AQUINO Chicago,
1 enero 2023 Tomás de Aquino es uno de los más eminentes e influyentes pensadores en la historia de la humanidad. Destaca por su capacidad para integrar y armonizar las variadas fuentes de la tradición intelectual que heredó, y por la claridad, concisión y orden de su pensamiento y de sus obras escritas. Aunque por profesión fue teólogo, Tomás escribió abundantemente sobre cuestiones filosóficas, haciendo sustanciales contribuciones en diversos campos, especialmente en filosofía del conocimiento, antropología filosófica, teoría de la acción, ética, teoría del derecho y, sobre todo, metafísica. a) Vida y obras Tomás de Aquino nació en 1224 en Roccasecca, en un castillo familiar (hoy en ruinas) muy cercano a Montecassino, a mitad de camino entre Roma y Nápoles[1]. Su padre Landolfo era caballero, y su madre Teodora era la condesa de Teathe, gozando la familia de importantes conexiones políticas. Ya de joven, Aquino fue enviado a la imperial universidad de Nápoles. Allí continuó sus estudios de artes liberales y comenzó los de filosofía, expuesto de manera completa al pensamiento de Aristóteles. Fue también en Nápoles donde Tomás entró en contacto con la nueva orden de los dominicos (fundados en Toulouse en 1215), y pronto decidió sumarse a sus filas. Terminada la carrera de Filosofía, Tomás se matriculó en la universidad de París, donde siguió los cursos dictados por el renombrado dominico alemán Alberto el Grande, quien pronto dejó París (ca. 1248) para asumir la dirección de la nueva universidad de Colonia, llevándose consigo a Tomás. En la universidad de Colonia conservó Tomás sus propias notas de las asignaturas de Alberto, que usó tiempo más tarde y a la hora de componer la parte moral de la Suma Teológica. Aquino fue enviado de nuevo a la universidad de París (ca. 1268), haciéndose allí cargo de la cátedra en Teología y comenzando a escribir su magno corpus filosófico. Las obras de Aquino fueron alrededor de 60, destacando entre ellas por orden de su fecha de finalización: -De
Natura (1256) b) Pensamiento Igual que la mayoría de sus contemporáneos, Tomás se veía a sí mismo como heredero de una antigua y venerable tradición intelectual, y su propio trabajo puede ser considerado en gran medida como una especie de diálogo con sus principales representantes, los llamados auctores. Las fuentes de Tomás fueron muchas y muy variadas. En 1º lugar, por supuesto, están las Sagradas Escrituras, que a causa de su inspiración divina forman una clase aparte. Luego vienen los escritos cristianos: Ambrosio, Jerónimo, Gregorio el Grande, Boecio, Orígenes, el pseudo-Dionisio, Crisóstomo, Nemesio, Damasceno, Anselmo, Pedro Lombardo, y aquel a quien Tomás califica como egregius (lit. sobresaliente): Agustín. Entre los autores no cristianos, sin duda el que más influyó en Tomás fue Aristóteles. De las obras de Platón, Tomás conoció sólo el Timeo. Su concepción del pensamiento platónico se basa en parte en lo que Aristóteles dice sobre él y en parte en autores de relativa inspiración neoplatónica, principalmente Boecio, Agustín, el pseudo-Dionisio, y Proclo. En ética destaca la influencia del pensamiento estoico, especialmente tal como se presenta en los escritos de Séneca y Cicerón. También fueron muy importantes una serie de pensadores judíos e islámicos: Maimónides, Avicena (marcadamente neoplatónico), Algazel y Averroes (llamado “el comentarista”, a causa de sus admirables comentarios sobre Aristóteles). Una lista completa de las fuentes que cita Tomás debería incluir muchos otros autores menos significativos. Otro factor principal en la configuración de su pensamiento era su interacción con otros pensadores del s. XIII. Esto es mucho más difícil de documentar en detalle. Tomás rara vez cita al pie de la letra a sus contemporáneos y casi nunca los nombra, ni siquiera en sus escritos polémicos. En algunas ocasiones dirá que “cierta persona” sostiene tal o cual posición; en otras, lo que dice es un claro eco de lo que sostiene algún otro autor, aunque no cite a nadie en concreto. En aquella época había poca o ninguna noción de propiedad intelectual. La célebre frase de Tomás, de que “el estudio de la filosofía no tiene por objeto saber lo que los hombres pensaban, sino cuál es la verdad de las cosas”, aparece en medio de un comentario a Aristóteles[4], y difícilmente parece significar que Tomás se preocupara poco por lo que sus fuentes realmente pensaban, o que él estuviera dispuesto a atribuirles sus propias ideas. Por el contrario, en sus comentarios sobre Aristóteles y otros filósofos, su preocupación por conocer el verdadero significado de