El camino hacia una democracia personalizante

Zamora, 12 diciembre 2022
Antonio Fernández, licenciado en Sociología

         Una mayor utilidad social de personas o asociaciones (empresas de cualquier estilo) depende del medio en que se desenvuelven, es decir, de su circunstancia.

         Ello coloca en primer plano a la política, imprescindible marco para el desarrollo de cualquier actividad humana. En la reflexión política resulta obligado aceptar a la democracia como el sistema fuera del cual no parece viable una homologación con Occidente. Ciertamente, con todos sus defectos, la democracia es el menos malo de todos los sistemas políticos posibles. Y por supuesto que hay muy distintas formas de democracia, desde la puramente formal a la progresivamente responsabilizante.

         Parece claro que uno de los enemigos de la democracia es el exceso de corporativismo o tendencia a diluir en el grupo la responsabilidad de la persona. Este fenómeno del corporativismo generalizado apela, normalmente, a lo que se ha llamado "conciencia colectiva", la cual resulta de la suma o síntesis de lo más noble de las conciencias individuales. Así, la conciencia colectiva (o mejor, opinión pública) es, a lo sumo, un criterio mayoritario ocasional, no necesariamente reflexivo pero sí que abiertamente influenciable por la pertinente acción de los publicistas de turno.

         Con evidente ligereza, se suele considerar a la opinión pública irrevocable manifestación de esa supuesta "conciencia colectiva". Pues bien, demostrado está que la "manifiesta opinión" de las personas está influenciada no menos por lo "que piensa que piensan los demás" que por su íntimo criterio. Este evidenciado fenómeno lleva a los analistas a concluir que, en múltiples ocasiones, la "opinión privada " de cada integrante de un grupo social choca frontalmente con la manifiesta "opinión pública" del mismo grupo.

         La precedente observación es un simple apunte para situar nuestra reflexión política en su justa dimensión, en la intención de formular algunas reservas sobre tópicos y dogmatismos democráticos al uso.

         No es cierto que el voto de la mayoría justifique lo de romper moldes que han hecho positiva historia ni, tampoco, el ejercicio de un voluntarismo desaforado. En democracia, los elegidos lo son para ejercer determinada responsabilidad de administración y gracias, simplemente, a que, en determinado momento, suficientes electores (en muchísimas ocasiones, sin profundizar en las causas) los han preferido a otros.

         ¿Razonaron tal preferencia desde un frío y desapasionado análisis o, desde la perezosa tendencia al mimetismo, se dejaron llevar por una corriente nacida de un subterráneo interés respecto al cual el propio votante no tenía (ni, probablemente, tenga nunca) la menor idea?

         El elegido lo es, fundamentalmente, para servir a los ciudadanos, le hayan elegido o no. El elector, uno más entre la totalidad de ciudadanos, no siempre acierta, lo que debe obligar a los elegidos a ejercicios de humildad, a reflexionar sobre su propia reflexión, a preocuparse del bien general sobre cualquier otra conveniencia. Obviamente, cuando pensamos en democracia nos referimos a una "democracia de hecho" (que descarta las oligarquías, las democracias populistas, las del partido único, las fundamentalistas...).

         Deseable consecuencia de una "menos mala democracia" es el control del grupo dominante, corruptible en función del poder que ejerce, por parte de la mayoría de los ciudadanos, a los que el número, en cierta forma, inmuniza de la corrupción. Como habría dicho Aristóteles, "una reserva de agua, cuanto más abundante es, mejor conserva su pureza original". De ello se alimenta una más humana economía, el progreso material, la seguridad, la protección de los más débiles, la equidad en sanciones y prebendas, etc.

         La eventualidad de un correcto ejercicio del poder, positivo fruto de algunas democracias, parece la mejor vacuna contra la tiranía, el peor de los males sociales y del que, desgraciadamente, no están libres muchas democracias formales. A este respecto, tenemos ejemplos muy cercanos, y el no tan lejano caso de la República de Weimar, la cual derivó democráticamente en el fatídico III Reich de Hitler.

         El preventivo control por parte de la mayoría de ciudadanos está perennemente amenazado tanto por las técnicas de sugestión de masas, que tan diestramente manejan algunos políticos, como por los rutinarios hábitos de la "ciudad alegre y confiada".

