Un nuevo mundo, con una nueva impronta: lo hispánico

Zamora, 3 julio 2023
Antonio Fernández, licenciado en Sociología

         Es fácil hacer rerica con una romántica versión de la conquista y colonización de América. Pero la verdad es que tras la rendición de Granada, y mostrados ya el poder de la cruz y que el mundo era redondo, el afán misionero empujó a los Reyes Católicos a la supuesta empresa de evangelizar Cipango (o China, hoy en día), siguiendo el camino más corto (es decir, la línea recta hasta donde se pone el sol). Pero no fue China, sino un nuevo mundo, el que Fernando e Isabel ayudaron a descubrir y evangelizar.

         Sánchez de Albornoz creía que esto último fue natural consecuencia de lo primero. Apunta "como verdad indestructible, que la Reconquista fue la clave de la historia de España" y que "lo fue también de nuestras gestas hispanoamericanas". Como él mismo insiste, "repito lo que he dicho muchas veces: si los musulmanes no hubieran puesto el pie en España, nosotros no habríamos realizado el milagro de América".

         Lo concibieran así o no los Reyes Católicos, lo cierto es que la realidad siguió su propio camino: Colón planteó un proyecto de descubrir nuevas rutas comerciales y algunos de los capitalistas de turno (se dice que Génova y Portugal) no vieron clara su rentabilidad; acudió entonces a los Reyes Católicos y éstos le dieron un voto de confianza, empeñando ella sus joyas en gesto de generosos desprendimiento.

         El hecho es que Colón descubrió un inmenso y nuevo mundo del que extraer riquezas y al que llevar cultura; también convertir al cristianismo, eso es fácil creer; pero, tal vez, no fue ésa la principal motivación, si no de todos al menos de una gran parte de los comprometidos en la gran aventura.

         Vino luego lo que en realidad ha sido la conquista y colonización de la América hispánica: un trasplante de las luces y sombras de lo que era la España de entonces seguido de episodios de altruismo, ambición, aventura o simple forma de romper la rutina en una forma de vivir no muy apetecible usando los medios al alcance de los diversos protagonistas: la espada, la cruz, la pluma, el arte de administrar, el de amasar fortuna, etc.

         ¿Resultado? Lo que hoy vemos: un campo de acción con el uso de similares medios pero en muy distintas circunstancias: los de allí son nuestros iguales (lo eran ya, pero no lo saan o no lo querían reconocer muchos de nuestros compatriotas de entonces), a los que, sin duda, debemos mucho y con los que podemos seguir haciendo una historia, que no tiene por qué ser un calco de la que hasta ahora ha sido. Hablamos el mismo idioma y, lo que es más importante, en nuestra común cultura la religión católica ocupa un lugar muy destacado.

         En lo siglos pasados, obvio es reconocerlo, muy pocas veces se han resuelto los problemas de relación a beneficio de ambas partes. Por supuesto que, entre hermanos, no es buena cosa un exhaustivo balance que, sin duda, reabriría heridas que están mejor cerradas. Por eso el breve repaso que estamos obligados a hacer procurará resaltar lo bueno y pasar de puntillas sobre todo lo que pudiera ser motivo de rencor para cualquiera de las partes.

         ¿Qué es lo mejor? Desde nuestra óptica, las semillas de buen entendimiento que, con la luz del evangelio por delante, se han hecho desde aquí allá y desde allí acá con difusión desde norte a sur y desde este a oeste, tal como los granos de mostaza que se han convertido en árboles que han crecido y pueden seguir creciendo a lo largo de los siglos.

         Sin duda que entre los conquistadores y portadores de lo que llamamos colonizacn, podemos encontrar aln sembrador de esas semillas de buen entendimiento; pero renunciamos a ello en cuanto que la colonizacn en cualquiera de sus formas, incluida la culturización laica, implica cierta violencia a las personas y a su ancestral patrimonio de ideas y creencias y sí que prestaremos atención a la labor de hermanamiento llevada a cabo por personajes como Martín de Valencia, Zumárraga, Motolinia, Montesinos, Toribio de Mogrovejo, Francisco Solano, Pedro Claver... sen nos lo recuerda el padre José María Iraburu y reconoce el inolvidable Juan Pablo II:

"La expresión y los mejores frutos de la identidad cristiana de América son sus santos. Es necesario que sus ejemplos de entrega sin límites a la causa del evangelio sean no sólo preservados del olvido, sino s conocidos y difundidos entre los fieles del continente" (Ecclesia in America, 15, 22-1999).

