ALBERTO
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Valparaiso, 1 enero 2023
José Moraga, catedrático de Filosofía

          La historia ha tildado a Alberto de magno y mago, haciendo un juego malabar que apenas distingue el ocultismo (que Alberto no tuvo) del conocimiento de lo oculto (que San Alberto sí tuvo). Y es verdad que Alberto descubrió cosas desconocidas (el arsénico, la potasa cáustica, los compuestos del plomo y minio...), pero lo hizo gracias a su espíritu de observación y no a las malas artes de los ocultistas.

          En efecto, fue Alberto físico, químico, astrónomo, geómetra y naturalista, y conoció las propiedades de los cuerpos y de la naturaleza. Es verdad que leyó libros de magia, pero no para aprender sus artes sino, como él mismo decía, “para no ser tentado por sus procedimientos, que juzgo inválidos e inadmisibles”. Los sensatos le llaman magno, mientras los ignorantes siguen llamándole mago. Y con este nombre le dedicaron una plaza en París, en aquel mismo sitio que sus miles de alumnos se concentraban para oírle, cuando no cabían en las aulas de la facultad.

a) Vida y obra

          Nació en 1206 en Lauingen (Baviera), en el seno de una familia militar que contaba con castillo propio (a orillas del Danubio) y había tenido una larga historia de servicio al emperador. En dicho Castillo de Lauingen pasó Alberto los primeros años de la infancia, hasta que pasó a la escuela catedralicia, y allí empezó a aprender las letras.

          Pero al joven Alberto no le llamaba la milicia, y le atraía la observación de la naturaleza. Por eso se dirigió a la universidad de Padua, y allí se licenció en artes liberales y entró en contacto con la filosofía aristotélica. Sin embargo, la ciencia sola no le convenció nunca, y por eso decidió vestir en adelante un hábito dominico, de la reciente orden española fundada por Santo Domingo de Guzmán.

          Doctorado en filosofía y teología por la universidad de París, obtuvo Alberto la cátedra de Filosofía en la universidad de París, desarrollando en adelante una frenética vida docente en las universidades de Colonia, Hildesheim, Friburgo, Estrasburgo y París. Fuera de las aulas, estudió Alberto las leyes de la naturaleza y del universo, las propiedades de los minerales y de las hierbas, las costumbres de los animales y cualquier tipo de secreto de la creación.

          Montó en su propia casa lo que pasó a ser el 1º laboratorio de química de la historia, movilizando en él a un equipo de ayudantes con el que hacía excursiones audaces y peligrosas a lugares difíciles, en los cuales “robaban sus secretos a la naturaleza” y obtenían la materia prima para sus análisis de laboratorio. A la observación añadió la habilidad, y al laboratorio de química sumó lo que llamaríamos gabinete de física y taller mecánico. Dice la leyenda que construyó una cabeza parlante, destruida a golpes por su discípulo Tomás de Aquino al creerla obra del demonio.

          Su labor no terminó con el estudio de las criaturas, pues además de naturalista fue teólogo. En ese sentido, cuando se puso a escribir sus 20 volúmenes en folio, lo hizo señalándose a sí mismo una meta clara: “Et intentionem nostram in scientiis divinis finiemus” (lit. terminaremos hablando de las cosas de Dios).

          Si de la magnitud de la obra albertina se trata, esta es posible clasificarla en 3 grandes grupos, a saber: obras teológicas, filosóficas y ciencias de la naturaleza. Dentro de las obras teológicas se encuentran los comentarios bíblicos, comentarios de obras sistemáticas, obras sistemáticas, obras litúrgicas y una serie de sermones.

          La literatura filosófica, a su vez, está compuesta por obras sobre lógica, ética, metafísica y algunos opúsculos menores. Las ciencias de la naturaleza, por su parte, fueron tratadas por Alberto de un modo singular, abarcando numerosos estudios sobre física, astronomía, geología, meteorología, mineralogía, química, psicología, antropología, fisiología, biología y zoología[1].

b) Pensamiento

          El desarrollo de la filosofía y de la teología de Alberto Magno[2] goza de una magnitud que, con la perspectiva que nos ofrece el paso de 800 años, está siendo cada vez más valorada y estudiada, sobre todo en atención de aquello que la profesora Anneliese Meis destaca como la tan peculiar forma mentis de Alberto[3].

          Alberto Magno tiene el mérito de haber abarcado la totalidad de un saber de casi 1000 años (200-1200 d.C), y de ahí que se le conozca como doctor universalis.

b.1) Sobre la teología

          Para abordar el estudio sobre la filosofía de Alberto Magno, nos permitimos exponer algunos puntos que juzgamos como capitales en su pensamiento, comenzando por su relación con la ciencia teológica.

          En 1º lugar, destacamos el carácter soteriológico de la teología que sugiere la reflexión albertina. En efecto, proviniendo la teología de un alguien que es superior y siendo fijada en nosotros como un sigillum (signo o señal de la sabiduría de Dios), el corazón humano es elevado hacia ella adquiriendo purificación e inmortalidad[4].

          Esto nos invita a considerar muy seriamente que la teología de suyo no puede ser un saber que comience y termine en si, sino que, al provenir de Dios, hacia él debe conducir. Si la teología (tanto en su estudio como en su formulación mas académica) no está encaminada a la apertura de horizontes salvíficos, se estaría convirtiendo en un vehículo que permite alcanzar cierta sabiduría respecto de Dios, pero difícilmente sería un camino de encuentro con la fuente y el origen de la salvación.

          En esta misma línea puede entenderse la propuesta de Alberto sobre la “necesidad de padecer” a Dios; propuesta, por lo demás, que está impregnada de la doctrina teológica de Pseudo Dionisio: “Patiendo divina didicit divina[5].

          La iluminación del intelecto, en 2º lugar, es otra de las notas características de la teología. En este sentido, hay que señalar que Alberto es deudor de la doctrina de Averroes; esto es, que a través de la illuminatio “el intelecto humano es movido por el intelecto divino al acto del conocimiento”[6].

          En cuanto a la teología, es Dios mismo quien actúa en nosotros a través del don del Espíritu (gracia increada), pues toda la verdad es enseñada por el Espíritu de la Verdad[7]. Así, la teología, que tiene su origen en Dios, luz de luz, es precisamente iluminación, aunque nunca debe perderse de vista que es “una luz participada”.

          En 3º lugar, podemos señalar que la teología es ciencia, pero con un carácter muy peculiar. En efecto, Alberto sostiene que lo que se conoce ex primo es más verdaderamente conocido que lo que se conoce ex secundorum. Más aún, lo que se conoce por causa de lo inmutable (ex immobilibus) es más verdaderamente conocido que lo que se conoce a partir de lo mutable (ex mobilibus).

          Ahora bien, lo que se conoce por inspiración es conocido ex primo y lo que se conoce por revelación es conocido ex immobilissimis. Y de aquí que la teología sea verdadera ciencia, puesto que tiene su origen en la más alta de las causas, de la cual es difícil tener conocimiento sin la iluminación divina.

          Por último, podemos considerar la definición de teología que aporta Alberto Magno: la teología es “ciencia según la piedad”. Se trata de una ciencia que está orientada a aquello que mueve a la piedad (secundum pietatem), pues, en cuanto ciencia, no versa sobre lo se puede conocer de modo simple, ni sobre todo lo que se puede conocer, sino sobre aquello que genera, alimenta y robustece la fe.

          Nuevamente aparece el carácter soteriológico de la ciencia teológica, que según Alberto parece estar más bien del lado de lo práctico que de lo puramente especulativo. Esto último nos invita a pensar el quehacer teológico como un camino cierto de perfeccionamiento humano.

b.2) Sobre Dios

          El comentario de Alberto Magno al De Mystica Theologia de Dionisio nos remite a pensar en 2 aspectos muy singulares sobre el misterio de Dios. A saber, que se trata de un:

-misterio de ocultamiento,
-misterio de superluminosidad.

          Ambos aspectos constituyen el corazón de las características divinas, que se suponen presentes en el misterio de Dios que ambiciona penetrar la teología.

          La consideración del ocultamiento de Dios (o de lo oculto de Dios) nos pone frente a una realidad que no podemos dejar pasar: Dios es Dios y nosotros somos criaturas. La trascendencia divina resalta con toda su fuerza cuando tomamos el peso de lo que significa buscar (conociendo y amando) al Deus absconditus. Nuestro Dios es el Dios que permanece “clausum et occultum”.

          Podríamos afirmar fehacientemente que ¡estamos ante un misterio! Esta parece ser la consigna. Pero que permanezca cerrado y oculto no significa que Dios sea un Dios solitario (pues es trinidad de personas divinas), pues se han manifestado gracias al misterio de la encarnación del Verbo. Así, el misterio trinitario se nos presenta como el misterio del Dios que permanece inefable.

          Pensar que se trata de un Dios oculto y escondido puede llevar a considerar, erróneamente, que estamos hablando de un Dios portador de oscuridad. Nada más ajeno a la realidad divina. El Deus absconditus es al mismo tiempo (y he aquí nuevamente el misterio) el Dios superesplendente in se.

          Esto quiere decir que en Dios nada hay de oscuridad, pues es todo luminosidad. Tanta es la luminosidad divina, así lo señala Alberto, que “lo que produce es, paradójicamente, tiniebla”. Una tiniebla en el más puro sentido del Éxodo, como esa nube densa y oscura (caligo) en la cual Moisés se encontraba con Dios. La presencia divina ciega dada su superluminosidad, y de aquí que Dios se nos haga y nos resulte oculto.

          Ambas realidades constituyentes del misterio de Dios parecen, a 1ª vista, dejar en evidencia la abismante limitación humana, cuyas capacidades dificultan y hacen casi imposible el acercamiento y la penetración del misterio divino. Sin embargo, no hemos de engañarnos.

          Pero la limitación humana no es la causa de no poder ver a Dios, como si se tratase de un defecto. Sino que Dios se nos hace oculto porque él mismo lo es. La atención se debe fijar, por tanto, en Dios mismo, y no en lo puramente creatural. Porque su ocultamiento no es por defecto de la criatura, sino por sobreeminencia divina.

          Esta concepción del misterio divino, que apremia a la teología mística, halla su máxima perfección en la unión con Dios. De hecho, este es el fin de la ciencia mística: penetrar en lo oculto de Dios. Dicha unión posee un carácter indiscutiblemente intelectivo, así lo legitima el comentario de Alberto.

          Sin embargo, cabe preguntarse si la unión del intelecto con Dios excluye de plano lo afectivo en dicha unión. Si esto fuese así, ¿por qué razón Alberto habla, al igual que Dionisio, de experimentar a Dios per compassionem? ¿Por qué Alberto habla de la necesidad de purificar los afectos para sentir la dulzura de la divina inspiración?

          No hemos de olvidar que Alberto sostiene que si falta esta purificación afectiva no se habrá alcanzado una real (o auténtica) ciencia de lo divino, que es parte de la beatitud. Pareciera, entonces, que los afectos se relacionan con la unión con Dios. Si bien, es cierto que la unión con Dios está acentuada en lo intelectivo, no se puede descartar anticipada y totalmente el carácter afectivo de la misma. Sería necesario, a este respecto, señalar una convergencia de ambos aspectos.

          La teología mística, o camino ascendente en negaciones para acceder al misterio de Dios, es un itinerario que supone la elevación e iluminación del intelecto junto con la purificación de los afectos, para experimentar (patiendo divina) la dulzura de la inspiración divina y encaminarse a la unión con Dios en esta propia vida (por medio de los efectos de la gracia) y en la futura (por medio de los efectos de la gloria).

          Esta unión intelectiva y afectiva supone, a su vez, la posibilidad de ver a Dios, visión que no está determinada por los principios de la razón, sino por los principios de la mística. Esto significa que se trata de un ver a Dios, ya sea por los efectos de la gracia o de la gloria, siempre envuelto en la tiniebla del misterio. Solo así podremos llegar a conocer a Dios tal cual es, es decir, que él es Dios y nosotros somos criaturas suyas (1Jn 3, 2).

c) Teología

          La pregunta por la identidad de la teología en el pensamiento de Alberto Magno es una interrogante que se plantea desde la sobreeminencia de Dios y desde la doctrina de la iluminación del intelecto humano. El presente estudio pretende dar cuenta, a partir de la 1ª parte de la Summa Theologiae sive de Mirabili Scientia Dei, de la noción de teología que subyace en la reflexión albertina, y su particular concepción de la misma (caracterizada por su alejamiento del racionalismo teológico).

          ¿Que es la teología? Esta es una pregunta que a simple vista resulta sencilla de contestar. Sin embargo, con este interrogante vienen aparejadas una serie de cuestiones, como:

-el problema de su estatus científico,
-los métodos que se han de emplear en su desarrollo,
-su sentido eclesial, y su necesaria relación con el magisterio
[8].

          A lo largo de su devenir histórico, la teología ha experimentado diversas formas de auto-comprenderse, en directa relación con la evolución del pensamiento cristiano. Basta constatar que hoy día, por ejemplo, la ausencia de una referencia filosófica única abre una variante metodológica que, según algunos autores, permite hablar de una pluralidad de teologías[9].

