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Contingencia Eudaldo
Forment a) Necesidad y Contingencia La definición clásica de la contingencia ontológica, como "lo no necesario ni imposible", se debe a Aristóteles[1]. Con la exclusión de lo necesario y lo imposible, se afirma la posibilidad de no ser o de no existir, y a la vez la de ser. De ahí que Tomás de Aquino diese la siguiente definición: "Contingente es lo que puede ser y no ser"[2]. Lo necesario, en cambio, no puede no ser. Lo contingente se contrapone a lo necesario. Es contingente lo que existe o, igualmente, podría no existir. Es decir, lo que por su naturaleza (per se) no es determinado a existir (como sí lo es, por el contrario, lo necesario). Siempre hay algo necesario en las cosas, pero se trata de una necesidad por otro (per aliud), por el nexo de las causas. La realidad necesaria lo es en tanto en cuanto su causa la hace ser. De manera que todos los entes, actualmente existentes, deben su necesidad a algún otro ente. No se encuentra el ente contingente absoluto. Tampoco una necesidad absoluta, sino entes necesarios relativamente. En esta necesidad relativa se puede distinguir un doble sentido de la necesidad, lo necesario para, o para que sea el ente posible, y lo necesario por, que sea necesario por otro. Las 4 causas del ente (material, formal, eficiente y final) son necesarias relativas en estos dos sentidos: -por otro, La contingencia relativa de los entes es manifiesta, y por ello Aquino la toma como punto de partida para demostrar la existencia de Dios. La Tercera Vía de Santo Tomás, en efecto, parte de lo posible y lo necesario, de la existencia de entes contingentes. Comienza afirmando que "encontramos que las cosas pueden existir o no existir, pues pueden ser producidas o destruidas, y consecuentemente es posible que existan o que no existan"[3]. Los entes que nos rodean son contingentes, no repugna que no existan. De la aplicación concreta a esta formalidad, que presentan todos los entes, del principio de causalidad eficiente, obtiene Santo Tomás: -en 1º
lugar, que no siendo los entes de
nuestra experiencia determinados a existir por sí mismos, deben tener en otro
la causa de su existencia; En efecto, es imposible remontarse al infinito en la serie de los entes no determinados a existir por sí mismos. Aun cuando el proceso fuese eterno, sería eternamente incapaz de suministrar una razón suficiente de su existencia, una causa de su necesidad. No obstante, no se puede llegar al infinito en las cosas necesarias, cuya necesidad es causada por otras. Se concluye, por ello, que tiene que existir Dios como ente necesario por sí mismo, por la necesidad de su esencia (que es determinar a todos los demás entes a existir). Dios es el primer ser necesario, el ser que tiene aseidad, el que existe por su esencia. b) Creación y Participación Admitida la existencia de Dios, para explicar lo que tienen los entes de contingentes y, por tanto, también de necesarios, el problema del ente contingente remite al de la creación, ya que puede considerarse la contingencia como una de las relaciones entre lo creado y el Creador. Desde esta vía de la demostración de la existencia de Dios es necesario afirmar que "todo lo que existe de algún modo existe por Dios", lo que se explica "porque si en un ser se encuentra algo por participación, necesariamente ha de ser causado en él por aquel a quien esto le corresponde esencialmente"[4]. Los entes necesarios por participación, que requieren una causa de su necesidad, son causados por el ser necesario por esencia. La doctrina tomista de la participación en el ser, que implica la de la creación (porque el ente por participación ha de ser causado por otro), explica la composición entitativa de las criaturas en esencia y ser propio o proporcionado a ella. Desde esta explicación de la estructura entitativa de los entes contingentes, se puede concluir que es necesario[5]: -que todas las cosas, menos Dios, no
