19 de Abril

Viernes III de Pascua

Equipo de Liturgia
Mercabá, 19 abril 2024

b) Jn 6, 42-59

         En el final del discurso de Jesús sobre el Pan de la Vida, el tema es ya claramente eucarístico. Antes hablaba de la fe: de ver y creer en el enviado de Dios. Ahora habla de comer y beber la carne y la sangre que Jesús va a dar para la vida del mundo en la cruz, pero también en la eucaristía, porque ha querido que la comunidad celebre este memorial de la cruz.

         Ahora, la dificultad que tienen sus oyentes (v.52) es típicamente eucarística: "¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?". Antes (v.42) había sido cristológica: "¿Cómo dice éste que ha bajado del cielo?".

         El fruto del comer y beber a Cristo es el mismo que el de creer en él: participar de su vida. Antes había dicho "el que cree tiene vida eterna" (v.47), y ahora "el que coma este pan vivirá para siempre" (v.58).

         Hay 2 versículos que describen de un modo admirable las consecuencias que la eucaristía va a tener para nosotros, según el pensamiento de Cristo. El 1º es "el que come mi carne y bebe mi sangre, permanece (habita) en mí y yo en él" (v.56), sobre la intercomunicación entre el Resucitado y sus fieles en la eucaristía. Y el 2º es "el Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre: del mismo modo, el que me come vivirá por mí" (v.57), sobre la intercomunicación de Cristo con Dios Padre (misteriosa, pero vital y profunda).

         Pues bien, esa es la manera quiere Cristo sobre los que reciban y le coman la eucaristía: unirse a él, y tras él al Padre. Pues no dice que "vivirá para mí", sino "por mí". Como luego dirá que los sarmientos viven si permanecen unidos a la vid, que es el mismo Cristo.

         También el discurso de Jesús ha sido intenso, y nos invita a pensar si nuestra celebración de la eucaristía produce en nosotros esos efectos que él anunciaba en Cafarnaum.

         Lo de "tener vida" puede ser una frase hecha que no significa gran cosa si la entendemos en la esfera meramente teórica. ¿Se nota que, a medida que celebramos la eucaristía y en ella participamos de la carne y sangre de Cristo, estamos más fuertes en nuestro camino de fe, en nuestra lucha contra el mal? ¿O seguimos débiles, enfermos, apáticos?

         Lo dice Jesús: "El que me come permanece en mí y yo en él". Pero esto ¿es verdad para nosotros sólo durante el momento de la comunión, o también a lo largo de la jornada? Después de la comunión (en esos breves pero intensos momentos de silencio y oración personal) le podemos pedir al Señor, a quien hemos recibido como alimento, que en verdad nos dé su vida, su salud, su fortaleza, y que nos la dé para toda la jornada. Porque la necesitamos para vivir como seguidores suyos día tras día.

José Aldazábal

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         Hoy Jesús hace 3 afirmaciones capitales, como son: que se ha de comer la carne del Hijo del hombre y beber su sangre; que si no se comulga no se puede tener vida; y que esta vida es la vida eterna y es la condición para la resurrección (Jn 6, 53.58). No hay nada en el evangelio tan claro, tan rotundo y tan definitivo como estas afirmaciones de Jesús.

         No siempre los católicos estamos a la altura de lo que merece la eucaristía: a veces se pretende vivir sin las condiciones de vida señaladas por Jesús y, sin embargo, como ya escribió Juan Pablo II, "la eucaristía es un don tan grande, que en él no caben las ambigüedades o reducciones".

         "Comer para vivir" significa comer la carne del Hijo del hombre para vivir como el Hijo del hombre, lo cual se llama comunión. Se trata de un comer, y lo llamamos comer, para que quede clara la necesidad de la asimilación, de la identificación con Jesús. Se comulga para mantener la unión: para pensar como él, para hablar como él, para amar como él.

         "Vivamente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer" (Lc 22, 15), decía Jesús al atardecer del Jueves Santo. Hemos de recuperar el fervor eucarístico. Ninguna otra religión tiene una iniciativa semejante. Es Dios que baja hasta el corazón del hombre para establecer ahí una relación misteriosa de amor. Y desde ahí se construye la Iglesia y se toma parte en el dinamismo apostólico y eclesial de la eucaristía.