          Si hubo una época en la historia de la teología en que se buscó precisar la identidad de la misma y fijar un método para ella, esa precisamente el s. XIII. Pedro Lombardo, en el siglo precedente, había proporcionado a la teología una estructura y unos contenidos muy singulares, de los cuales la alta escolástica se sirvió para su posterior desarrollo. Los 4 libros de las Sentencias dejaron una huella profunda en este campo, siendo ampliamente comentados por los teólogos de aquella época y convirtiéndose en un tópico inexcusable para quien deseaba enseñar teología en la universidad.

          Uno de los grandes comentadores de Lombardo fue precisamente Alberto Magno, quien estando en París (ca. 1245-1249) acometió la tarea de comentar por completo los Liber Sententiarum[10]. En este comentario, que constituye su 1ª gran obra teológica, es posible encontrar con claridad (tal como lo señala Weber) una línea maestra sobre “la propia idea de la originalidad del procedimiento cognoscitivo propio del saber teológico[11].

          Esta concepción particular de Alberto, sobre la identidad de la teología y su modo de proceder, encuentra una ulterior complementación en su obra mas tardía (en su Summa Theologiae), que según los estudiosos dataría del 1270, en la etapa final de su vida en Colonia[12].

c.1) Ciencia teológica

          Alberto presenta 6 objeciones por la cuales la teología no debería ser considerada ciencia, y las va corroborando para acabar demostrando que sí que puede alcanzar el estatus de científica.

          En 1º lugar, la teología trata sobre los gestos singulares de Dios, que en toda la Escritura son descritos históricamente[13]. Cabe señalar cierta identificación entre teología y Sagrada Escritura, que Alberto supone y que ya había insinuado en el prólogo de su Suma Teológica, al llamar a la teología “ciencia de las Sagradas Escrituras”[14].

          Alberto argumenta con Agustín que las cosas que se narran en esta historia son siempre creídas y nunca inteligidas[15]. Luego como estas cosas no pueden ser inteligidas, necesariamente la teología no puede ser ciencia[16]. Además, esto es corroborado por el hecho de que toda ciencia versa sobre lo universal, cosa que no sucede con la teología, pues ella trata sobre gestos históricos y particulares determinados aquí y ahora[17].

          A esta objeción, Alberto responde diciendo que la ciencia teológica trata efectivamente sobre cosas particulares, pero no porque sean particulares en sí mismas (y sean consideradas en cuanto tales) sino porque es ciencia que “informa la fe y las obras meritorias”[18].

          En efecto, esta ciencia encuentra su perfección última en las obras particulares y particularmente obradas, porque tal ciencia es mayormente creída por aquellos que aman las obras y las hacen[19]. La universalidad de la teología es argumentada por Alberto diciendo que “la singularidad de una potencia universal es tal cuando ella se encuentra en uno semejante y todos los otros”[20].

          De modo similar sucede con la fe, que si en el caso de Abraham fue aceptada, en todos los hombres serán aceptadas. Si verdaderamente algo es revelado por el Espíritu de la verdad en uno, en todos será verdaderamente revelado. Por esto es que las cosas particulares que narra la Sagrada Escritura son potencia universal[21].

          Ahora bien, se puede decir que algo es universal según 4 modos: predicativo, ejemplar, significando varios relatos y causando muchos relatos[22]. En el caso de la teología se trata del primer modo, es decir, se dice de “la ciencia que es universal según el modo predicativo”[23].

          La 2ª objeción guarda relación con la consideración de lo uno y lo múltiple en Dios. En efecto, en Dios hay trinidad de personas en una naturaleza, y en Cristo hay diversidad de naturalezas en una persona. Cómo sea posible esto es algo sobre lo cual nuestro intelecto no puede tener conocimiento, sino por medio de las primeras proposiciones[24].

          Alberto explica que en una naturaleza simple, por ser numerada en diversas hipóstasis y diversas naturalezas, la sustancia, la potencia y las propiedades difieren. Son diversas las hipóstasis, como que lo corruptible no es igual a lo incorruptible[25].

          La problemática que se presenta, según la objeción planteada, es que si la potencia de la corruptibilidad está, por decirlo de algún modo, junto con la potencia de la incorruptibilidad en un mismo sujeto, es algo que resulta imposible, porque o se es corruptible o se es incorruptible. Pero ambas potencias al mismo tiempo no pueden darse[26].

          Este es el problema que supondría tanto la fe en la trinidad de personas (en la unidad de naturaleza) como la fe en la encarnación, en la pasión y en la resurrección (contenidos esenciales e importantísimos de la teología). De aquí que la teología no puede ser ciencia[27].

          La solución planteada por Alberto, a esta 2ª objeción, es sencilla. Nuestro intelecto es elevado y perfeccionado por la iluminación divina, pero no al modo de una iluminación que permita un acceso connatural al conocimiento (de la Trinidad, de la encarnación y de la resurrección) sino al modo de una iluminación que fluye desde una naturaleza superior (que eleva hacia ella misma). Esta iluminación de lo alto permite asentir y conocer con tal grado de certeza las realidades divinas, como si se tratase de una iluminación connatural[28].

          Una 3ª objeción señala que, como afirma Aristóteles[29], tres son las partes de una acepción: lo probable, que genera una opinio; lo creíble, que genera fides; y lo inteligible, que genera scientia o conocimiento. Ahora bien, la Sagrada Escritura versa sobre lo creíble, y de lo que nace la fe no puede nacer ciencia, sino fe[30].

          Alberto responde a esta 3ª objeción diciendo que las cosas que son creídas, lo son porque no pueden ser inteligidas al modo humano. Esta forma de conocer no genera sino opinión o fe (esta última no en cuanto virtud) en cuanto que la opinión, ayudada por la razón, genera fe, tal como dice Aristóteles en De Anima[31].

          Ahora bien, estas cosas son creadas y generan fe por la inducción de una iluminación superior que las hace sobreinteligibles, haciendo de ella una ciencia o conocimiento certísimo[32]. Según Dionisio (dice Alberto) la fe es “iluminación que le permite al creyente acceder a la verdad primera”[33]. De esta forma puede acceder al conocimiento de aquello que, connaturalmente, le resulta ajeno[34].

          Citando a Ricardo de San Víctor, Alberto presenta una 4ª objeción: la posición intermedia de la fe. En efecto, la fe se halla sobre la opinión y bajo la ciencia de la verdad[35]. Por esta razón la teología no puede ser considerada ciencia.

          Alberto precisa que Ricardo de San Víctor llama opinión a todo aquello que es una simple estimación humana (o bien es aceptado por la razón), mientras que la verdadera ciencia de la verdad es aquella que se produce en la manifiesta visión cara a cara.

          Si esto es así, concede Alberto, la fe se encontraría efectivamente en un estado intermedio entre la ciencia de la verdad y la opinión, y no debería ser considerada ciencia[36]. Sin embargo, la ciencia teológica es recepción de la verdad por medio de razones ciertas e inmutables. En este sentido, la teología puede ser y es ciencia verdadera[37].

          Una 5ª objeción dice que si la teología fuese ciencia, el mérito de la fe se perdería, pues como afirma Gregorio Magno “la fe no posee mérito, pues es la razón humana la que le ofrece pruebas”[38]. Ahora bien, como todo conocimiento que hay en nosotros proviene de nuestra razón, está claro que la doctrina de la fe no puede ser ciencia[39].

          Esta 5ª objeción es algo que Alberto resuelve rápidamente, diciendo que toda nuestro conocimiento (fruto de la sola razón humana) sería falso, si no es inteligido por la ciencia humana y no recibe el auxilio divino[40].

          La 6ª objeción provendría de Boecio y Ptolomeo[41], que insisten en el imperfecto intelecto humano, incapaz de generar un conocimiento perfecto. Una objeción que también sería corroborada por Dionisio, cuando dijo que a lo divino se llega por medio de una perfecta irracionabilidad[42], sobre todo en su Liber de Causis: “La causa primera está sobre el nombre (la palabra) y sobre la razón, la que no se aparta de la narración de su lengua si no es por causa de su excelencia”[43].

          La solución, afirma Alberto, parece evidente. Está claro que la inteligencia humana no posee connaturalmente aquella iluminación que le permite conocer perfectamente. No obstante, gracias a la iluminación de una naturaleza superior se puede verdaderamente conocer lo divino, aunque dicho conocimiento no sea total para un ser peregrino como el hombre. Esa perfección será plena en la patria celestial, tal como dice el apóstol: “Ahora conozco en parte, sin embargo entonces conoceré como soy conocido”[44].

          Como respuesta global de esta cuestión, Alberto sostiene que lo que se conoce por causa de lo primero (ex primo) es más verdaderamente conocido que aquello que se conoce por medio de las causas segundas (ex secundorum). Lo que se conoce por inspiración es conocido ex primo, luego la teología conoce más verdaderamente que otra ciencia[45].

          Más todavía, lo que se conoce por causa de lo inmutable (ex immobilibus) es más verdaderamente conocido que aquello que se conocer por causa de lo mutable (ex mobilibus). Lo que se conoce por revelación es conocido ex immobilissimis, luego la teología es ciencia verdadera[46]. De ahí que la teología es verdadera ciencia, más aun, es sabiduría, la cual tiene su origen en la más alta de las causas, la cual resulta difícil de conocer para el hombre si no es iluminado desde lo alto[47].

c.2) Definición de teología

          Siguiendo a Agustín, Alberto asume que, como 1ª definición, la teología es “la ciencia que trata sobre las cosas que se ordenan a la salvación del hombre”[48]. Es decir, consiste en la ciencia de la salvación.

          Contra la 1ª definición se presentan 2 objeciones. La 1ª objeción es que la teología no está ordenada directamente a la salvación del hombre, sino que versa sobre muchas otras cosas[49]. Como 2ª objeción, vemos que lo relativo al pecado no pertenece a la salvación del hombre, sino que más bien es un impedimento para ella. En este sentido no tiene relación directa con la salvación[50].

          Frente a la 1ª objeción, Alberto indica que, según Aristóteles[51], nada obsta para que una ciencia pueda tener más de un fin o tratar de varias cosas al mismo tiempo[52]. Este es el caso de la ciencia teológica que tiene como fin las cosas que versan sobre la salvación y, al mismo tiempo, aquellas cosas que mueven a la piedad y que conducen al fin[53].

          En cuanto a la 2ª objeción, Alberto responde diciendo que lo relativo al pecado sí tiene que ver con la teología, pues el temor (de Dios) inclina o mueve a la piedad, así como la medicina preserva el cuerpo de la enfermedad y, si se hace presente, actúa como antídoto purificando y liberando de ella. De este modo la teología trata sobre los pecados y sus remedios[54].

          Profundizando en lo dicho por Agustín, nuestro autor concluye una 2ª definición: la teología es “la ciencia que trata sobre aquellas cosas que se ordenan al nacimiento, alimentación y fortalecimiento de la fe”[55]. Es decir, consiste en la ciencia de la fe.

          Contra la 2ª definición se ponen 2 objeciones. La 1ª objeción alude a que la fe es saludable (salubérrima), que es generada por milagro, que es informada por la caridad, y que con todo eso debería tratar sobre los milagros y la caridad, cosa que consta que es falsa[56].

          Frente a esta 1ª objeción, Alberto propone lo dicho por Agustín: “La virtud es la buena cualidad de la mente, la cual hace vivir rectamente, a la cual ningún mal le es útil, la cual Dios obra en nosotros sin nosotros”. De acuerdo con esto, dice Alberto, la teología no trataría sobre Dios en cuanto origen de las virtudes en nosotros. Sin embargo, nada genera en nosotros las virtudes si no es Dios mismo[57].

          La solución está clara, pues sólo Dios obra en nosotros la fe y las virtudes. Esto lo hace por medio de la gracia, antecedente y consecuente, en las virtudes que nos inducen e inclinan a obrar, de acuerdo con aquello que dice que la fe proviene del haber escuchado, interior y exteriormente[58].

          Una 2ª objeción señalaría que la definición y el nombre, tanto implícita como explícitamente, dicen lo mismo. Y que si término teología no menciona ni palabras ni razones sobre Dios, éstas no deberían estar contenidas en su definición[59].

          Alberto responde diciendo que el término teología no dice o expresa ni razones ni palabras sobre Dios de modo sustancial, sino en cuanto que son principio y fin de ellas, porque “a Dios le conocemos de modo imperfecto”[60].

          La solución general que propone Alberto se apoya en la Sagrada Escritura (Tit 1, 1) diciendo que la teología es “ciencia según la piedad”. Esto significa que la teología no versa sobre lo que se puede conocer de modo simple (simpliciter, que es conocible) ni sobre todo lo que se puede conocer, sino que trata sobre lo que inclina o mueve a la piedad[61]. Según Agustín[62], la piedad es el culto de Dios que perfecciona la fe, la esperanza y la caridad, las oraciones y los sacrificios[63].

