24 de Abril

Miércoles IV de Pascua

Equipo de Liturgia
Mercabá, 24 abril 2024

b) Jn 12, 44-50

         En la fiesta de la Dedicación del Templo Jesús ha decidido proclamar en medio de la gente el misterio de su persona. Es el enviado de Dios, viene de parte de Dios. Más aún: "El que me ve a mí, ve al que me ha enviado". Se trata, una vez más, de la gran disyuntiva: "El que me rechaza y no acepta mis palabras, ya tiene quien le juzgue", porque "lo que yo hablo lo hablo como me ha encargado el Padre". Jesús ha venido a salvar, y el que no le acepta, él mismo se excluye de la vida.

         Esta vez la revelación de su identidad (para la que en otras ocasiones se sirve de las imágenes del pan o del agua o del pastor o de la puerta) la hace Jesús con otra muy expresiva: "Yo he venido al mundo como luz, y así el que cree en mí no quedará en tinieblas".

         Se trata de la misma imagen que aparecía en el prólogo del evangelio ("la palabra era la luz verdadera"; Jn 1, 9) y en otras ocasiones solemnes ("yo soy la luz del mundo"; Jn 8, l). Pero siempre sucede lo mismo: "Los hombres amaron más las tinieblas que la luz" (Jn 3, 19). Es decir, que Cristo, como luz que es, sigue dividiendo a la humanidad. Pues también hoy hay quien prefiere la oscuridad y la penumbra, sabiendo que la luz les compromete y es capaz de poner en evidencia lo que hay, tanto si es bueno como malo.

         Nosotros, seguidores de Jesús, ¿somos hijos de la luz? ¿O todavía tenemos zonas en la penumbra, por miedo a que la luz de Cristo nos obligue a reformarlas? Ser hijos de la luz significa caminar en la verdad, sin trampas, sin subterfugios. Significa caminar en el amor, sin odios ni rencores, pues "quien ama a su hermano permanece en la luz" (1Jn 2, 10). La tiniebla es tanto dejarnos manipular por el error, como encerrarnos en nuestro egoísmo.

José Aldazábal

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         El evangelista pretende llevar hoy a la conciencia del oyente qué es lo que estaba entonces en juego y qué es lo que sigue estando siempre en juego cuando se trata del evangelio. El evangelio es de una actualidad permanente. Por eso precisamente el oyente cristiano no puede ni debe darse por satisfecho por lo que le ocurrió a los judíos. porque eso mismo puede volver a suceder tanto hoy como mañana.

         Y es que el evangelio será siempre crisis para todo el mundo y para todos los hombres de todos los tiempos. Estas breves líneas del evangelio de hoy tienen una vigencia permanente, una importancia decisiva para todos los oyentes presentes y futuros.

         "Jesús exclamó", o según otros "levantó la voz". En todo caso, se trata de un clamor o grito de Jesús, que caracteriza siempre el discurso que sigue como un discurso de revelación, dirigido a la opinión pública del mundo. Debe resonar con fuerza el alcance de esta revelación de Cristo, de manera que a nadie se le pueda pasar por alto o la pueda olvidar.

         ¿Y cuál es el contenido de esta revelación? Sencillamente, el contenido fundamental del evangelio de Juan: el que cree en Jesús, no cree sólo en Jesús, sino que cree también en Dios, el Padre. Después de realizada la revelación de Dios en el Hijo, la fe en Cristo y la fe en Dios son para Juan la misma cosa. Son esa única y misma cosa, porque el Hijo y el Padre son uno.

         Por eso, para el cristiano, la última meta de la fe en Jesús no es un Jesús aislado en sí mismo, sino un Jesús que lleva hasta Dios. Jesús es la epifanía de Dios, de manera que quien ve a Jesús ve al Padre. En la persona de Jesús es Dios quien sale al encuentro del hombre. Con esto queda dicho que de ahora en adelante a Dios sólo se le puede ver y encontrar en Jesucristo.

         "Yo, la luz, y he venido al mundo para que todo el que crea en mí no siga en tinieblas", recuerda Jesús, pues como su evangelista recordará más tarde, "él era la luz verdadera que, viniendo a este mundo, ilumina a todo hombre".

         Desde la encarnación del mundo, la luz ya no es una metáfora o algo impreciso de sentido, sino Jesucristo en persona. Él es la luz que viene al mundo, el portador de la salvación para los hombres. La luz vino al mundo justamente para que brille este propósito divino de salvación universal (y esta es la paradoja de la fe) para que brille aun más esta voluntad salvadora de Dios en la oscuridad más profunda de la cruz.

