Alteridad

Carlos Díaz
Mercabá, 17 febrero 2025

        En su Sofista ya elaboró Platón un sutil pensamiento en torno a la categoría de alteridad (heterotes), donde el no-ser deja de ser la nada (o el no-ser absoluto, lo contrario o enemigo del ser) y pasa a ser lo otro del ser (lo diferente de él), haciendo así de alguna manera que el no-ser sea y que todos los entes, en cuanto realidades distintas a todas las otras, participen de lo otro, de lo diferente, de la alteridad.

        Sin embargo, cuando el mismo Platón tiene que habérselas en concreto con los otros humanos distintos a los griegos, es decir, con los extranjeros (a todos los cuales, especialmente a los persas, denomina bárbaros conforme al verbo barbará, que designa lo inculto e ininteligible, y por ende lo irracional y amenazante), no manifiesta sin embargo reparo alguno en postular la violencia y en promover la guerra contra ellos.

        De este modo, en su República justifica abiertamente Platón la violencia bélica e incluso la anexión de los pueblos circunvecinos alegando razones económicas (a saber, la obtención de pasto y aperos suficientes), e incluso en su Menexeno llega a exaltar la guerra contra los mismos griegos por causa de la libertad de estos y contra los persas o bárbaros por causa de todos los griegos.

        Así que el gran Platón no se privó de reforzar la idea helénica de que extranjero terminara siendo sinónimo de inhumano, y eso por no hablar, claro está, de la opinión que le merecen a Platón los esclavos.

        Nada extrañará, por tanto, que el cultísimo Cicerón, en su Actio in Verrem, llegara a utilizar el término bárbaro como sinónimo de monstruoso y cruel. Y el famoso Derecho Romano tampoco se queda atrás en su arte de impartir iustitia, pues las Pandectas de Justiniano llegan a describir al extranjero como "peregrinus fit is cui aqua et igni interdictum est" (lit. aquel a quien se le niega el pan y el agua).

        Aterra pensar en el origen del derecho de que tanto se presume, cuando sus fundamentos vienen tan torcidos, y cuando los juristas continúan, todavía hoy, sin querer sacar la cabeza por encima del código surgido al calor de la costumbre y se reducen a la condición de burócratas codicilistas, como resulta por desgracia demasiado frecuente.

        A partir de entonces, hasta hoy, la humanidad, máquina de impartir sumo derecho y suma injuria, no ha cesado en nuestros días de barbarizar ni, por ende, de excluir/recluir; y eso para no hablar tampoco de los infiernos ajurídicos omnipresentes, tales como Auschwitz, Bosnia o Ruanda.

a) Identidad desidentificadora y diferencia indiferenciadora

        Así pues, también los hijos de Platón forman una estirpe bifronte, aunque se reclamen de una misma herencia. Desde entonces, los unos se acogen a un platonismo más bien retórico (amigo de la diferencia), y los otros a un platonismo más violento (desarraigador, y nada demófilo).

        Precisamente, entre estos últimos abundan los mecanismos donde la alteridad no se percibe correctamente, y de los cuales vamos a mencionar simplemente dos.

        Por el 1º torcido concepto de alteridad, cuando ésta se entiende como alteración, o cuando lo ajeno es visto como enajenación, o cuando la diferencia es contemplada cual deficiencia, la deficiencia propicia xenofobia y victimación, en la medida en que buscando afirmar el yo se niega al a fin de apropiarse de él, según el frenético mecanismo de mímesis de apropiación.

        A partir de dicho momento, los antagonistas aparecen como dos manos que tienden al mismo sitio, no pudiendo menos de enfrentarse.

        A la base de este mecanismo, se encuentra una terrible propensión, a saber, el deseo mimético que es deseo del otro, o incluso deseo del deseo del otro. Es siempre el escándalo el que llama a la desmitificación, y la desmitificación, lejos de poner fin al escándalo, lo propaga por todas partes y lo universaliza. Toda cultura contemporánea consiste precisamente en eso[1].

        Por el 2º torcido concepto de alteridad, y junto al anteriormente citado mecanismo mimético, se encuentra otro mecanismo que me lleva a habitar en la inhóspita (sin huésped) diferencia bajo formato de indiferencia, y a vivir la diferencia como indiferencia.

        Ciertamente, no podría negarse que existan los demás, reconozco incluso que son distintos a mí, pero, precisamente porque lo son, inhibo del todo mi preocupación respecto de su personal alteridad. En consecuencia, sólo otro rostro como el mío me interesaría, mas, no habiéndolo, me recluyo en mi individualidad separada.