          Es en este sentido en el que la teología es ciencia, o “ciencia ordenada a la salvación”, pues la piedad conduce a la salvación. Este es el modo en que la teología trata sobre aquello que genera, alimenta y robustece la fe en nosotros, en cuanto al ascenso hacia la verdad primera[64]. La meditación de esta ciencia nutre la fe, la desarrolla y la conforta, haciéndola resistir[65].

c.3) Sujeto de la teología

          Sobre el sujeto de la teología, Alberto indica que existen 4 posiciones precedentes. La 1ª posición sería la de Agustín y Pedro Lombardo[66], que decía que tiene por sujeto las cosas y los signos (res et signa) contenidos en la Sagrada Escritura[67]. La 2ª posición sería la de Hugo de San Víctor[68], que decía que la materia de las divinas Escrituras son las obras de reparación, aunque otros dice que son las obras de la creación (opera conditionis)[69].

          Una 3ª posición sería la desglosada por los salmos, que decía que “nada hay en la divina Escritura que no tenga que ver con Cristo y con la Iglesia”, y que por tanto el sujeto de la Sagrada Escritura es el cuerpo místico de Cristo (en su cabeza y cuerpo)[70]. La 4ª posición señalaría que Dios es el sujeto de la Sagrada Escritura, según es significado por el término teología[71].

          De acuerdo con lo formulado hasta ahora, la posición de Alberto sigue defendiendo que la teología “versa sobre aquello que esta ordenado a la salvación del hombre”[72], ya sea que la hagan efectiva o bien que dispongan para su recepción[73]. Y por eso ahora plantea que el aprovechamiento de estas cosas puede ser de 2 modos:

-de parte del intelecto,
-de parte de los afectos.

          Si se trata del intelecto, el provecho se consigue mediante la significación de los signos. Y si se trata de los afectos, el provecho viene por la disposición para la salvación, ya sea per se o bien per accidens (alejándose del mal o accediendo al bien). En ambos casos, se trataría de algo beneficioso[74]. Ahora bien, lo máximo a lo cual podemos aspirar a gozar (fruendum est) es Dios mismo, Padre, Hijo y Espíritu Santo[75].

          Contra la 1ª posición, Alberto argumenta que la cosa y el signo no necesariamente deben coincidir en el mismo sujeto, como en el caso de las demás ciencias (donde la ciencia de la cosa se distingue de la ciencia de los signos y viceversa). De aquí que esta ciencia “no puede ser ciencia de la cosa y el signo, al mismo tiempo”[76].

          Además, hay multiplicidad de signos: por alegoría y por modo sacramental. Y cada uno de ellos tiene una ciencia particular (“scientia sacramentalis et symbollica”). Luego la Sagrada Escritura no puede versar sobre la cosa y signo a la vez[77].

          Por último, la cosa es ampliamente aceptada, de modo que no puede ser reducida a una ciencia. Esta res, la cual es aprovechada y en la cual se encuentra el gozo pleno, como ya se ha visto más arriba, es Dios mismo. De aquí que la teología trata sobre todas las cosas, aquellas que están “in caelo et in terra”[78].

          Contra las posiciones 2ª, 3ª y 4ª Alberto argumenta que las demás ciencias consideran de manera diversa el signo respecto del significado. Mientras que la teología, por el contrario, considera al signo siempre en relación con la cosa[79]. Junto con esto, Alberto precisa el modo en que la teología trata sobre todas las cosas:

-no según diversas razones,
-sí según una razón, la cual resulta útil ya sea significando o disponiendo para aquello que es aprovechado
[80].

          Contra la posición de Hugo de San Víctor, quien afirma que la materia de la divina Escritura son las obras de la redención (opera reparationis), Alberto argumenta que, según consta en el comienzo del libro del Génesis, la teología (sacra scriptura) trata sobre la obra de la creación y no sobre la obra de reparación o redención[81]. Además, la Sagrada Escritura versa sobre la causa (causa operum) de la creación y de la redención[82].

          Frente a estas 2 objeciones, Alberto dice que, efectivamente, la Sagrada Escritura no versa sobre la obra de la creación, sino que la trata en la medida en que ella le sirve como apoyo (per modum signi) para sacar provecho de aquello que conduce al gozo máximo y para la obra de la redención de Cristo[83].

          Sobre la redención o restauración (opera reparationis), Alberto indica que no se puede saber óptimamente cual sea la cualidad del hombre redimido (homo reparatus) ni cuales ni cuantos sean los caídos[84]. Por otra parte, Alberto recuerda lo que antes ya ha dicho sobre el hecho de que no hay inconveniente en la coincidencia de las causas[85].

          Como objeción a la 3ª posición, se dice que en la Sagrada Escritura son muchas las cosas que no mencionan a Cristo y a la Iglesia de forma directa, por ejemplo, la creación, el diluvio, la división de las lenguas, entre otras[86]. Además, el mal, en el estado de peregrinos o en el infierno, junto con el diablo, no pertenecen a la cabeza (Cristo) ni al cuerpo (Iglesia) y, sin embargo, en la Sagrada Escritura se hace mención de ellos[87].

          La solución que aporta Alberto indica que la ayuda que presta la Sagrada Escritura es para conocer el juicio de Dios y así, huyendo de aquello nos aleja de él, nos inclinemos hacia la salvación y hacia Dios mismo, nuestro máximo gozo[88]. Además, el rechazo del mal induce y permite el acceso al bien secundum pietatem, tal como es considerado en la ciencia teológica[89].

          La última objeción señala que en la Escritura hay muchas cosas que no hablan directamente sobre Dios[90], y como según Boecio Dios no puede ser subiectum[91], de ahí se seguiría que Dios no puede ser sujeto de la teología[92].

          Alberto responde diciendo que, si bien hay en la Sagrada Escritura muchas cosas que no hablan directamente de Dios, esto se debe a que Dios es tomado como sujeto de ella según el primer modo, es decir, de modo principal y extenso. Está claro, además, que en la Sagrada Escritura, según el primer modo de ser tomado como sujeto, aquellas cosas sirven como apoyo o ayuda[93].

          Por último, sobre la afirmación de Boecio, Alberto señala que no es del todo correcta, pues Dios puede ser sujeto por modo de relación y atribución. Esto ha sido probado por los filósofos de muchas maneras, por ejemplo, que Dios es simple, eterno y principio, entre otras cosas[94].

          La solución más amplia formulada por Alberto, respecto a que Dios mismo es el sujeto de la teología, dice que el sujeto, en una ciencia, puede ser asignado de 3 modos:

1º “explayado y como parte principal de la ciencia”, así como se dice que Dios es sujeto de la filosofía primera, porque en su parte principal se explaya sobre Dios y sobre la sustancia divina[95];
2º “sobre cuyas partes se experimenta” (lo uno y lo múltiple, la potencia y el acto, el ente necesario y posible), así como el ente se dice que es sujeto de la filosofía primera
[96];
3º “acerca de lo que contiene por la bondad y claridad de la doctrina”
[97]. Esto sucede, en general, con todas las ciencias.

          Ahora bien, en el caso de la teología (dice Alberto) si se asigna el sujeto de modo principal (secundum principaliter), Dios sería el sujeto de la teología. Si se asigna de acuerdo con el segundo modo (probantur passiones), Cristo y la Iglesia serían el sujeto, el Verbo encarnado con todos sus sacramentos que perfeccionan a la Iglesia.

          Esto equivale a decir que las obras de la redención (opera reparationis) serían el sujeto de la teología. Dichas obras provienen de Cristo (influente) y se dirigen a la Iglesia (influuntur). Si, finalmente, se asigna el sujeto según el tercer modo, el sujeto sería la cosa y los signos (res et signa)[98].

c.4) Autoridad de la teología

          Alberto explica que la teología proviene de alguien superior (Dios), y que es fijada en nosotros “como si se tratase de una impresión de la sabiduría divina[99]. La mente humana, en este sentido, es señal o signo (sigillum) de la sabiduría de Dios, su causa primera (su origen, y el principio de su creación, reparación y glorificación)[100].

          Es sumamente plástica la forma en que Alberto describe el efecto (la elevación hacia Dios) que provoca la impresión de la sabiduría divina en el alma humana: “un sello presionado contra la cera”. En efecto, así como la cera sube hacia el sello cuando este la presiona, y no al revés, de este modo somos elevados hacia Dios cuando el, por medio de su sabiduría, graba su impresión en nosotros[101].

          Por esta razón es que más se gana o aprovecha con la oración y la devoción que con el estudio[102]. En este punto Alberto cita el libro VIII del De Trinitate de Agustín, diciendo que, puesto que el corazón del hombre es elevado hacia la sabiduría divina, “es necesario que el corazón humano halle su exaltación sólo en ella”[103]. La elevación del corazón humano hacia la sabiduría divina tiene como consecuencia su purificación. Y esa purificación del corazón humano es el fundamento de su eterna inmortalidad[104].

          Como puede verse, Alberto sostiene una elevación del corazón humano no sólo con un fin que podríamos llamar gnoseológico (que busca alcanzar sólo conocimiento de la sabiduría divina), sino como una elevatio soteriológica (pues, al ser elevado, el corazón es purificado, y siendo purificado alcanza la inmortalidad)[105].

          El estudio de esta ciencia, por tanto, supone experimentar a Dios en cuanto sujeto de la teología. En efecto, Alberto recuerda las palabras del mismo Dionisio en De Divinis Nominibus: “Padeciendo o experimentando lo divino es que se aprende lo divino”[106]. De aquí que el estudio sea señalado por Alberto como una ayuda que dispone al contacto con el sujeto de la teología” (es decir, con Dios mismo). Una ayuda que, “en ningún caso, puede sustituir dicho contacto” (o passio).

c.5) Certeza de la teología

          Alberto indica que la teología, a diferencia de las demás ciencias (que versan sobre las cosas mutables), está fundada en razones eternas[107]. Ahora bien, su conocimiento está situado en el intelecto humano, el cual ha de recibir, para alcanzar dichas razones eternas, una lux (iluminación) desde la fuente misma (es decir, desde el intelecto divino). Esta es precisamente la ciencia que Dios infunde en nosotros[108]

          En dicha ciencia, el intelecto divino es el que, primeramente, ejerce su influencia sobre toda inteligencia y sobre toda cosa que puede ser conocida, fortaleciendo así al intelecto humano para que éste pueda conocer. Así, por medio de la illuminatio, el intelecto humano es movido por el intelecto divino al acto del conocimiento[109].

          En esta perspectiva, percibe Alberto, al decir scientia tua se esta diciendo que “Dios es la causa formal de todo lo que se conoce y de todo conocimiento”[110]. No obstante, cuando se dice scientia tua también se está haciendo mención a la causa eficiente. En este sentido, es Dios quien actúa en nosotros “por medio del Espíritu Santo, pues toda la verdad es enseñada por el Espíritu de la Verdad”[111]. Es decir, por medio del espíritu de Dios.

          Además, scientia tua dice relación con el sujeto de la teología (Dios mismo), pero no en cuanto materia sobre la cual versa la teología, sino “desde la cual ella nace”[112]. Por ultimo, se dice scientia tua porque la teología está ordenada a Dios como a su fin, tal como reza el Salmo 43: “Envía tu luz y tu verdad, ellas me guíen, y me conduzcan a tu monte santo, donde tus moradas”[113]. De aquí lo que afirma Aristóteles sobre esta ciencia (cuyo fin es conocer la gracia o causa, añade Alberto), de que “pueda ser considerada como sabiduría máxima”[114].

          Esta ciencia lo posee todo[115], concluye Alberto, porque “trata del intelecto divino como de la causa eficiente y de la causa formal”, y porque “aporta un conocimiento pleno de las razones de todas las cosas que existen”[116].

          Según Alberto, lo 1º es atribuido al Padre (ab efficiente), mientras que lo 2º es atribuido al Hijo (“a primo formali et de ipso”) en cuanto que es virtud y sabiduría del Padre (a primo formali en cuanto es virtud del Padre, y de ipso en cuanto es sabiduría). Mientras que un 3º elemento (la consideración de Dios en cuanto fin) sería atribuido al Espíritu Santo[117]. La ciencia teológica tiene, de acuerdo con el pensamiento de Alberto, una estructura trinitaria.

          ¿Y dónde descansa, o en qué se apoya la certeza de esta ciencia? Simplemente, en el hecho de que esta ciencia versa sobre lo primero que puede conocerse. Es decir, sobre Dios mismo, en cuanto que es luz que ilumina y que reluce en sí mismo y en las todas las demás cosas. Es en esta luz donde, en su grado máximo, puede el alma humana hallar su reposo[118].

d) Conocimiento de Dios

          A partir del Salmo 138, Alberto comienza a exponer la excelencia de la teología[119] sobre las demás ciencias[120]. Dicha superioridad es constatable, en 1º lugar, por el sujeto de la admiración de ella[121], que es el mismo Dios (pues “toda la teología versa precisamente sobre él”[122]). En 2º lugar, por la forma en que la teología adquiere su autoridad[123].

