No dar nunca al césar lo que es de Dios

Zamora, 17 abril 2023
Antonio Fernández, licenciado en Sociología

         Los fariseos, con ánimo de poner en evidencia al Hijo de Dios, le preguntaron: "Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios con franqueza y sin que te importe el criterio de nadie, puesto que no te fijas en las apariencias. Dinos, pues, qué opinas: ¿es lícito pagar impuesto al César o no?". Comprendiendo su mala voluntad, les dijo Jesús: "Hipócritas, ¿por qué me tentáis? Enseñadme la moneda del impuesto". Le presentaron un denario, y él les preguntó: "¿De quién son esta cara y esta inscripcn?". Respondieron: "Del césar". Entonces él les replicó: "Pues dad al césar lo que es del sar, y a Dios lo que es de Dios" (Mt 22, 16-21)

         Esa es la prudente recomendación que seguían los buenos cristianos hasta el límite en el que el césar pretendía ocupar el lugar de Dios; es decir, hasta que, más allá de la administración de las cosas y de la protección a las personas, el césar invadía el terreno de las conciencias con las veleidades y caprichos de quien se sitúa por encima del bien y del mal apoyado en los paniaguados que le mantienen en un pedestal.

         Aun entonces, los buenos cristianos saben separar lo que incluye el "tributo al césar" de su deber hacia Dios, y si parte esencial de la función del césar (entiéndase poder político) es la de mantener la trama del estado con los más o menos pertinentes impuestos, obligación de todos los ciudadanos es aportar la parte que a cada uno corresponde en recursos materiales, ello sin llegar a lo que pertenece al alma, que es de Dios. Este posicionamiento, eje de la moral cristiana, cos a muchos la vida y obligó a muchos más a renunciar a los honores y prebendas con que los poderes públicos pagan el incondicional acatamiento.

         A raíz del Edicto de Milán (ca. 314), durante no menos de 75 años se dio en el Imperio Romano una resbaladiza confusión de términos: si los césares hacían de la libertad religiosa una cuestión de estado, más que por amor a Cristo o Zeus, mostraban hacerlo como baza en contra del adversario y porque les convenía un mayor aprovechamiento de los recursos humanos de las respectivas creencias.

         La historia nos dice que Constantino tenía tantas simpatías por los ortodoxos como por los arrianos, que, entre sus hijos y respectivos cortesanos, hubo tanto arrianos como ortodoxos, que se asesinaban mutuamente por envidias o rastreras miserias y que no fueron ejemplo de virtudes cristianas, aunque, eso sí, rivalizaron en el afán por edificar suntuosas iglesias y basílicas.

         A decir verdad, en cuestión de moral natural, algunos de los poderosos que presumían de cristianos, no se diferenciaban gran cosa de Juliano, emperador cristiano o pagano según las circunstancias hasta que, en la cúspide del poder político, buscó entre sus súbditos paganos el lisonjero eco a sus pretensiones épico-intelectuales e, incluso, la ciega veneración que correspondía al semidiós que él se creía como sada reencarnación de Platón y Alejandro Magno.

         Dejando esto último al margen, no se puede decir que los nuevos augustos y césares, que se auto titulaban cristianos, viviesen de más edificante forma a como pudo hacerlo Trajano o Marco Aurelio, lo que no fue óbice para que la Iglesia siguiera su marcha ascendente: el espíritu de Dios seguía conquistando voluntades según la pauta del evangelio.

         Crecía el cuerpo místico de la Iglesia, y entre controversias y dificultades se iban desvaneciendo errores en el estudio de la realidad (la filosofía) por parte de los exegetas cristianos. De hecho, era aquella una circunstancia propicia a la expansión de una fe sencilla y comprometedora, tanto más si los obispos ("pastores de la grey"; Hch 22, 28) vivían del estudio, la oración y la entrega.

         Buen pastor de su grey fue un excepcional personaje dotado con la clarividencia  y el valor necesarios  para  corregir los  desmanes  del más poderoso de su época. Nos referimos al doctor de la Iglesia San Ambrosio de Milán, capaz de plantarle cara al mismísimo emperador Teodosio.

         Nacido en Coca (Segovia, a 140 km de Madrid), y último de los primus augustus de Roma, llegó Teodosio a igualar el poderío de Constantino. Como él, facilitó el reconocimiento social del cristianismo y, también como él, ejercel poder de forma absoluta (el orden y la justicia eran él) hasta que San Ambrosio le obligó a reconocer como muy superiores el orden y la justicia de Dios.