sus palabras es tan evidente que algunos estudiosos han dudado de que estas obras puedan tomarse como testimonios de sus propios puntos de vista sobre “la verdad de las cosas”. Otros, sin embargo observan que en ocasiones aprovecha la oportunidad para llevar la discusión acerca de “las cosas” mucho más lejos de lo que estima que el autor está diciendo sobre el tema, y que, en algunos casos, expresa desacuerdo con la posición del autor. El caso más conocido es su rechazo de las pruebas de Aristóteles sobre la eternidad del movimiento y el tiempo[5]. Estas precisiones sugieren que, por lo general, y a menos que diga explícitamente lo contrario, Tomás acepta la opinión del autor. En qué medida el pensamiento filosófico de Tomás puede considerase un pensamiento aristotélico es y probablemente será siempre un tema de discusión entre los expertos. Aunque Tomás acepta las críticas de Aristóteles a Platón, hay una innegable e importante influencia del neoplatonismo en su forma de tratar ciertos temas, especialmente cuando se refiere a la divinidad y su relación con el mundo, de lo que Aristóteles dice relativamente poco. Lo que no cabe duda es que que el neoplatonismo no tuvo algún efecto en la lectura que Tomás hizo de Aristóteles. En cualquier caso, no parece arriesgado afirmar que Tomás se esfuerza por mantener sus puntos de vista filosóficos en armonía con lo que considera que son los principios aristotélicos. En general, veremos el pensamiento de Aquino a través de sus análisis filosóficos sobre: -lo
natural, o física, c) Física Una de las primeras obras de Tomás fue un breve tratado sobre los principios generales y fundamentales de la realidad física, De Principiis Naturae, acerca de los principios de la naturaleza. En él ofrece una explicación concisa de los principales conceptos y axiomas establecidos en los dos primeros libros de la Física de Aristóteles, junto con algunas ideas tomadas de su Metafísica. Sin embargo, el interés de Tomás por la historia natural no es tan fuerte como el de Alberto, y a lo sumo consideró que la filosofía de la naturaleza era un componente esencial en el programa integral de los estudios filosóficos, e incluso una condición previa necesaria para el estudio completo y sistemático de la metafísica. Para los lectores de hoy estas posiciones no son fáciles de apreciar, porque la noción misma de “filosofía de la naturaleza” (o Filosofía Natural) se ha convertido en algo desconocido. No es lo mismo que lo que hoy llamamos “filosofía de la ciencia”, pues ésta se centra principalmente en los modos de pensamiento que caracterizan la investigación científica. Lo más parecido a la filosofía de la ciencia que encontramos en Aristóteles, sería el tipo de estudios realizados en los Segundos Analíticos. En cambio, lo que Tomás llama Filosofía Natural no trata acerca de las ciencias naturales, sino que trata de la realidad natural. De hecho, la filosofía de la naturaleza es, en el sentido que se da a la palabra ciencia en los Segundos Analíticos, ciencia natural. Sin embargo, si por “ciencias naturales”, nos referimos al tipo de conocimiento adquirido a través de los modernos métodos de experimentación, encontraremos poco o nada de esto en Tomás. Lo cual no significa que su ciencia natural sea mera especulación de salón, que presta poca atención a la observación o la experiencia. Tomás no llamaría ciencia a la especulación de salón sobre las cosas físicas, sino dialéctica, pues la experimentación es sólo una forma especial de adquirir experiencia de las cosas. Aunque los sofisticados instrumentos modernos de observación no existían en su época, él ciertamente consideraba la observación y experiencia esenciales para las ciencias naturales. También es bastante ajena a su modo de entender las ciencias naturales la idea de que “el libro de la naturaleza está escrito en el lenguaje de las matemáticas” (según dirá Galileo). Tomás ve la aplicabilidad de los conceptos matemáticos a las cosas físicas, y la importancia de las aplicaciones de este tipo en algunos campos (como la óptica o la astronomía), pero en general da un rol secundario a las matemáticas en el estudio de las realidades físicas. Tales realidades tienen sus propios principios físicos (los “principios de la naturaleza”), y estos tienen que ser entendidos en sus propios términos, no tomados de las matemáticas (ni adaptados a partir ellas) ni tampoco deducidos de los principios de la metafísica (aunque el metafísico tenga la última palabra sobre ellos, como sobre todos los demás principios filosóficos). Por tanto, Tomás no hace distinción tajante entre la filosofía natural