacerdotal y escribe numerosos tratados sobre los más candentes temas de la teología.

         En ellos apunta Tertuliano aprovechables vías para un más certero conocimiento de la realidad al tiempo, que formula atrevidas conclusiones que, alternativamente, cautivan o escandalizan. Muchas de esas conclusiones  no son más que singularidades que un Aristóteles habría calificado de sofismas, y su famoso "credo quia absurdum est" (la más irracional de las profesiones de fe) es una ilustrativa prueba.

         Probablemente se había ido guiando Tertuliano por su afán de notoriedad, pues en torno a sus 50 años se convierte en líder de la secta montanista, un movimiento pseudo-cristiano que hoy tildaríamos de fundamentalista y que hacía del ascetismo un motivo de orgullo, colocando la erudición bíblica por encima del puro y constructivo amor al prójimo.

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         No menos brillante como orador ni menos extremista en alguna de sus conclusiones doctrinales fue Orígenes (ca. 185-254), buen ejemplo de exegeta que muestra conocer el tema, presume de ello y lo expone con la brillantez suficiente para arrastrar masas de prolitos hasta llevarlos a una confusa interpretación de determinadas verdades evanlicas.

         En la formación intelectual de Orígenes se mezcló el buen criterio y aparente fidelidad a la doctrina de Clemente de Alejandría con las redefiniciones del platonismo por parte del citado Ammonio. De Clemente tomó todas las buenas lecciones del NT y la versión cristiana del legado de los patriarcas y profetas; y de Ammonio Saccas, con algo de neoplatonismo, las formas de expresión y oropeles rericos, que le sirvieron para ser reconocido como uno de los más brillantes intelectuales cristianos de su época.

         Apasionado y encendido polemista, quiso Orígenes replicar contundentemente a las diatribas que, unos años antes, el filósofo pagano Celso de Alejandría había lanzado contra el cristianismo.

         Al parecer, Celso era reconocido como "hombre muy culto, agudo y perspicaz, dotado de un penetrante esritu crítico", que no sólo conoce a fondo las filosofías platónica y estoica, sino también los libros del judaísmo y del cristianismo, incluidas las obras de los apologistas (de Justino de Nablús, en especial), así como las costumbres de los cristianos.

         Desde lo que podemos llamar un paganismo platónico, sin más sólido argumento que la autoridad de los nombres, Celso mantenía como verdad todos los mitos e ideas que habían sobrevivido a los avatares de los últimos siglos. En su Discurso Verdadero (ca. 178) pretendía demostrar que Zeus, con su Olimpo y dioses adteres, era más poderoso y respetable que los bárbaros judíos que no supieron aprovechar las lecciones del civilizado Egipto.

         Los primeros que siguieron a Mois, según Celso, fueron "unos cabreros y pastores que, apartándose del sano politeísmo, imaginaron que Dios es uno para, durante siglos, despreciar las corrientes civilizadoras que les llegaban de los pueblos politeístas", hasta que, "persistentes en su barbarie, hicieron posible la notoriedad de Aquel al cual habéis dado el nombre de Jesús y que, en realidad no era más que el jefe de una banda de bandidos cuyos milagros atribuidos no eran más que manifestaciones obradas según la magia y los trucos esotéricos".

         Tradición y elitista civilización son para Celso los principales puntos de apoyo de su fe y de su argumentación anticristiana. Sobre todo el politeísmo, según él "asentado entre los pueblos más civilizados y poderosos", con la directa consecuencia de una más placentera manera de vivir para sus ciudadanos.

         Para responder a Celso, Orígenes se coloca en su mismo plano intelectual, y cree dominarlo a base de más brillante retórica. No niega esta caracterización que hace Celso de la fe, y defiende que la fe puede ser respetable a pesar de ser ciega o apoyarse en argumentos tan inconsistentes como el "heredado de nuestros padres", o aquel otro que "goza de más brillo rerico".

         Es desde este último flanco desde donde Orígenes se ve fuerte para derrotar al adversario. Según ello, en toda discusión lo principal a tener en cuenta no sería la verosimilitud, sino la calidad expositiva de la argumentación. También se deben tener en cuenta las consecuencias prácticas de la fe, y evidente es que "los cristianos saben vivir mejor que los paganos". Por tanto, cabe distinguir entre lo que él llama una eutyjes (lit. "fe afortunada") y una atyjes (lit. "fe infortunada").

         Por supuesto que la fe afortunada corresponde a los cristianos, puesto que creer en Cristo ayuda a vivir mejor, mientras que "la fe en Antínoo u otro por el estilo, tanto se dé entre los egipcios como entre los griegos, es una fe infortunada", puesto que "sirve de soporte a tantas persecuciones y desgracias" (Contra Celso, III, 38). Cuando Orígenes veía debilitadas sus exposiciones y réplicas, apelaba a "providenciales razones no muy fáciles de comprender por los hombres".

         Son los de Orígenes (ejemplo de cristiano esencialmente cerebral) y Tertuliano argumentos e ideas que pueden convencer sin llegar a contagiar el modo de sentir y vivir el realismo cristiano. Pero les faltó lo que San Juan de la Cruz llamó "llama del amor", o lo que el resto de Santos Padres y doctores de la Iglesia estudiaron a fondo, desde San Pablo y los astoles hasta Ireneo, Jerónimo, Atanasio, Alejandro, Ambrosio y Agustín.

         A pesar de su probado talento, y de sus muchas de sus certeras aproximaciones a la verdad, el de Orígenes y Tertuliano fue un ejemplo intelectual a seguir para los más respetables maestros contemporáneos, pero hoy en día sigue siendo el amor de Dios el principal de los misterios, la esencia de la fe y el ineludible norte de una conducta cristiana.

