Comunistas, fascistas y nacional-socialistas: todos a una

Zamora, 3 octubre 2022
Antonio Fernández, licenciado en Sociología

         La toma del Palacio de Invierno de San Petersburgo por los bolcheviques despertó fiebre de homologación en los movimientos proletarios de todo el mundo, y una buena parte de los núcleos revolucionarios vieron en esa trayectoria bolchevique un ejemplo a seguir.

         Como buen estratega y con poderosos medios a su alcance, Lenin vio enseguida la ocasión de capitalizar esa fiebre de homologación sobre la base de una infraestructura burocrática y doctrinal, promovida y desarrollada desde el Kremlin.

         Ello implicó una jerarquía de funciones, y una ortodoxia que pronto fue aceptada como marxista-leninista, basada en la inamovible rigidez de los principios del materialismo dialéctico, en el carácter positivo de la lucha de clases, en la justicia inmanente a la dictadura del proletariado, y en la inmediata resolución histórica que se hiciese eco fidelísimo de las consignas soviéticas.

         El marxismo-leninismo sirvió de base espiritual al imperialismo que Lenin y su entorno se propusieron impartir. Por ello, una vez consolidado el poder bolchevique sobre el antiguo Imperio Zarista, urgía establecer la Unión Mundial de Repúblicas Soviéticas, en la que la fuerza de cohesión estaría representada por una fe universal en la "verdad absoluta e inequívoca" del nuevo jerarca de todas las Rusias.

         Esta "verdad absoluta" era la estrategia de lucha de la nueva URSS, como doctrina que requería un ejército de exegetas ("obreros del pensamiento") y una batuta de los oráculos oficiales, que tuvo como misión la interpretación de todas las conclusiones de la moderna ciencia a la luz de lo mil veces proclamado: la autosuficiencia de la materia, y su incidencia sobre la imparable colectivización del género humano.

         Como estrategia de lucha, el marxismo-leninismo requería la capitalización de todas las miserias sociales, a través de unos objetivos, unos medios y una organización. El objetivo principal era universalizar el triunfo bolchevique. Los medios operativos eran todos aquellos cuantos pudieran derivarse del monopolio de los recursos materiales y humanos de la URSS. El soporte de la organización era una monolítica burocracia que canalizara las ciegas obediencias. Y todo ello una vez reducidas al mínimo todas las posibles desviaciones a las directrices de la Vanguardia del Proletariado, del Soviet Supremo o de la voluntad del autócrata de turno.

         Esta estrategia comunista quedó materializada en lo que se llamó Komintern o Tercera Internacional, cuya operatividad incluía 21 puntos a respetar por todos los partidos comunistas del mundo, so pena de incurrir en anatema y ver cortado el grifo de su financiación.

         Desde la óptica marxista, y como réplica a los exclusivismos bolcheviques (difundidos y mantenidos desde la Komintern), surgió un más estrecho entendimiento entre los otros socialismos. Y de aquí surgió los que se llamó Internacional Socialista, en mayo de 1923.

         A pesar de las distancias entre una y otra internacional, los no comunistas reconocían ostensiblemente el carácter socialista de la Revolución Bolchevique, y que las divergencias no se habían referido nunca a la base materialista y atea del socialismo, ni a los objetivos socialistas de colectivización.

         Hoy como ayer, entre comunistas y socialistas hay diferencias de matices en la catalogación de los maestros y en la elección del camino hacia la utopía final, pues para los primeros este proceso debe ser llevado a cabo por el aparato estatal (en abierta pugna con el gran capital), mientras que para los segundos debe ser llevado a cabo a través de la democrática confrontación política, de las reformas culturales (laicismo radical) y de las presiones fiscales y el agigantamiento de la burocracia pasiva. En todo caso, el norte de unos y de otros siempre fue el mismo: la sustitución de la responsabilidad personal (del individuo), en pro de la colectivización social (del rebaño).

         A unos y a otros les acercaba el magisterio de Marx, pero con el matiz de que para los comunistas la autoridad gubernamental era incuestionable, mientras que para los socialistas eran las grandes ideas sociales las que debían primar sobre todo. Por lo demás, sus fidelidades marxistas estaban sujetas con frecuencia a las interpretaciones de los revisionistas (como Bernstein), pacifistas (como Jean Jaures) o activistas (como Jorge Sorel).

         El brazo ejecutor de todo esto vino a ser el Sindicato del Ejército Obrero, que a través de las reincidentes y agresivas huelgas generales empezó a aglutinar a los forjadores de un "nuevo orden social", dentro de la mística revolucionaria que por todas partes predicaba Bakunin, bajo una misma consigna: "Destruir es una forma de crear". Por su parte, tampoco Sorel explicó cuáles habrían de ser los valores y objetivos de ese "nuevo orden social".