y las ciencias naturales. De todas formas, divide el estudio de las cosas naturales en diferentes campos, con arreglo a niveles de generalidad o especificidad. Su De Principiis Naturae (o De Physicis), así como la Física de Aristóteles, pertenece a un nivel más general, y se centra en las características más comunes de las cosas naturales. c.1) La naturaleza La característica común que define fundamentalmente el campo de la filosofía de la naturaleza, como un todo, es la movilidad. Podría pensarse que dicha movilidad debería ser la corporeidad o el ser un cuerpo, pero no todos los cuerpos son naturales, pues también hay cuerpos matemáticos y artificiales. Y los cuerpos matemáticos, como tales, no son en modo alguno móviles, y los cuerpos artificiales sólo son móviles per accidens, en virtud de los cuerpos naturales de que están hechos. Los cuerpos naturales, pues, son cuerpos a los que el movimiento y el cambio pertenecen per se (es decir, por sus propios principios). Cuando hablamos de lo que un cuerpo hace “por naturaleza”, nos estamos refiriendo precisamente a esos principios. Aristóteles define la naturaleza como la causa del movimiento o del reposo en la cosa a la que pertenece primariamente y por sí misma[6]. Los cuerpos de diversos tipos son aptos para moverse de maneras diferentes; tienen diferentes naturalezas. Sin embargo, no todos los movimientos que experimenta un cuerpo natural son el resultado de su naturaleza específica. El cuerpo también puede ser movido de modo antinatural, por una fuerza contraria. Hablando todavía muy en general, todo movimiento o cambio supone esencialmente para Tomás 2 tipos de factores dentro de la cosa que cambia: -algo que funciona como
materia, El cambio consiste en la adquisición (o perdida) de una forma por parte de una materia, tras lo cual comienza a ser (o dejar de ser) de alguna manera. En cuanto aquello por lo que una cosa es de alguna manera, la forma recibe el nombre de acto. Y en cuanto aquello por lo que es capaz de tener (o no) una forma, y de ser (o no ser) de una determinada manera, la materia es potencia[7]. El cambio también involucra 2 factores externos a la cosa que cambia. Debe haber un agente o motor que actúa sobre la materia, para producir su adquisición o pérdida de la forma. Y debe haber también un punto de llegada u objetivo hacia el que agente tiende al actuar de esa manera (porque si no tendiera hacia algo, no actuaría de un determinado modo en vez de otro). Ésta es, muy esquemáticamente, la famosa Teoría de los Cuatro Tipos de Causa: material, formal, eficiente y final. Otro conjunto de distinciones generales, relativas al cambio, se refiere al modo interno de cambiar, o modo de ser (categoría) que está implicado en el cambio. Hablando con propiedad, quien sufre el cambio es siempre un individuo perteneciente a la categoría de sustancia. Es decir, un ser fundamental. De hecho, toda sustancia es en sí misma una especie de principio, dado que toda realidad que no es una sustancia se encuadra bajo la categoría de accidente. Esto significa que no existe más que como una adición y modificación de una sustancia. Y la constitución esencial de una sustancia, como individuo de un tipo específico, es el primer principio del movimiento y del cambio que le pertenece. Es decir, es precisamente la naturaleza de la sustancia. Pero el cambio al que una sustancia es sometida, y la forma que esta adquiere o pierde, puede ser sustancial o accidental. Es decir, el cambio puede ser respecto: -accidental,
respecto a alguna forma
y modo de ser accidental en la cosa, como por ejemplo su tamaño o cualidad o lugar; Tales análisis generales de los fenómenos naturales son fundamentales para todo lo que sigue, pero, al mismo tiempo, son sólo el inicio. Los estudios más específicos brindan también mayor información. Esto es así porque las diferentes naturalezas, o tipos específicos de la naturaleza, son irreductiblemente diversos (no sólo en cuanto al número o a la cantidad de ejemplos que se pueden proponer, sino también en sí mismos, en sus fórmulas naturales). Cada una de esas naturalezas es un principio por derecho propio, y de ahí que los diferentes fenómenos naturales no se puedan reducir a una fórmula única o a un único tipo de cosas, ni incluso a unos pocos. Por ejemplo, los fenómenos vitales (los organismos y sus actividades propias) no pueden explicarse por completo en términos de seres no-vivientes. Es cierto que su materia tiene disposiciones en común con la de las cosas no vivas, pero dependen sobre todo de sus formas, que les son propias y que dan sus propias determinaciones a la materia. Las