         Porque el declive trágico de la historia cristiana, subsiguiente a la fiebre especulativa sin amor, abr el camino al abuso de los poderosos, al debilitamiento de la moral, al mercadeo sobre la doctrina o a la adulteración del evangelio, todo ello caldo de cultivo para las hereas. Así ocurr entre los tibios de las comunidades cristianas de los primeros tiempos, y sigue ocurriendo en nuestro siglo como desafío para cuantos se toman muy en serio amar al prójimo como a nosotros mismos.

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         La fuerza argumental de las herejías, como torticera maniobra contra la real o supuesta relajación de las costumbres, se apoyaba en si tal o cual premisa pseudo-teológica tenía o no tenía que ver con la fe. Por supuesto, con una fe alejada de las obras.

         Herejes hubo ya entre los primeros convertidos desde el paganismo, algunos de los cuales no llegaron a olvidar totalmente su filiación a viejas religiones esotéricas (al estilo de las derivadas del egipcio Set o del persa Zoroastro, ambos propulsores del conocimiento absoluto desde una teórica identificación con la divinidad). Y es que no todos aquellos nuevos cristianos estaban dispuestos a aceptar con humildad la esencial distancia entre el Creador y la criatura, y al hilo de su imaginacn pretendieron lograr el conocimiento absoluto de todo lo divino y lo humano.

         Ello dio pie al desarrollo de la herejía gnóstica, alimentada por sus pretendidos éxtasis-fusión con la divinidad, los ritos iniciáticos y las prácticas herméticas (de Hermes Trimegisto, patrón de la magia, alquimia y astrología). Hubo diversas corrientes de gnosis, tantas como tantas formas de sincretismo artificial entre doctrina cristiana y resto de supersticiones pudieran suponerse (de corte caldeo-egipcio y con retazos de la filosofía al uso, aliñado todo eso cn ceremonias de gran colorido y supuestos arrebatos sticos).

         En su libro Adversus Haereses San Ireneo de Lyon (ca. 130-200), al repasar los principales movimientos gnósticos, coloca entre sus primeros inspiradores a Simón el Mago, el mismo que pretendió comprar a los astoles Pedro y Juan el poder de hacer milagros.

         Otra herejía de aquellos tiempos fue la herejía montanista de los seguidores de Montano, un exaltado rigorista que se dea enviado de Dios para condenar la ligereza en las costumbres y anunciar el inmediato fin del mundo. Montano negaba el derecho al perdón, y la comunión a todo el que hubiere cometido un pesado mortal. Así mismo, prohibía las segundas nupcias y propugnaba el exagerado ayuno y la búsqueda del martirio. Entre sus seguidores con con el no menos radical Tertuliano (citado más arriba).

         Fue labor de los Santos Padres el defender la humilde y sencilla fe dentro de una vida amable, sin exageraciones y con la buena voluntad orientada hacia la proyección social de las propias facultades. Es lo que se podría llamar realismo cristiano, consistente en una fe y una forma de vivir al alcance de todas las personas, más o menos inteligentes, más arriba o abajo de la escala social, y por supuesto más o menos consideradas por la opinión pública.

         Entre la herejías, merece un renglón aparte merece el arrianismo, la más grave desviación de la doctrina y forma de vivir en cristiano durante los s. IV y V d.C. Lisa y llanamente, la herejía arriana negaba la naturaleza divina del Hijo de Dios. Y aunque el verdadero propulsor de la herejía fue el presbítero Arrio de Alejandría (ca. 256-336), encontramos ya precedentes de ella en un tal Pablo de Samosata, controvertido personaje y hombre de confianza de la reina Zenobia de Palmira.

         Había pasado Pablo de Samosata a ser obispo de Antioquía sin renunciar por ello a una vida de ostentación y vicio, y por las iglesias y plazas (según nos cuenta el cronista imperial Eusebio) "mezclaba el autobombo con proposiciones doctrinales en abierta contradicción con el evangelio".

         El principal de sus errores fue el referido a la persona de Cristo, a quien tenía por "un hombre corriente, superior a Moisés pero no el logos de Dios". Y ese argumento fue del que Arrio hizo su piedra angular.

         A la par que se hacía fuerte en supuestos contrarios a la fe de la Iglesia, Arrio promovía una contemporizadora relajación de costumbres y su subsiguiente catalogación del cristianismo como otras de las doctrinas de fácil seguimiento, sin compromiso serio por traducir la fe en obras.

         Reducida la doctrina predicada por Arrio a puras fórmulas de acomodación política, no es de extrañar que el arrianismo fuera valorado positivamente por los poderosos de este mundo, quienes con ella no tean por qué renunciar a sus ambiciones, ni poner en practicar las virtudes contrarias a la envidia, al odio o al inmerecido y estéril ocio.

         Muy pronto, el posicionamiento doctrinal de Arrio convirtió al arrianismo en una atrayente plataforma confesional, tanto para los paganos reacios a aceptar dioses humanos como para los bautizados no muy conformes con practicar la moral evangélica, incluido el mandamiento del amor con todas sus consecuencias.

         Y sucedió que, cuando cesaron las tradicionales persecuciones religiosas, y la política comenzaba a reconocer el pensamiento como fuerza de cohesión social la libertad, hubo de enfrentarse la Iglesia a lo que, durante más de 200 años, resultó ser la más peligrosa simplificación de la doctrina al uso de los especuladores: el apropiarse de los despojos del agonizante Imperio Romano.

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  Act: 10/04/23        @enseñanzas de la vida            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A