         Según las apreciaciones de fray Toribio de Benavente, uno de los llamados "doce apóstoles de México", el mundo, que se encontraron los conquistadores españoles:

"Era un traslado del infierno; ver los moradores de ella de noche dar voces, unos llamando al demonio, otros borrachos, otros cantando y bailando; tañían atabales, bocina, cornetas y caracoles grandes, en especial en las fiestas de sus demonios. Las beoderas borracheras que hacían muy ordinarias, es increíble el vino que en ellas gastaban, y lo que cada uno en el cuerpo metía... Era cosa de grandísima lástima ver los hombres criados a la imagen de Dios vueltos peores que brutos animales; y lo que peor era, que no quedaban en aquel solo pecado, mas cometían otros muchos, y se herían y descalabraban unos a otros, y acontecía matarse, aunque fuesen muy amigos y muy propincuos parientes".

         Claro que no todos los pueblos del mundo recién descubierto vivían en el mismo nivel de degeneración; así lo explica Cieza de León:

"Algunas personas dicen de los indios grandes males, comparándolos con las bestias, diciendo que sus costumbres y manera de vivir son s de brutos que de hombres, y que son tan malos que no solamente usan el pecado nefando, mas que se comen unos a otros, y puesto que en esta mi historia yo haya escrito algo desto y de algunas otras fealdades y abusos dellos, quiero que se sepa que no es mi intención decir que esto se entienda por todos; antes es de saber que si en una provincia comen carne humana y sacrifican sangre de hombres, en otras muchas aborrecen este pecado. Y si, por el consiguiente, en otra el pecado de contra natura, en muchas lo tienen por gran fealdad y no lo acostumbran, antes lo aborrecen; y a son las costumbres dellos. Por manera que será cosa injusta condenarlos en general. Y aun de estos males que éstos haan, parece que los descarga la falta que tenían de la lumbre de nuestra santa fe, por la cual ignoraban el mal que cometían, como otras muchas naciones".

         Y la semilla fructifica de tal forma que en lo que fue el antiguo Imperio Azteca durante no más de 15 años, s de 4 millones de almas fueron bautizadas. No menor difusión logra el cristianismo en el antiguo Imperio Inca, como recuerda Diego de Ocaña en el año 1600:

"Es mucho de ver que, donde ahora hace 60 años no se conocía el verdadero Dios, ahora estén las cosas de la fe católica tan adelante. Son años en que en la ciudad de Lima, añade el padre Idalburo, conviven cinco grandes santos: el arzobispo Santo Toribio de Mogrovejo, el franciscano San Francisco Solano, la terciaria dominica Santa Rosa de Lima, el hermano dominico San Martín de Porres y el hermano dominico San Juan Maas".

         En expeditiva praxis cristiana, rompiendo las artificiales barreras del color de la piel, se llega a formar un pueblo nuevo con la religión, el carácter y el idioma español como bases firmes para abordar un común futuro. Meditando sobre esta realidad, que ve muy acusada en el Perú, Salvador de Madariaga señala:

"El Perú es en su vera esencia mestizo. Sin lo español, no es Perú. Sin lo indio, no es Perú. Quien quita del Perú lo español mata al Perú. Quien quita al Perú lo indio mata al Perú. Ni el uno ni el otro quiere de verdad ser peruano. El Perú tiene que ser indo-español, o hispano-inca".

         El venezolano Arturo Uslar Pietro suscribe esa misma apreciación cuando dice:

"Los descubridores y colonizadores fueron precisamente nuestros s influyentes antepasados culturales y no podemos, sin grave daño a la verdad, considerarlos como gente extra a nuestro ser actual. Los conquistados y colonizados también forman parte de nosotros, y su influencia cultural sigue presente y activa en infinitas formas en nuestra persona. La verdad es que todo ese pasado nos pertenece, de todo él, sin exclusión posible, venimos, y que tan sólo por una especie de mutilación ontológica podemos hablar como de cosa ajena de los españoles, los indios y los africanos que formaron la cultura a la que pertenecemos".