formas de los seres vivos tienen incluso un nombre especial: almas. Y las diferentes especies de vivientes tienen diferentes tipos de almas. El número de especies es sumamente elevado. c.2) La materia prima, como pura potencia Tomás de Aquino conecta la irreductibilidad de las especies naturales con la idea de la materia prima como pura potencia. Evidentemente, esta idea del Aquinate fue revolucionaria en su época, y provocó numerosas disputas entre los teólogos del s. XIII, por lo que es necesario explicarla. Ya Aristóteles había introducido la expresión “materia prima” para referirse a la realidad primera de la que están hechas las demás cosas, significando la palabra primera que dicha realidad no está hecha de otra cosa[8], y que dicha realidad sería el sustrato fundamental, último y subyacente, al cambio físico. Es lo que recoge el Aquinate, e introduce en su Filosofía Natural. Es evidente que tal realidad no puede en sí misma llegar a ser (o dejar de existir) por un cambio físico, pues si lo hiciera, alguna otra cosa subyacería a aquel cambio, y sería la verdadera materia prima. La materia prima debe ser, pues, ingenerable e incorruptible. Para el resto de filósofos griegos, dicha explicación abriría la puerta a afirmar que dicha materia prima (para ellos materia primordial) pudiese haber sido también creada, aunque fuese “a partir de la nada”. Sobre todo porque decir que funciona como el primer sustrato del cambio no es decir lo que sea en sí misma. ¿Lo era en algún tipo de cuerpo? Esto querría decir que se trata de algún tipo de sustancia, con su propia forma esencial y actualidad (una forma, por tanto, anterior a cualquier forma que pueda ser recibida, o perderse a través del cambio). Tales de Mileto atribuía esta función al agua, mientras que Heráclito la atribuía al fuego[9]. Ahora bien, si dicha materia prima es ingenerable e incorruptible, y si ella misma es una especie de sustancia, entonces todos los cambios físicos (y todas las formas que se adquieren o se pierden a través de ellos) deben ser cambios físicos accidentales. No habría cambios sustanciales, y la naturaleza esencial de todas las cosas físicas (su naturaleza sustancial) sería de la misma naturaleza que la materia prima. Y todas las demás características de las cosas físicas serían reducibles a dicha materia prima. Esto sería válido incluso si hubiera más de un tipo de cuerpo que sirviera como materia prima. Estos diversos tipos podrían mezclarse entre sí o estar dispuestos de distintas maneras, pero nunca llegarían a ser o dejarían de existir, y todas sus mezclas y arreglos serían tan sólo accidentales. Es en este sentido en que Empédocles consideraba a los 4 elementos primigenios: tierra, agua, aire y fuego[10]. Del mismo modo, Demócrito postulaba la existencia de una multitud de pequeños cuerpos, de gran movilidad e indivisibles (atómicos, en el sentido original de la palabra) como el sustrato primario de todos los cambios. Para él las sustancias reales eran los átomos[11]. También en estas posturas, la naturaleza de la materia prima sería la naturaleza esencial del todo físico, y todos los fenómenos físicos serían reducibles a ella. Tomás de Aquino estudió cuidadosamente todas estas posiciones anteriores a él. Pero al final no cree que se ajusten a lo que vemos en muchas entidades directamente observables, especialmente las plantas y los animales. Es decir, no cuadran, en particular, con la unidad natural de cada entidad natural. Todos los cuerpos, por ejemplo, tienen partes. Pero las partes de un animal (o una planta) son intrínsecamente (“por naturaleza”) tales partes, y no como las partes de un cuerpo artificial (como el de una máquina). Intrínsecamente tienden a permanecer juntas (de acuerdo con la forma del todo) y a obrar espontáneamente (de una manera que favorece al bienestar de ese todo), y no existen en modo estable fuera del todo. En muchos casos la totalidad viviente produce, e incluso repara, algunas de sus propias piezas. Las totalidades vivientes de un determinado tipo natural, por tanto, también tienden a generar otras del mismo tipo, pues sus naturalezas son irreductibles a la naturaleza de las cosas inertes. Si fueran sólo combinaciones de cuerpos sin vida (como los elementos de Empédocles, por ejemplo) no tendrían tal unidad[12]. Pero sí la tienen, porque son sustancias por derecho propio. La forma que define a un determinado tipo de cuerpo viviente no es una mera modificación de alguna sustancia, o un conjunto de sustancias subyacentes, sino que penetra completamente el cuerpo. No solamente define el todo, sino también cada una de sus partes. Da