28 de Mayo
Evangelio de Pentecostés
Jn
20, 19-23
Mercabá,
28 mayo 2023
Pentecostés es el cumplimiento de la promesa del envío y donación del Espíritu Santo, el Don del Padre y el Hijo a la humanidad, don entre sus dones espléndido, pues en él se encierran todos los dones divinos, incluido el don del Hijo. San Pablo, hablando del Hijo, nos dice que Dios nos lo ha dado todo con él. Es cierto, pero esta donación se consuma con la entrega del Espíritu Santo, que es también su Espíritu y cuya vida y misión no pueden concebirse sin él, puesto que él mismo es el Ungido del Espíritu. Por eso, podrá exhalar su aliento sobre sus discípulos y decir: Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.
La eficacia de semejante acción sólo se entiende si se dispone realmente de la fuerza del Espíritu divino. Luego el don del Hijo a la humanidad no se hace propiamente don para cada uno de nosotros hasta que no nos es dado el Espíritu Santo en nuestro particular Pentecostés. Ello pone de relieve que Pentecostés es también culminación de la Encarnación y de la Pascua. La misión de Cristo culmina con el envío del Espíritu Santo, que será quien prolongue y lleve a término esta misión con la colaboración de sus testigos.
Enviado el Espíritu Santo, ya no cabe enviar a nadie más desde el Padre. Sólo queda dejar trabajar al Espíritu en nosotros y en el mundo. Tal es nuestra tarea en cuanto cristianos, esto es, en cuanto ungidos del mismo Espíritu de Cristo. Y no es una tarea de poca monta, puesto que implica la transformación de ese mundo al que pertenecemos conforme a los designios de Dios Padre.
Pentecostés es la fiesta del Espíritu, porque el Espíritu fue enviado históricamente el día de Pentecostés, un día ya conmemorativo en la tradición judaica, dado que los judíos recordaban en este día otro don divino, la entrega de las tablas de la Ley a Moisés en el monte Sinaí. Tratándose de dones de procedencia divina, no es extraño que Lucas haga coincidir esta fecha con la entrega del Espíritu Santo, el don más espléndido entre los dones del cielo, a su Iglesia, o mejor, a ese grupo de seguidores de Jesús que empieza a ser Iglesia precisamente por la recepción del Espíritu.
Es este mismo Espíritu el que transforma esa congregación de seguidores en Iglesia o Asamblea cristiana, convirtiéndose en alma de la misma, puesto que pasa a ser el elemento vitalizante, cohesionante y fecundante del organismo que sostiene. Pentecostés significó en su día, por tanto, la puesta en marcha de la Iglesia. Y el primer acto de esta Iglesia así constituida, en acto, por la fuerza del Espíritu fue un acto misionero.
Así lo describe el libro de los Hechos: un hablar en voz alta de las maravillas de Dios en todos los idiomas, es decir, un hablar para que se oiga en todas partes, un hablar con destino universal de Dios y de sus planes salvíficos, un hablar referido a Dios y a sus maravillosas acciones en favor de esa humanidad doliente, desesperanzada, resignada a su destino mortal, acciones que alcanzan su cima en la resurrección de Jesús y su triunfo sobre la muerte misma. Con este anuncio misionero (kerigma) los apóstoles, inflamados por el Espíritu del Resucitado, estaban poniendo en práctica el mandato de su Maestro y Salvador: Id por todo el mundo y proclamad el evangelio.
El Espíritu, por tanto, no venía a deshacer lo hecho por Jesús, sino a continuarlo y completarlo, a llevarlo a término. Ésta es fundamentalmente la labor del Espíritu de Pentecostés, llevar a término la obra culminada por Jesús en el Calvario y en la Ascensión en y con su Iglesia. Porque el Espíritu ni actúa por cuenta propia, ni actúa por sí solo, sino por medio de aquellos en los que opera y por los que se hace presente, es decir, por medio de aquellos (ungidos) a los que ilumina con su luz, fecunda con su vida, enardece con su fuego, mueve con su fuerza, da vigor y consistencia con su energía, unifica con sus vínculos.