         Ocurr ello en ocasión del cruel desmán en el que incurr Teodosio a raíz de las revueltas de un sonado evento deportivo: Contra el criterio de los aficionados a las carreras del circo, Buterico (gobernador de Tesalónica) apresó a un auriga, que había seducido a una de sus sirvientas y, negándose a ponerle en libertad con la ocasión de unas carreras, el enardecido público respondió con una lluvia de piedras con tan mala fortuna que una de una de ellas terminó con la vida del gobernador.

         Informado Teodosio, mandó un destacamento de soldados con la orden de resolver expeditivamente el incidente: durante cuatro horas de implacable masacre, los soldados asesinaron a más de 7.000 personas sin distinción de edad, sexo ni grado de culpabilidad.

         La noticia del crimen llegó a San Ambrosio, que se apresuró a hacer llegar al emperador la más enérgica de sus condenas en forma de excomunión lo que implicaba el privarle del perdón y de cualquier sacramento hasta tanto no diera pruebas de arrepentimiento y cumpliera la adecuada penitencia. Así le escribió San Ambrosio, al mismísimo Teodosio el Grande:

"Los sucesos de Tesalónica no tienen precedente. Eres humano y te has dejado vencer por la tentación. Te conmino a que te arrepientas y hagas penitencia. Tú, que, en tantas ocasiones, te has mostrado misericordioso y has perdonado a los culpables, mandaste matar a muchos inocentes. El demonio quería y logró arrancarte la corona de la piedad que era tu mayor timbre de gloria; arrójale lejos de ti ahora que puedes hacerlo".

         A la concisa e inequívoca reconvención de Ambrosio, Teodosio reconoc su crimen y suplicó "al Dios que perdonó a David, y que luego a también me perdonará". A lo que respondió el santo arzobispo: "Ya que has imitado a David en cometer un gran pecado, imítalo ahora haciendo una gran penitencia, como la que hizo él". Teodosio se humilló, pidió perdón, hizo penitencia y fue perdonado: era la ley de Dios que colocaba al emperador al nivel de cualquier otro hombre en magistral lección de realismo cristiano.

         Por ese acto, verdaderamente ilustrativo de la división de poderes, Teodosio se reconocía un simple mortal al servicio de sus semejantes mientras que Ambrosio hacía valer su carácter de servidor de los servidores de un Dios, que ama a todos por igual e invita al amor en libertad responsabilizante. Desde la moral natural y la verdad de Cristo, se marcaban así los límites al poder del estado, que ha de estar al servicio de los ciudadanos y no de sí mismo.

         Elsar ya no se veía como dueño absoluto de vidas y haciendas: había de aceptar que los hombres dieran a Dios lo que es de Dios, mientras  que él asumía la responsabilidad de la organización y buena administración sobre bienes y servicios públicos.

         Era Teodosio el más poderoso de su época; eran inmisericordes muchas de las maneras por las que el poder político se hacía temer y respetar. Sin duda que, antes y después de Teodosio, otros muchos príncipes han cometido aun más graves abusos en la más insultante impunidad. En tales casos, se echa en falta la oposición y protesta del justo que se hace fuerte porque se apoya en el amor y la libertad de Dios y no consiente que la "casa del Padre se convierta en un mercado" (Jn 2, 13-22) o antro de facinerosos.

         La de San Ambrosio frente a Teodosio es una lección a tener en cuenta: el que abusa (poderoso, especulador o terrorista) difícilmente se sale con la suya si encuentra en frente al realista que cree en la razonable fuerza de la ley de Dios.

         A la muerte de Teodosio, se palpaba la desintegración del Imperio, y a todos sobrecogía la perspectiva de grasimas calamidades. Decían los paganos que ello se debía al desprecio y olvido de los dioses protectores. Por culpa de los cristianos, Roma se perdía en la sombra de lo que había sido y, provincia tras provincia, terminaría por ser trofeo de guerra de la incultura y de la barbarie mientras que ellos, los romanos de siempre, haan cerrado sus templos para dar paso a los adoradores de un Dios que se había dejado crucificar:

"¿Habéis olvidado que vuestros dioses fueron inventados por los poetas? ¿Que vuestra prosperidad de antaño es el fruto de criminales atropellos? ¿Que ya sois incapaces de una legítima y eficaz defensa puesto que vuestros vicios y ruindades han consumido vuestras más nobles energías? ¿Por qué no examináis humildemente la realidad sin temer encontrar al Dios verdadero?".