         En el trasfondo de esa falta de control y consecuente atrofia del progreso, en todos los órdenes, caben no pocas responsabilidades, empezando por la responsabilidad de los 3 poderes, cada uno de ellos complementarios y reguladores de los otros dos. Sus respectivas prerrogativas e independencia, reales y no simplemente nominales, pueden y deben traducirse en eficacia y cauce para la progresiva responsabilización del resto de ciudadanos.

         En particular, la responsabilización del poder ejecutivo, en deseable dependencia del poder parlamentario o legislativo y con beligerante respeto a las leyes, cuya salvaguarda descansa en el poder judicial, debe centrarse en la administración de las cosas y el respeto a las personas, cuya libertad, dentro de los límites de la ley, es el más positivo valor de la sociedad.

         Son muchas las tentaciones que, hacia la extralimitación, sufre un poder ejecutivo nacido de un corporativismo tan eficazmente servido por las listas cerradas. Claro que, para la tal corporación, las listas cerradas ofrecen la ventaja de eternizar posicionamientos y cerrar el camino a nuevos valores.

         Por virtud de la matemática de las listas cerradas, y de la coincidencia en el ejercicio de las respectivas funciones, el poder ejecutivo controla al Parlamento y no al revés. Las listas abiertas dan prioridad a las capacidades y no al aparato, y la coincidencia en el ejercicio de las respectivas funciones favorece la continuidad, al margen de la eficacia o de la confianza otorgada por esa discutible mecánica impartida desde arriba (es decir, desde el posicionamiento de un poderoso elector, presuntamente elegible).

         Sugerimos que el plazo para el ejercicio del poder ejecutivo sea menor que el otorgado por la Constitución al poder parlamentario; nunca igual o superior. Sin duda que tal eventualidad implica un sistema de elección o selección distinto al habitual en las democracias europeas (un tanto anquilosadas por la rutina o el mimetismo). Y también implica una harto problemática renuncia a los privilegios de que gozan los políticos poderosos en el actual sistema.

         A pesar de todas las previsibles dificultades, en aras del desarrollo de la libertad responsabilizante, debería abrirse un continuado cauce de reflexión que tradujera en efectiva esa insuperable teoría de los 3 poderes los cuales, para ser realmente independientes entre sí y complementarios unos de otros, deberían emanar de la voluntad popular por caminos distintos y, ya en el ejercicio de sus respectivas responsabilidades, contar con un inequívoco marco constitucional capaz de neutralizar cualquier exceso de atribuciones.

         Todo ello dentro de un escrupuloso respeto a la historia y a la geografía. Es decir, a la idiosincrasia de cada país. Pero ¿qué es lo que con ello queremos decir con ello? Que tenemos reservas sobre la viabilidad de una democracia de estilo anglosajón en países que, digamos, acaban de salir de una dictadura; que lo que es bueno aquí, puede ser nefasto allá.

         En resumen, ¡cuidado con una forzada homologación! Y mucho respeto a las "voluntades condicionadas por la tradición", como diría el gran teórico de la democracia (Montesquieu), quien dejó escrito algo más que eso de los 3 poderes. En efecto, para él un sistema político conveniente era "aquel que mejor corresponda a la geografía y a la historia del país que ha de adoptarlo, y respete las reglas del juego que marca el equilibrio de los tres poderes".

         En una democracia débil, el líder del partido en el gobierno, si logra apoyarse en una holgada mayoría, adquiere automáticamente facultades para nombrar a todos los integrantes de la pirámide ejecutiva. Y no encuentra serias dificultades para imponer su voluntad en el nombramiento de altos jueces, primeros mandos militares, titulares de las instituciones democráticas o árbitros de los medios de información. Y también tiene derecho de propuesta o veto en su partido para la confección de todo tipo de listas electorales (generales, autonómicas, municipales...).