         "Al que oiga mis palabras y nos las cumpla, yo no le juzgo porque no he venido para juzgar al mundo; sino para salvar al mundo". Porque Jesús es la más clara manifestación de esta voluntad salvadora de Dios, que llama a los hombres en lo más íntimo de sus conciencias a que acojan esta salvación de Dios que gratuitamente se les ofrece, justamente por esto al hombre se le brinda también la posibilidad de la pérdida de la salvación, de forma que lo que se le ofrece como salvación, se le pueda cambiar y de hecho se le cambia en juicio, cuando no cree.

         "El que me rechaza y no acepta mis palabras, tiene quien lo juzgue: la Palabra que yo he pronunciado, esa lo juzgará en el último día". La revelación no actúa como magia salvadora, y al hombre no se le puede privar del riesgo de su libertad histórica. Por eso conserva siempre una responsabilidad última sobre sí y su salvación. Por eso, quien no acepta a Jesús y sus palabras encuentra su juez en la palabra de Jesús.

         "La palabra que yo he pronunciado (recuerda Jesús), ésa lo juzgará en el último día". Es decir, que la palabra de Jesús se convierte en juez del hombre, como si se alzara contra él y señalara que entre este hombre y Jesús no hay comunión alguna, de modo que al rechazar la palabra de Jesús se rechaza y reprueba a sí mismo.

         El juicio del hombre no consiste en un acto externo y firme, sino que es un autojuicio. El hombre con su conducta pronuncia sentencia contra sí mismo, cosa que saldrá a relucir "en el ultimo día", pero cuyo tiempo de decisión es el momento presente. La decisión se da aquí y ahora entre fe e incredulidad. Lo que ocurrirá en "el último día" no será más que la manifestación pública de la decisión tomada aquí.

         Desde el principio hasta el fin de su actividad, Jesús no ha enseñado nada por su cuenta, independientemente del Padre. El Padre, que le ha enviado, es la fuente de cuanto ha dicho. Por eso necesariamente tiene que haber una coincidencia absoluta en el juicio último. La palabra de Jesús es la palabra del Padre.

         Que Jesús, nuestra luz, ilumine los obscuros recovecos de nuestro corazón para que no vivamos engañados y transforme nuestra vida en claridad cristiana que la haga transparente a los demás. Vosotros, los que veis, ¿qué habéis hecho de la luz? ¿Qué son los santos? Las vidrieras de las catedrales, hombres que han dejado pasar la luz.

Noel Quesson

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         En el evangelio de hoy, Jesús grita. Y grita como quien dice palabras que deben ser escuchadas claramente por todos. Su grito sintetiza su misión salvadora, pues ha venido para "salvar al mundo" (Jn 12, 47), pero no por sí mismo sino en nombre del "Padre que me ha enviado y me ha mandado lo que tengo que decir y hablar" (Jn 12, 49).

         Todavía no hace un mes que celebrábamos el Triduo Pascual, y ¡cuán presente estuvo el Padre en la hora de la Cruz! Como escribió Juan Pablo II: "Jesús, abrumado por la previsión de la prueba que le espera, y solo ante Dios, lo invoca con su habitual y tierna expresión de confianza: Abbá, Padre". La importancia de esta obra del Padre y de su enviado, ya de por sí merece una respuesta personal por parte de quien escucha.

         Pues bien, en dicha respuesta está el creer (Jn 12, 44), y en eso consiste la fe. Una fe que nos da (por el mismo Jesús) la luz para no seguir en tinieblas. Por el contrario, el que rechaza todos estos dones y manifestaciones, y no guarda esas palabras "ya tiene quien le juzgue: la Palabra" (Jn 12, 48). Aceptar a Jesús es, entonces, creer, ver y escuchar al Padre. Y significa no estar en tinieblas, sino obedecer el mandato de vida eterna. Bien nos viene la amonestación de San Juan de la Cruz:

"El Padre todo nos lo habló junto y de una vez por esta sola Palabra. Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo sería una necedad, sino que haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, evitando querer otra alguna cosa o novedad".

Julio Ramos

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         Para Jesús, la única manera de hacerse hijo de Dios es volverse transparencia de él, porque a pesar de ese gran amor que Dios siente por nosotros no se manifiesta de manera personal ante nosotros, todas sus manifestaciones las hace valiéndose de hombres o mujeres.

         El testimonio que trae Jesús a la humanidad es importante porque de él se puede aprender que lo el Padre desea no es tanto que creamos en él cuanto que nuestras acciones sean como las de su Hijo enviado. Es decir, que no debe resultar extraño que, como en toda empresa humana, en el camino hacia la construcción del Reino se vivan momentos de dificultad, de intenso amor, de bondad de las personas... y otros donde se perciba la revolución que produce su advenimiento. Lo que se aprecia en esta perícopa es la dificultad de la crisis.