         Estamos tocando la entraña misma del misterio, de igual manera que Tomás palpó las heridas de Cristo resucitado. Los cristianos tendremos que revisar nuestra fidelidad al hecho eucarístico, tal como Cristo lo ha revelado y la Iglesia nos lo propone.

         Tenemos que volver a vivir la ternura de la eucaristía (genuflexiones pausadas y bien hechas, incremento del número de comuniones espirituales...) y, a partir de la eucaristía, sacralizar nuestra vida. Esa es la mejor forma de servir a la humanidad, al hacerlo con una renovada ternura.

Angel Caldas

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         "Mi carne es verdadera comida", dice el Señor. Palabras que nosotros los católicos agradecemos con humilde y ferviente adoración delante de cada sagrario, y que la propia Ecclesia de Eucharistia de Juan Pablo II trató de dignificar (EE, 22-24).

         La incorporación a Cristo, que tiene lugar por el bautismo, se renueva y se consolida continuamente con la participación en el sacrificio eucarístico, sobre todo cuando ésta es plena mediante la comunión sacramental. Podemos decir que no solamente cada uno de nosotros recibe a Cristo, sino que también Cristo nos recibe a cada uno de nosotros.

         Jesús ya había estrechado su amistad con nosotros, cuando dijo "vosotros sois mis amigos" (Jn 15, 14). A partir de ahora, somos nosotros quienes vivimos gracias a él: "El que me coma vivirá por mí" (Jn 6, 57). En la comunión eucarística se realiza de manera sublime que Cristo y el discípulo estén (habiten) el uno en el otro: "Permaneced en mí, como yo en vosotros" (Jn 15, 4).

         Al unirse a Cristo, en vez de encerrarse en sí mismo, el pueblo de la Nueva Alianza se convierte en sacramento para la humanidad, en signo e instrumento de la salvación, en obra de Cristo, en luz del mundo y sal de la tierra (Mt 5, 13-16) para la redención de todos. Y de esa manera, la misión de la Iglesia continúa la de Cristo: "Como el Padre me envió, también yo os envío" (Jn 20, 21).

         Por tanto, la Iglesia recibe la fuerza espiritual necesaria para cumplir su misión perpetuando en la eucaristía el sacrificio de la cruz y comulgando el cuerpo y la sangre de Cristo. Así, la eucaristía es la fuente y, al mismo tiempo, la cumbre de toda la evangelización, puesto que su objetivo es la comunión de los hombres con Cristo y, en él, con el Padre y con el Espíritu Santo.

         Con la comunión eucarística la Iglesia consolida también su unidad como cuerpo de Cristo. San Pablo se refiere a esta eficacia unificadora de la participación en el banquete eucarístico cuando escribe a los corintios: "El pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan" (1Co 10, 16-17). El comentario de San Juan Crisóstomo, al respecto, es detallado y profundo:

         "¿Qué es, en efecto, el pan? Es el cuerpo de Cristo. ¿En qué se transforman los que lo reciben? En cuerpo de Cristo; pero no muchos cuerpos sino un sólo cuerpo. En efecto, como el pan es sólo uno, por más que esté compuesto de muchos granos de trigo y éstos se encuentren en él, aunque no se vean, de tal modo que su diversidad desaparece en virtud de su perfecta fusión; de la misma manera, también nosotros estamos unidos recíprocamente unos a otros y, todos juntos, con Cristo".

         La argumentación es terminante: nuestra unión con Cristo, que es don y gracia para cada uno, hace que en él estemos asociados también a la unidad de su cuerpo que es la Iglesia. La eucaristía consolida la incorporación a Cristo, establecida en el bautismo mediante el don del Espíritu (1Co 12, 13.27).

         La acción conjunta e inseparable del Hijo y del Espíritu Santo, que está en el origen de la Iglesia (de su constitución y de su permanencia), continúa en la eucaristía. Bien consciente de ello es el autor de la Liturgia de Santiago: "En la epíclesis de la anáfora se ruega a Dios Padre que envíe el Espíritu Santo sobre los fieles y sobre los dones, para que el cuerpo y la sangre de Cristo sirvan a todos los que participan en ellos a la santificación de las almas y los cuerpos". La Iglesia es reforzada por el divino Paráclito a través la santificación eucarística de los fieles.