          En 3º lugar, por la certeza que ofrece su credibilidad[124]. En 4º lugar, por la forma o modo en esta ciencia puede ser conocida por nuestro intelecto[125]. En 5º lugar, por las demostraciones que, gracias a la fuerza de su verdad, es posible formular[126]. Por último, la excelencia de la teología se hace patente por su altura (altissima dignitas), pues, en cuanto conocimiento, está por sobre nosotros y por sobre nuestro intelecto[127].

          Alberto, al preguntarse por el sujeto de la admiración de la teología, explica que, de acuerdo con Aristóteles[128], las ciencias se distinguen por 2 cosas:

-según lo admirable y honorable que pueda ser el sujeto de su consideración,
-según qué tan ciertas puedan ser sus demostraciones
[129].

          Pues bien, nuestro autor sostiene que la teología, en virtud de la 1ª nota por la cual puede distinguirse una ciencia, tiene un sujeto honorable, admirable y elevado en grado superlativo, puesto que ella, en su totalidad, trata sobre Dios mismo[130].

          Dios, sujeto de la admiración de esta ciencia, se da a conocer (así lo afirma Alberto[131]) en los efectos de la naturaleza, en la obras de reparación o restauración[132] y en los actos de beatificación o glorificación.

          Lo anterior supone que Dios se hace presente, por así decirlo, por medio de sus vestigios e imagen que están grabados en la naturaleza en cuanto efectos suyos, por medio de la semejanza con él que obra la gracia y, finalmente, por medio de la consumación de la gloria in patria.

d.1) De nuestro intelecto

          Alberto, a modo de objeción ante esta ultima afirmación, se remite a lo dicho por Aristóteles: “La disposición de nuestro intelecto ante lo más manifiesto de la naturaleza (según Alberto, Dios mismo) es como la disposición de los ojos de los murciélagos ante la luminosidad del sol, que se apartan de dicha luminosidad”[133].

          Y como ejemplo pone que algo que sucede con los ojos de los murciélagos, en cuanto que le pertenecen a los murciélagos, y no en cuanto que sean ojos[134]. Así como los ojos de una avestruz, que pueden perfectamente mirar el sol sin que obligadamente tengan que huir de su luminosidad[135].

          Es lo que sucede con el intelecto humano, respecto a lo inmediato y temporal. El cual funciona así en cuanto que es humano (es decir, rechaza lo más manifiesto y primero de la naturaleza[136]), y no en cuanto que es inmediato y temporal. Esto quiere decir que nuestra inteligencia se comporta al modo humano, pero no por el hecho de ser intellectus sino porque es humana.

          ¿Como alcanzar, entonces, el anhelado reposo en la iluminación divina? Alberto señala que, tal como enseñan los filósofos, dicho reposo “puede ser alcanzado por la separación de lo inmediato y lo temporal (es decir, de lo imaginable y sensible). De este modo el intelecto humano alcanza su reposo en lo divino[137]. Así lo dice Agustín: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón esta inquieto hasta que llegue a ti”[138].

          En este sentido, la teología, que es la primera de las ciencias en el orden de lo natural, “es la ultima en el orden del estudio y de la investigación”. Sólo en la posesión de lo divino (de Dios) la teología alcanzara su reposo definitivo, pues habrá alcanzado su fin[139].

d.2) A través de la verdad divina

          Alberto aporta otro argumento para hablar de la superioridad de la teología por sobre las demás ciencias: la fortaleza de sus argumentos, la cual tiene su origen en la fuerza de la verdad divina, que ilumina a la inteligencia.

          En efecto, dichos argumentos son de una gran veracidad porque se alcanzan por medio de la revelación de las iluminaciones que provienen de Dios mismo, al contrario de lo que sucede con otras ciencias (que, si bien es cierto que alcanzan ciertas demostraciones, éstas sólo son posibles gracias a las luces de la inteligencia en las criaturas, a menudo bajo la malicia y las tinieblas de las fantasías[140]).

          La iluminación que proviene de Dios, al contrario, es pura, invencible e inmutable[141]. Y de aquí que los argumentos que se pueden alcanzar, a través de su iluminación en el intelecto humano, sean superiores.

d.3) Pero sin demasiada comprensión

          Alberto concluye esta serie de argumentos señalando la dignidad de esta ciencia, pero no tanto porque ella esté sobre nosotros, sino porque ella se encuentra “más allá de las inteligencias angélicas”, donde sólo Dios la puede perfectamente poseer[142]. Apoyándose en Agustín[143], Alberto aclara que a Dios lo podemos conocer, pero comprenderlo verdaderamente muy poco[144].

          ¿Y por qué? Porque conocer es algo que está sobre la fuerza de nuestra mente, y se alcanza por medio del “toque de la inteligencia”. Pero comprender, por el contrario, supone un contacto de la inteligencia sobre el término de la cosa comprendida (que, en el caso de Dios, es hecho en el infinito, y no puede ser circunscrito o constreñido[145]).

          Si la teología, tal como Alberto lo ha dicho en el inicio del prologo de su Suma Teológica, tiene como sujeto a Dios, evidentemente esta ciencia (“scientia sacrarum litterarum”) sobrepasa nuestra inteligencia. La infinitud de Dios, por ejemplo, es algo imposible de alcanzar, ni siquiera gracias a la iluminación que proviene de Dios.

          Para que dicha iluminación haga posible nuestro acceso a Dios, por tanto, es necesaria primero la purificación total de la fe, tal como señala Agustín: “La agudeza de la mente humana resulta invalida si no es fijada en tan excelente luz, si no es purificada por la justicia de la fe”[146]. Y esto se conseguirá sólo en la otra vida, en contacto directo con Dios.

e) Dios

          El comentario de Alberto Magno al De Mystica Theologia de Pseudo Dionisio entraña 2 concepciones sobre el misterio de Dios: ocultamiento y luminosidad. Unas realidades que, lejos de oponerse, se complementan de un modo notable, aunque de una forma tan compleja que exige un camino muy particular de conocimiento.

          La teología mística es el camino para acceder al conocimiento de dichas cualidades de Dios, argumenta Alberto. Pues dicha ciencia no se rige por los simples principios de la razón, sino por la iluminación divina, remontándose así desde lo más manifiesto hasta lo más oculto de Dios, con el objeto de alcanzar la plena unión entre criatura y Creador. En este sentido, Alberto tiene a su favor haber comentado las 5 obras que componen el llamado Corpus Dionysiacum[147].

          Dionisio Areopagita, más conocido como Pseudo Dionisio, fue un autor cristiano de origen siríaco que, en los últimos decenios del s. V, siguió muy probablemente las lecciones de Proclo y Damascio en Atenas[148], ejerció una notable influencia en la Edad Media, al punto de ser determinante en ciertos tópicos del pensamiento de Alberto Magno[149].

          La obra más reducida del corpus dionisíaco es su De Mystica Theologia, de 5 breves capítulos. En esta obra, comienza Dionisio preguntándose por la tiniebla divina[150] y cómo debe unirse a la causa de todas las cosas[151].

          En un siguiente capítulo distingue entre teología afirmativa y negativa[152], y señala que no es una cosa sensible aquello que es causa por excelencia de todas las cosas sensibles[153]. Finalmente, explica que tampoco es una cosa inteligible aquello que es causa por excelencia de todas las cosas inteligibles[154].

          El comentario de Alberto al De Mystica Theologia de Dionisio, llamado Super Mysticam Theologiam Dionysii[155], fue compuesto por Alberto Magno en 1250 en la universidad de Colonia, y siguió las traducciones de Juan Sarraceno[156].

          Anteriormente, ya había explicado Alberto las otras obras de Dionisio Areopagita (De Caelesti Hierarchia, De Ecclesiastica Hierarchia y De Divinis Nominibus)[157], posiblemente a partir de la traducción de Juan Scoto Eriúgena. Así, Alberto expone las doctrinas principales del Areopagita, al tiempo que introduce su poderosa originalidad en la universidad de París, el centro cultural más importante del s. XIII.

          Alberto, fiel a la ordenación y extensión original de la obra de Dionisio, y convencido de la vía mística como mejor camino para llegar a Dios, organiza su Super Mysticam Theologiam en 5 capítulos, componiéndolos bajo la forma general de 10 quaestiones[158], formuladas tras una introducción general que hace en el cap. 1.

          En el cap. I precisa Alberto cuál es el modo (modus), la materia (materia), el oyente (auditor) y el fin (finis) de la doctrina mística[159]. Dicho esto, procede a exponer la 1ª cuestión: el nombre de la ciencia mística[160]. En la 2ª se pregunta por el modo para enseñar lo divino[161]. Luego, respecto de la 3ª cuestión, se interroga por la literalidad de lo dicho[162], y seguidamente examina la oración con que Dionisio inicia su tratado[163]. La 4ª cuestión plantea la pregunta por el modo de aprender la doctrina[164], y la 5ª trata sobre el modo de comunicar la doctrina mística[165].

          En la 6ª cuestión aborda la exclusión de los idólatras de esta doctrina[166]. La 7ª cuestión versa sobre la eminencia de la doctrina mística[167]. A continuación se expone la dificultad de la doctrina mística y la consecuente necesidad de preparación[168]. El cap. I concluye con las siguientes 3 cuestiones: si toda contemplación es rapto[169]; si nuestra mente se une totalmente al ignorado[170]; si Moisés vio a Dios en sí mismo[171].

          El cap. II está organizado en torno a 3 cuestiones. La 1ª se pregunta si por el no-ver se puede conocer y ver a Dios[172]. En 2º lugar, plantea la cuestión sobre la unión con Dios[173]. Finalmente, la 3ª expone la diferencia entre las afirmaciones y las negaciones[174].

          En los cap. III y IV parece disiparse un tanto la claridad de la estructura de las cuestiones precedentes, pues Alberto rompe la regularidad de éstas.

          En efecto, en el cap. III, que versa sobre las negaciones y afirmaciones, procede a preguntarse si una serie de libros de Dionisio atestiguan suficientemente tanto el método de las afirmaciones como el de las negaciones[175], sobre qué significan algunas afirmaciones sobre la singularidad en Dios[176] y sobre la trinidad de personas divinas[177]. Este cap. III concluye con algunas consideraciones sobre el Verbo encarnado[178].

          El cap. IV, por su parte, se presenta como la aplicación del método correspondiente a las negaciones[179]. El cap. V y último, cuyo contenido viene a cerrar la sucesión de negaciones que se hacen sobre Dios, recupera la forma convencional de la quaestio, preguntándose si es preciso remover de Dios todas las cosas inteligibles[180]. Concluye con una explicación breve y directa de algunas expresiones del quinto capítulo del De Mystica Theologia[181].

          El objetivo de Alberto Magno en su Super Mysticam Theologiam es, por tanto, utilizar todos los resortes de la teología mística, para acceder a las nociones divinas (ocultamiento y luminosidad) y con ello abrir la puerta de la insondable superabundancia del misterio divino.

          La lectura de esta obra de Alberto Magno nos permite vislumbrar, claramente, que la noción sobre el misterio de Dios conjuga dos realidades (las del Deus absconditus y el Deus supersplendens in se) que, aunque a 1ª vista pueden aparecer antagónicas, no lo son, e incluso convergen en el ocultamiento luminoso de Dios[182]. La consideración de estas realidades permiten, por otra parte, no perder de vista que en el misterio de Dios (theo-logia) Dios es Dios, y nosotros sus criaturas.

e.1) Un Dios escondido

          Alberto recurre a Is 45, 15 para introducir su comentario al De Mystica Theologia de Dionisio[183], pues a partir de este pasaje puede extraerse cuál es el modo y la materia de esta doctrina mística, quién es su auditor y cuál es su finalidad.

          En cuanto al modo, y refiriéndose al vere, señala Alberto que se trata del modo común a toda la Sagrada Escritura, puesto que ella es recibida no con razones humanas, sino por inspiración divina, la cual nada posee de falso, sino ella es toda verdad[184].

          Sobre la materia de esta doctrina, Alberto indicará que se llama mística porque trata precisamente sobre el Deus absconditus, es decir, sobre el Dios escondido, pues mystica significa oculto[185].

          Para referirse al oyente de esta doctrina oculta, Alberto señala que es Israel, cuyo significado puede ser “el rectísimo” y “el hombre que ve a Dios”[186]. El nombre del patriarca (Israel) expresa la necesidad de perfección, tanto en la transparencia del intelecto (para ver a Dios) como en la rectitud de las obras (de quien oye la ciencia mística[187]).

          Por último, el fin que persigue esta doctrina no es otro que la salvación eterna, y de ahí que en el salvator se exprese dicha finalidad. En efecto, Alberto indica que el fin de la ciencia mística no es instruir sobre cómo hacer el bien (tal como lo enseña la ética), sino cómo alcanzar la salvación eterna, “en la cual lo oculto de Dios para nosotros será por fin desvelado y conocido”[188].

e.2) Un Dios misterioso y oculto

          Hemos dicho previamente que el recurso a Is 45,15 parece una especie de declaración de principios para Alberto, al tratar la doctrina mística de Dionisio. Dicha declaración guarda relación con aquello que se erige como fundamento del pensamiento teológico: la clara conciencia de estar frente a Dios, pues ante todo Dios es un misterio[189].