         Para Sánchez de Albornoz, ello ha sido como continuar la historia desde muchos siglos atrás en una misma onda:

"Desde el siglo VIII en adelante, la historia de la cristiandad hispana es, en efecto, la historia de la lenta y continua restauración de la España europea; del avance perpetuo de un reino misculo, que desde las enhiestas serranías y los escobios pavorosos de Asturias fue creciendo, creciendo, hasta llegar al mar azul y luminoso del Sur. A través de 8 siglos y dentro de la ltiple variedad de cada uno, como luego en América, toda la historia de la monarquía castellana es también un tejido de conquistas, de fundaciones de ciudades, de reorganización de las nuevas provincias ganadas al Islam, de expansión de la Iglesia por los nuevos dominios: el trasplante de una raza, de una lengua, de una fe y de una civilización".

         ¿En qué otra parte del mundo encontramos ese mismo fenómeno que, sin complejos, habremos de reconocer como la más generosa y eficaz manera de abrirse al mundo? ¿Podrá ello ser el hilo conductor hacia nuevas, más libres y más beneficiosas realidades políticas? ¿No era ello continuada secuencia de muchos siglos de peculiar historia?

         Nadie duda que, de 1492 a 1598 (año de la muerte de Felipe II), al hilo de otros afanes excesivamente pegados a la tierra, la católica España resultó capaz de evangelizar medio mundo. Fernando e Isabel, Carlos I y Felipe II, tres reinados en poco más de un siglo, tiempo suficiente para dar a España una preponderancia difícilmente igualada por la historia de los últimos 400 años.

         Por lo mismo, nadie podrá afirmar que tal circunstancia hisrica hizo a los españoles de entonces más buenos o más felices que el resto de los mortales aunque, eso sí, les otorgó mayores responsabilidades. Es en la valoración del ejercicio de esas responsabilidades en donde caben no pocas reticencias desde la moral cristiana.

         Si del poder de opresión sobre otros pueblos hacemos un motivo de orgullo, bueno será el recordar que no es el triunfo en las trifulcas y batallas, ni son las riquezas o los volubles vientos de la fortuna lo que nos hace más personas (nos ayuda a perseguir con éxito nuestro poder ser).

         A la luz de la borreguil sumisión de los pueblos conquistados y de la fanfarronería de los ejércitos victoriosos, brilló la efímera luz de Alejandro, sar, Napoleón, Hitler o Stalin, personajes a los que me atrevo a situar al mismo rasero: ninguno de ellos hizo lo que hizo por generosa conciencia; todos ellos prefirieron deleitarse en la contemplación del propio ombligo en lugar de canalizar hacia el bien de los demás su poder y saber hacer.

         En parecidas situaciones, las mesnadas o ejércitos de Cortés y de Carlos I obraron de muy distinta manera. Sin duda que incurrieron en errores y cometerían atropellos, pero justo es diferenciarlos de los caudillos sañudos y ambiciosos. Bástenos recordar las actitudes con las que coronaron sus respectivas carreras: el 1º no reservándose para sí lo conquistado (como el Cid), y elpostergando los oropeles de la gloria mundana (el "mundanal ruido") para buscar la paz con Dios y consigo mismo. Son actitudes que imprimen carácter, claro que sí y que, de alguna forma, proyectan ejemplaridad hacia la suya y subsiguientes generaciones.

         Si por excelsitud de un Imperio se toma el grado de dominio guerrero sobre los otros pueblos, ni de excelso ni de duradero puede ser calificado el Imperio español. 8 siglos en recobrar su identidad, 100 años y no más influyendo España en los destino del mundo por la acción de las armas para, a continuación, emplear todas sus energías en defenderse de los demás. Quevedo ilustra magistralmente ese drama con el siguiente soneto:

"Un godo, que una cueva en la montaña guardó, pudo cobrar las dos Castillas,
del Betis y Genil las dos orillas,
los herederos de tan grande hazaña. A Navarra te dio justicia y maña,
y un casamiento, en Aran, las sillas con que a Sicilia y Nápoles humillas,
y a quien Milán espndida acompaña. Muerte infeliz en Portugal arbola
tus castillos, pues Colón pa los godos al ignorado cerco de esta bola.
Y es s fácil, oh España que, en muchos modos, lo que a todos les quitaste sola,
te puedan a ti sola quitar todos".

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