Razón, piedad, egolatría y politeísmo griego

Zamora, 16 enero 2023
Antonio Fernández, licenciado en Sociología

         Para la esfera cultural de Occidente, la historia escrita del pensamiento empieza con los griegos. En líneas generales, su forma de pensar estaba animada por la preocupación de deducir el significado de la vida humana desde el previo conocimiento de su entorno físico y espiritual.

         Se trataba de una actitud realista (de percepción y reflexión, sobre la propia reflexión), en la cual tenía escasa cabida el fantasioso individualismo (que tan cerca de nosotros han defendido los arquitectos de las ideas, con Hegel a la cabeza). Veamos la génesis de ese pensamiento helénico, a través de ese proceso que le llevó de su egolatría inicial al politeísmo medio y a su piadoso final.

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        Algunos de los filósofos presocráticos griegos ya se preocuparon por explicar en lógica natural cuanto existe, abogando por una especie de comunitarismo entre elementos y personas. En esa línea ha de interpretarse el legado de Tales de Mileto, para quien el principio creador era el agua, del que proceden desde el ínfimo animal hasta los propios dioses.

         Para Anaximandro, compatriota de Tales, el principio creador era el apeiron o lo infinitamente indeterminado, que adopta las diversas formas impuestas por la evolución, desde una elemental partícula hasta la propia inteligencia. En la misma línea, Anaxímenes, discípulo de Anaximandro, identifica a la materia prima con el aire (polvo cósmico, que podría decir Teilhard).

         Sin duda que esos primeros apuntes presocráticos, concebidos desde una óptica que no podía ir mucho más allá del limitado horizonte impuesto por la titubeante ciencia del momento, al menos invitaban a seguir estudiando el qué y el por qué de las cosas, aunque sólo fuera para llegar a la humilde conclusión de Sócrates: "Solo sé que no sé nada".

         Humilde conclusión que, al parecer, no convenció a Platón, el más inconformista de sus discípulos. El cual, dado que veía imposible adentrarse en el principio esencial de lo que podía ver y tocar, optó por imaginarlo con su célebre Teoría de las Ideas madres de las cosas (no de distinta manera a Pitágoras, para el cual eran los números la causa primera y la raíz de cuanto existe).

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         Tuvo que venir Aristóteles, con su aporte de genial realismo, para convencernos de que no podemos dudar sobre la indiscutible existencia de todo lo que afecta a nuestros sentidos, para seguidamente discurrir sobre su causa (en un irrenunciable afán por aprender a diferenciar lo conveniente de lo inconveniente, hasta aproximarnos lo más posible al conocimiento de la causa primera). Camino duro y difícil con muchos baches probablemente insalvables pero, no por ello, con la suficiente entidad para obligarnos a renunciar a una búsqueda que los fuertes han de mantener toda su vida.

         Para Aristóteles, la reflexión era la facultad del "ser que reflexiona" o ser que, sin dejar de ser él mismo, posee la virtud de sobrepasar el estricto ámbito del propio ser para reflejar en sí mismo lo otro. Un fenómeno que, en idea de Aristóteles, "es una forma de incluir en sí mismo todas las cosas". Puesto que tal inclusión es de carácter absolutamente inmaterial, las cosas nada pierden de su propio ser en el acto de ser vistas o consideradas.

         Contrariamente a lo que sostienen hoy algunos materialistas, el conocimiento o "inclusión en sí mismo de todas las cosas" no era para los aristotélicos (o peripatéticos, por su método de aprender dando paseos) del carácter de la imagen proyectada por un espejo, que presiona la conciencia del ser que reflexiona. Pues este ser reflexivo, en razón de tal reflexión, posee la facultad de obrar de una u otra forma sobre las cosas, o de no obrar en absoluto si así lo ha recomendado su acto reflexivo, o si las propias cosas resultan inasequibles a la capacidad de acción del sujeto. Ello se explica porque, tras incluir en sí mismo todo aquello que se presenta a su consideración, el hombre "ejercita la capacidad de optar por una de entre varias alternativas".

         Al margen de no pocas pedanterías y errores, en los que muy fácilmente incurren los actuales intelectuales de profesión, a estos primeros representantes de la cultura mediterránea (los griegos) les cabe el mérito de abrir brecha en lo que fue una fértil reflexión, en que toma carta de naturaleza una más certera aproximación a la realidad.

         Tanto mejor si ello nos viene desde un paciente y desapasionado estudio de las cosas, de los hombres y de cuanto ocurre en ellos y entre ellos. Como acabamos de apuntar, tal fue el caso del maestro Aristóteles, empeñado en conciliar experiencia y razón, comprometida ésta en la aproximación a la realidad desde un natural principio de intuición.

         Bien vale la pena recordar que, con su Liceo, Aristóteles se esforzó por salir del atasco en que se debatía la Academia de su antiguo maestro Platón. Frente a la cantada autonomía de las ideas, Aristóteles responderá que "no se puede pensar sin comer", alegando así la libertad del hombre frente al gregarismo de su maestro.