al todo y las partes su actualidad sin reservas y su propia existencia. Pero no hay una forma previa o un conjunto de formas subyacentes, sino que se trata de una “forma sustancial”, o forma sustancial como forma primera de una cosa[13]. Al mismo tiempo, los cuerpos vivos, obviamente, comienzan a existir y desaparecen. Y no vienen de la nada o desaparecen en la nada. Comienzan a existir al final de un cambio sufrido por algún otro cuerpo (o cuerpos), y cuando dejan de existir algún otro cuerpo (o cuerpos) comienza a su vez su propia existencia. Al igual que otros cambios, esta cadena de cambios debe ser analizados hilemórficamente. Un cuerpo natural comienza a existir cuando empieza a ser actualizado por su forma sustancial, y cesa cuando pierde esa forma. Pero también debe haber algún factor subyacente a este cambio, algún sujeto (o materia) que sea susceptible de la forma sustancial de este cuerpo y de las formas sustanciales de los cuerpos que lo han precedido (y de las que lo sucederán). Esta es la “materia primera” o materia prima de las cosas. Pero dicha materia prima no tiene porqué ser una especie de sustancia, sino tan sólo lo que subyace en el cambio (de un tipo de sustancia a otra). Tampoco tiene porqué ser una especie de cuerpo en sí mismo, ni tener realidad propia, sino tan sólo la actualidad que le prestan esta o aquella forma. Es decir, que no es más que tan sólo pura potencia para la naturaleza de los cuerpos más variados. Sin duda, se trata de un principio de esos cuerpos, pero éstos no son reducibles a ella, pues sus formas son también principios irreductibles (y de hecho, preponderantes, ya que determinan las naturalezas específicas de los cuerpos). El por qué esta noción tomista de materia prima, como pura potencia, no tiene cabida en la ciencia moderna, es realmente sorprendente[14]. Está claro que la ciencia actual no postula la existencia de cuerpos indestructibles que subyacen a todo (como sí postulaban los predecesores de Aristóteles), ni que los átomos de la ciencia moderna sean indivisibles (como defendían los predecesores de Aristóteles). Sin embargo, cuando se derribaron las tesis de Aristóteles y de Aquino, en nombre de la ciencia moderna, hubo teorías que postularon la existencia de este tipo de cuerpos. Descartes, por ejemplo, sostuvo que la sustancia de las cosas corporales no era más que una “realidad extensa”. E incluso otros propusieron teorías verdaderamente atomistas. Pero sobre todo sorprende porque los procedimientos de la ciencia actual generalmente actúan descomponiendo fenómenos grandes y complejos (como los que percibimos directamente) en sus componentes más pequeños o simples, y explicando los fenómenos en términos de las propiedades que esos componentes presentan de forma aislada. Es decir, que la ciencia moderna tiende a tratar a estos fenómenos “como si” fueran mecánicos, mientras que, según Aristóteles, la geometría trata las líneas y figuras como separadas de las propiedades sensibles o físicas[15]. Esto es legítimo, ya que esas propiedades son meramente accidentales para lo que concierne al geómetra. Del mismo modo, la existencia de “totalidades sustanciales” (o “formas sustanciales” en la naturaleza) puede ser meramente accidental en lo que concierne a los científicos. Se puede prescindir de ellas, y el científico no necesita negarlas positivamente, pues su existencia es una cuestión que no reviste ningún interés para él. Y tampoco la cuestión de la materia prima, pues esa pregunta gira totalmente en torno a la cuestión de la sustancia y del cambio sustancial. d) Lógica Como la mayoría de los escolásticos, Tomás considera importante la lógica, y tiene mucho que decir acerca de las cuestiones lógicas, en su mayor parte siguiendo la huella de Aristóteles en sus estudios sobre los actos de la razón, que son los que constituyen la materia propia de la lógica[16]. También aprovecha desarrollos medievales anteriores, por ejemplo en el campo de la lógica de los términos. A veces Tomás llama al sujeto propio de lógica ens rationis (“ente de razón”), tomado como opuesto al ens naturae (“ente natural” o “real”[17]), pero no en el sentido de ámbitos totalmente separados. Los seres de razón estudiados por la lógica son las características que se añaden a los seres reales en la medida en que están “en la mente”. Es decir, en la medida en que son entendidos (en características tales como el género, la especie...). Porque aunque la razón puede conocer cómo son las cosas en la realidad, la forma en que se encuentran en la realidad no es idéntica a la forma en que se encuentran en el conocimiento. La