        Es así como el otro deviene para mí lo anónimo, lo sin nombre, lo innominado, lo innombrado e innombrable, el no-ser indiferenciado y, por tanto, una presa fácil para descargar sobre ella los golpes. ¿Quién no lo sabe?

        Helos ya ahí a los demás, vistos cual jauría indiferenciada, venganza interminable, diferida, victimatoria, sustitutiva de todos contra uno y de uno contra todos, en la competencia, en la rivalidad, en la envidia, en el homicidio colectivo.

        Y luego, vuelta a empezar, con inversión supuestamente benéfica de la también supuesta omnipotencia maléfica, atribuida al chivo expiatorio, sacrificio que funda toda comunidad humana indiferenciada, derramando sangre inocente para su ulterior restablecimiento, en el cual toda decisión es asumida conforme a su etimología. Es decir, conforme a ese decidere que se traduce en degollar a la víctima, cual inacabable decisión de Herodes de cortar la cabeza del Bautista para satisfacer a Salomé.

        En suma, el resultado en ambos mecanismos torcidos resulta ser la indiferenciación violenta, causando daño a una víctima que no sabe siquiera que lo es, o de forma totalmente arbitraria a nivel colectivo. Por eso, la sociedad indiferenciada (alterada) se abrió con un crimen fundacional, continuó por el camino de la violencia, y finalmente careció de salida.

b) El rostro tenso de la alteridad

        Ahora bien, una cosa es la denuncia que terminamos de hacer de los mecanismos en donde se maltrata la alteridad (lo que hemos denominado mala cara de la misma), y otra cosa muy distinta la ignorancia de las dificultades inherentes a la convivencia con la alteridad.

        Y esto, ya sea con la alteridad que inhabita en el complejo interior de cada uno de nosotros, ya sea con la alteridad de las demás personas de nuestro entorno (a su vez, tan complejas como nosotros mismos), en unas dificultades que ocasionalmente pueden llegar a producirnos un gran sufrimiento.

        Aseguraba Freud que el sufrimiento nos amenaza por tres flancos: el del propio cuerpo, el del mundo exterior, y el de las relaciones humanas. Según el psiquiatra vienés, ante los dos primeros flancos (el de la finitud caduca de nuestro propio cuerpo y el de la magnitud omniabarcante del cosmos exterior), poco podemos hacer, a no ser reconocerles con el contrapunto de nuestra expresión de finitud. Sin embargo podríamos eliminar el sufrimiento derivado de las relaciones humanas, regulándolas en la familia, en la sociedad y en el estado.

        De todos modos, también esta hipotética regulación parécele a Freud llamada a frustrarse, pues (siendo el hombre un animal no sólo natural sino además cultural) la necesidad de vivir en sociedad exige de él la ineludible renuncia a la satisfacción de los instintos y su correspondiente sublimación, ocasionando de tal modo una inevitable frustración cultural que le resulta inherente a toda vida societaria.

        ¿Cómo iba a ser de otro modo, se pregunta Freud, si la libido y la agresividad instintiva de que dispone el yo (para la satisfacción directa del instinto sexual, sobre todo) es desviada de sus fines naturales y sublimada en el trabajo y en la creación cultural, necesarias a la vida societaria?

        Por si eso fuera poco, la sociedad controla al individuo, al originar en su interior el sentimiento de culpabilidad ligado al super-yo, a través de la conciencia moral, que introyecta la agresividad y la vuelve contra el propio ego.

        De este modo, lo que al principio comenzó siendo renuncia a los instintos por miedo a la agresión de la autoridad exterior, termina instaurándose imperiosamente mediante la autoridad interior de la conciencia moral que mantiene controlados los instintos mediante el sentimiento de culpa.

        Consecuentemente, toda convivencia con la alteridad genera malestar y resulta frustrante en diverso grado, porque al fin y al cabo (la mayor parte de las veces), diciendo buscar el rostro del otro sólo trataríamos de encontrar el eco de la propia filautía. Como decía Flaubert:

"De Stendhal a Proust, el héroe enamorado experimenta una pasión que, dando la razón a Spinoza, describe mucho más evidentemente el estado de su propia subjetividad que a ese prójimo al que pretende, sin embargo, amar hasta el punto de sacrificar y engullir todo en ello. La pasión nace del deseo, de la imaginación, de la timidez, de la admiración, de la audacia de aquel que ama; crece tanto más cuanto su objeto permanece lejano, indisponible, ausente, no aparece, e incluso no es. A la recíproca, la pasión cesa tan pronto como su objeto se vuelve por primera vez visible como tal. Cuando ella se muestra o se ofrece al fin, el principio de realidad que pone en práctica desactiva una pasión que, precisamente, se alimentaba de su sola irrealidad"[2].