         El don de Cristo y de su Espíritu, que recibimos en la comunión eucarística, colma con sobrada plenitud los anhelos de unidad fraterna que alberga el corazón humano y, al mismo tiempo, eleva la experiencia de fraternidad, propia de la participación común en la misma mesa eucarística, a niveles que están muy por encima de la simple experiencia convival humana. Mediante la comunión del cuerpo de Cristo, la Iglesia alcanza cada vez más profundamente su ser "en Cristo como sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano".

         A los gérmenes de disgregación entre los hombres, que la experiencia cotidiana muestra tan arraigada en la humanidad a causa del pecado, se contrapone la fuerza generadora de unidad del cuerpo de Cristo. La eucaristía, construyendo la Iglesia, crea precisamente por ello comunidad entre los hombres.

Nelson Medina

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         Vamos llegando a la conclusión del Discurso Eucarístico en el cap. 6 del evangelio de Juan, y comienzan las reacciones de los oyentes. Sobre todo de los seguidores judíos de Jesús, que se preguntan escandalizados cómo podrá Jesús darles a comer su carne. Jesús reasume entonces los temas centrales del discurso que hemos desarrollado en los días anteriores: la vida verdadera (la "vida eterna") se alimenta del cuerpo y de la sangre del Señor resucitado, de la eucaristía.

         Aunque Juan no nos narre la institución del sacramento en la noche pascual, como lo hacen los sinópticos, él sabe que Jesús ha convertido el pan y el vino de la cena judía de acción de gracias, sea la que se celebraba cada tarde del viernes, al comenzar el sábado, o la que se celebraba anualmente en la noche pascual, en el memorial de su entrega a la muerte por nosotros, en el alimento de su comunidad. Alimento de la fe y del amor. Alimento para la vida fraterna, para la vida de la familia de Dios.

         Se insiste en el acto de comer y de beber, porque la eucaristía es un verdadero banquete, como los banquetes sacrificiales del AT en los que los fieles y el sacerdote comían parte de la carne inmolada, entrando en comunión con Dios a quien se ofrecía el sacrificio.

         Se insiste en la vida alimentada por este pan maravilloso: es la vida misma de Cristo, de su amor y de su sabiduría salvífica, por eso el que comulga habita en Cristo y Cristo en él. Como en un convite amoroso, como el banquete del Cantar de los Cantares, el que han probado los grandes místicos y místicas de la Iglesia, que han llegado a sentirse transformados en Cristo para amar y servir a sus hermanos.

         Pero la vida de Cristo es la vida de Dios, pues Cristo vive por el Padre y el que comulga vivirá por Cristo. Ya no hay pues, para el cristiano, otra forma de vida sino la del mismo Dios. Vida que se dona, se sacrifica, se regala. Tiene que superase el egoísmo; como Dios, el cristiano ha de vivir para los otros, para los favoritos de Dios: los pobres, los pequeños, los sufridos.

         Ha quedado así superada la muerte, precio y consecuencia del pecado de egoísmo. El cristiano, en Dios y en Cristo, vive para siempre. Como ha quedado superada, en Cristo, la alianza del AT, cuyo alimento era el maná del desierto. Ahora, en Cristo, todos pueden llegarse a la mesa misma del Señor.

Juan Mateos

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         En el evangelio de hoy Jesús responde a la objeción planteada por los discípulos de Jesús: "¿Cómo puede éste darnos de comer su carne?". En la mentalidad de los judíos, comer carne y beber sangre era un grotesco sacrilegio, pues comer carne estaba prohibido, la sangre debía ser vertida en la piedra del sacrificio (Gn 9,4; Lv 7,14) y la separación de sangre y carne significaba la muerte.

         En este contexto, se refiere por igual a la eucaristía y a la muerte en la cruz. Quien se decidiera a participar de la suerte de Jesús debía ser consciente de que arriesgaba su propio destino. La eucaristía es, en este contexto, solidaridad total con los crucificados. Entregando la vida se recibe la resurrección en el momento definitivo.

         La sinagoga, y todos los discípulos que seguían fieles a esa mentalidad, se resintieron inmediatamente a las pretensiones de Jesús, pues las exigencias de Jesús superaban el límite de su fidelidad religiosa. De ahí que concluyan: "Este discurso es bien duro. ¿Quién podrá escucharlo?".

Servicio Bíblico Latinoamericano

 Act: 19/04/24     @tiempo de pascua         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A