         Simultaneó Aristóteles la reflexión sobre las serias preocupaciones de los hombres con el estudio de las ciencias naturales. Es así y a pesar de la palmaria ausencia de unos medios imposibles en la época, cómo apuntó la cuasi certeza de la evolución animal, la estrecha relación entre el alma y el cuerpo, y la necesidad de una 1ª fuente de energía, capaz de animar el proceso de humanización de la realidad.

         Por otra parte y como no era para menos desde la pagana visión del hombre, Aristóteles consideró a la esclavitud como una imposición de la infraestructura económica y, en razón de ello, llegó a decir que algunos hombres eran naturalmente esclavos:

"Si la naturaleza gusta de facilitar sus frutos a partir de un duro y continuo trabajo, o si las necesidades ordinarias requieren una especie de mecánica dedicación, las correspondientes tareas no pueden ser desarrolladas más que por aquellas personas en que predomina el afán de supervivencia sobre el afán de reflexión. Tal situación es inevitable hasta tanto las lanzaderas y otras herramientas se muevan por sí solas".

         Legó Aristóteles a su entorno mediterráneo su preocupación por casar hombre y naturaleza, por hacer depender al pensamiento de lo que entra por los sentidos, por apuntar a una realidad en la que "todos dependen de todo", por identificar lo sabio con el mayor conocimiento posible de la realidad (desde lo natural hasta lo político, pasando por lo fisiológico y técnico).

         Es Aristóteles un personaje comprometido con el estudio de las cosas, las cuales, mediante la capacidad reflexiva del ser humano, pueden convertirse en ideas; nunca al revés, como fuera el caso de Parménides o Platón. Por lo demás, dedica especial simpatía a cuanto pueda facilitar la armonía entre los hombres, y de éstos con todo el universo espiritual y material.

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         En paralelo con ese afán por encontrar sentido trascendente a todo lo natural y humano, se desarrollan los afanes imperialistas de Alejandro Magno (díscolo discípulo de Aristóteles) y de los diádocos (sus sucesores militares), con la trágica secuela de ruinas, atropellos y muertes.

         Es el momento en que los más reflexivos de los hombres tratan de encontrar el sentido de la propia vida dentro de sí mismos, y de preocuparse por lo que se llamará ciencia del comportamiento (o ética), en cuya definición se daban entonces encontrados posicionamientos: el de los epicúreos (de Epicuro de Samos) y el de los estoicos (de Zenón de Citio, que reunía a sus discípulos en la stoa o pórtico ateniense).

         Los epicúreos, desde una concepción del mundo ramplonamente materialista, basaban la realización personal en perseguir el placer de los sentidos; sus obligaciones sociales se reducían al buen parecer, según el patrón que marcó el propio Epicuro, personaje cultivado, de suave trato y amigo de sus amigos.

         Incondicional epicúreo fue también Lucrecio Caro, el más celebrado panegirista del buen vivir de la dorada época greco-romana de Augusto, Virgilio, Horacio y Mecenas, como principales mentores. Es su religión estrictamente formal, y las divinidades opulentos rentistas que viven para sí sin la mínima preocupación por lo que ocurre en el mundo de los humanos (en donde el más sabio es aquel que "acierta a vivir como un dios").

         Para los estoicos, en cambio, que cultivan una serena religiosidad y el dominio de las pasiones, el auténtico saber no es, ni más ni menos, que la ciencia de las cosas divinas y humanas. En sus creencias van más allá de la cosmogonía oficial y adoran a un Dios "por el cual tiene el todo su existencia viva. Un Dios santo, inabarcable, jamás nacido, jamás muerto".

         El moderno evolucionismo encuentra en la stoa estoica un precedente: son las llamadas rationes seminales, ínfimas porciones de materia, que están en el principio y origen de todas las cosas para confluir en el todo, puesto que "Dios crece hasta consumar de nuevo en sí todas las cosas".

         Según ello, el hombre sería de "linaje divino" y estaría comprometido en la inacabada obra del Creador. Esta perspectiva de la stoa es celebrada por el propio San Pablo: "Porque así han dicho algunos de vuestros poetas, que somos de su linaje" (Hch 17, 28). Es más, no tiene reparo en identificar al Dios eterno de los cristianos con el Dios desconocido al que habían erigido los griegos un altar cercano al Areópago de Atenas.

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         El precedente apunte nos invita a pensar que, en el ámbito de su conciencia, no todos los griegos de la época clásica eran ególatras ni politeístas, lo que viene a decirnos que aceptaban la existencia de una espiritualidad como expresión de una realidad inmaterial perceptible, aunque inexplicable.

         Sin duda que ello fue así, mientras que una probable mayoría se decidió por acallar una conciencia que les empujaba a vivir sin dejarse esclavizar por las más primarias apetencias y, dado que la propia naturaleza les invitaba a no confiarse plenamente a sus propias fuerzas, optaban por aceptar la "posible existencia" de seres semejantes a ellos mismos, aunque un tanto divinizados para así poder contar con ayuda en función de tal o cual problema a resolver en los asuntos ordinarios de día tras día.