sean su propio ser, sino que participen del ser, En el concepto de creación no es esencial que Dios la haya originado en el tiempo. Aquino admite, incluso, como posible racionalmente el sostener que el mundo no haya tenido un primer día, un primer momento, porque, aun en este caso continuaría siendo creado. Su duración eterna tendría su causa en Dios. Continuaría dependiendo absolutamente de su causa. Crear consiste en hacer algo de la nada. Por ello, sólo Dios, potencia infinita, saca las cosas de la nada al ser. Sin embargo, a diferencia de las acciones de las criaturas, este hacer y sacar no implican una mutación entre dos términos positivos, porque "la creación no es una mutación"[6]. Por la Revelación, intuye Aquino que el mundo tuvo un origen en el tiempo, y que comenzó a existir. Esta proposición teológica es creíble, aunque no es demostrable ni objeto de la ciencia humana, puesto que "el comienzo del mundo no puede tener una demostración tomada de la naturaleza misma del mundo"[7]. No obstante, advierte Aquino que "aunque hubiese existido el mundo siempre, no por eso sería igual a Dios en cuanto a la eternidad". ¿Por qué? Porque "la existencia divina es toda a un mismo tiempo, mientras que la del mundo siempre sería sucesiva"[8]. A todo lo creado (incluida la persona), se le predican las perfecciones de modo análogo. El nombre de ser no conviene, con todo rigor y propiedad, al ente finito. En este sentido, la criatura es tan sólo en un sentido disminuido de la palabra. El ser en la criatura, no constituye su ser, sino que constituye, a lo más, su haber (no un haber en propiedad, sino tan sólo prestado en depósito, y del cual ha de estar dispuesto a dar en todo momento cuenta)[9]. Bofill, al reconocimiento práctico de esta tesis teórica, le denominaba "humildad ontológica". Su defecto lleva al desatino, muy alejado del personalismo, consistente en considerar la criatura como un pequeño absoluto, como un ser todo lo ínfimo que se quiera comparado con Dios, pero capaz, en definitiva, de encararse con él desde una posición, hasta cierto punto, independiente. Creemos poder afirmar nuestro yo frente a Dios como algo que nos pertenece, como algo que se sostiene de por sí, a la manera como nos es posible hacerlo frente a cualquier tú humano. Tratamos a Dios como ajeno, como exterior a nuestro yo, como si quedara algún reducto en nuestro ser desde el cual nos fuese posible todavía negociar con él. El desacierto de esta actitud, tan frecuente en la vida práctica, está en concebir la criatura en relación con Dios como una luz comparada con otra mayor, como algo bueno comparado con otro más bueno, ya que por grande que fuera la distancia, siempre la criatura podría sumar su perfección a la de Dios, y esta distancia no sería nunca estrictamente infinita. En realidad, la criatura, lo mismo que el valor que ella encarna, no es reductible a un mismo género con el Creador, no puede en ninguna hipótesis sumarse con él; pura sombra o reflejo de Dios, todo su ser está constituido por la relación con que Dios la enlaza, dice comparación a él, como algo bueno con la bondad, con la bondad incircunscrita, ilimitada, que encierra en sí toda perfección, que no puede ganar ni perder[10]. Las criaturas y Dios no pueden situarse en un mismo plano, ni aun manteniendo una separación infinita. Hay que pensar siempre que lo creado y su Creador están en niveles distintos, o mejor, en diferentes dimensiones que, a su vez, entre sí guardan una distancia infinita. De ahí que el lenguaje humano sobre Dios, cuyo contenido significativo se inicia en el plano de lo creado, sea en todo caso analógico. c) La persona, ser dependiente La contingencia (por implicar la creación), y la doctrina de la participación del ser, denota la dependencia de los entes respecto a Dios, del que han recibido su ser, fundamento último de toda su realidad y de todas sus perfecciones. Sin embargo, este ser no es algo que nos pertenezca en propio, de suerte que si las criaturas necesitaron de la acción de Dios para empezar a ser, siguen necesitándola de modo ininterrumpido para seguir siendo (desde el momento que, en sí mismas, nada tienen que sea