Entre estos se encuentran apóstoles, mártires, vírgenes, santos en los que se deja ver con extrema claridad el amor que fructifica en frutos de vida cristiana, frutos de variados sabores y colores, pero que tienen una única fuente de energía, ese Espíritu, el Amor de Dios, que fue derramado en sus corazones.
Al Espíritu, siendo persona divina, se le suele comparar con realidades impersonales como el agua, la luz, el aceite, el fuego, el viento. Se hace así, seguramente, por los efectos que provoca su actuación y que tienen tanto que ver con los efectos generados por estos elementos de la naturaleza en el plano físico, efectos como la limpieza, la luminosidad, la lubricación, la inflamación o el empuje. Tales son también los efectos del Espíritu en su plano o dimensión espiritual.
Sucede, además, que el Espíritu actúa como espíritu o fuerza interior, con esa energía que no se ve, pero que se hace notar cuando se activa, porque provoca efectos notorios, acciones heroicas, grandes empresas, cambios inusitados, hazañas inimaginables; pero en todo esto obra tan de incógnito que cede todo el protagonismo histórico a esos humanos a quienes proporciona su fuerza y su luz, pues él es la luz con la que los “espirituales” ven la realidad del mundo revestido de sombras y de luces y la energía o la levadura con la que se disponen a transformarlo una vez que ellos han quedado transformados; él es también el fuego que inflama de entusiasmo y de ardor apostólico los corazones de los que emprenden la tarea de la misión después de haberles purificado de sus apegos y desligado de sus ataduras de origen; él es, finalmente, la fuerza (viento, aceite) que mantiene en la brecha a sus trabajadores rechazando tentaciones de desánimo y deserción en medio de las acometidas que les tiene reservado el combate de la vida.
El Espíritu es, pues, el que dentro de nosotros hace que hagamos la voluntad de Dios, hace que continuemos la misión de Cristo en el mundo, hace que veamos la vida con ojos de fe y de esperanza, hace que amemos como él nos amó, hace de nosotros, ungidos por él, otros Cristos. Pero lo hace en nosotros y desde nosotros, sin aniquilar nuestra naturaleza, sin despotenciarnos, sin arrebatarnos nuestra voluntad y nuestro entendimiento, sino más bien solicitando de nosotros poner a su disposición esas potencias para dejarle obrar en ellas, de modo que pueda incrementar su capacidad visual y su fuerza volitiva para la ejecución de obras buenas u obras conformes a la voluntad de Dios.
Tales efectos no son otra cosa que la luz que permite a nuestro entendimiento ver el bien que está más allá de la apariencia de mal o la vida que está más allá de la muerte, y la atracción amorosa que permite a nuestra voluntad apetecer el bien que está más allá de sus simples apariencias.
Tal es el Espíritu recibido por los apóstoles el día de Pentecostés y por nosotros el día de nuestros pentecostés, a comenzar por el bautismo, la confirmación y demás momentos sacramentales y a continuar por esta celebración anual en que la liturgia actualiza para nosotros la presencia y recepción de este Don, un Espíritu de sabiduría, entendimiento y ciencia, un Espíritu de fortaleza, piedad y temor de Dios, pues tales son los dones en los que se vierte este Don, de modo que donde haya un hombre de Espíritu (= un santo) allí encontraremos a un hombre sabio, fuerte, piadoso, temeroso de Dios; y lo encontraremos dando frutos, evidentemente los frutos del Espíritu, de los que ya hace mención el gran apóstol, el amor, la alegría, la paz, la comprensión, la servicialidad, la amabilidad, la lealtad, el dominio de sí.
Bebamos, pues, de este “agua” salutífera, el Espíritu, para dar los “frutos” en los que se concentra y se expande la vida de Dios en nosotros. ¡Feliz Pentecostés!
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ·CID, doctor en Teología
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