        Reconocer esas dificultades significa reconocer el rostro tenso de la realidad relacional.

c) El encuentro, o alteridad con rostro humano

        En el principio fue la realidad relacionada. Ocioso preguntarse, así las cosas, si fue antes el huevo o la gallina, el individuo aislado preciso para la formación de la pareja, o la pareja relacionada a partir de la cual surgiría el individuo.

        Sea como fuere, y sin pretender entrar en el asunto (hoy por hoy tan insoluble como apasionante), del supuesto origen humano a partir de la Venus mitocondrial, el caso es que una vez concebidas las personas helas ahí ya entonces realidades relacionales: de la relación han venido, de la relación vienen, a la relación van. No obstante, hay que dejar claro 2 cosas:

1º que hay persona porque hay relación, aunque sea relación no consciente,
2º que hay relación porque hay persona, aunque sea persona no consciente.

        La relación, por tanto, consiste en un entre, en un diá-logo constituyente desde el principio hasta el final, como bien recordaba Buber:

"La índole peculiar del nosotros se manifiesta porque, en sus miembros, existe o surge de tiempo en tiempo una relación esencial; es decir, que en el nosotros rige la inmediatez óntica que constituye el supuesto decisivo de la relación yo-tú. El nosotros encierra el tú potencial. Sólo hombres capaces de hablarse realmente de tú pueden decir verdaderamente de sí nosotros"[3].

        Cuando en el entre relacional la personalización vence sobre la cosificación, es cuando se produce (por así decirlo con Buber) el roce con la eternidad[4], la comunificación perfecta y el nosotros verdadero. En caso contrario, acaecería el nosotros falso, el nos-otros perverso.

d) La comunicación, o alteridad relacional

        Así pues, el entre relacional presenta una naturaleza intencional o in-tensional, pues desde él se pone de manifiesto que el vivir del yo consiste en un con-vivir, en un tender, en un "vivir polarmente tensionado", en un entregarse de una u otra forma al otro polo relacional (el polo del , o noema) a partir del cual esculpe el suyo propio (el polo del yo, o noesis), al tiempo que el otro polo descubre por su parte su propia identidad gracias al polo distinto al suyo.

        Se trata, por tanto, de la autonomía abierta, donde el mismo no se ensimisma y la persona ejercita la libre afirmación de su ser como apertura constitutiva desde el inicio (biológica, fisiológica, psicológica, anímica... y humanamente, en suma).

        Se trata, por tanto, de la socialidad dialogante desde el primer instante de existencia, de un "estar siendo" desde la ek-sistencia (desde el "existir a partir de") y desde la ex-centricidad (desde el "tener su centro a partir de"), de suerte que alcanza su condición de centro propio en la intercomunicación con otros centros humanos que, por su parte, la constituyen a ella misma desde sus respectivas centralidades.

        En efecto, la realidad personal "siendo en el mundo" se evidencia como entidad relacionada y circunstanciada, y de ahí que la célebre frase orteguiana ("yo soy yo y mis circunstancias") no deba interpretarse como un yo cerrado o clausurado, que en un 2º momento hubiera de abrirse a las circunstancias foráneas como si se tratase de un yo antecedente y separado.

        A este yo se le añadirían, con el tiempo y desde el exterior, unas "circunstancias consecuentes que nada hubieran tenido que ver conmigo, sino muy al contrario". Lo que dicha frase indica es que la estructura original y originaria del yo es serlo como un yo que no podría ser pensado jamás como tal yo sin sus peculiares circunstancias. Esto es, como un "yo y mis circunstancias", desde el inicio mismo de mi propio y más íntimo yo.

        De ahí también que, en el caso de la relación personal, prevalezca sobre cualesquiera otras modalidades relacionales la permanente dialéctica del engagement-dégagement (en términos de Mounier). Es decir, del perder(se)-encontrar(se), del dar(se)-recibir(se), del desposeer(se)-poseer(se).

        Y esto hasta el extremo de poderse afirmar, sin vacilación, que en la relación humana sólo se posee aquello que se da y que únicamente posee quien da, pues cuando son auténticamente humanas, las manos transforman tanto más cuanto más vacías se quedan.

        En resumen, que no busque nadie la humanidad en el egocentrismo, ni en el aislacionismo, ni en el solipsismo, sino la identidad a través de la alteridad, la identidad en la alterificación (en el hacerse alter u otro), el yo en el de la relación diádica (según Nedoncelle), o el yo en el yo-y-tú (según Buber). Es en esta dialéctica, donde el ipse es idem a través del alter, el uni-verso se hace multi-verso, con vocación renacentista de convivio cósmico.