razón suficiente de su permanencia, como nada tuvieron que justificase su origen). En efecto, el ser no es de la razón de ninguna criatura, y ello hasta tal punto que su misma posibilidad lógica guarda con respecto a Dios una dependencia absoluta[11]. La creación, considerada desde las criaturas, no es más que "la misma dependencia del ser creado respecto del principio que la origina"[12]. En concreto, la noción creación no se refiere únicamente a que Dios saca las cosas de la nada al ser, ni al mero origen temporal del mundo, como si su función respecto hubiese sido la de ponerlo en marcha desde la nada. En este caso, como se piensa en algunas posiciones filosóficas de la modernidad, la acción de Dios habría estado limitada a un primer momento del mundo y de su historia; y, luego, tanto la naturaleza como la historia humana seguirían sus propias leyes inmanentes. Desde esta perspectiva, se concibe cualquier intervención posterior de Dios como una indebida intromisión. Dios no debe estorbar la marcha del mundo ni, sobre todo, la de la historia social e individual de la persona humana. Lo sustancial de la noción creación es la necesaria dependencia total a la causa que da el ser. Puede afirmarse, por tanto, que "la criatura es nada por sí misma en presencia de Dios, y que su dependencia a su respecto es total y constitutiva"[13]. Así mismo, también puede decirse, que la criatura es lo que es tan sólo porque Dios, escondido en su fondo, hace que sea. Toda determinación suya, toda operación suya, la desviación misma de su obrar, que constituye en la criatura libre el pecado, presuponen esta radicación suya en Dios, la recepción de un influjo actual de Dios, sin el cual ni la energía misma que en el pecado invierte le quedaría. Abandonada en sí misma sería lo puramente inerte, lo puramente informe; una recaída en la nada. La criatura está bañada en Dios hasta cuando lo desprecia o lo insulta. Trágica audacia de un ser que ha logrado hacer compatible con su ley fundamental la violación de esta ley[14]. Como consecuencia de esta ley fundamental, de este estatuto metafísico de la criatura, que es así absolutamente dependiente, afirma Santo Tomás que "Dios obra en todo lo que obra", y que "Dios es propiamente, y en todas las cosas ,la causa del ser mismo en cuanto tal, que es en ellas lo más íntimo de todo"[15]. Es decir, que Dios obra en lo más íntimo de todas las cosas. La moción divina penetra en lo más profundo de la acción dándole lo que tiene de ser. Por tanto, la acción de la criatura procede: -totalmente de
Dios, como causa primera, De esta manera, "Dios obra suficientemente en las cosas como causa primera, sin que por eso resulte superflua la operación de las criaturas como causa segunda"[16]. Toda obra de los entes creados procede, pues, de 2 agentes: -de la misma criatura,
que
realmente obra, Es decir, que Dios actúa siempre de manera activa, física e inmediata sobre cada acción del agente creado, para que este actúe. Esta moción divina y su aplicación concreta es anterior a la acción, tanto en la naturaleza como en el tiempo. Por ser una moción previa y por ser física, en el sentido que no es meramente atractiva o persuasiva, se la denomina premoción física. La postergación de la moción divina en el pensamiento filosófico e incluso en la vida práctica individual, en la vida personal de cada hombre, obedece tan sólo a que nuestra inteligencia es obtusa y nuestro corazón endurecido. Tan sólo por la superficialidad con que nos comportamos en la vida resulta posible el que podamos prescindir de Dios cuando, en realidad, todo ser, todo valor y dignidad dependen de él esencialmente y tan sólo por esta dependencia conservan un sentido. A veces quien vive inmerso en lo vulgar y mediocre, sin considerar esta dependencia, hace trampa, porque él mismo podría confesar que "cuando los acontecimientos nos abruman demasiado, acallando por un momento el respeto humano hacia los demás y hacia nosotros mismos, no tememos ya rebajamos quejumbrosamente para buscar refugio en aquel estado de ánimo que llaman fe los