         La generación contemporánea de Jesús pudo entender, gracias a su testimonio, que ser adherente al proyecto del reino de Dios significaba ser el centro de todas las críticas, y por ende, de las más abusivas injurias. Es por lo que las cualidades que se necesita tener introyectadas para entrar al Reino (gracia, amor, compasión, fraternidad y demás valores humanos) deben estar bien cimentados. De lo contrario la misma realidad se encargará de irlos desnudando si son falsos, y la conciencia será la única acusadora de las personas.

         Nuestras comunidades deben ser conscientes de que dentro de la opción por el Reino existen problemas difíciles de superar y sus crisis son el producto de la manera como sus realidades desnudan nuestros pecados. El juicio al que hacemos alusión no es el de tener que presentarse ante un juez, por lo cual vamos a estar viviendo siempre atemorizados; se refiere más bien al llamamiento al orden que nuestra conciencia nos hará.

Juan Mateos

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         El pasaje del evangelio de Juan que hoy hemos leído pertenece al final del llamado Libro de los Signos (Jn 1-12), que precede al Libro de la Gloria (Jn 13-20). En este Libro de los Signos Jesús se ha ido revelando Jesús por medio de sus obras (los signos milagrosos, la predicación y los diálogos con diversos interlocutores), y algunos han creído en Jesús y se han adherido a él (mientras otros, la mayoría de los judíos, no han creído).

         Se trata de los preámbulos del gran drama de la Pasión, en el cual se nos revelará la gloria del Hijo de Dios, verdadero rey mesiánico de Israel, el Hijo del hombre escatológico, el Hijo de Dios entronizado a la derecha del Padre.

         Como una especie de balance de su obra, Jesús declara que creer en él es creer en quien lo ha enviado, y que verlo a él es ver a quien lo ha enviado, en una serie de temas que resonarán nuevamente en los discursos de despedida (Jn 13,20; 14,7-9). Nosotros creemos en Jesús, y lo vemos a través de sus palabras, a través de las palabras de la predicación de la Iglesia (para no perderlas en el mare magnum de las palabras humanas, o del internet).

         La palabra de Jesús, en cambio, es la Palabra de nuestra efectiva salvación. Por ella Dios creó al mundo (Gn 1, 1-2, 4), y ella se expresó en la ley para la salvación y vida del pueblo de Israel. Por dicha Palabra los profetas fueron enviados a declarar el justo juicio de Dios, y ahora dicha palabra de Dios se ha encarnado en Jesús, manifestando a todos lo que quiere manifestar el Padre.

         Esta es la Palabra que los judíos incrédulos no recibieron, pero que ilumina a quienes la acogieron. Palabra y luz son, pues, sinónimos en el mensaje de Juan, como una metáfora de la verdad que buscamos afanosamente, del sentido definitivo de nuestra existencia personal, de la existencia del mundo y de la respuesta a todos nuestros interrogantes.

         La Palabra no es otra que el mismo Dios, de quien el mismo Juan dice: "Dios es luz, y en él no hay tiniebla alguna" (1Jn 1, 5). Y no es otra que la jueza final del hombre, pues el propio Cristo dice que él no juzga a nadie (porque "no ha sido enviado a juzgar, sino a salvar") pero que sí lo hará su Palabra (dictando sentencia según se la haya creído, y seguido, o no).

         Nos acordamos del evangelio de Mateo en donde Jesús dice que seremos juzgados de acuerdo a nuestra actitud de amor y de servicio a nuestros hermanos necesitados: "Porque tuve hambre y me dieron de comer, tuve sed y me dieron de beber" (Mt 25, 31-46). Ésta es la palabra de Jesús que nos reta, nos interpela y que, finalmente, nos juzgará, según la hayamos acogido o no.

Confederación Internacional Claretiana

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         El evangelista nos presenta hoy a Jesús como un "juicio al mundo". El mundo es una expresión que denomina todas las creaciones humanas que están al servicio de un interés particular. La cultura, la ideología, las organizaciones políticas y sociales, conforman el mundo. Pero un mundo que no se identifica con la geografía del planeta, sino con las organizaciones humanas.

         Jesús representa un juicio a todas las organizaciones humanas. El testimonio que da de una vida auténtica es la mejor expresión de la voluntad divina. Su palabra, que es de plenitud y abundancia, surge como una mano que señala las organizaciones y las personas que se oponen radicalmente a la voluntad de Dios. Estas personas e instituciones se condenan a sí mismas, porque su ética contradice el imperativo de "amar al prójimo como a sí mismo".

         Al interior de la comunidad cristiana la palabra de Jesús se convierte en fuente de salvación. El nuevo mandamiento se ha instaurado con la única intención de favorecer la vida auténtica y plena de cada persona. La vida de la comunidad se convierte en testimonio ante el mundo entero. De este modo, no es la comunidad la que se refrenda a sí misma, sino que es Jesús mismo quien da un testimonio favorable.

Servicio Bíblico Latinoamericano

 Act: 24/04/24     @tiempo de pascua         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A