        Quien dice, pues, persona, dice al mismo tiempo que quiebra el solipsismo epistemológico y el egoísmo ético (como enseña Lévinas), y que defiende la entrega y projimidad, el encuentro y el ad-venimiento, el acontecimiento y las experiencias vitalistas situadas en los estratos profundos del ser personal, con buenas vibraciones y como buena noticia.

        En todo caso, la relación que genera encuentro no es una mera relación noética, epistemológica, raciocinante, incorpórea, espectral o ectoplasmática, sino una muy humana forma de ser, a la que, por humana, le interesa lo mejor.

        Con esto, el conocimiento y el interés brotan al unísono, adviniendo desde los estratos profundos de la persona. Mas no sólo en el sentido en que Habermas lo ha mostrado, sino en el sentido de un conocimiento personal interesado, situado en el intersticio relacional del inter esse (cual comunidad presencializada en cada uno de los miembros que la componen).

        Esto es interesante para nuestro caso. E incluso des-inter-esante, por cuanto que su esse (su existir, su vivir) consiste en un des, en un des-vivirse por el otro.

        En resumen, desvivirse interrelacionándose es lo que, por paradoja, constituye al desinterés en algo real y verdaderamente interesante.

        Ahora bien, conviene considerar que el modo de ejercicio de la pasividad no es, en absoluto, el de la mera inacción, sino el del apasionamiento combatiente y compasivo que se ejerce en la com-pasión,.

        De esta forma, el comparecer deviene ahora en compadecer, y se muestra como un "desde ahora mismo" (según Lévinas) y como un "ahora que" acoge y sostiene. Si ésta es su teoría, su praxis consiste en algo consecuente: hacerse cargo del otro, en la larga avenida de la vida.

        Como consecuencia de esto, la pasividad del "soy amado, luego existo" no se parece en nada a la indiferencia del mero y abúlico desinterés (des-inter-es, lit. lo que es fuera del entre), sino a la acogida amable, solícita e interesada (inter-esada) por el hermano, como rehén del otro y ligado intrínsecamente a su destino.

        Ésta es la pregunta donde la palabra que pregunta (Wort) se encarna cual respuesta (Antwort), y la respuesta cual operante responsabilidad (uerantwortlichkeit) por el otro (Ebner).

        De esta manera, no podría ser el ser quien nos diera a conocer la verdad de la palabra, sino la palabra quien nos revelara la verdad del ser. La palabra es la que salva al mundo, y en ella adviene al humano conciencia de cuanto existe, de las cosas y de los acontecimientos, de Dios y de sí mismo.

        Tampoco es el propio ego el que se autoestablece o autoafirma (según el orden y el ser de las cosas que va de Descartes a Fichte), sino que es la palabra (que nos viene del ) la que nos asegura la existencia de cuanto existe. He aquí al respecto, para ratificarlo, las palabras del pensador judío Lévinas:

"Se trata de decir la identidad misma del yo humano a partir de la responsabilidad. Es decir, a partir de esa posición o de esa deposición del yo soberano en la conciencia de sí (deposición que, precisamente, es su responsabilidad para con el otro). La responsabilidad es lo que, de manera exclusiva, me incumbe, y humanamente no puedo rechazar. Esa carga constituye una suprema dignidad del único. Yo no soy intercambiable, sino que soy yo en la sola medida en que soy responsable. Yo puedo sustituir a todos, pero nadie puede sustituirme a mí. Tal es mi identidad inalienable de sujeto. En ese sentido, es en el que Dostoievski dice: Todos somos responsables de todo y de todos ante todos, y yo más que todos los otros"[5].

        Si esto es así, entonces también lo es que los derechos de los demás son derechos de ellos sobre mí, mientras que mis derechos son deberes hacia ellos.

        Dicho más místicamente, la pasividad del personalismo comunitario se afianza cuando se troca en activa respuesta esponsal del "uno para el otro", y cuando tenemos en cuenta que tanto el término respuesta como el término esposo/a vienen ambos de spondeo (lit. responder al otro, o corresponder).