         Por lo que sí empezó a pasar a la historia Jorge Sorel, reconocido maestro de Musolini, fue por consolidarse como el gran estratega de la violencia organizada, al amparo de la permisividad democrática. Predicaba Sorel que era en el proletariado donde "debían cobrar valor las fuerzas morales de la sociedad" (en sus Reflexiones sobre la Violencia de 1908), y que por ello era necesario "alimentarlas continuamente por la actitud de lucha contra las otras clases".

*  *  *

         De tal palo vino tal astilla, pues de entre los discípulos de Sorel comenzó a descollar pronto un tal Benito Mussolini, socialista e hijo de militante socialista, y a la postre dirigente del Partido Socialista Italiano.

         Desertor del ejército italiano y emigrado a Suiza (ca. 1902) Mussolini empezó a trabajar en los oficios más dispares de su época, al tiempo que devoraba la literatura colectivista que llegaba a sus manos. Tras varias condenas de cárcel, fue expulsado de Suiza, y regresó a una Italia en la que empezó a cultivar el activismo revolucionario.

         Su principal campo de acción fueron los sindicatos, a los que propuso los presupuestos de su maestro Sorel, cuya aportación ideológica aliñó Mussolini junto a otros postulados blanquistas, prudonianos y marxistas. Filtró todo gracias a la aportación de Wilfredo Pareto, a quien el propio Mussolini reconoció como "el padre del fascismo". Propugnaba este Pareto el "gobierno de los mejores sobre disciplinadas masas", y propuso para ello a Mussolini la "implantación de la razón estatal como valor absoluto del estado italiano".

         Llegó a ser Mussolini director del diario Avanti, órgano oficial del Partido Socialista Italiano. Pero la cuestión del liderazgo le empezó a granjear enemigos entre las propias filas, por lo que decide fundar por su cuenta su propio órgano de propaganda (Il Popolo d’Italia).

         En dicho magazine añade Mussolini a sus ideas socialistas un furibundo nacionalismo, y empieza a desarrollar una peculiar idea sobre el estado: fuerte y providente, encarnado en la clase de "los justos y disciplinados" y bajo mando incuestionable de "un guía" (duce), muy por encima de la masa general de los servidores (a los que hay que convertir en "compacto rebaño").

         Mussolini participó en la I Guerra Mundial de 1914, y a su regreso capitalizó el descontento y desarraigo de los arditi (lit. excombatientes) y de cuantos renegaban del "sovietismo de importación" y de la "estéril verborrea" de los políticos. En 1919 creó los Fascios Italianos de Combate, con los que cosechó un triste resultado electoral.

         Pero no se amilanó Mussolini, sino que siguió participando en sucesivas elecciones, radicalizando sus posiciones, promoviendo la "acción directa" (terrorismo), predicando la resurrección de Italia a costa de lo que fuese, haciéndose rodear de un aparatoso ritual y organizando un golpe teatral de efecto en la famosa Marcha sobre Roma (ca. 1922), cuyo resultado directo fue la sorpresiva cesión del poder al duce por parte del acomodaticio rey Víctor Manuel III, en detrimento del gobierno que hasta entonces había estado ejerciendo. Fue así como un reducido colectivo de iluminados aupó a este singular personaje, "sobre el cadáver, más o menos putrefacto, de la diosa libertad".

         El nuevo orden de Mussolini fue presentado como "necesaria condición" para hacer realidad la proclama de Saint Simón, que por aquel Lenin no paraba de repetir: "De cada uno según su capacidad, a cada uno según sus necesidades".

         Se trató de un nuevo orden basado en una especie de socialismo vertical, tan materialista y tan promotor del gregarismo como cualquier otro. Tuvo como estética particular el apabullamiento (vibrantes desfiles y sugerentes formas de vestir), como maquinaria de engranaje la obediencia ciega al guía o jefe, y como gancho de pesca la expansión incondicionada del imperio nacionalista italiano, con sentido de trascendencia incluido.

         Por directa inspiración del duce, se entronizaron en Italia nuevos dioses, tanto de esencia etérea (como la Gloria Italiana) como más a ras del suelo (como la "prosperidad a costa de los pueblos débiles"). Con su bagaje de demagogia y teatralidad, Mussolini llegó a prometer hasta "hacer del mundo un campo de recreo para sus fieles fascistas".