lógica se extiende a todos los seres[18], aunque sólo en la medida en que éstos se constituyen en entes de razón. El ser primario o fundamental es el ser real, y las características lógicas son secundarias (secunda intellecta o intentiones secundae). Tomás dice también que pertenece a la lógica estudiar la verdad y la falsedad, porque estas se encuentran “en la mente”[19]. En su sentido más propio, la verdad y la falsedad son rasgos de los juicios (de las afirmaciones y las negaciones[20]), y un juicio de razón es verdadero en la medida en que corresponde (“se ajusta”) a la cosa juzgada, y es falso en la medida en que no. Esto no quiere decir que el juicio verdadero haya de parecerse o reflejar la cosa, ni que el juicio falso sea o se vea muy diferente de la cosa. Sino que un juicio es verdadero cuando la cosa juzgada tiene la característica afirmada de ella, o carece de la característica que se le niega. Y que es falso en caso contrario. Hay tantas verdades como juicios verdaderos, aunque hay una verdad primera (en la mente divina) de la que dependen todas las demás[21]. Un juicio verdadero puede llegar a ser falso y viceversa, si la cosa juzgada cambia en lo que respecta a la característica afirmada o negada de ella[22]. De los acontecimientos futuros (no predeterminados por causas presentes), nuestros juicios son proporcionalmente indeterminados, con respecto a la verdad y la falsedad[23]. Sin embargo, hay una verdad sobre estos acontecimientos futuros, que es la que está en la mente de Dios. Y no porque los predetermine, sino porque su comprensión de las cosas temporales (a diferencia de la nuestra) no es sucesiva o temporal[24]. Este punto, sin embargo, supone cuestiones no estudiadas en la lógica[25]. En el ámbito de la lógica estudia también Aquino la cuestión de los términos análogos. Estos son nombres que no siempre tienen el mismo significado (como en el caso de los nombres unívocos), pero cuyos múltiples significados están intrínsecamente conectados de acuerdo con alguna proporción (αναλογία, o analogía). La enseñanza de Tomás a este respecto ha generado no poca controversia, tanto en lo que se refiere a su relación con Aristóteles como a su propio contenido. Como no escribió ningún tratado completo sobre el tema, hacer una presentación armónica de los numerosos pasajes que tratan de este asunto no es tarea fácil. Por lo general, hoy se tiende a sistematizarlos con ocasión de alguna aplicación particular, como la del término ser (ens) o de los nombres que se atribuyen a Dios[26]). En lo que se refiere a la analogía de ente, y en especial a su estatus cuando se la aplica a Dios, la posición de Tomás fue vigorosamente contestada por Duns Escoto (ca. 1308), que sostuvo que, a pesar de que ente es análogo, debe tener algún significado único y común, que se aplique tanto a Dios como a las criaturas (pues en caso contrario, todo razonamiento sobre Dios a la luz de las criaturas caería en la falacia del equívoco). En opinión de Tomás, ningún término es aplicable verdaderamente a Dios y a las criaturas según un significado único, y para el razonamiento válido acerca de Dios es suficiente la analogía[27]. Si la lógica estudia los entes reales en la medida que son conocidos y están “en la mente”, la mente y su conocimiento pueden ser así mismo estudiados en la medida en que también ellos son seres reales, y factores de la vida humana. Para Tomás este estudio pertenece a la filosofía del alma, y por lo que se refiere al conocimiento cognitivo (así como el sensible), éste se basa principalmente en la explicación que propone el De Anima de Aristóteles. En general, el conocimiento humano es un tipo de actividad que se sigue del ser movido (o actualizado) un sujeto, de una determinada manera, por la cosa conocida. El sujeto tiene la capacidad (el “poder cognitivo”) de ser actualizado de esta manera, y la cosa actúa sobre él en virtud de una forma de una especie u otra. La acción de la cosa consiste en imprimir su forma en el sujeto. Existen diferentes potencias cognitivas, constituidas y diferenciadas en función de los diversos tipos específicos de formas que permiten que reciba el sujeto. El tipo de forma que corresponde a una potencia dada se denomina “objeto propio de la potencia”. Por ejemplo, el objeto propio de la vista es el color. La forma impresa en el sujeto no es lo que se aprehende, sino que lo que se aprehende es la cosa, a través de la forma[28]. Pero la forma no está en el sujeto de la misma manera como está en la cosa (en la que está como una actualización de su materia corporal). Por lo tanto, el proceso de aprehensión supone un