supersticiosos"[17]. d) La independencia de la persona Todo lo creado, es dependiente de Dios, tanto en su mismo ser como en todo su actuar. Esta ley ontológica afecta también a la persona. Tal dependencia no compromete la libertad de la persona humana, porque el dominio que ejerce la voluntad sobre sus actos (que le da el poder de querer o no querer) excluye la determinación de la virtud a una cosa y la violencia de la causa exterior. Sin embargo, tal dependencia no excluye la influencia de la causa superior (de quien ella recibe su ser y su obrar). Por consiguiente, existe siempre la causalidad de la causa primera (que es Dios), respecto de los movimientos de la voluntad[18]. La dependencia de Dios no es incompatible con la autonomía y la libertad de la persona. Con todo, ha de advertirse que la persona humana no es el principio y el fin de sí misma, ni totalmente independiente. En efecto, no es posible identificar enteramente la libertad de la persona humana con la plena independencia o con la autosuficiencia absoluta. En este sentido, únicamente Dios es total y plenamente independiente, y las criaturas, por ser creadas, son seres participados. Lo que implica que se distinga la esencia y el ser de las cosas, su entidad y su operación, y que sean dependientes de la causa que les da el ser y las conserva (tanto en el orden entitativo como en el operativo), porque no pueden actuar desde su propia potencialidad. Algunas de estas criaturas (las espirituales) son libres, pero dicha libertad (como todas sus demás perfecciones) es una libertad participada, como criatura creada que es, y dependiente, de su causa primera o Dios. En esta aparente dificultad entre la libertad humana y la acción de Dios en todo lo creado, Tomás de Aquino presenta en la siguiente objeción: "Todo lo que es movido por algún agente extrínseco es coaccionado. Pero la voluntad no puede ser coaccionada. Luego no es movida por agente alguno extrínseco y, por tanto, no puede ser movida por Dios". El problema es resuelto por el Aquinate con esta breve respuesta: "Se entiende que es coaccionado lo que es movido por otro cuando es movido contra su propia inclinación; pero si es movido por otro que le da la propia inclinación no se dice que haya coacción. Así pues, Dios al mover la voluntad, no ejerce sobre ella coacción alguna, ya que es él quien le da su propia inclinación"[19]. La moción divina, lejos de impedir la libertad humana, la causa. Dios produce no sólo la acción de la criatura en lo que tiene de ser, sino también su modo de ser. Causa el acto voluntario y su modo de ser libre. Para que la voluntad humana se autodetermine, es necesaria la moción de Dios. Su acción hace que la voluntad sea verdaderamente libre, pues "cuando alguna cosa es eficaz para obrar, el efecto le sigue no sólo como hecho, sino también como hecho según el modo de hacer y de ser". Así pues, como quiera que la voluntad divina es del todo eficaz, no sólo se sigue que se haga tal como él quiere, sino que "se haga tal como él quiere que se haga"[20]. Al actuar sobre las causas segundas, Dios no sólo produce, como causa primera, su acción, sino también su modalidad. La voluntad divina es la causa de todo acto libre y no libre. Por ello, "Dios obra en la naturaleza y en toda voluntad"[21]. A la tesis de que Dios hace que la voluntad humana obre y lo haga libremente, puede presentársele la siguiente objeción: "Toda causa que no puede ser impedida produce necesariamente su efecto. La voluntad de Dios no puede ser impedida, luego la voluntad de Dios impone necesidad a las cosas que quiere". Tomás de Aquino sostiene que ello no representa dificultad alguna, porque precisamente, puesto que nada se resiste a la voluntad de Dios. De ello se sigue que "no sólo se hace lo que Dios quiere, sino que se hace de modo necesario o contingente según él quiera hacerlo"[22]. Por su voluntad y por su potencia eficacísimas, Dios mueve a todas las cosas según su condición. Así, "de causas necesarias se siguen efectos con necesidad, mientras que de causas contingentes se siguen efectos