         Como ya había dicho San Pablo, tres siglos atrás:

"La cólera de Dios se revela desde el cielo contra la impiedad e injusticia de los hombres que aprisionan la verdad en la injusticia, puesto que lo de Dios se puede conocer es en ellos manifiesto: lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras.

Su poder eterno y su divinidad de forma que son inexcusables; porque, habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, antes bien se ofuscaron en vanos razonamientos y su insensato corazón se entenebreció: jactándose de sabios se volvieron estúpidos y cambiaron la gloria del Dios incorruptible por una representación en forma de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos, de reptiles" (Rm 1, 18-23).

         En ese orden de ideas y desde la óptica del simple sentido común, y antes de la aparición del cristianismo, Salustio había hecho esta perogrullesca observación: "Un Imperio se retiene fácilmente con las mismas artes con las que se consiguió al principio. Pero cuando hacen acto de presencia la pereza en lugar del esfuerzo, el descontrol y la arrogancia en lugar de la autodisciplina y la equidad, junto con las costumbres cambia la fortuna".

         Sin ignorar las calamidades ni los serios peligros que pueden sobrevenir, los cristianos, "sencillos como palomas, prudentes como serpientes" (Mt 10, 16), responden a los desafíos del presente y forjan su futuro tratando de no desvirtuar los hechos y haciendo el bien. Los de aquel tiempo podrían responder a las invectivas de quienes reniegan de enfrentarse humilde y valientemente a la realidad.

         Vendrán los bárbaros no peores que vosotros, podrán destruir todo lo de antaño que os parece grandioso y cantar victoria con sus despojos; pero será una victoria tan superficial, tan superficial... que terminará por desvanecerse ante el soplo de una forma de vivir que sin desmayo y con mucho amor no deja de seguir las huellas de Aquel que todo lo hizo bien. Es la historia de la Iglesia (esposa de Cristo, agrupación de los fieles cristianos) con su alma de misterio y de vida eterna.

         San Ambrosio y San Agustín, dos grandes personajes de aquella convulsa y aleccionadora época, ambos reconocidos como doctores de la Iglesia, se aplicaron a poner las cosas en su sitio en el terreno de las ideas y normales esperanzas de las personas.

         La trayectoria vital de San Ambrosio constituye un ejemplo claro de la persona en todo momento fiel a su conciencia: cabal en todos sus actos, fue un eficaz y diligente delegado imperial antes de ser proclamado arzobispo de Milán, puesto que desempeñó con absoluta fidelidad al honor de Dios.

         Se cuenta que, siendo gobernador de Milán, asistía al acto de elección del arzobispo por exigencias del cargo y no por pertenecer a la comunidad cristiana puesto que aun no estaba bautizado. Se produjo un acalorado debate entre ortodoxos y arrianos, cada grupo interesado en la exaltación de su propio candidato, con el consiguiente desconcierto de una buena parte de los asistentes hasta el punto de que Ambrosio se creyó en la obligación de intervenir para llamar a la serena reflexión.

         Lo hizo de tal manera que alguien del público (se dice que una voz infantil) gritó "Ambrosio obispo", lo que desper la aclamación de la mayoría. Ambrosio huyó y apeal propio emperador Valentiniano aduciendo la incongruencia de ser obispo un hombre aun no bautizado; pero el emperador, complacido por haber acertado a elegir como delegado suyo a un hombre digno de ser obispo, hizo caso omiso de la resistencia de Ambrosio y le obligó a aceptar al tiempo que se preocupaba de los preparativos para su bautizo y posterior solemne consagración.

         Ya en el cargo (ca. 374), Ambrosio se tomó tan en serio el hecho de ser cristiano y su nueva responsabilidad de obispo que repartió todos sus bienes entre los pobres y se aplicó sin descanso al estudio de todo lo concerniente a la doctrina para luego aportar certeras reflexiones, que pronto le ganaron el fervor de los católicos y la animosidad de los arrianos hasta que llegó a convencer y atraer a su redil a la mayoría de ellos con sonoras excepciones como la de la emperatriz Justina, celosa de la capacidad del obispo para hacerse con la confianza y el fervor popular.

         Ambrosio sabía contagiar su fe en Jesucristo Dios a multitud de arrianos y paganos y ya, dentro de la Iglesia, su ejemplo, firmeza y generosidad resultaban ser el baluarte contra cualquier flaqueza o deserción: el correctivo a Teodosio el Grande es un buen ejemplo. A otros, con alma naturalmente cristiana les llevó hasta una heroica y bienaventurada santidad. Tal fue el caso de San Agustín.