análisis general hilemórfico de las cosas corporales, como se verá en la próxima sección. Al actualizar la materia de la cosa, la forma hace que la cosa sea tal (por ejemplo, azul). Pero el sujeto que ve la cosa azul, no es por ese motivo azul. La forma “color azul” está en el sujeto, pero no como una actualización de su materia corporal, sino inmaterialmente (como una actualización de su potencia cognoscitiva). Aquello a lo que Tomás se refiere con inmaterialidad es algo que se da en grados, y algunas facultades cognitivas reciben formas más inmaterialmente que otras. Las facultades sensitivas (tales como la vista) son en sí mismas formas asentadas en los órganos del cuerpo, y actualizaciones de la materia corporal (por lo que la vista hace que un cuerpo sea un cuerpo que ve). En su caso, la recepción de la forma del objeto va acompañada de algún cambio material, y la forma está en el sujeto bajo condiciones materiales. Pero la forma misma no es inmediatamente la actualización de la materia, sino una actualidad más de la potencia cognoscitiva. Por regla general, para Tomás el conocimiento es esencialmente una cuestión de inmaterialidad[29]. La mayor distinción entre las potencias cognoscitivas se da entre los sentidos (que están asentados en varios órganos del cuerpo) y el intelecto (que está separado). Esto no quiere decir que el intelecto exista independientemente de los seres humanos (como sostienen los averroístas), sino que es incorpóreo. Su sede es el alma misma (que es una forma), y su objeto propio es “lo que es” (la naturaleza o esencia de una cosa, y en 1º lugar, y de modo más adecuado, de una cosa sensible y corporal[30]). Dado que la forma del objeto del intelecto está despojada de sus condiciones materiales, y la materia es “principio de individuación”, el modo en que el intelecto conoce directamente las cosas corporales es universal[31]. Este conocimiento universal no significa que el intelecto piense que las naturalezas corporales existan universalmente, sino que sabe (universalmente) que existen en los individuos. Y puede conocer a los individuos corporales mismos, indirectamente o mediante la aplicación de este conocimiento universal a lo que los sentidos le ofrecen[32]. De hecho, el mayor uso o ejercicio del conocimiento intelectual se hace de tal manera[33]. Que el intelecto humano conoce los individuos corporales sólo indirectamente se convirtió en un punto de controversia después de la muerte de Tomás de Aquino, sobre todo en la controversia cristiana con los averroístas, acerca de si los seres humanos tienen sus propios intelectos. No obstante, para Tomás no es propiamente el intelecto el que piensa, sino los seres humanos (en virtud de su intelecto). En su opinión, la posición averroísta conllevaba que sea impropio decir “este hombre entiende”. Para ser más precisos, la disputa se centró en lo que Aristóteles llamaba “intelecto posible” (intelecto potencial), o capacidad de recibir formas inteligibles (de las que se sigue el conocimiento intelectual). Aristóteles también postulaba la existencia de un “intelecto activo” (intelecto agente), cuya función (tal como Tomás la entiende) era volver las formas inteligibles de las cosas corporales en “actualmente inteligibles”. Es decir, capaces de mover al entendimiento posible. Con tal artilugio liberaba Aristóteles las formas de las condiciones materiales de los fantasmas sensibles de las cosas a las que ellos pertenecen. Es la operación que Tomás llama abstracción, ya que el Aquinate piensa que el alma humana tiene el poder para realizar esta operación, e incluso habla de nuestra percepción de que estamos abstrayendo[34]. Esto significa para Aquino que el entendimiento activo está también asentado en el alma, y que no existe separado de los seres humanos. Tomás sabía que, como interpretación de Aristóteles, la suya era una posición minoritaria (como de hecho lo sigue siendo), pero tenía sus propias razones para juzgarla filosóficamente válida[35]. En cualquier caso, puesto que nada que se relacione directamente con la fe depende de ello, no es tan vehemente al defender este punto como cuando se trata del entendimiento posible. Pero hay que hacer un inciso, dice Tomás, pues que el objeto proporcionado por la inteligencia humana sea la naturaleza de las cosas sensibles, no significa que ésta las entienda acabadamente y al 1º golpe de vista. Tomás piensa que conocerlas a la perfección es muy difícil, por no decir imposible. En 1º lugar porque empezamos por una comprensión muy general y confusa[36], y en 2º lugar porque lo 1º que captamos acerca de una cosa es la característica más