22 de Mayo
Evangelio del Lunes VII
Jn
16, 29-35
Mercabá, 22 mayo 2023
Los discípulos de Jesús le reprochan más de una vez hablar en un lenguaje demasiado oscuro o enigmático. En esta ocasión, por el contrario, le dicen que habla claro, sin recurrir a esas comparaciones (=parábolas) que más que revelar, encubren. Ahora –dicen- vemos que lo sabes todo y no necesitas que te pregunten; por ello creemos que saliste de Dios.
Resulta extraño que aquellos "torpes" discípulos digan que ya no necesitan hacerle preguntas, como si todo se les hubiese esclarecido de repente y la fe en él se hubiese abierto camino en medio de las anteriores dificultades. Es como si hubiese salido el sol para sus mentes y hubiesen desaparecido todas las nubes interpuestas en su camino. Se trata de esa fe que le confiesa salido de Dios: venido de parte de Dios (=enviado) y tal vez engendrado (=Hijo) del mismo Dios.
Pero Jesús no se deja engañar por estas aparentes, y fugaces, claridades sobrevenidas tras días de nubarrones, o por estos entusiastas arrebatos de fe, y les dice: ¿Ahora creéis? Pues mirad: está para llegar la hora, mejor, ya ha llegado, en que os disperséis cada cual por su lado y a mí me dejéis solo. Pero no estoy solo, porque está conmigo el Padre. Anuncia, pues, tiempos de dispersión para los que confiesan una lealtad inquebrantable; y es que no bastan los buenos propósitos para las voluntades débiles y enfermizas, sujetas a todo tipo de miedos y de presiones.
Y así fue. Su prendimiento en el huerto desató la inmediata dispersión de esos discípulos que le habían acompañado hasta entonces. No fueron capaces de afrontar los riesgos del momento. Sólo acontecimientos posteriores restablecerían la situación y harían de aquellos temerosos y amedrentados hombres testigos insobornables del Resucitado.
Ciertamente, los discípulos dejaron a Jesús solo, pero de compañía humana. Pues Él nunca estará solo, porque tendrá siempre junto a sí y en sí a su Padre del cielo, con una presencia (paterna) que no le abandonará nunca. Ni siquiera en esos momentos de soledad y de oscuridad que le hacen gritar: ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?, se siente solo, puesto que está implorando a su Padre con una oración sálmica. La presencia sorda o silenciosa de su Padre sigue estando ahí, en esos momentos de dolor profundo y desgarrador. No está solo. Su Padre sigue estando con él.
La premonición anterior, sin embargo, no le impide dirigir a sus discípulos palabras tranquilizadoras y estimulantes: Os he hablado de esto para que encontréis la paz en mí. En el mundo tendréis luchas; pero tened valor. Yo he vencido al mundo. No podrán pasar por el mundo sin tener que afrontar luchas. Las luchas son inevitables en esta vida. Vivir es luchar. Pero en medio de tales luchas se puede encontrar la paz y se puede vencer; porque él ha vencido al mundo y nos permite compartir su victoria o vencer con él.
Ambas cosas nos son posibles: encontrar la paz en él y vencer con él. Se trata de una paz compatible con las luchas (cárceles, enfermedades, humillaciones, empeños, trabajos, etc.), porque se sitúa a un nivel más profundo que el de las mismas luchas, aunque éstas también afecten a los niveles psicológicos y físicos de nuestra vida. Pero es una paz muy ligada a la victoria sobre el mundo, que es superación de tentaciones y ensoñaciones y liberación de servidumbres que nos esclavizan.
Con la victoria sobre el mundo turbulento de las pasiones sobreviene la paz. Pero sólo el que nos ayuda a vencer sobre ese mundo puede proporcionarnos esta paz, casi inalterable, porque se sustenta en aquel que ha vencido al mundo. Todos deseamos la paz. Hasta quienes hacen la guerra desean esa paz que esperan conseguir tras alcanzar la victoria.
Pero aunque todos la desean, no todos la alcanzan, porque hay acciones que son generadoras de nuevos conflictos, creándose una espiral que nunca da con el orden seguro en que consiste la paz. Y en un mundo dividido por el pecado, la misma presencia del pacificador que viene a unir lo que el pecado divide engendra desorden, o mejor, saca a la luz el desorden existente que imposibilita la paz de los afectados por el mismo.
Sólo los que permiten la instauración de ese orden en sus corazones dejan que la paz se siembre en el mundo: la paz que tiene su origen en Dios y de la que Jesús es portador, enfrentando el mal que divide y pacificando los corazones en conflicto consigo mismos y con los demás. Ojalá que encontremos la paz, que es posible encontrar en este mundo, en él.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ·CID, doctor en Teología