Audacia Carlos
Díaz Muchos son los caminos de la virtud y por eso no estaría de más comenzar por indagar genéricamente la naturaleza y comportamiento de eso que denominamos virtud. Al final de tantas historias y de tantos siglos no es que no estemos necesitados de razón teórica. No obstante, siendo tan hipertrófico su desarrollo, precisamos compensarlo con una racionalidad práctica, capaz de acercar siquiera un poco la razón a la vida, con una práctica virtuosa. Mas ¿qué es eso a lo que llamamos virtud? Cuenta Scheler que la moral burguesa del s. XIX presentó a la virtud como una vieja solterona, regañona y desdentada; en cambio para los griegos clásicos, y también para nosotros, la virtud es la excelencia, la armonía, la plenitud del hombre de bien, que se alcanza en la medida en que se realiza el fin al cual está llamado a plenificarse. "El hombre tal como es se plenifica", aseguraba Aristóteles. Es decir, el hombre tal como podría ser si realizara su naturaleza. De este modo, "nada impide que aquello que procede de otro como don perfeccione a alguien para obrar bien"[1]. a) La virtud Así las cosas, ¿cómo hemos de entender la virtud? Aristóteles define acertadamente la virtud como "hábito electivo que consiste en un término medio relativo a nosotros, determinado por la razón y del modo que lo determinaría el hombre prudente. El término medio lo es entre dos vicios, uno por exceso y otro por defecto"[2]. La virtud, pues, habrá de ser: -un hábito de excelencia o
perfección, Por tanto, no es un término medio entre lo malo y lo peor, sino entre lo bueno y lo óptimo, ya que, por desgracia, a veces no se puede llevar a cabo aquello que se reputa mejor u óptimo. Consecuentemente, la virtud resulta ser una excelencia o perfección, y así nos dice también Aristóteles que el ojo tiene su virtud como el caballo la suya, siendo la virtud del ojo la de hacernos ver bien, y la del caballo ser bueno en la carrera[3]. La excelencia o virtud del ser humano (su arete) radicará, en consecuencia, en su disposición estable o hábito que haga de él un hombre bueno, un hombre cumplido (agathos), disposición merced a la cual pueda él consumar la obra o función (ergon) que le es propia[4]. Así, cada ser tiene un destino específico en la naturaleza, y en cada ser se encuentra un principio interno de organización (su eidos, o forma específica) que ha de realizar en el curso de su existencia. Llegando aquí, conviene delimitar a la virtud de dos extremos que la malean. En 1º lugar, si la virtud alcanza su desarrollo buscando la finalidad que le es propia, no podrá realizarse más que en ella. Y así, virtud que para serlo exigiera premio, sería en sí misma despreciable; y vicio que en sí mismo no llevara su castigo, resultaría otra cosa distinta del vicio. Dicho de otro modo, en la virtud no cabe heteronomía de ninguna clase, pues no sería virtuoso quien actuase siguiendo determinaciones extrínsecas a la acción moral misma: quien actúa porque lo manda la ley, o porque espera obtener recompensas no es moral. En 2º lugar, y por similar motivo, hay que rechazar el virtuosismo o moralismo, pues, como ya dijera Scheler, la pretensión de ser virtuoso por ser virtuoso sería como la de echar músculos por echar músculos, actividad más próxima al atletismo que a la ética cuando de tal guisa se plantea. En definitiva, sin su ordenamiento hacia un fin bueno, la virtud terminaría en narcisismo o en prometeísmo, pero no en virtud, cuya naturaleza es muy distinta. A este respecto, así concluía Gracián su Oráculo Manual y Arte de Prudencia:
Cada una de las virtudes es distinta de las demás, claro, pero se les nota en la cara su condición de hermanas, hijas de unos mismos padres; hermanas tan bien avenidas como inseparables, pues de alguna manera todas las virtudes van juntas. Por eso afirmaba Francisco de Asís que "quien posee una virtud posee todas, y a quien una le falta todas le faltan". Por su parte, Gregorio Magno afirmaba en el libro XXII de su Moralia que la prudencia no es verdadera si no es justa; ni es perfecta la templanza si no es fuerte, justa y prudente; ni es íntegra la fortaleza si no es prudente, templada y justa; ni es verdadera la justicia si no es prudente, fuerte y templada. En realidad no existen las virtudes en plural, cada una a su aire y a modo de catálogo de habilidades independientes; la virtud (en singular) es el ser humano entero, de ahí que cada hábito virtuoso implica a los demás, porque es el ser humano entero quien puede recibir el calificativo de virtuoso. b) Virtud de la audacia Con