          Si esto no es así, ¿cómo se ha de entender, entonces, la oración con la cual concluye Alberto su comentario?: “Y por eso, ni negaciones, ni afirmaciones, llegan a ser suficientes para alabanza del mismo cuyo es el poder, la magnificencia infinita y la eternidad por los siglos de los siglos”[190].

          La permanencia de Dios en lo oculto es algo que Alberto asume ya en el proemio de la traducción de Juan Sarraceno[191]. En efecto, Dios, hacia cuya ciencia o conocimiento se asciende por las negaciones, sigue permaneciendo “clausum et occultum” (cerrado y oculto). De ahí que también se hable de Dios como desconocido, esto es, como ignotum[192].

          Citando una serie de textos bíblicos (1Tim 6,16; Jn 1,18; Ex 33,20; Jb 36,25-26), Alberto legitima dicho ocultamiento de la divinidad[193]. Tan oculta es la divinidad que, como afirma Juan Crisóstomo, ni las mismas esencias celestiales[194] pueden ver a Dios tal cual es[195].

          Lo oculto de Dios, según el lenguaje del libro del Éxodo[196], está representado en aquella nube densa y oscura. Es decir, en la caligo. Dios se encuentra verdaderamente oculto en ella[197], y esta tiniebla, precisamente por su carácter misterioso (occulto), será llamada caligo ignorantiae (lit. tiniebla de la ignorancia)[198], porque en ella Dios se nos hace desconocido[199].

          Y no solamente se trata de que Dios esté oculto en la nube densa y oscura, sino de que Dios se mantiene invisible. A partir de Ex 24 (comenta Alberto) vemos que Dios invita a Moisés, junto con Aaron, Nadab, Abiu y 70 de los ancianos de Israel, a subir hacia él. En el 7º día, Moisés fue llamado por Dios desde la nube e ingresó en ella, mientras que los demás no contemplaron a Dios mismo, sino que sólo vieron el lugar donde se manifestó la gloria de Dios, pues Dios es invisible[200].

e.3) Lo oculto de Dios para nosotros

          En varios pasajes del Super Mysticam Theologiam podemos descubrir que Alberto manifiesta un notable refinamiento en su hablar sobre lo oculto de Dios. En efecto, cuando habla de lo oculto de Dios siempre lo hace en relación a nosotros. Esta distinción es relevante, ya que, como lo trataremos más adelante, Dios en sí mismo es supersplendens (superesplendente, todo luz y todo luminosidad). Esta realidad, para nosotros, resulta ser oculta, refiriendo al Deus absconditus de quien habla el profeta[201].

          Casi en la introducción de la obra, y definiendo cuál es el fin de la doctrina mística de Dionisio, Alberto señala que en la salvación eterna podremos tener acceso abiertamente a lo oculto de Dios para nuestro corto entendimiento[202] y que, encontrándose Dios mismo por encima de todos los seres, viene a ser oculto para nuestro conocimiento[203].

          En el fondo, Alberto está planteando el ocultamiento de Dios no por defecto, a nuestro juicio, sino todo lo contrario, por superabundancia. Ante tanto esplendor divino nos vemos envueltos por las tinieblas, es decir, somos cegados tal cual nos sucede cuando intentamos mirar el sol directamente[204]. La paradoja es esta: el esplendor divino resulta ser para nosotros cegador (caligo)[205]. Así, Dios, quien es notissimo in se, se hace ignoto nobis[206].

e.4) Un Dios superluminoso

          Hasta ahora ha mostrado Alberto cómo la noción del Deus absconditus está presente a la hora de acceder a Dios. Pero cabe preguntarse ahora si esto (lo oculto en Dios) es lo definitivo, o si bien existe otra realidad que lo describa también, sin salirse por ello del misterio. Es así como a continuación da paso el bávaro a la otra cara del ocultamiento de Dios: su luminosidad supereminente (supersplendens in se), que de momento también sigue sobrepasando la limitación humana.

          En la introducción que hace Alberto al cap. I de la obra del Areopagita, que con tanta agudeza comenta, se plantea una serie de expresiones que ponen de manifiesto el juego dionisiano entre lo obscurissimo y lo superclarissimo, como realidades que comportan el misterio de Dios.

          En efecto, Dionisio implora a Dios desde aquel sumo vértice superdesconocido y superesplendente de las Escrituras: por la tiniebla superesplendente, y a través de una serie de misterios simples, absolutos e inmutables. Es decir, que “es en la tiniebla humana donde resplandece de manera superior Dios, y en la máxima oscuridad lo que es superesplendente”[207].

          Comenta Alberto que, efectivamente, hablar de desconocido y superesplendente supone una contradicción, pues “lo manifiesto y lo desconocido resultan aparentemente opuestos”[208]. La respuesta a esta objeción constituye (según nuestro juicio) el núcleo de la cuestión, sobre la conjunción de lo manifiesto y lo desconocido en Dios.

          En efecto, lo 1º que se dice es que Dios es superesplendente in se, pero occulto nobis, debido a que la más manifiesta de las naturalezas (esto es, la naturaleza divina) resulta ser para nuestro intelecto como la luz del sol para los ojos de la lechuza (es decir, somos cegados no por ausencia de luz, sino todo lo contrario, por superabundancia de ella). En este sentido, hay que decir que Dios resulta oculto (o se nos oculta) “debido a lo altísimo de su naturaleza divina”, pero que en sí mismo es todo luminosidad[209].

          Esta sobreabundancia de luminosidad es, por decirlo así, la causa primera de lo oculto de Dios. Sin embargo, habría que agregar que la impotencia de nuestros ojos (en cuanto sentido espiritual[210]), ante tanto esplendor divino, contribuye a que Dios resulte oculto para nosotros[211]. Parece importante destacar esto: que Dios nos resulta oculto debido a su sobreabundante luminosidad, ante la cual resultan impotentes nuestras capacidades. Pero no por pura deficiencia humana, sino por nuestra disposición creatural.

          Pero si se puede decir que el ojo divino sí es capaz de mirar directamente a la fuente de esa luminosidad, sin quedar cegado, también se podría decir, por analogía, que la ceguera producida por el exceso de luminosidad se puede convertir, paradójicamente, en fuente de conocimiento de la eminencia divina[212]. El ocultamiento de Dios, por tanto, no es necesariamente una realidad negativa, sino que de esta manera “se convierte en un ocultamiento luminoso”, puesto que Dios es al mismo tiempo escondido y superesplendente:

-escondido para nosotros,
-superesplendente en sí mismo.

e.5) La esencia divina

          Prosiguiendo con las menciones a la Trinidad, Alberto repara sobre una afirmación de Dionisio que, ante su agudeza de pensamiento, no pasa inadvertida. En efecto, el Areopagita inicia el cap. III del De Mystica Theologia diciendo que en su Theologicis Hypotyposibus[213] ha celebrado los puntos principales de la teología afirmativa, es decir, de qué modo la naturaleza divina es llamada singular y trina[214].

          Alberto advierte, citando a Hilario de Poitiers, que efectivamente en Dios no hay singularidad ni soledad[215]. Por otra parte, alega Alberto que todo lo singular se distingue por los accidentes, y que como en Dios no hay accidentes, Dios no es singular[216]. Además, todo lo singular lo es por la materia, pero Dios es todo inmaterial, luego Dios no es, ni puede ser, singular[217].

          Por último, todo lo singular (continúa diciendo Alberto) tiene algo en común con el que contrae. Sin embargo, Dios no contrae algo en común, pues si así fuese “aquello que contrae debería ser más simple y anterior a él mismo”, luego Dios no es singular[218].

          Entonces ¿cómo entender la afirmación de Dionisio sobre la singularidad de Dios? La solución que propone Alberto es sencilla: lo que niega Hilario es la singularidad de personas en Dios, mientras que Dionisio está hablando de la singularidad de esencia divina (no como en los seres inferiores, porque no es multiplicada ni por acto ni por potencia[219]).

e.6) Los nombres divinos

          Nuestro autor cierra su comentario al De Mystica Theologia dionisíaco refiriéndose a 3 obras del Areopagita que dan cuenta de los nombres o denominaciones divinas, y a la forma de expresar dichos nombres.

          En De Divinis Nominibus está determinado (dice Alberto) el modo sobre el cual se dice que Dios es bueno, y los demás nombres que no expresan algo de orden sensible ( es decir, que expresan algo de orden inteligible[220]).

          Más adelante, en De Symbolica Theologia son determinados los nombres que simbólicamente se dicen de Dios, es decir, los nombres que le son aplicados desde las cosas sensibles, en cuanto formas y figuras divinas[221].

          Finalmente, Alberto sostiene que mientras más se aplica la inteligencia a las cosas superiores, más reducido se hace su discurso. En efecto, más que describir a Dios por medio de afirmaciones, se privilegia hacerlo a través de negaciones, pues el intelecto no logra ver con perfecta claridad la eminencia de la naturaleza divina[222].

e.7) El Dios trino

          Una de las primeras alusiones a la Trinidad que hace Alberto, sin recurrir expresamente al vocablo Trinitas, es la que dice que “las tres personas divinas son del todo ocultas”[223]. Un poco más adelante aventurará que la distinción de las tres personas divinas es máximamente remota para nuestro conocimiento[224], precisamente por lo que ha dicho antes: porque las personas divinas son del todo ocultas.

          Ahora bien, es necesario señalar que Alberto detalla que las 3 personas divinas son ocultas secundum rem, de acuerdo al modo en que de ellas se trata en el cap. III de la Teología Mística, pues por sí mismas no serían ocultas. En efecto, allí se dice, por ejemplo, que el Padre genera y que son 3 las personas divinas. A la vez, esto es llevado a nuestro intelecto desde lo oculto de la divinidad a lo manifiesto, es decir, según sus efectos[225].

e.8) Las procesiones divinas

          Otro asunto sobre el cual se detiene Alberto, comentando el De Mystica Theologia de Dionisio, es el modo de las procesiones divinas[226]. Y ante las afirmaciones de Dionisio, Alberto presenta, bajo el esquema de la quaestio, las siguientes 3 objeciones.

          En 1º lugar, el bien es un nombre esencial, y como la esencia ni genera ni es generada, no puede haber propagación o multiplicación del bien del cual habla el Areopagita[227]. En 2º lugar, se debe investigar qué se entiende por corazón[228]. En 3º lugar, el ejemplo de la luminosidad no es del todo conveniente, puesto que ésta no es substancia. Y como las personas divinas son sustancias existentes por sí mismas, la luminosidad resulta no ser una imagen adecuada[229]. Así visto, ¿cómo salvar las sentencias de Dionisio?

          Lo 1º que responde Alberto es que el bien debe ser tomado por la naturaleza divina, según está en el Padre (que es el principio de la generación), pues éste engendra en virtud de la naturaleza. Y si el bien es considerado per se, dicho bien es absoluto y está en las 3 personas.

          Por otra parte, referido el bien al acto de la generación, éste se encuentra verdaderamente en el Padre, tanto respecto de alguien como de la potencia generante. Y como algo es verdadero por expresar lo esencial, de ahí que lo verdadero puede ser tomado también de manera indirecta[230].

          En cuanto a la pregunta por el significado de corazón, Alberto sostiene que la procesión es al modo de cómo proceden los afectos y pensamientos, es este caso inmaterialmente. Y concluye que éste es el modo de la generación divina, en cuanto que el Padre es el principio del cual proceden el Hijo y el Espíritu Santo, y procediendo personalmente desde el Padre es que permanecen en su esencia. A raíz de lo anterior, se puede afirmar que “todas las cosas permanecen en su corazón”[231]

          Finalmente, Alberto aduce que Dionisio no ha puesto el tema de la luminosidad para demostrar la perfección de las personas divinas, sino para declarar el modo de la procesión formal de ellas, pues como desde la luz proviene la luminosidad, así se dice Dios de Dios[232].

e.9) El misterio de la encarnación

          Argumentando y contrargumentando sobre si la presente doctrina debe o no ser llamada mystica, Alberto afirma (siguiendo a Agustín[233]) que lo dicho por los libros platónicos sobre el logos concuerda en algunos puntos con lo expresado en el prólogo del evangelio joánico[234], pero que en otros puntos definitivamente no coincide, como es el caso de la encarnación del Verbo.

          ¿Y por qué los filósofos no pudieron dar con esta novedad? Porque se trata de un misterio, responde rápidamente Alberto. En este sentido, el bávaro asevera que “lo menos a lo cual pueden llegar los filósofos es lo más oculto para la razón humana”, y de ahí que haya que hablar con toda propiedad del misterio de la encarnación[235].

          Alberto se detiene a explicar lo expuesto por Pseudo Dionisio en cuanto al modo en que Jesús es supersubstantial y factus substantia[236]. Y señala que lo 1º se relaciona con su divinidad, y lo 2º con la genuina naturaleza humana de Jesús. Bien podemos decir, entonces, que la encarnación del Verbo supone la verdadera unión de lo supersustancial (divinidad) con la sustancia creada (naturaleza humana).