contingentemente"[23]. Al originar la acción libre, la causa primera no destruye la libertad de la causa segunda, sino que la produce y la garantiza. Como explica Santo Tomás, la voluntad divina no sólo extiende su influjo al efecto producido por la realidad que ella mueve, sino también al modo de producción que conviene a la naturaleza de esta causa. Por ello, repugnaría más a la moción divina que moviera a la voluntad con necesidad, pues esto no es propio de su naturaleza, que el moverla libremente como corresponde a su naturaleza[24]. La libertad de la persona humana es libertad, pero limitada. La persona no es libre por esencia, sino por participación. La persona no es total o perfectamente libre. Su libertad, al igual que su conocer y su querer son participados, limitados e imperfectos. No obstante, puede afirmarse que el hombre es causa de sí mismo, en cuanto en el ejercicio de su libertad, sin dejar de ser criatura, ni perder su dependencia entitativa y operativa, se forma a sí mismo en su obrar. Al decidir sobre sí, actuando libremente, se causa a sí mismo, pero como criatura. Afirmaba Aristóteles que "libre es lo que es causa de sí"[25]. Con ello, no realzaba la libertad de la persona, haciendo de ella el principio de su propio ser y de todo su obrar, sino indicando la existencia de una libertad, que es disminuida, pero en un grado suficiente como para que seamos responsables de nuestros propios actos. En conclusión, el pensar filosófico sobre la creación descubre la verdadera entidad y situación de la criatura. Su condición de dependencia total y absoluta respecto a su creador, muestra que Dios actúa como causa primera, y todo agente creado como causa segunda. Esta dependencia constitutiva de la criatura con Dios revela, por tanto, a la razón humana, que él "obra inmediatamente en todo el que obra, sin excluir el obrar de la voluntad"[26]. Dios actúa como causa primera y todo agente creado, incluida la voluntad libre, como causa segunda, subordinada a la primera. Esta moción divina no destruye ni disminuye la libertad humana, sino que, por el contrario, la posibilita. La creación y la conservación por Dios de las causas segundas se explica "no porque sea insuficiente su poder, sino porque es tanta su bondad, que comunica a las mismas criaturas la prerrogativa de la causalidad"[27]. Dios crea y actúa en el mundo, aunque no necesita de él ni de nada, porque el obrar a impulsos de alguna indigencia es exclusivo de agentes imperfectos, capaces de obrar y de recibir. Pero esto está excluido de Dios, el cual es la generosidad misma, puesto que "nada hace por su utilidad, sino todo y sólo por su bondad"[28]. .
_______ [1] cf. ARISTOTELES, Analíticos Primeros, I, XXXII, 47b. [2] cf. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, I, q. 86, a. 4. [3] cf. TOMAS DE AQUINO, op.cit, I, q. 2, a. 3. [4] cf. Ibid, I, q. 44, a. 1. [5] cf. Ibid, I, q. 44, a. 1. [6] cf. Ibid, I, q. 45, a. 2. [7] cf. Ibid, I, q. 46, a. 2. [8] cf. Ibid, I, q. 46, a. 2, ad 3. [9] cf. BOFILL, J; "Humildad ontológica, humildad personal, humildad social", en Cristiandad CXLIII (Barcelona 1950), p. 109. [10] cf. BOFILL, J; op.cit, p. 109. [11] cf. Ibid, p. 108. [12] cf. TOMAS DE AQUINO, Contra Gentes, II, c. 18. [13] cf. BOFILL, J; op.cit, p. 108. [14] cf. Ibid, p. 109. [15] cf. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, I, q. 105, a. 5. [16] cf. TOMAS DE AQUINO, op.cit, I, q. 105, a. 5, ad 1. [17] cf. BOFILL, J; op.cit, p. 108. [18] cf. TOMAS DE AQUINO, Contra Gentes, I, c. 68. [19] cf. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, I, q. 105, a. 4, ob. 1, ad 1. [20] cf. TOMAS DE AQUINO, op.cit, I, q. 19, a. 8. [21] cf. Ibid, I-II, q. 55, a. 4, ad 6. [22] cf. Ibid, I, q. 19, a. 8, ob. 2, ad 2. [23] cf. Ibid, I-II, q. 10, a. 4. [24] cf. Ibid, I-II, q. 10, a. 4. [25] cf. ARISTOTELES, Metafísica, I, II, 982b. [26] cf. TOMAS DE AQUINO, Sobre la Potencia Divina, q. 3, a. 7. [27] cf. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, I, q. 22, a. 3. [28] cf. TOMAS DE AQUINO, op.cit, I, q. 44, a. 4, ad 1. |