Pablo de Tarso, y su mundo de gentiles
Zamora,
8 enero 2024 No estaba entre los 12 que siguieron de cerca la vida y obra del Hijo de Dios; era un joven fariseo reconocido por las autoridades como ciudadano romano, que soñaba con un Israel señor de este mundo y odiaba lo poco que sabía del rabino nazareno que se había dejado crucificar ignominiosamente. En los Hechos de los Apóstoles se cuenta que guardó la ropa de los asesinos de Esteban, el 1º mártir cristiano, para luego brindarse a perseguir a todos los discípulos de Cristo, desde Jerusalén a Damasco. Se llamaba Saulo (o Saúl) en recuerdo del 1º rey de los judíos. Aunque soñaba con hacerse notar como perseguidor de los cristianos, otros eran los planes de Dios, tal como leemos en el NT:
Como ciudadano romano que era, Saulo adoptó el nombre latino de Paulus (Pablo) y, lleno del Espíritu Santo, se entregó incondicionalmente a la difusión de la Buena Nueva transmitiendo su fe en raudales de amor y de libertad desde Jerusalén hasta Roma pasando por los más importantes enclaves del inmenso Imperio Romano como punto de partida para el resto del mundo. Fue su doctrina calco fiel de lo dicho y hecho por Jesús de Nazaret, al cual, sin la mínima vacilación, reconoce y declara Hijo de Dios, sentado a la derecha del Padre e impartiendo su gracia para atraer hacia sí a todas las personas de buena voluntad. Previamente, en discurso a sus hermanos de sangre, había dicho:
Convencido de que Cristo vino a salvar a todo el mundo sin distinción de razas, clases ni colores, Pablo de Tarso se dirige tanto a judíos como a gentiles hasta el punto de ser reconocido por la historia como el apóstol de los gentiles, papel que ejerció con tanto valor, fe, libertad y amor que, por los resultados de su trayectoria vital, los cristianos y otras muchas personas de buena voluntad bien pueden considerarle el "primero después del único" en cuanto "el mundo no verá jamás otro hombre de la talla de San Pablo", según feliz expresión de San Jerónimo. * * * El paso por la tierra de Jesús de Nazaret, el Cristo o Mesías, aunque tuvo lugar en "un escondido rincón del mundo", fue un acontecimiento que no pudo ignorar la historia profana del s. I d.C (iniciada, precisamente, a raíz de ese acontecimiento). El acreditado historiador romano Tácito (nac. 55 d.C) nos dice que "hubo un Cristo condenado a muerte por Poncio Pilato, procurador de Judea en el reinado de Tiberio y que, muy pronto, sus seguidores, los cristianos, se extendieron por todo el Imperio". También Suetonio (nac. 69 d.C) habla de "los rebeldes seguidores de un tal Cristus", en su Vida de los Doce Césares. Otro romano de la época, Plinio el Joven (nac. 61 d.C), gobernador de Bitinia bajo Trajano, menciona a los cristianos (Cartas al Emperador, X, 96-97) y de ellos dice que "consideraban a Cristo su Dios, se dirigen a él con himnos y oraciones y resultan ser sus súbditos laboriosos". Luciano de Samosata (nac. 125 d.C), escritor satírico de la época, cita a "un sofista crucificado en Judea, empeñado en demostrar que todos los hombres son iguales y hermanos". Tampoco faltan testimonios de compatriotas judíos, como el de Flavio Josefo (nac. 38 d.C), panegirista de los emperadores Vespasiano y Tito que, con ironía o sin ella, y en la versión griega de su principal obra (Antigüedades Judías, XVIII, 63-64), nos dice que:
Por lo demás, sobre la excepcionalidad y realidad histórica de Jesús de Nazaret nos parece particularmente ilustrativo el testimonio de sus directos y coetáneos adversarios. En el Talmud se habla de su existencia y milagros, que no niega ni relativiza considerándolos fruto de la hechicería (Sanh, 107; Sota, 47b; Hag, II, 2). Acusándole de haber seducido a Israel (Sanh, 43a), viene a justificar el posicionamiento del Sanedrín ante Pilatos y subsiguiente crucifixión "dado que se presentaba como Hijo de Dios". Consecuentemente, por fuentes históricas ajenas al cristianismo, sabemos de Jesús mucho más que de la mayoría de los personajes de la antigüedad. Pero lo verdaderamente ilustrativo es el testimonio de cuantos lo conocieron y fueron testigos de su vida y resurrección, pudiendo decir: "Demostró ser Hijo de Dios, puesto que todo lo hizo bien". El hecho único de la resurrección de Cristo, que algunos de los llamados católicos se empeñan en reducir a "fenómeno de carácter espiritual", es parte esencial de la fe católica. Ya lo entendió así el apóstol Pablo, para quien "si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe". De ello se hizo eco el propio Benedicto XVI, para quien no había equívoco posible en la aceptación de una resurrección real en cuerpo y espíritu:
* * * Por mucho que, a lo largo de los últimos siglos, se ha buceado en la historia por parte de arqueólogos y otros investigadores, más o menos dispuestos a la plena objetividad, no se ha encontrado vestigio alguno de que no sea verdad lo substancial del relato del evangelio y de los más acreditados padres de la Iglesia. Y si no, hay está el tal Pablo de Tarso, para dar prueba de ello y para dejarnos el mejor y más bello himno al amor y a la libertad como tabla de salvación:
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