          Ahora bien, según Alberto, tanto la doctrina de la encarnación del Verbo, como la de la distinción de las personas divinas, no son determinadas a partir de los mismos principios de otras ciencias, sino que lo son a partir de las relaciones eternas (en el caso de la distinción de las 3 personas divinas) y a partir de las operaciones temporales (en el caso de la encarnación[237]). Como se puede apreciar, Alberto establece una clara diferencia entre el modo en que se distinguen las personas divinas (intra trinitatem) y el modo en que éstas operan temporalmente (extra trinitatem).

          De acuerdo con lo expuesto, la encarnación del Verbo le convenía singulariter al Hijo, precisamente por la distinción entre las personas divinas. No obstante, respecto de la filiación del Hijo puede decirse con toda propiedad que, efectivamente, es Hijo del Padre ab aeterno e Hijo de la madre ex tempore, sin dejar de ser la misma persona (Dios-hombre). Pues aunque una cosa sea determinada por la misma ciencia, bien puede diferir en los propios principios (en este caso, el de las relaciones eternas y las operaciones temporales[238]).

e.10) La perichoresis divina

          Alberto hace mención a la mutua compenetración de las personas divinas[239], al modo de la generación del Hijo y al modo en que se dice que Jesús es supersustancial.

          Sobre el modo de generación del Hijo, Alberto comenta que permanecer en su esencia puede ser entendido como permanencia en sí mismo, o bien como permanencia mutua en sí, según que el Hijo está en el Padre y el Padre en el Hijo.

          Por otra parte, por más que la procesión del Hijo sea coaeterna pullulatione, esto no significa que la generación del Hijo precede a la espiración del Espíritu Santo, pues no hay salida o paso de la potencia al acto. Si se dice Iesus supersubstantialis, esto lo es en cuanto a su divinidad. Y si se dice factus substantia, esto lo es en cuanto a su naturaleza humana (es decir, a la unión de verdadero cuerpo y verdadera alma[240]).

e.11) Dios sobrepasa nuestra ciencia

          Alberto da cuenta de la grandeza o eminencia de Dios asumiendo el pasaje de Job 36,25. Efectivamente, la majestuosidad de las obras divinas es vista por el hombre desde lejos, y Dios es tan grande que su eminencia sobrepasa (vincens) la ciencia humana[241].

          Ahora bien, que la grandeza de Dios se imponga sobre la ciencia y el conocimiento humano no quiere decir que sea del todo desconocida (aunque sí lo sea en su mayor parte). En efecto, una situación se refiere a que el conocimiento humano se ve sobrepasado por la grandeza de Dios (pues Dios es inabarcable) y otra muy distinta es que dicho conocimiento sea nulo.

          Afirmar que Dios es grande, y que supera con creces la ciencia humana, ya implica conocer algo de Dios: la eminencia divina. De lo cual se sigue que, respecto a la inteligencia humana, lo que le toca de suyo no es sino rendirse ante la grandeza de Dios, reconociendo su absoluta supremacía. Dicha rendición compendia, por decirlo de algún modo, la racionalidad de la doctrina mística ante el misterio de Dios. Siempre es más lo que no podemos decir de Dios que lo que podemos afirmar de él.

e.12) Dios está más allá de todos los seres

          Esto último nos conduce a plantear que el misterio de Dios resulta ser una realidad superior a nosotros. Pero no sólo porque nuestra ciencia sea insuficiente o nuestra condición creatural, sino porque se trata de Aquél que está más allá de todos los seres, de los cuales es su causa[242]. En este sentido, se dice que Dios no está ordenado a las demás cosas existentes, puesto que está sobre toda sustancia y conocimiento[243].

          Por eso, todo lo que se afirme de Dios, en cuanto causa, debe ser negado esencialmente, puesto que Dios (que está sobre toda sustancia y conocimiento) no es ninguna de esas cosas y no comparte nada con las demás cosas existentes, debido a su supereminencia[244]. Claramente, la elevación (celsitudinem) de la divina majestad es el origen de la negación (en el orden de lo esencial) y de la afirmación (en el orden de lo causal)[245].

          Como Dios se encuentra más allá de toda naturaleza[246], resulta necesario trascender todas las extremidades para alcanzarlo[247]. Trascender las extremidades quiere decir que se debe traspasar a los ángeles, pero en el orden de la contemplación[248], pues el objeto de ésta (Dios mismo) se encuentra más allá de toda jerarquía celestial[249]. Para dirigirse a Dios, quien está más allá (supereminenter) incluso de las jerarquías celestiales, es necesario dirigirse al Deus supersubstantialem, a quien se le tributa alabanza también “de un modo supersustancial”[250].

e.13) El acceso al misterio de Dios

          La teología mística, en cuanto scientia occulta[251], tal como señala Alberto, presenta 3 peculiaridades: su principio es la iluminación divina, procede por medio de negaciones (modo) y busca penetrar en lo oculto de Dios (fin)[252].

          Estas notas tan peculiares de la teología mística reclaman tomar una serie de precauciones, como la de evitar su acceso a todo neófito, tener por ignorantes a quienes están instruidos (según los afectos y el intelecto) y poner en cuarentena a los filósofos que dicen que sólo a partir de las cosas visibles se hace ciencia, e ignoran lo que existe suprasustancialmente.

          En efecto, los filósofos que han dicho que el primer motor es el que proporciona el primer movimiento[253], pueden pensar que ya conocen a Dios por los principios de la razón. Y en este caso, necesario es para Alberto recurrir al juicio de Agustín[254], que afirma que “se vanaglorían quienes, temerariamente, ambicionan comprender con la razón humana aquello que la mente piadosa precisa alcanzar con la vivacidad de la fe”[255].

          Por otra parte, apelando a la experiencia de Moisés en el Sinaí, Alberto sostiene la necesidad de una completa purificación (emundatio) para quien anhele ascender y acercarse a lo místico (oculto) de la divina tiniebla. En efecto, es menester la purificación de los afectos y del intelecto (voluntad e inteligencia), los afectos de todos sus apegos terrenos, y el intelecto respecto de todo aquello que no es Dios[256].

          ¿Y por qué es necesario purificar los afectos? Porque están infectados por el amor ilícito de las cosas, que les impide sentir la dulzura de la divina inspiración y menoscaba el conocimiento que de lo divino puede alcanzarse por medio de la experiencia. Es posible que se formulen ciertos silogismos y proposiciones, pero no habrá realem scientiam (que es parte de la felicidad, tal como postula Alberto[257]).

          Pero si la contaminación de los afectos, a través de su amor hacia las cosas, impide sentir los efectos de la inspiración divina (o como había dicho previamente, “padecer lo divino”[258]), se puede decir también que, purificando los afectos (desapegándolos de las cosas) sí que podría experimentarse (patiendo) la inspiración divina, permitiendo así al intelecto acercarse y conocer lo divino[259].

          En este pasaje, así lo pensamos, se vislumbra con claridad la conjunción (sin dividir ni confundir) entre conocer y amar (razón y amor) que tan bellamente identifica al pensamiento albertino: afectos e intelecto co-participando en la búsqueda de lo divino[260].

          La teología mística, precisamente por su racionalidad tan particular, se encuentra para Alberto en un estadio superior respecto de la simple razón y de los sentidos. En efecto, si la divina doctrina de los místicos está sobre (super) todos los que siguen la razón, mucho más lo está por sobre quienes (magis indoctos) siguen sólo a los sentidos, y piensan que nada existe más allá de lo sensible. Estos últimos dan figura a Dios según las cosas más bajas que existen, y no conciben que Dios pueda ser algo mayor, o más grande, que esas imágenes impías”[261].

          Alberto hace notar cuánta perfección requiere quien investiga la doctrina mística, por ser tal la altura de su materia (Dios) y la dificultad de su metodología (el acercamiento a Dios). Para probar dicha dificultad es así que el Areopagita, comenta Alberto, tiene que acudir a dos autoridades: al apóstol Bartolomé y al patriarca Moisés[262].

          Debido a la altura misma de la divina majestad, por tanto (y por vía de las purificaciones), todo ha de ser negado de ella esencialmente, mientras que todo puede ser afirmado de ella causalmente. Por esta razón es que, negando lo esencial y afirmando lo causal[263], el discurso sobre Dios en el evangelio (verdadera teología) es abundante en cuanto a los efectos y las figuras, pero exiguo en cuanto a lo que verdaderamente podemos captar de Dios in statu viae.

          Un claro ejemplo es lo que sucede en el evangelio sobre la doctrina del Verbo encarnado. Este texto resulta extenso (latum) por el gran número de parábolas, y grande (magnum) por la profundidad de las sentencias, pero escueto (concisum) en cuanto a lo que se manifiesta de Dios, “de lo cual ahora poco podemos entender”[264].

          Algo semejante nos aventuramos a decir sobre la teología mística, que aporta un conocimiento incompleto en cuanto a:

-extensión, en cuanto ha de remontarse hacia Dios a partir de los seres sensibles, y desde lo inferior a lo superior, con toda la distancia que eso supone;
-profundidad, pues tiene como fin penetrar en el interior de la divinidad, siendo así que ésta permanece oculta y misteriosamente escondida;
-brevedad, puesto que aquello que logramos conocer de Dios en esta vida, al modo humano, por vía de las negaciones ha de ser puesto en cuarentena.

          Como acaba afirmando Alberto, “mientras más se asciende en las negaciones, más se constriñe nuestro hablar sobre Dios”, pues poco es lo que podemos comprender. Así, “cuando todo haya sido removido, todo discurso cesará”, ya que se habrá producido la unión con ese Dios que es inefable, oculto y místico[265].

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  Act: 01/01/23       @fichas de filosofía            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A  

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[1] cf. DE LIBERA, A: Albert le Grand et la Philosophie, París 1990, pp. 18-21.

[2] Sobre la vida de ALBERTO MAGNO véase VILLER, M; “Albert le Grand”, en Dictionaire de Spiritualité Ascétique et Mystique, I (1995), pp. 217-283; SIMON, P; “Albert der Grosse”, en Theologische Realenzyklopadie, II (1978), pp. 177-184; BINDING, G; DILG, P; “Albertus Magnus”, en Lexikon des Mittel Alters, I (1980), pp. 294-299; CRAEMER, I; RUEGENBERG, J; Alberto Magno, Barcelona 1985, pp. 11-15; TUGWELL, S; Albert and Thomas, Selected Writings, Nueva York 1988, pp. 3-39; WEBER, E. H; “I primi maestri domenicani e Alberto Magno”, en ONOFRIO, G. D; Storia de la teologia nel medioevo II: Le grande fioritura, Casale Monferrato 1996, pp. 775-777; STURLESE, L; “Albert le Grand”, en Dictionaire Encyclopedique du Moyen Age, I (1997), pp. 30-31.

[3] cf. MEIS, A; “Alberto Magno. Sobre la teología mística de Dionisio”, en Anales de la Facultad de Teología, LIX (2008), nota 4,18.

[4] cf. ALBERTO MAGNO, Summa Theologiae sive de mirabili Scientia Dei, II, 2-5.

[5] cf. PSEUDO DIONISIO, De Divinus Nominibus, II, 9.

[6] cf. ALBERTO MAGNO, Summa Theologiae sive de mirabili Scientia Dei, II, 32-38.

[7] cf.cf. ALBERTO MAGNO, op.cit, II, 53-55.

[8] Sobre estas materias véase BEINERT, W; Wenn Gott zu Wort kommt. Einfürung in die Theologie, Friburgo 1978; BERNARD, C; Theologie Symbolique, ed. Tequi, París 1978; BOF, G; STASI, A; La Teologia come scienza della fede, ed. EDB, Bolonia 1982; RATZINGER, J; Les principes de la Theologie catholique. Esquisse et materiaux, ed. Tequi, París 1982; COLLINS, R. F; Models of Theological Reflection, ed. University Press of America, Nueva York 1984; ROCCHETTA, C; FISICHELLA, R; La Teologia tra rivelazione e storia. Introduzione alla Teologia Sistematica, ed. Dehoniane, Bolonia 1985; MARTÍNEZ GORDO, J; Dios, amor asimétrico. Propuesta de teología fundamental práctica, ed. Desclée de Brouwer, Bilbao 1993; ROVIRA BELLOSO, J. M; Introducción a la teología, ed. BAC, Madrid 1996; MARTÍNEZ, L; Los caminos de la teología: historia del método teológico, ed. BAC, Madrid 1998; DIAZ, C; Decir el Credo, ed. Desclée de Brouwer, Bilbao 2005; COLLINS, F. S; ¿Cómo habla Dios? La evidencia científica de la fe, ed. Temas de Hoy, Madrid 2007; CORDEVILLA, A; El ejercicio de la teología, ed. Sígueme, Salamanca 2007.

[9] cf. FISICHELLA, R; “Teología. Definición”, en LATOURELLE, R; FISICHELLA, R; Diccionario de Teología Fundamental, ed. San Pablo, Madrid 2000, p. 1413; ROVIRA BELLOSO, J. M; Introducción a la teología, ed. BAC, Madrid 2003, pp. 55-77.