         De San Ambrosio se puede decir que llegó al cristianismo por inclinación natural: primero como aplicado estudiante de rerica, leyes y filosofía (leía a los clásicos en el griego original), luego en el ejercicio de la abogacía, como funcionario imperial de alto nivel después y como obispo hasta el final, buscaba y encontraba a Dios diríase que siguiendo la rigurosa lógica de los hechos ordinarios: sin duda que se hizo cristiano porque, desde la sinceridad de su corazón, no podía ser otra cosa y llegó a manifestarse como un inspirado teólogo porque, en el estudio de la filosofía, encontró el camino natural hacia la teología, siempre con humildad, constancia, calor y valor.

         Es así como podía expresar lo que pensaba y sentía con espontánea y contagiosa convicción; y, también, como contagsu fe a san Agusn, inteligentísimo personaje que, aun apasionado por la figura de Cristo, se mantenía reacio al definitivo compromiso como si, para creer con todas las consecuencias, al igual que el apóstol Tomás (Jn 20, 24-31), tuviera que meter la mano en la herida del costado de Jesús Salvador, muerto, resucitado y con todo el poder y la gloria, como corresponde al auténtico rey del universo, dueño y señor de la ciudad de Dios.

         Agustín, hijo de una gran mujer reconocida como santa Mónica y de Patricio, un pagano pegado a las viejas costumbres, fue educado en el cristianismo hasta que, a sus dieciis años (Confesiones, II), se le despertaron las pasiones y se de arrastrar por las ocasiones que le brindaban su desparpajo y atractiva apariencia y saboreó "el gusto de obrar mal" con sus compañeros de travesuras.

         Años más tarde, se aplicó a leer libros que podían ayudarle a "sobresalir por un fin tan reprensible y vano como era el deseo de la vanagloria y aplausos de la vanidad humana". Ello le lle a preferir "la dignidad y excelencia de los libros de Cicerón al humilde y llano estilo de las Sagradas Escrituras". Es así como, durante no menos de 9 años, se de engañar por los maniqueos, "tan soberbios como extravagantes".

         Con ellos defendió la existencia del bien y del mal como 2 sustancias o principios antagónicos de igual peso y nivel. Luchando entre sí, esas 2 substancias llegaron a mezclarse y de a salió el mundo. Parte de esa mezcla la forma una especie de "luz corporal" que baña todo lo visible e invisible, incluidas las almas de los mortales; según ello, todo lo que existe es, en parte, sustancia divina.

         Lo material, decían, depende de 10 elementos: 5 elementos malos (el humo, las tinieblas, el fuego, el agua y el viento) y 5 elementos buenos (el aire, la luz, el fuego bueno, el agua buena y la brisa). Y se atreven a presentar una estúpida versión de la historia natural afirmando que de la mezcla del humo y del aire nacieron los animales de dos pies; que de las tinieblas y la luz los animales que se arrastran por el suelo; que del fuego malo y fuego bueno, los cuadrúpedos; que del agua mala y agua buena los animales que nadan; que del viento y la brisa los animales que vuelan...

         ¿Creía Agustín en tales extravagancias o las utilizaba como trampolín de su carrera académica y tapadera de una vida licenciosa? Cierto que para los maniqueos ningún valor tenía la castidad que Agustín añoraba como esencial alimento de su alma; cierto también que celebraban sus ideas más o menos originales y la brillante forma de exponerlas; que Agustín  se dejaba engatusar por algo tan humano como es la squeda del aplauso fácil al tiempo que se engañaba a sí mismo "dejando para mañana lo que podía hacer hoy".

         Todo ello hasta que las oraciones y lágrimas de su madre precipitaron el milagro de oír con el corazón abierto que "la doctrina de Dios es para las almas el pan que las sustenta, el óleo que les da alegría, el vino que sobria y templadamente les embriaga". Fueron palabras que oídas por Agustín en un sermón de San Ambrosio.

         Vino a continuación el acercamiento de ambos y la simbiosis espiritual que, pronto, se traduciría en uno de los más certeros acercamientos al realismo cristiano: toda la excepcional inteligencia y toda la capacidad de amor de San Agustín se vertió en el estudio, meditación y exposición de lo que hoy llamamos verdades eternas, vividas en profundidad durante los siguientes años de la vida del santo.

         Dios es por encima de todo lo creado por él y que sigue dependiente de él, puesto que, de otra forma, sería imposible cualquier realidad tanto material como espiritual. Dios nos ama hasta el infinito y, como todo enamorado, espera ser correspondido en libertad; tanto es así que nos envía a su Hijo, quien, además del imperecedero testimonio de su vida, muerte redentora y gloriosa resurrección, nos lega el alimento de la gracia, mantenida por el Esritu Santo hasta el final de los tiempos para que la vida de todos y cada uno de nosotros.