estos preámbulos genéricos, examinaremos ahora, a título de ejemplo, una de entre las muchas virtudes que (a pesar de no estar de moda, en absoluto) ayudan al ser humano a caminar hacia ese kilómetro cero desde el que pueda rehacer su historia a la vuelta del tercer milenio, que ya se aproxima hacia nosotros a pasos agigantados. Dado que las virtudes no son un techo bajo para adormecerse sino (todo lo contrario) un cielo abierto para caminar bajo la luz de las estrellas, veamos una virtud activa, planetaria etimológicamente hablando, esto es, propia de caminantes. Se trata de una virtud capaz de cambiar la marcha y el rumbo de la historia, y de encaminarnos hacia ese kilómetro cero originario que en el fondo todos anhelamos. Afrontemos ¡audazmente! la virtud de la audacia. En 1º lugar, hemos de comenzar reconociendo que hoy nos suenan un poco a broma aquellas pretensiones de los antiguos filósofos de adscribir cada virtud a una parte del cuerpo, el valor al pecho, la laboriosidad a las tripas... (lo que no impide que los psiquiatras continúen en nuestros días tratando de radicar en las distintas partes del cerebro las diferentes funciones de nuestra mente). Sea como fuere, en su libro Sobre las Partes de los Animales (667a) aseguraba paladinamente Aristóteles que aquellos que tienen el corazón pequeño cuantitativamente son más audaces, y tímidos los animales que tienen el corazón grande cuantitativamente, porque el calor natural no puede calentar tanto un corazón grande como uno pequeño, del mismo modo que el fuego no puede calentar tanto una casa grande como una pequeña. La observación, aunque no sea verdadera, es ingeniosa. También en el libro Sobre los Problemas (948a) escribe Aristóteles que quienes tienen pulmón sanguíneo resultan más audaces por el calor del corazón que resulta de ello. Y por si fuera poco, en el mismo lugar concluye que los amantes del vino manifiestan mayor audacia, por el calor del fruto de la viña. El mismo Tomás de Aquino, no muy lejano de aquella cosmovisión, comenta al respecto: "Por eso también hemos dicho anteriormente que la embriaguez contribuye a dar buena esperanza, pues el calor del corazón rechaza el temor y suscita la esperanza por la extensión y amplitud del corazón"[5]. ¿Hasta cuándo esperarán, pues, los avispados vinateros para celebrar el día del patrón bajo el signo del tomismo enológico? Bromas aparte, mientras Aristóteles ensalzaba la audacia por contraria al espíritu temerario, sin embargo Aquino ni siquiera considera a la audacia como una virtud estrictamente dicha, sino como una pasión del alma, una pasión que además tampoco le apasiona demasiado a él, como tampoco le apasionaba a San Agustín. Para San Agustín la audacia, que para los paganos sí era tenida por virtud, le parece un vicio, aunque, eso sí, un vicio espléndido ("virtutes paganorum splendida vitia", lit. las virtudes de los paganos son vicios espléndidos), vicio espléndido, al menos por lo valeroso del arrojo que comporta, pero al fin y al cabo vicio, porque los carentes de experiencia del peligro devienen inevitablemente más audaces, ya que, dada su inexperiencia, no conocen la propia debilidad ni el aguijón de los lugares escabrosos, y así, por eliminación de la causa del temor, resulta y resalta en ellos la audacia. Sea como fuere, Aristóteles define a la valerosa audacia como "un término medio entre el miedo y la temeridad"[6]. Por tanto no se opone a la prudencia. Eso sí, es virtud que apura la frenada y conlleva un permanente riesgo, riesgo que no puede rayar nunca en la temeridad, la cual ya sería una actitud viciosa. Henos aquí, pues, aristotélicamente hablando, en la antítesis de la temeridad irresponsable que ignora el sano temor, así como de la pusilanimidad agobiada que por todo se aterra y atemoriza. Baltasar Gracián, el sabio aragonés tan barroco como cáustico, lo ratifica: "Unos son necios porque nada les preocupa y otros porque sufren por todo"[7]. Desde luego, el audaz se muestra especialmente filoquíndinos, que diría un heleno avezado, o sea, amante del riesgo, pero no del peligro por el peligro. Insistamos: nada, pues, de miedo ni de pusilanimidad, ni de hipertimidez, ni de apocamiento, ni de escrúpulos. Y quien no lo piense así lea por favor, en caso de duda, las hermosas cartas del pequeño fraile Juan de la Cruz, tan expeditivas en su dirección espiritual:
En la misma perspectiva se sitúa el romanticismo alemán que ve en la audacia la juventud del alma, y por ello se renueva como el águila, levantando el vuelo en las frescas mañanas. La audacia, en fin, parece virtud nórdica, querida a los hiperbóreos pensadores de altura. Obviamente, estamos pensando en Nietzsche. Como corresponde a tan vitalista actitud juvenil, la persona audaz se caracteriza por arrojar fuera de sí la cavilación y el torpor existencial; de ahí su actuación rápida: "Conviene reflexionar con lentitud, mas una vez pensado realizarlo con rapidez"[8]. Íntimamente vinculada a la anterior encontramos en la audacia la nota de la facilidad de reflejos, y en ese sentido matiza lo siguiente nuestro profundísimo Gracián:
El audaz, exigente, urgente, urgido, no recibirá nunca el sol en la cama (conforme al consejo básico entre los diligentes pitagóricos); por ende, resultará la antítesis de la pereza, siempre tan indulgente consigo misma, pero siempre tan peligrosa por eso mismo. Como asegura Rochefoucauld:
Labrada, pues, en la madera de la acción diligente y madrugadora, la audacia es para los que van delante, sin detenerse en lo superfluo, como proclama Juan de la Cruz:
Por lo tanto, quien dice audacia dice siempre intrepidez, determinación, porque el audaz vive cual militante: "Nunca da pie para la desesperación: purificando el ambiente, vacunado contra la desesperanza, sin descorazonarse ante las adversidades ni abatir su espíritu por las continuas represiones"[11]. Aunque pudiera parecerlo, no son palabras de Nietzsche, son palabras del Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz, el pequeño gran audaz (III, 5): "Y luego a las subidas, cavernas de la piedra nos iremos, que están bien escondidas, y allí nos entraremos, y el mosto de granadas gustaremos". Oigámoslo mejor:
La audacia, ese ave tan rara en un mundo mediocre y ramplón, que hundido en el fondo de su butacón pierde estúpidamente el tiempo a la búsqueda de imágenes televisivas, mientras se aburre como una ostra y llora cual Magdalena el fruto de ese aburrimiento. ¡Audacia, valentía para asumir el mundo! ¡Robusto entusiasmo para las tareas humanas a las que las personas han de consagrarse y que, por grandes, exigen el sentido de la iniciativa, de la energía valerosa y, sobre todo, de la sana confianza en las propias fuerzas, así como en las técnicas humanas ordenadas a la realización de un mundo mucho mejor! ¡Audaces de todos los países, uníos! ¿Y qué es, en última instancia, la audacia, sino la quintaesencia del apostolado? En una civilización mordida por la apostasía, adormecida por la decadencia y anonadada por el desmadejamiento nihilista (cansado de Prometeo, cansado de Narciso, cansado de cansarse), ha vuelto a sonar el clarinazo del apóstol, del testigo, del que lleva en su pecho la fuerza de la convicción y de la palabra valiente, paciente, resistente, nicomaquea:
San Juan de la Cruz, hombre de virtud fuerte, lo sabía perfectamente, y de ahí sus 3 asertos audaces: 1º se reviste el alma audaz de ardiente deseo del bien de las almas; 2º la suprema perfección está en cooperar con Dios en su obra; 3º de espíritu vivo y audaz se pega el calor. Dicho sea casi entre paréntesis, audaz es aquel amor osado que ni se afrenta ante el mundo de las obras que hace por Dios, ni las esconde por vergüenza. Fuera del universo de Prometeo y de Narciso, la verdadera audacia debe entenderse como una virtud sin alharacas, sin publicidad ni jolgorio, sin luz ni taquígrafos, porque anida en el interior inaccesible del ser humano. Cabría incluso decir, como lo hace Mounier, que cuanta más audacia, más modestia: "La audacia de una vida se hace con la modestia de cada uno de sus momentos"[15]. .
_______ [1] cf. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, II, q. 68 art. 1, ad. 4. [2] cf. ARISTOTELES, Etica a Nicómaco, II, VI, 1106b. [3] cf. ARISTOTELES, op.cit, II, VI, 1106a. [4] cf. Ibid, II, VI, 1106a. [5] cf. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, II, q. 45, art. 3. [6] cf. ARISTOTELES, Etica a Nicómaco, III, VI, 1115a. [7] cf. BALTASAR GRACIAN, Oráculo Manual y Arte de la Prudencia, 208. [8] cf. ARISTOTELES, Etica a Nicómaco, III, V, 1142b. [9] cf. BALTASAR GRACIAN, Oráculo Manual y Arte de la Prudencia, 56. [10] cf. ROCHEFOUCAULD; C; Reflexiones o Sentencias, ed. Bruguera, Barcelona 1984, p. 83. [11] cf. GOMEZ LAVIN, V; Pequeños relatos de grandes gestas del nuevo movimiento obrero, ed. Siglo XX, Madrid 1994, p. 12. [12] cf. JUAN DE LA CRUZ, Cántico Espiritual, XXXVI, 1-2. [13] cf. ARISTOTELES, Etica a Nicómaco, III, IX, 1117b. [14] cf. ARISTOTELES, op.cit, III, VI, 1115b. [15] cf. MOUNIER, E; Obras completas IV: Correspondencia, ed. Sígueme, Salamanca 1988, p. 559. |