         Consecuentemente, rasgo característico de los dioses del politeísmo era su accesibilidad al hombre y su disposición para ejercer relación de protección y patronazgo sobre los diferentes aspectos de la vida mundana fuese en la guerra, el comercio, el amor, la familia... Así, existen dioses del día y de la noche, del cielo, del mar y de la tierra, de las diferentes etapas de la vida y de sus diferentes acciones hasta llegar en algunos casos a los "dioses especiales", a "dioses del instante" para cada función de una actividad determinada.

         Esto llevó a los romanos al "deseo frenético de tener muchos dioses" (que les reprocha San Agustín) y a concebir tantos dioses como fases comporta el trabajo de la agricultura, desde la preparación de la tierra a la recolección de la cosecha. Todo ello en el ámbito de las apetencias materialistas.

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         Frente al relativismo religioso del mundo pagano griego en la época de Roma, la historia nos brinda el ejemplo de varios greco-judíos cuya vida y producción intelectual habrían sido muy distintas de no haber existido la Biblioteca de Alejandría, y el subsiguiente vuelco cultural que significó para los judíos de la diáspora la Biblia de los Setenta (como versión griega de los originales hebreos). Desconocedores del idioma de sus padres, los judíos de Alejandría podían ir a las fuentes de la doctrina a través del griego, que ya era su lengua habitual. 

         Aristóbulo era uno de esos judíos helenizados, que se esforzó en demostrar la superioridad de las Sagradas Escrituras sobre todo lo escrito por los filósofos griegos, hasta el punto de sugerir que Platón no habría logrado ser el que fue de no haber tenido previo conocimiento de los libros de Moisés y de los profetas hebreos (lo que, entre otras cosas, le habría inspirado la figura de su famoso Demiurgo creador). La obra de Aristóbulo y sus semejantes fue un capítulo más del acercamiento de dos culturas (la monoteísta judía y la politeísta helénica) en otro tiempo diametralmente opuestas.

         En ese mundo, dominado por una innovadora especie de sincretismo o simbiosis cultural, nació y desarrolló su vida y proyección intelectual Filón de Alejandría. Filón cree y defiende la existencia de un único Dios, "incorpóreo e increado, e inaprensible para la inteligencia humana".

         Entre el Dios único y los hombres apunta Filón la "existencia personalizada del Logos", expresión de la actividad creadora del Dios Uno, tal como lo es la sabiduría o palabra de Dios, tan presente en el AT. Lo del Logos es un término que ya había utilizado Heráclito para referirse a "las fuerzas secretas de la naturaleza", lo mismo que para los pitagóricos fue "el número de los números" o para los estoicos "la ley eterna", o la "fuerza creadora" que Platón personalizó en su Demiurgo.

         Para Filón, el Logos es el intermediario entre Dios y los hombres. Lo acepta como el más antiguo de los seres, distinto de Dios pero muy próximo a él, algo así como su hijo primogénito o su fiel imagen con capacidad creadora. Ello no quiere decir que, para Filón, el Logos sea Dios, puesto que lo considera inferior a él. Pero sí es la principal derivación de Dios, tal como si se hallara en la frontera que separa lo increado de lo creado. No es autosuficiente como Dios, ni engendrado como los hombres, sino intermedio entre los dos extremos. Es superior a todas las criaturas, en cuya creación, actividad y desarrollo interviene.

         Entre las criaturas, además de los astros, los seres humanos, los animales y las plantas, coloca Filón a los ángeles y también al Logos (superior a todo lo demás), como rector del mundo de las ideas platónicas. Un mundo que, en honor a la verdad, Filón no logra diferenciar del cabalístico mundo de los números, situado por Pitágoras en la esencia de la realidad. Ambos supuestos mundos, recordémoslo, carecen de una aceptable demostración, y por lo tanto pueden ser situados en el archivo de lo que bien podemos llamar ideal-materialismo.

         Filón vivió empeñado en reformar la filosofía griega tradicional, adaptándola a las exigencias de la Palabra de Dios. De forma que la fe judía pudiera ser aceptada por los más fieles discípulos de Platón o Aristóteles. Como dijo de él Danielou, "su ambición es, precisamente, unir la religión de Israel a la cultura griega, en el marco de la ciudadanía romana. Equivalía a intentar en favor del judaísmo lo que el cristianismo realizaría cuatro siglos más tarde".

         Filón inicia y desarrolla su camino de reflexión desde la creencia en un Dios único y omnipotente, con derivaciones hacia todos los campos de la vida y del conocimiento. Es la suya una concepción teocéntrica, desde Dios (principio de todas las cosas) hacia el hombre (como intérprete y administrador de lo terreno), una línea de conocimiento desde arriba hacia abajo, en la línea de un monoteísmo sin fisuras.

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         Crear y expandir toda una civilización monoteísta en un mundo plagado de ídolos, quimeras y monstruos, fue una empresa llevada a cabo por las escuelas y los pensadores cristianos. En tal caso encontramos a filósofos cristianos del s. I y II, como Justino, Clemente de Alejandría y Orígenes.

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