         Y todo ello desde nuestra propia e innata libertad encontremos más fácil el desarrollo y aplicación de todas nuestras capacidades al servicio de los demás. Ésta será la mejor manera de corresponder al amor de Dios, uno y trino, según un misterio imposible de comprender desde nuestra limitada inteligencia, pero que para lo que verdaderamente nos atañe, puede reflejarse en nuestras vidas como pura y simple expresión de amor: "Nos creaste, Señor, para ti y nuestro corazón es inquieto hasta que descansa en ti". ¿Y qué hemos de hacer en correspondencia a tanto amor? "Ama y haz lo que quieras", responde San Agustín.

         No es de lugar el desarrollo de todas las cuestiones que con inconmovible fe, paciente dedicación y generosa humildad estudió, analizó y expuso el genial San Agustín. Para dejar mayor memoria de él tomamos como colofón de esta referencia nuestra el recordatorio de un pasaje de su Ciudad de Dios, que es a nuestro entender el mejor tratado que se ha escrito sobre el aprovechamiento de la gracia divina en las relaciones humanas.

         San Agustín veía a la armonía y prosperidad social como consecuencia del vivir en cristiano, mientras que las guerras y otras calamidades políticas de la ciudad terrena son para él (y por supuesto, para todos los buenos cristianos, "sencillos como palomas, prudentes como serpientes" (Mt 10, 16) el lógico resultado de preferir las adormideras del error a la verdad liberadora, lo que convierte a las personas en esclavas de mil fantasías, vicios y atropellos y dice: "También, a ojos de quien honra al verdadero Dios y le ofrece, en sacrificio de verdad, las costumbres puras, es útil que el Imperio de los buenos se prolongue y se extienda a lo lejos, y no tanto en su propio interés como en el de sus súbditos".

         Pues, para ellos, su piedad y honradez (que son grandes dones de Dios) bastan para hacerlos felices en esta vida y hacerles gustar luego la felicidad de la vida eterna. En nuestra tierra, pues, el reino de los buenos es tan ventajoso para ellos mismos como para las cosas humanas; el de los malos, por el contrario, les es más nocivo a ellos, puesto que, más libres de obrar criminalmente, acumulan las ruinas en su propio corazón, mientras que sus esclavos sólo sufren su iniquidad individual. Pues todo el mal que algunos hombres ven impuesto por señores injustos no es castigo merecido, sino prueba de valor.

         El hombre de bien, por otra parte, aunque se vea esclavizado, es libre; el malvado, por el contrario, aunque sea rey, es esclavo y esclavo no de uno solo, sino (lo que es peor) de tantos dueños como vicios tenga. De estos vicios dice la Escritura: "Vencido por uno de ellos, se es esclavo". Pero sigamos leyendo la Ciudad de Dios de San Agustín, porque en ella nos dice el romano-argelino que:

"Sin la justicia, pues, ¿qué son los reinos, sino inmensas cuevas de bandidos? Pues una banda reconoce a un jefe, se somete a una ley, parte el botín siguiendo una regla convenida. Si esta banda se incrementa con la entrada de más facineroso hasta tal punto que llega a hacerse dueña de un lugar, organizarse en sedes, ocupar ciudades, subyugar pueblos, entonces, con toda evidencia, toma el nombre de «reino», no porque haya renunciado a la rapiña, sino porque ha ganado la impunidad. Una respuesta justa e ingeniosa dio a Alejandro Magno un pirata a quien haan hecho prisionero. Al preguntarle el rey por qué tenía que causar estragos en el mar, le repuso con libre audacia: Y tú, ¿por qué tienes que causar estragos en el mundo? Porque sólo tengo un pequeño navío, me llaman pirata; tú, que tienes una gran flota, tomas el nombre de conquistador" (Ciudad de Dios, IV, 3-4).

         A estas alturas de la historia (s. XXI), como final del capítulo, nos atrevemos con una puntualización que creemos de elemental justicia: la paz social, que ha de ser garantizada por los poderes públicos y sus leyes nunca contrarias a la ley natural, es imprescindible circunstancia para el libre desarrollo de la personalidad de cada uno en persecución de esa sencilla fidelidad de la que disfrutan cuantos consideran la pertenencia a la Ciudad de Dios por encima de las servidumbres de este mundo.

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  Act: 17/04/23        @enseñanzas de la vida            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A