[10] cf. DONDAINE, H. F; “Date du Commentaire de la Hiérarchie céleste de saint Albert le Grand”, en Recherches de Theologie Ancienne et Medievale, XX (1953), pp. 315-322; WEBER, E. H; “I primi maestri domenicani e Alberto Magno”, en ONOFRIO, G. D; Storia della Teologia nel medioevo, vol. II: la grande fioritura. ed. Piemme, Casale Monferrato 1996, pp. 769-820.

[11] cf. WEBER, E. H; “I primi maestri domenicani e Alberto Magno”, en ONOFRIO, G. D; Storia della Teologia nel medioevo, vol. II: la grande fioritura. ed. Piemme, Casale Monferrato 1996, p. 777.

[12] cf. BINDING, G; DILG, P; “Albertus Magnus”, en Lexikon des Mittel Alters, I (1980), pp. 294-299; SIMON, P; “Albert der Grosse”, en Theologische Realenzyklopadie, II (1978), pp. 177-184; TUGWELL, S; Albert and Thomas. Selected Writings, ed. Paulist Press, Nueva York 1988, pp. 3-39.

[13] cf. ALBERTO MAGNO, Summa Theologiae sive de mirabili Scientia Dei, V, 13-15.

[14] cf. ALBERTO MAGNO, op.cit, I, 7.

[15] cf. Ibid, V, 15-18. [16] cf. Ibid, V, 18-24. [17] cf. Ibid, V, 25-27. [18] cf. Ibid, VI, 58-61. [19] cf. Ibid, VI, 64-66. [20] cf. Ibid, VI, 77-79. [21] cf. Ibid, VI, 80-VII, 5. [22] cf. Ibid, VII, 11-25. [23] cf. Ibid, VII, 27-29. [24] cf. Ibid, V, 33-37. [25] cf. Ibid, V, 43-48. [26] cf. Ibid, V, 49-52. [27] cf. Ibid, V, 52-56. [28] cf. Ibid, VII, 40-42.

[29] cf. ARISTOTELES, De Anima, III, 3.

[30] cf. ALBERTO MAGNO, Summa Theologiae sive de mirabili Scientia Dei, VI, 7-13.

[31] cf. ALBERTO MAGNO, op.cit, VII, 43-49; ARISTOTELES, De Anima, III, 3.

[32] cf. ALBERTO MAGNO, Summa Theologiae sive de mirabili Scientia Dei, VII, 49-51.

[33] cf. ALBERTO MAGNO, op.cit, VII, 53-56; PSEUDO DIONISIO, De Divinis Nominibus, VII, 4.

[34] cf. ALBERTO MAGNO, Summa Theologiae sive de mirabili Scientia Dei, VII, 56-59.

[35] cf. ALBERTO MAGNO, op.cit, VI, 20-22; HUGO DE SAN VICTOR, De Sacramentis Christianae Fidei, I, 10, 2.

[36] cf. ALBERTO MAGNO, Summa Theologiae sive de mirabili Scientia Dei, VII, 60-65.

[37] cf. ALBERTO MAGNO, op.cit, VII, 67-69.

[38] cf. Ibid, VI, 24-27; GREGORIO MAGNO, Homilías sobre el Evangelio, XXVI, 1.

[39] cf. ALBERTO MAGNO, Summa Theologiae sive de mirabili Scientia Dei, VI, 27-29.

[40] cf. ALBERTO MAGNO, op.cit, VII, 72-75.

[41] cf. BOECIO, Contra Eutychen et Nestorium, 1; PTOLOMEO, Almagesto, I, 1.

[42] cf. ALBERTO MAGNO, Summa Theologiae sive de mirabili Scientia Dei, VI, 35-38; PSEUDO DIONISIO, De Divinis Nominibus, I, 1.

[43] cf. ALBERTO MAGNO, Summa Theologiae sive de mirabili Scientia Dei, VI, 38-42; PSEUDO DIONISIO, Liber de Causis, 5.

[44] cf. ALBERTO MAGNO, Summa Theologiae sive de mirabili Scientia Dei, VII, 76-81.

[45] cf. ALBERTO MAGNO, op.cit, VI, 43-46.

[46] cf. Ibid, VI, 47-51. [47] cf. Ibid, VI, 52-54.

[48] cf. Ibid, VIII, 9-11; AGUSTIN DE HIPONA, De Trinitate, XIV, 1, 3.

[49] cf. ALBERTO MAGNO, Summa Theologiae sive de mirabili Scientia Dei, VIII, 21-23.

[50] cf. ALBERTO MAGNO, op.cit, VIII, 25-27.

[51] cf. ARISTOTELES, Física, II, 2.

[52] cf. ALBERTO MAGNO, Summa Theologiae sive de mirabili Scientia Dei, VIII, 68-71.

[53] cf. ALBERTO MAGNO, op.cit, VIII, 71-9, 2.

[54] cf. Ibid, IX, 3-9. [55] cf. Ibid, VIII, 17-19. [56] cf. Ibid, VIII, 29-33.

[57] cf. Ibid, VIII, 34-36; AGUSTIN DE HIPONA, Retractationes, I, 9, 6; De Libre Arbitrio, II, 18-19.

[58] cf. ALBERTO MAGNO, Summa Theologiae sive de mirabili Scientia Dei, IX, 20-25.

[59] cf. ALBERTO MAGNO, op.cit, VIII, 40-45.

[60] cf. Ibid, IX, 10-15. [61] cf. Ibid, VIII, 46-50.

[62] cf. AGUSTIN DE HIPONA, Enchiridion Theologicum, I, 2; De Civitate Dei, X, 1, 3.

[63] cf. ALBERTO MAGNO, Summa Theologiae sive de mirabili Scientia Dei, VIII, 50-52.

[64] cf. ALBERTO MAGNO, op.cit, VIII, 52-57.

[65] cf. Ibid, VIII, 64-67.

[66] cf. AGUSTIN DE HIPONA, De Doctrina Christiana, I, 2, 2; PEDRO LOMBARDO, Libri Quattuor Sententiarum, I, 1, 1.

[67] cf. ALBERTO MAGNO, Summa Theologiae sive de mirabili Scientia Dei, IX, 42-44.

[68] cf. HUGO DE SAN VICTOR, De Sacramentis Christianae Fidei, prólogo, 2.

[69] cf. ALBERTO MAGNO, Summa Theologiae sive de mirabili Scientia Dei, IX, 46-48.

[70] cf. ALBERTO MAGNO, op.cit, IX, 50-53.

[71] cf. Ibid, IX, 54-56. [72] cf. Ibid, IX, 70-73. [73] cf. Ibid, X, 1-4. [74] cf. Ibid, X, 8-11.

[75] cf. AGUSTIN DE HIPONA, De Doctrina Christiana, I, 5, 5.

[76] cf. ALBERTO MAGNO, Summa Theologiae sive de mirabili Scientia Dei, X, 21-27.

[77] cf. ALBERTO MAGNO, op.cit, X, 28-33.

[78] cf. Ibid, X, 34-39. [79] cf. Ibid, XI, 17-19. [80] cf. Ibid, XI, 23-26. [81] cf. Ibid, X, 40-44. [82] cf. Ibid, X, 45-47. [83] cf. Ibid, XI, 31-36. [84] cf. Ibid, XI, 36-38. [85] cf. Ibid, XI, 50-53. [86] cf. Ibid, X, 48-54. [87] cf. Ibid, X, 55-58. [88] cf. Ibid, XI, 56-60. [89] cf. Ibid, XI, 61-64. [90] cf. Ibid, X, 59-61.

[91] cf. BOECIO, Quomodo Trinitas uno Deus ac non tres Dii, II, 4.

[92] cf. ALBERTO MAGNO, Summa Theologiae sive de mirabili Scientia Dei, X, 62-64.

[93] cf. ALBERTO MAGNO, op.cit, XI, 66-70.

[94] cf. Ibid, XI, 81-87. [95] cf. Ibid, X, 67-70. [96] cf. Ibid, X, 74-77. [97] cf. Ibid, X, 78-80. [98] cf. Ibid, X, 90-XI, 11. [99] cf. Ibid, I, 33-35. [100] cf. Ibid, I, 35-38. [101] cf. Ibid, I, 44-47. [102] cf. Ibid, I, 47-49.

[103] cf. Ibid, I, 50-53; AGUSTIN DE HIPONA, De Trinitate, VIII, 10, 14.

[104] cf. ALBERTO MAGNO, Summa Theologiae sive de mirabili Scientia Dei, I, 58-59.

[105] cf. ALBERTO MAGNO, op.cit, II, 2-5.

          ALBERTO hace así suyas las palabras de AL-FARABI, quien sostenía que todos los filósofos situaron la raíz de la inmortalidad del alma precisamente en el intelecto divino adepto, es decir, en el intelecto de Dios que es adquirido por medio del estudio (cf. ALFARABI, De Intellectus et Intelligibilis, II, 8).

[106] cf. ALBERTO MAGNO, Summa Theologiae sive de mirabili Scientia Dei, II, 5-6; PSEUDO DIONISIO, De Divinis Nominibus, II, 9.

[107] cf. ALBERTO MAGNO, Summa Theologiae sive de mirabili Scientia Dei, II, 17-20.

[108] cf. ALBERTO MAGNO, op.cit, II, 26-29.

[109] cf. Ibid, II, 32-38. [110] cf. Ibid, II, 51-52. [111] cf. Ibid, II, 53-55. [112] cf. Ibid, II, 61-65. [113] cf. Ibid, II, 68-72. [114] cf. Ibid, II, 72-76. [115] cf. Ibid, II, 76-3, 1. [116] cf. Ibid, III, 1-5. [117] cf. Ibid, III, 5-9. [118] cf. Ibid, III, 25-28. [119] cf. Ibid, I, 5-6. [120] cf. Ibid, I, 6-8. [121] cf. Ibid, I, 8. [122] cf. Ibid, I, 23-24. [123] cf. Ibid, I, 9. [124] cf. Ibid, I, 10. [125] cf. Ibid, I, 11-12. [126] cf. Ibid, I, 13-14. [127] cf. Ibid, I, 15.

[128] cf. ARISTOTELES, De Anima, I, 1.

[129] cf. ALBERTO MAGNO, Summa Theologiae sive de mirabili Scientia Dei, I, 19-21.

[130] cf. ALBERTO MAGNO, op.cit, I, 22-24.

[131] cf. Ibid, I, 26-30.

[132] Una opus reparationis que, por semejanza de la gracia, corresponde según los padres griegos a la divinización del hombre, tema central de la teología de la gracia en la patrística griega (cf. LADARIA, L. F; Teología del pecado original y de la gracia. Antropología teológica especial, ed. BAC, Madrid 2007, pp. 150-155).

[133] cf. ALBERTO MAGNO, Summa Theologiae sive de mirabili Scientia Dei, III, 29-34; ARISTOTELES, Metafísica, II, 1.

[134] cf. ALBERTO MAGNO, Summa Theologiae sive de mirabili Scientia Dei, III, 34-36.

[135] cf. ALBERTO MAGNO, op.cit, III, 36-38.

[136] cf. Ibid, III, 38-40. [137] cf. Ibid, III, 43-47.

[138] cf. AGUSTIN DE HIPONA, Confesiones, I, 1, 1.

[139] cf. ALBERTO MAGNO, Summa Theologiae sive de mirabili Scientia Dei, III, 50-53.

[140] cf. ALBERTO MAGNO, op.cit, III, 54-59.

[141] cf. Ibid, III, 59-60.

[142] cf. Ibid, III, 68-70; PSEUDO DIONISIO, De Caelesti Hierarchia, VII.

[143] cf. AGUSTIN DE HIPONA, Epístolas, CXLVII, 9.

[144] cf. ALBERTO MAGNO, Summa Theologiae sive de mirabili Scientia Dei, III, 72-73.

[145] cf. ALBERTO MAGNO, op.cit, III, 73-76.

[146] cf. Ibid, IV, 3-5; AGUSTIN DE HIPONA, De Trinitate, I, 2, 4.

[147] cf. PSEUDO DIONISIO, Corpus Dionysiacum I: De Divinis Nominibus, en VON SUCHLA, H; Corpus Dionysiacum I, Berlín 1990; PSEUDO DIONISIO, Corpus dionysiacum II: De Caelesti Hierarchia,. De Ecclesiastica Hierarchia. De Mystica Theologia. Epistolae, en VON GUNTER, H; RITTER, A. M; Corpus Dionusiacum II, Berlín 1991.

[148] cf. LILLA, S; Dionigi l’Areopagita e il platonismo cristiano, Brescia 2005, p. 162.

[149] cf. SICOULY, P. C; “Filosofía y Teología en San Alberto Magno, comentador del Corpus Dionysiacum. Nuevas perspectivas a la luz de algunos estudios recientes”, en Studium: Filosofía y Teología, V (2002), pp. 23-37.

[150] cf. ALBERTO MAGNO, Omnia Opera XXXVI, II: Super Mysticam Theologiam Dionysii et Epistolas, ed. Paulus Simon, Münster 1978, 141, 2-144.