*  *  *

         El espectacular desenlace de la Marcha sobre Roma fue tomado como lección magistral por otro antiguo combatiente de la I Guerra Mundial, que había sido condecorado en Alemania con la Cruz de Hierro y que se llamaba Adolf Hitler.

         Cuando se afilió al recientemente creado Partido Socialista Obrero Alemán (ca. 1919), Hitler descubrió en sí mismo unas extraordinarias dotes para la retórica, y de ella hizo el soporte principal de su ambicioso Partido Nacional Socialista Obrero Alemán (National Sozialistiche Deuztsche Arbeiterpartei), o Partido Nazi (ca. 1920), que él mismo fundó y bautizó como refundación del viejo PSOA.

         El programa del Partido Nazi quería ser un opio de la reciente derrota de los alemanes en la I Guerra Mundial, y por eso empezó a hablar Hitler del bienestar sin límites para el colectivo trabajador, de la exaltación patriótica de Alemania y de los valores de las raza y la responsabilidad histórica.

         Ganó Hitler para su causa al general Ludendorff, con quien organizó en 1923 un fracasado Golpe de Estado que le llevó a la cárcel y que le hizo empezar a escribir, en compañía de Rodolfo Hess, su Mein Kampf (lit. Mi Lucha), especie de catecismo nazi.

         Soltado de la cárcel y vuelto a la arena política, retomó Hitler su propia cruzada en el terreno de la decepción, de la terrible crisis económica, de la ensoñación romántica y de la torpe añoranza por los "héroes providentes del escaso pan", obteniendo el suficiente respaldo electoral (exiguo, por otra parte) para que el mariscal Hindemburg, presidente de la República, le nombrara canciller.

         Rápidamente, Hitler empezó a acaparar el poder absoluto, desde el cual empezó a aplicar la praxis del matrimonio Marx-Nietszche, pasado por las sitematizaciones de Rosemberg. En esa praxis, Alemania debía ser el Deutztschland über alles (lit. el eje del universo), y él mismo el führer (lit. guía), con una fidelidad absoluta a su indiscutida idea del super-hombre alemán, a su moral de conquista y a sus ideales de triunfo "más allá del bien y del mal".

         Forjó así Hitler un fidelísimo pueblo a su servicio, con una única voluntad (resultado de una completa colectivización de energías físicas y mentales) y con el propósito compartido de lograr la "felicidad sobre la opresión y miseria" del resto de los mortales. En realidad, lo que Hitler llevó a cabo fue de las más criminales experiencias de colectivización de las que tiene registros la historia.

         Logró Hitler arraigar en la población todas estas ideas, a través una oportuna capitalización económica (con algunos éxitos frente a la inflacción), la cómoda inhibición del "manda, führer, que nosotros obedecemos" y la vena romántica de los espectaculares desfiles, forjados a través de las procesiones de antorchas, la magia de los símbolos y el saludo en alto con "la mano redentora del espíritu del sol". Para los fieles de Hitler, el objetivo principal estaba ya claro: conquistar el amplio lebensraum (lit. espacio vital), en el cual desarrollar la voluntad de dominio de la raza.

         En la previa confrontación política había sido una parte de la Social Democracia el principal semillero del nazismo, pues muchos de los antiguos socialistas votaron por este gran demagogo que irradiaba novedad y capacidad para "hacer llover el maná del bienestar para todo el colectivo".

         Por otra parte, el descalabro del Partido Comunista, que era visto en Alemania como seguidor de las orientaciones de Moscú, también llevó a sus viejos seguidores a cambiar de táctica, al entender que el triunfo de Hitler significaba el triunfo del ala más reaccionaria de la burguesía (y eso, en virtud de los postulados marxistas, facilitaría una posterior reacción a su favor). Como escribió el propio comunista Thalman, "los acontecimientos han significado un espectacular giro de las fuerzas de clase en favor de la revolución proletaria".

         La trayectoria de Hitler y de sus incondicionales esclavos (en esa terrible "miseria espiritual del esclavo voluntario, que renuncia a una mínima capacidad de juicio") engendró un trágico ridículo en toda Europa, incluso años después de la espantosa traca final que fue la II Guerra Mundial.

         Obvia es cualquier reserva sobre el paso por la historia de este nacional socialismo o nazismo, tales como sus devastadoras guerras imperialistas, sus inconcebibles persecuciones a todas las razas, sus macabros holocaustos a pueblos enteros, las exacerbadas vivencias de sus más bestiales instintos, el alucinante acoso a la libertad de sus propios ciudadanos... y el resto de todas esas iniciativas que mostraron con creces el absoluto y rotundo fracaso de su idealista empeño: la colectivización de voluntades.

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  Act: 03/10/22        @enseñanzas de la vida            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A