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Cosificación Alfonso
Simón La cosificación consiste en convertir a las personas en cosas, tanto en el plano metafísico como ético. Es decir, tanto al no explicar lo que ésta es, como al no comportarnos respecto a ella conforme a la dignidad que merece, sin diferenciar entre cosa y persona. La pregunta por la esencia, entendida como el ser que sustenta cualquier objeto, como la unicidad de la sustancia, como la grisura de la cosa en general, ha marcado una tradición en la forma de preguntar. La filosofía ha intentado siempre guiarse por las tres realidades fundamentales, a saber: Dios, alma y mundo. Es decir, intentar explicar, a partir de de ellas, la esencia de las demás. Estos intentos de explicación han caracterizado las épocas de la filosofía europea: la antigüedad cosmológica, la edad media teológica y la modernidad antropológica. En el ámbito de la persona, y a modo de género, la filosofía occidental ha analizado 3 diferencias específicas: cosificación, divinización e individualización de la misma. Esta manera de proceder fue puesta en evidencia por el personalismo comunitario del s. XX. Entre nosotros, fue Zubiri quien señaló esta entificación de la realidad y logificación de la inteligencia. Otro ejemplo fue Lévinas, cuya obra Otro modo de Ser, más allá de la Esencia fue un intento por colocar a la ética como filosofía primera, donde la totalidad quedaría disuelta por una exterioridad radical (el otro) de la que no se puede apropiar. a) En la Antigüedad La filosofía griega no tuvo propiamente una noción de persona porque la noción fundamental que dirigió su pensamiento fue la de naturaleza. En Grecia, en concreto, la idea de hombre es ónticamente relevante, mas no su realización en el individuo singular y concreto. En efecto, cuando se ve la individualización como degradación de la unidad originaria y lo temporal como manifestación accidental de lo universal eternamente idéntico a sí mismo, ya no hay posibilidad de reconocer al hombre su valor como realidad única e irrepetible[1]. La filosofía, como señala Aristóteles al inicio de su Metafísica, nació del asombro, de la extrañeza ante las cosas, por lo otro que yo. Sólo en un 2º momento se ocupará el hombre griego de sí mismo, si bien para verse siempre como una cosa más, aunque especial. Aunque el cristianismo obtuvo la noción de persona del utillaje conceptual de la metafísica griega, así como la dotó de contenido experiencial, no por eso dio por ganada la lucha contra la cosificación de la persona, que tanto la filosofía griega como las filosofías derivadas de ella siguieron haciendo, con el correr de los siglos. Por último, Grecia también dejó una segunda e importante herencia: el logos, como declaración de lo que algo es o fundamento último del ser. E incluso acabó por hablar de un "logos divino" como productor de sustancias (no del ser). Desde ese algo divino, los griegos acabaron por explicar el mundo como un proceso necesario por generación (no por creación). b) En el Medioevo El cristianismo parte también, como Grecia, de la experiencia de la realidad, pero rompe con dicha experiencia griega para centrarla totalmente en el encuentro del hombre con Dios, con un Dios que ya no es algo neutro sino Alguien que se interesa por el hombre y su historia, hasta llegar a tomar su misma condición humana. De esta forma, desde su mismo inicio, las categorías de encuentro y de persona se implicaron mutuamente, a forma de decir: la persona, al caracterizarse por la relación, se realiza plenamente en la medida en que se abra. De aquí surge la distinción entre naturaleza y persona. ¿Cómo? Por los logros de la reflexión trinitaria, que se aplicaron también al hombre. El diálogo trinitario, en efecto, llevó a la creación del hombre a su "imagen y semejanza", bajo una condición enteramente personal y relacional. Si la patrística se aplicó a la elaboración conceptual de las personas divinas, la época medieval desarrolló la persona en tanto que criatura. Será Boecio quien acuñará una definición de persona, "sustancia individual de naturaleza racional", que hará fortuna durante toda la época medieval. Tomás de Aquino reconocerá lo problemático que resulta la aplicación de esta formulación (la categoría de persona al hombre y a Dios), afirmando que se aplica en sentidos distintos en ambos casos. Esta línea de pensamiento (o distinción de