         Las particulares circunstancias de nuestra democracia (piramidal, plebiscitaria y de listas cerradas) permite al líder (el que adquiere la mayoría de votos) marcar los cauces dogmáticos de la economía, situar a todos sus amigos en las esferas de poder, manipular los medios de información para alterar lo valores en uso en función de sus obsesiones (prejuicios o confluencias ideológicas), convertir a las cámaras de representación popular en caja de resonancia de sus decisiones, y frenar (o desviar) el curso de la justicia en beneficio de sus amigos.

         De hecho, en el ejercicio de su poder, el jefe de gobierno disfruta de todas las prerrogativas de un caudillo autócrata, sin otro requisito previo que el de mantener la connivencia de un suficiente número de diputados.

         En estas circunstancias, desde la jefatura del poder se manejan (o se pueden manejar) todos los controles de la vida pública. Los diputados de su partido son pupilos suyos en cuanto que, gracias al poderoso dedo del jefe, lograron un ventajoso puesto en las listas. Si la mayoría es absoluta no habrá ninguna eficaz objeción a determinada iniciativa o capricho. Y no varía substancialmente la cuestión en el hipotético caso en que el jefe de gobierno lo sea por acuerdo entre dos o más partidos.

         En el actual estado de cosas, y puesto que algunos jefes de partido se mueven en la rueda de conveniencias, éstos respaldarán cualquier decisión del jefe supremo el cual marcará la pauta al Parlamento, justo lo contrario de lo que propugnó Montesquieu y todos los defensores de "una democracia no hipotecada por la inercia de los intereses partidistas", que suelen ser los intereses o debilidades de los líderes.

         Si sucede, además, que los altos organismos judiciales cubren sus vacantes a propuesta del Parlamento, caja de resonancia de la voluntad del jefe, entre los jueces y los interesados en serlo se crea un camino de ejercicio profesional y de promoción muy difícilmente sintonizable con el bien común.

         El jefe de esta democracia se ha convertido así en un caudillo provisional, puesto que su permanencia en el poder depende de la suma de votos en la próxima con frontación electoral. Por ello, entre nosotros, el único remedio al caudillaje nace de las urnas, cuyo bueno o malo resultado depende de la pertinente cultura democrática.

         El acierto dependerá, pues, de asumir el proyecto de forjar una democracia fuente y garantía de fecundas libertades. Nuestro granito de arena en ese sentido es la propuesta de que nuestra cultura política se alimente de lo mejor de nuestra herencia espiritual pero sin inquisitoriales imposiciones ni espurias homologaciones. Tal como hemos recordado en las precedentes lecciones, contamos con maestros y místicos que pueden ilustrarnos en el ejercicio de nuestras responsabilidades políticas (nuestro voto es poder soberano en cualquier convocatoria electoral).

         Mucho tendremos los ciudadanos que avanzar en ese terreno, puesto que hoy por hoy lo determinante de nuestra política es la opinión pública, extremadamente voluble y sensible a incidentes que nada tienen que ver con la buena o mala gestión de los gobernantes (en activo o potenciales), sin desdeñar la evidente sacralización de determinadas ideologías.

         En el proyecto de que hablamos resulta imprescindible desacralizar a las grandes ideologías en uso. Ello que quiere decir que es inaceptable el que un partido, sea de derechas, de centro o de izquierdas, pretenda estar en posesión de la verdad por lo que la afiliación a él, en ningún caso, puede representar algo así como estar dentro de una iglesia en la cual se habría de practicar una inconmovible moral con inelianables obligaciones a todo lo que disponga el líder (convertido en pontífice o profeta), o a una idea-fuerza que pretende merecer el acatamiento incondicionado de todos los fieles, convertidos en adoradores de un ídolo con pies de barro.

         Largo será el camino hasta una participación política medianamente responsable de todos y cada uno de los ciudadanos, y difícil será llegar a comprender que el papel de la política ("arte arquitectónico de la sociedad", como diría Aristóteles) no es otro que el de administrar el patrimonio nacional y velar por las libertades de sus ciudadanos.

         Hemos de tener claro también que, para un ciudadano consciente de sus derechos y obligaciones, no cabe otra alternativa política que la de servir a la democracia, la cual, con todas sus limitaciones y defectos, sigue resultando el menos malo de los posibles sistemas de gobierno.

.

  Act: 12/12/22        @enseñanzas de la vida            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A