[151] cf. ALBERTO MAGNO, op.cit, 145, 1-14.

[152] cf. Ibid, 146, 1-147. [153] cf. Ibid, 148, 1-8. [154] cf. Ibid, 149, 1-150.

[155] cf. ALBERTO MAGNO, Omnia opera XXXVI, II: Super Mysticam Theologiam Dionysii et Epistolas, ed. Paulus Simon, Münster 1978.

          Es ésta la edición crítica (edición Coloniense) sobre la cual hemos elaborado la presente investigación. En adelante, tan sólo citaremos el número de la página y de la línea correspondiente.

[156] Sólo en el s. IX será posible conocer los escritos de DIONISIO directamente por medio de ERIUGENA (ca. 870), puesto que su traducción latina de Dionisio, más lograda que la 1ª que se conoce y que fue hecha por HILDUINO, abad del Monasterio San Dionisio de París (ca. 832), servirá de base para los futuros comentarios de los maestros victorinos, y especialmente para los grandes teólogos escolásticos del s. XIII. Posteriormente, 3 recensiones de los escritos de Dionisio Areopagita confluirán en la universidad de París:

-la versión del JUAN ERIUGENA con comentarios,
-la versión de JUAN SARRACENO (también conocida como translatio nova),
-la correspondiente a los extractos de TOMAS GALLUS.

[157] cf. DONDAINE, H. F; “Date du Commentaire de la Hiérarchie céleste de saint Albert le Grand”, en Recherches de Theologie Ancienne et Medievale, XX (1953), pp. 315- 322.

[158] cf. BATAILLON, L. J; “Question”, en VAUCHEZ, A; Dictionnaire Encyclopedique du Moyen Age, vol. II, París 1997, p. 1282.

[159] cf. ALBERTO MAGNO, Super Mysticam Theologiam Dionysii, 453, 9-454.

[160] cf. ALBERTO MAGNO, op.cit, 454, 13-455.

[161] cf. Ibid, 455, 88-456. [162] cf. Ibid, 456, 40-456. [163] cf. Ibid, 456, 75-457. [164] cf. Ibid, 457, 37-458. [165] cf. Ibid, 458, 27-69. [166] cf. Ibid, 458, 70-459. [167] cf. Ibid, 459, 50-461. [168] cf. Ibid, 461, 31-462. [169] cf. Ibid, 462, 46-463. [170] cf. Ibid, 463, 34-464. [171] cf. Ibid, 464, 8-61. [172] cf. Ibid, 466, 20-467. [173] cf. Ibid, 467, 12-60. [174] cf. Ibid, 467, 61-92. [175] cf. Ibid, 468, 24-469. [176] cf. Ibid, 469, 24-47. [177] cf. Ibid, 469, 48-470. [178] cf. Ibid, 470, 21. [179] cf. Ibid, 472, 2. [180] cf. Ibid, 473, 5-474. [181] cf. Ibid, 474, 50.

[182] Sobre el ocultamiento de Dios, véase MEIS, A; “Dionisio Areopagita y el ocultamiento de Dios: Acercamiento a los hitos relevantes de su Wirkungsgeschichte en Occidente”, en Teología y Vida, XL (1999), pp. 327-371; MEIS, A; “El ocultamiento de Dios. Aproximación teológica”, en Veritas, VII (1999), pp. 119-142.

[183] cf. PSEUDO DIONISIO, De Divinis Nominibus, I, 1 y V, 2.

[184] cf. ALBERTO MAGNO, Super Mysticam Theologiam Dionysii, 453, 9-14.

[185] cf. ALBERTO MAGNO, op.cit, 453, 20-25.

[186] cf. Ibid, 453, 35-37. [187] cf. Ibid, 453, 37-41. [188] cf. Ibid, 454, 3-9. [189] cf. Ibid, 454, 61-63; 455, 33-34. [190] cf. Ibid, 475, 39-42. [191] cf. Ibid, 453, 20-25. [192] cf. Ibid, 456, 44. [193] cf. Ibid, 453, 26.

[194] cf. PSEUDO DIONISIO, De Caelesti Hierarchia.

[195] cf. JUAN CRISOSTOMO, Homilías sobre Juan, XV, 1.

[196] cf. Ex 19,9.16; 20,21; 24,15-18; 33,9.10; 34,5.

[197] cf. 460, 24-26; 461, 55-56; 462, 19-22; 472, 11-12.

[198] cf. PSEUDO DIONISIO, De Mystica Theologia, I, 3.

[199] cf. ALBERTO MAGNO, Super Mysticam Theologiam Dionysii, 462, 16-18.

[200] cf. ALBERTO MAGNO, op.cit, 461, 61-66; 461, 68-70.

[201] cf. Ibid, 456, 56-61.

[202] cf. Ibid, 454, 4-9.

          Hemos de notar, siguiendo esta misma fineza de pensamiento, que lo que será descubierto en la salvación eterna (“sine aliquo velamine et aperte”) es lo oculto de Deo nobis y no lo oculto de Deo in se.

[203] cf. Ibid, 454, 65-67; 457, 15-17. [204] cf. Ibid, 457, 20-23. [205] cf. Ibid, 465, 19-21. [206] cf. Ibid, 463, 71-7; 466, 14-17.

[207] cf. PSEUDO DIONISIO, De Mystica Theologia, I (Cfr. CD II, 141, 1-142, 4).

[208] cf. ALBERTO MAGNO, Super Mysticam Theologiam Dionysii, 456, 42-45.

[209] cf. ALBERTO MAGNO, op.cit, 456, 56-61.

[210] No obstante, cabe precisar que para ALBERTO MAGNO la relación entre las esferas de lo sensible y de lo inteligible, tal como lo ha mostrado CAPARELLO, es bastante más fuerte de lo que podría pensarse en un 1º momento.

          En efecto, según esta autora Alberto logra reconstruir, a partir de nociones aristotélicas y neoplatónicas, “tutta la rete di relazioni verso l’alto e verso il basso, con cui la sensibilità si commisura, si confronta, per mantenere equilibrio, proporzione e richiezza” (cf. CAPARELLO, A; Senso e interiorità in Alberto Magno, ed. Pontificia Universidad Gregoriana, Roma 1993, p. 3).

[211] cf. ALBERTO MAGNO, Super Mysticam Theologiam Dionysii, 457, 20-23.

[212] cf. ALBERTO MAGNO, op.cit, 457, 26-29; 463, 39-40.

[213] Además de las 5 obras pertenecientes al Corpus Dionysiacum, el mismo DIONISIO menciona en sus escritos otras 7 que, de acuerdo con los conocedores de Dionisio, podemos considerarlas como apócrifas, o bien, perdidas en el tiempo:

1º Sobre las cosas inteligibles y las cosas sensibles (cf. De Ecclesiastica Hierarchia, I, 2),
2º Esquemas teológicos (cf. De Divinis Nominibus, I, 1, 5; II, 1, 3; XI, 5; De Mystica Theologia, III),
3º Teología simbólica (cf. De Caelesti Hierarchia, XV, 6;
De Divinis Nominibus, I, 8; IV, 5; XIII, 4; De Mystica Theologia, III; Epistolae, IX, 1),
4º Himnos divinos (cf.
De Caelesti Hierarchia, VII, 4),
5º Sobre las propiedades y clases angélicas (cf.
De Divinis Nominibus, IV, 2),
6º Sobre el juicio justo de Dios (cf.
De Divinis Nominibus, IV, 35),
7º Sobre el alma (cf.
De Divinis Nominibus, IV, 2).

[214] cf. PSEUDO DIONISIO, De Mystica Theologia, III.

[215] cf. ALBERTO MAGNO, Super Mysticam Theologiam Dionysii, 469, 30-31; HILARIO DE POITIERS, De Trinitate, IV, 17-18; VII, 38-39.

[216] cf. ALBERTO MAGNO, Super Mysticam Theologiam Dionysii, 469, 32-34.

[217] cf. ALBERTO MAGNO, op.cit, 469, 35-36.

[218] cf. Ibid, 469, 37-40. [219] cf. Ibid, 469, 41-46. [220] cf. Ibid, 470, 44-47. [221] cf. Ibid, 470, 48-54. [222] cf. Ibid, 470, 55-70. [223] cf. Ibid, 454, 26-28.

[224] cf. ALBERTO MAGNO, De Fide, I, 10, 64.

[225] cf. ALBERTO MAGNO, Super Mysticam Theologiam Dionysii, 455, 29-34; 469, 15-19 y 20-21.

[226] cf. ALBERTO MAGNO, op.cit, 469, 48-56.

[227] cf. Ibid, 469, 59-61. [228] cf. Ibid, 469, 62. [229] cf. Ibid, 469, 63-66. [230] cf. Ibid, 469, 67-78. [231] cf. Ibid, 469, 79-470.

[232] cf. Ibid, 470, 3-6.

          ALBERTO MAGNO distingue una luz fontal (lumen) de otra que podríamos llamar irradiativa (esto es, de la luminosidad que proviene de la fuente o lumine).

[233] cf. AGUSTIN DE HIPONA, Confesiones, VII, 9, 13-14.

[234] cf. AGUSTIN DE HIPONA, Opere. Le Confesioni, ed. Citta Nuova, Roma 2000, pp. 195-197, nota 4.

[235] cf. ALBERTO MAGNO, Super Mysticam Theologiam Dionysii, 454, 38-46.

[236] cf. ALBERTO MAGNO, op.cit, 470, 7-20; PSEUDO DIONISIO, De Mystica Theologia, III.

[237] cf. ALBERTO MAGNO, Super Mysticam Theologiam Dionysii, 470, 28-31.

[238] cf. ALBERTO MAGNO, op.cit, 470, 33-43.

[239] Aunque ALBERTO MAGNO no lo diga así, nos encontramos ante la llamada perichoresis trinitaria. Esto es, ante la compenetración e inhabitación de las personas divinas entre sí.

[240] cf. Ibid, 470, 7-20. [241] cf. Ibid, 453, 32-34. [242] cf. Ibid, 454, 65-67; 455, 49-53. [243] cf. Ibid, 457, 51-53; 462, 1-2. [244] cf. Ibid, 458, 85-88; 459, 45-49. [245] cf. Ibid, 459, 59-62. [246] cf. Ibid, 460, 26; 462, 26-27; 465, 24-25; 467, 84-88; 472, 14. [247] cf. Ibid, 460, 20-22. [248] cf. Ibid, 460, 86-88.

[249] cf. PSEUDO DIONISIO, Tutte le Opere, Milán 1997, p. 89.

[250] cf. ALBERTO MAGNO, Super Mysticam Theologiam Dionysii, 465, 32-34.

[251] cf. ALBERTO MAGNO, op.cit, 454, 20.

[252] cf. Ibid, 454, 13-455.

[253] cf. ARISTOTELES, Metafísica, XII, 8; Física, VII, 5; AVERROES, Metafísica, XI, 43.

[254] cf. AGUSTIN DE HIPONA, Confesiones, III, 3-5 y 6-9.

[255] cf. ALBERTO MAGNO, Super Mysticam Theologiam Dionysii, 458, 33-45.

[256] cf. ALBERTO MAGNO, op.cit, 461, 38-44.

[257] cf. Ibid, 458, 57-62.

[258] cf. Ibid, 458, 57.

[259] A propósito de estas purificaciones no podemos dejar de pensar en lo dicho por SAN JUAN DE LA CRUZ tres siglos más tarde: “La causa por que le es necesario al alma para llegar a la divina unión de Dios pasar esta noche oscura de mortificación de apetitos y negaciones de los gustos en todas las cosas, es porque todas las afecciones que tiene en las criaturas son delante de Dios puras tinieblas, de las cuales estando el alma vestida no tiene capacidad para ser ilustrada y poseída de la pura y sencilla luz de Dios, si primero no las desecha de sí; porque no pueden convenir la luz con las tinieblas, porque tenebrae eam non comprehenderunt; esto es: las tinieblas no pudieron recibir la luz” (cf. JUAN DE LA CRUZ, Subida al Monte Carmelo, IV 4, 1; V, 2. 6).

[260] Sobre la relación razón y amor en ALBERTO MAGNO y su contexto más próximo, véase MEIS, A; “El misterio de la alteridad en Alberto Magno. Super Mysticam Theologiam Dionysii”, en Teología y Vida, XLVII (2006), pp. 541-574; WEBER, E. H; “I primi maestri domenicani e Alberto Magno”, en ONOFRIO, G. D; Storia de la teologia nel medioevo II: Le grande fioritura, Casale Monferrato 1996, pp. 784-790.

[261] cf. ALBERTO MAGNO, Super Mysticam Theologiam Dionysii, 458, 71-79.

[262] cf. ALBERTO MAGNO, op.cit, 459, 50-56.

[263] cf. JERONIMO DE ESTRIDON, Evangelio de Mateo, prólogo.

[264] cf. ALBERTO MAGNO, Super Mysticam Theologiam Dionysii, 459, 59-73.

[265] cf. ALBERTO MAGNO, op.cit, 471, 8-15.