        Todo esto (donación sin reducción) supone una novedad tan radical, en el orden sapiencial, que su ejercicio constituiría la más grande de las revoluciones de que pudiera darse noticia. Así que, si el personalismo comunitario no existiera, habría que inventarlo. En ese sentido, escuchemos unas elocuentes palabras de Finkielkraut:

"Esa realidad sobre la cual yo no tengo ningún dominio es una piel que no está protegida por nada. Desnudez que rechaza todo atributo y que no viste ningún ropaje. Es la parte más inaccesible del cuerpo y la más vulnerable. Trasparencia y pobreza. Muy alto, el rostro se me escapa al despojarme de su propia esencia plástica, y siendo muy débil me inhibe cuando miro sus ojos desarmados. Si está preparado, sobrepasa mi poder. Sin defensa, queda expuesto y me infunde vergüenza por mi frialdad o mi serenidad. Me resiste y me requiere, no soy en primer término su espectador, sino que soy alguien que le está obligado. La responsabilidad respecto del otro precede a la contemplación. El encuentro inicial es ético, el aspecto estético viene después. A merced mía, ofreciéndoseme, infinitamente frágil, desgarrado como un llanto suspendido, el rostro me llama en su ayuda, y hay algo imperioso en esta imploración: que su miseria no me da lástima y, al ordenarme que acuda en su ayuda, esa miseria me hace violencia. La humilde desnudez del rostro reclama, como algo que le es debido, mi solicitud y hasta se podría decir, si no temiera uno que este término hubiera sucumbido al ridículo, mi caridad. En efecto, mi compañía no le basta a la otra persona cuando esta se me revela de afuera; lo ético me cae de arriba y, a pesar de mí mismo, mi ser se encamina hacia otro"[6].

        Sea como fuere, Lévinas expresa la complejidad del rostro del otro mediante el término autrui, exclusivamente aplicable a una persona pero no a cosas. Tenga en cuenta el lector que autrui proviene del término latino alter huic (lit. para este otro), término que únicamente se da en singular diferenciado, que no admite ni género ni artículo y que sólo puede ser traducido en dativo (alterui, dativo de alter), en cuanto que este otro (cet autre), o este prójimo, o esta altruidad, este concreto y específico, para mí constituye ahora mi verdadera relación de altruismo.

        El rostro del otro, en todo caso, resulta una realidad demasiado compleja, un revoltijo de signos y de símbolos, un rostro que tiene la naturaleza de unas arenas movedizas. Oigamos, por ello, al prematuramente desaparecido Franz Rosenzweig, ratificando esa absoluta irreductibilidad de cada otro para mí:

"El estoico ama al prójimo, el spinozista ama al prójimo por esto: porque se sabe hermanado al hombre en general, a todos los hombres, o al mundo en general, a todas las cosas. Frente a este 'amor que arranca de la esencia, de lo universal, está el otro, el que surge del suceso, es decir, de lo más singular de todo lo que hay. Este singular camina paso a paso de un singular al próximo singular, de un prójimo al próximo prójimo, y renuncia al amor al lejano antes de que pueda ser amor al prójimo. Así, el concepto de orden de este mundo no es lo universal, ni el arché ni el telos, ni la unidad natural ni la histórica, sino lo particular, el acontecimiento, no comienzo o fin, sino centro del mundo. Tanto desde el comienzo como desde el fin del mundo es infinito; desde el comienzo, infinito en el espacio; hacia el fin, infinito en el tiempo. Sólo desde el centro aparece en el mundo ilimitado un limitado hogar, un palmo de tierra entre cuatro clavijas de tienda de campaña que pueden ir fijándose siempre más y más allá. Sólo vistos desde aquí, el principio y el fin se convierten, de conceptos-límite de la infinitud, en mojones de nuestra posesión del mundo; el comienzo en creación, el fin en redención"[7].

        En resumen, amar es lo que importa, pues "la caridad hace presente el don, presenta el presente como un don y hace don al presente"[8]. Ni Prometeo ni Narciso entendieron, a este respecto, la lección que les suministró el aparentemente indocto Francisco de Asís.

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  Act: 17/02/25       @portal de ética            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A  

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[1] cf. GIRARD, R; Des Choses Cachées depuis la Fondation du Monde, ed. Grasset, París 1978, p. 449.

[2] cf. MARION, J. L; "El conocimiento de la caridad", en Communio, IX (Madrid 1994), p. 384.

[3] cf. BUBER, M; Qué es el Hombre, ed. FCE, México 1949, pp. 105-106.

[4] cf. BUBER, M; op.cit, p. 61.

[5] cf. LEVINAS, E; Ética e Infinito, ed. Visor, Madrid 1991, pp. 85-96.

[6] cf. FINKIELKRAUT, A; La sabiduría del Amor, ed. Gedisa, Barcelona 1986, p. 27.

[7] cf. ROSENZWEIG, F; El Nuevo Pensamiento, ed. Visor, Madrid 1989, p. 3.

[8] cf. MARION, J. L; op.cit, p. 384.