categorías, la divina y la humana) supuso que Grecia recuperara su predominio. Al insistir por ello en la sustancia, la Escolástica desdibujó el carácter fundamental que de la persona dado por la Patrística, y trajo consigo también la pérdida de su dimensión corporal. El intento tenía como objetivo remarcar la diferencia entre la persona divina y la persona humana, así como la diferencia entre el hombre y el resto de seres (animales o cosas). ¿Lo consiguió? Por lo menos, logró casar la primacía de la persona (la relación) con la metafísica griega (que consideraba la relación un accidente), sin diluir la eminente dignidad tanto de una como de otra. Con todo, la excesiva insistencia escolástica en el concepto sustancia provocó cierto debilitamiento del concepto relación, prefigurando así de alguna manera los planteamientos solipsistas posteriores. c) En la modernidad La modernidad se inicia con la duda metódica cartesiana que venía a afirmar: lo único que sé es que "yo soy", y "soy sustancia pensante". Oigamos a su precursor:
Afirma también Descartes, poco después de esta 1º cosa cierta, en una 2ª (que Dios es y existe) y en una 3ª: que la voluntad es aquello que nos asemeja a Dios. Oigámosle:
Los peligros que amenazaban al planteamiento medieval acaban, así, por hacerse realidad en la modernidad: la pérdida de la relación, y la entronización del solipsismo. Junto a esto, la modernidad también hablará, de la mano de Kant, de la dignidad de la persona, haciendo hincapié en la dimensión práctica que tiene la razón (en una línea de pensamiento que llevó al idealismo trascendental). Kant abre así su Metafísica de las Costumbres: "Ni en el mundo ni, en general, tampoco fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda considerarse como bueno sin restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad"[4]. Por su carácter ético, por su voluntad, la persona humana tiene una dimensión de absoluto que le distingue y le confiere una dignidad especial: "En el reino de los fines todo tiene o un precio o una dignidad. Aquello que tiene precio puede ser sustituido por algo equivalente; en cambio, lo que se halla por encima de todo precio y, por tanto, no admite nada equivalente, eso tiene una dignidad"[5]. Además, esa voluntad no actúa de forma aleatoria, sino que descubre en ella imperativos: "El imperativo práctico será, pues, como sigue: obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo, y nunca solamente como un medio"[6]. d) En el siglo XX Si bien la afirmación de la dimensión práctica está nítidamente formulada, el planteamiento moderno resulta problemático por su carácter solipsista y por su afirmación extrema de la racionalidad como único elemento distintivo. Se suma además el mantenimiento en el olvido de la dimensión corporal. Si en el inicio de la modernidad Descartes quería un comienzo absoluto, sin dependencias de la tradición, vemos que, en este tema, mantiene limitaciones comunes con los planteamientos anteriores. Desde entonces hasta ahora se han producido en la filosofía moderna diversas transformaciones, si bien ninguna de ellas especialmente relevantes para el problema que nos ocupa. Tras el titánico esfuerzo de la patrística, la filosofía no ha sabido sacar el jugo de aquel trabajo. Hacía falta un nuevo pensamiento (según Rosenzweig) que fuera capaz de dejar a un lado los supuestos griegos. Tal fue la labor que en el s. XX acometió el personalismo comunitario. Sólo así se podía ofrecer un saber primero acerca de la persona, que permitiera afirmar absolutamente su dignidad y evite su cosificación. Se puede dar como punto de inicio del personalismo comunitario la publicación, a comienzos de 1920, de las obras de Rosenzweig, Ebner, Buber y Marcel. Una filosofía que recuperará la relación como característica fundamental de la persona, aspecto que se oscureció y olvidó desde la época medieval en favor de la sustancia racional, más tarde cogito. Lévinas describe así la aportación fundamental de Buber:
El análisis de Buber está basado en una intuición fundamental, que consiste en lo siguiente:
Así pues, podemos tomar ante el mundo una doble actitud y, en función de ella, así será el mundo para nosotros. La 1ª posibilidad consiste en pronunciar la palabra básica yo-ello. Al hacerlo se entra en el mundo de la experiencia. El yo se convierte en el punto central de referencia para todo lo demás, incluidos los otros hombres, que pasa a ser objeto para mi disfrute, mi manejo, mi uso, para mi saber. Todo lo que se presenta ante mí se convierte en algo para mí. Nuestra vida en esta situación se convierte en una vida transitiva, una vida en la que sólo cuentan los verbos con objeto directo: "Yo percibo algo, yo me afecto por algo, yo me represento algo, yo quiero algo, yo siento algo, yo pienso algo"[9]. Buber usará, en consecuencia, el pronombre neutro de 3ª persona del singular, ello, para designar aquello que posee mi vida situada en esta palabra fundamental. La filosofía habría sido hasta la fecha planteada desde la palabra fundamental yo-ello. Con ella, si intentamos alcanzar al otro hombre en aquello que tiene de distinto del mundo y le confiere una especial dignidad, no lo conseguimos, pues en el fondo todo es objeto. Mas ¿no se alcanza al menos esa conciencia de eminente dignidad para el yo que filosofa? La respuesta de Buber será también negativa, pues, en estas palabras fundamentales se produce una correlación esencial que hace que el yo en ambas palabras fundamentales sea diferente. En la palabra fundamental yo-ello, yo significa al hombre como individuo o sujeto y no como persona. Es decir, individuo que busca su contraste frente a los otros, y su afirmación a base de la negación del otro, lo que le imposibilita realizar aquello que le constituye como persona, a saber, la relación. e) Hoy en día Totalmente diferente es la situación cuando pronunciamos la palabra básica yo-tú: "Quien dice tú no tiene algo por objeto. Pues donde hay algo, hay otro algo, cada ello limita con otro ello, el ello lo es sólo porque limita con otro. Pero donde se dice tú no se habla de alguna cosa. El tú no pone confines. Quien dice tú no tiene algo, sino nada. Pero se sitúa en la relación"[10]. Si en el mundo del ello experimentábamos, en el reino del tú el verbo fundamental será encontrarse, estar en relación. Si el rendimiento de la experiencia eran los objetos, el fruto del encuentro será la presencia, la actualidad o presencia. Las características fundamentales del reino del tú son exclusividad, inmediatez y reciprocidad. Cuando el Tú me sale al encuentro, puesto que tiene siempre la iniciativa, llena el orbe. No es necesario un contexto para aprender su significado, que se torna por tanto absoluto. No necesita del mundo. Es más, como atinadamente ha mostrado Lévinas, en su manera de presentárseme como rostro, el tú me está llevando más allá, reclamando su primado. Un significado que es, ante todo y primariamente, ético: Tú no matarás. La relación es además recíproca: "Yo llego a ser yo en el tú, al llegar a ser yo, digo tú"[11]. El yo propiamente sólo se constituye cuando responde al tú al entrar en relación. Un yo que se constituye como persona. Es desde la relación desde donde yo y tú llegan a ser tales. Un lugar que Buber designó como el ámbito del entre. Finalmente está la inmediatez que hace de la presencia del rostro del otro un mandato inmediato. Lo quiera o no, he de responder, mi responsabilidad por el otro es ineludible e inaplazable. Mi respuesta no puede ser la del mero espectador que describe su objeto, que extrae de él un conocimiento. Ahora bien, la relación yo-tú no se queda en un cálido encuentro, sino que se amplía al nosotros comunitario, a la presencia del tercero que exige las relaciones de justicia. De ahí que mi responsabilidad por mi prójimo ataña a todo hombre. Relación y ética son reversos de una misma moneda. Contestar a la pregunta por la cosificación de la persona, en nuestro momento actual, no resulta complicado tras el análisis de Buber, quien dirá que vivimos en una sociedad del ello, donde la persona no cuenta, donde cada uno es individuo. Sociedad que consiste en la suma de individuos, pero que es incapaz de pronunciar un nosotros, que ha perdido su dimensión comunitaria. Un mundo que se ha vuelto incapaz de relación. .
_______ [1] cf. RUIZ DE LA PEÑA J. L; Imagen de Dios. Antropología Teológica Fundamental, ed. Sal Terrae, Santander 1988, p.156. [2] cf. DESCARTES, Meditaciones, XXIV. [3] cf. DESCARTES, op.cit, XLVIII. [4] cf. KANT, Metafísica de las Costumbres, XXI. [5] cf. KANT, op.cit, LXXI. [6] cf. Ibid, LXIV. [7] cf. LEVINAS, E; De Dios que viene a la Idea, ed. Caparrós, Madrid 1995, p. 233. [8] cf. BUBER, M; Yo y Tú, ed. Caparrós, Madrid 1993, p. 9. [9] cf. BUBER, M; op.cit, p. 10. [10] cf. Ibid, p. 10-11. [11] cf. Ibid, p. 17. |