común (la que le pertenece de acuerdo a su naturaleza: la característica de ente). Sin embargo, aunque se trate de algo bastante abstracto e incompleto, nuestra captación del ente es la base de una verdad muy clara y cierta, y la 1ª verdad que alcanzamos: el Principio de No Contradicción. Este principio rige toda nuestra búsqueda de la verdad (por muy vasto que sea el campo de búsqueda), y es la 1ª expresión de la enorme capacidad que tiene la inteligencia de relacionarse absolutamente con todo. No hay nada (ningún ente) que no sea inteligible, al menos en principio. A Tomás le gusta citar la observación de Aristóteles de que el alma intelectiva “es potencialmente todas las cosas”. De hecho, esta es su principal razón para negar que la inteligencia esté asentada en un órgano corporal[37]. Podría parecer que la capacidad de nuestra inteligencia está limitada a conocer las cosas corporales, porque incluso nuestra noción original de ente se obtiene a partir de tales cosas. Sin embargo, esta noción es tan esquemática (tan abstracta) que ni siquiera implica estrictamente la corporeidad. Es decir, la idea de un ente incorpóreo no es algo incoherente. Y de hecho, una vez que hemos entendido algo acerca de las cosas corporales, estamos también en condiciones de captar algo incorpóreo, esto es, el acto mismo de la comprensión. En efecto, a diferencia de los individuos corporales, nuestra propia actividad intelectual individual es algo que conocemos directamente[38]. Esto sucede precisamente porque es algo en sí mismo inmaterial. Como tal, es también actualmente inteligible en sí. Ninguna abstracción se requiere para comprenderlo[39]. Sin embargo, comprender plenamente la naturaleza universal del intelecto requiere una investigación diligente[40]. Por otro lado, aunque nuestra actividad intelectual sea inmaterial en sí misma, su sujeto no es un ser totalmente inmaterial o incorpóreo. Su sujeto es un ser humano, no una “sustancia separada”. La idea de un ser totalmente incorpóreo es coherente con la noción de “un ente”, pero no tenemos experiencia directa de esta clase de entes. Tomás cree que podemos saber que esos seres existen, en la medida en que podemos discernir en los seres corpóreos su carácter de efectos (cuyas causas no pueden ser corporales). Pero este tipo de conocimiento (a través de los efectos) tiene algunas severas limitaciones, porque estos efectos sólo nos permiten formarnos una idea confusa y general de las causas, no una distinta o adecuada. Y expresan más lo que no son (por ejemplo, cuerpos) que lo que son[41]. Nuestra insatisfacción con tales concepciones es un signo de que tenemos cierta capacidad para un conocimiento adecuado de los seres incorpóreos, incluso de Dios[42]. Pero su consecución no está totalmente en nuestro poder[43], y necesita de una ayuda sobrenatural. Desde un punto de vista moderno, la explicación que Tomás hace del conocimiento humano puede parecer ingenua, pues da por hecho que podemos conocer cosas reales (“extra-mentales”), tal y como ellas son. Pero Tomás no piensa que la filosofía tenga que comenzar con una crítica general del conocimiento (para ser rigurosa), y sólo después pasar a explorar sus contenidos. Aunque sea consciente de la existencia de formas radicales de escepticismo, Tomás les dedica relativamente poca atención, principalmente porque piensa que nadie puede sinceramente creer en ellas. Dicho de otro modo, Tomás piensa que hay cosas que todos conocemos y que no podemos dudar que conocemos (aunque quizás no sean posible formular razonadamente, de forma exhaustiva), y considera que las argumentaciones escépticas son meros sofismas. No obstante lo dicho, la verdadera cuestión no reside en la seriedad con que se haya de considerar el escepticismo. Desde un punto de vista moderno, la explicación del conocimiento por parte del Aquinate difícilmente podrá evitar ser etiquetada de ingenua, porque no forma parte de la tendencia general de la modernidad a pensar el conocimiento como apoyado principalmente en las representaciones mentales de las cosas (ideas, impresiones, o lo que sea). En efecto, puede ser ingenuo asumir simplemente que una representación de una cosa presenta la cosa como ella es, o incluso el hecho mismo que dicha cosa exista. Pero aunque Tomás sabe perfectamente que buena parte de nuestra experiencia consciente implica trabajar con representaciones, rechaza de modo explícito que ella se alimente primariamente de representaciones. Es decir, Aquino niega que la forma que inhiere en una potencia cognoscitiva (aquella por la cual la potencia inicialmente es puesta en acto) sea lo que en 1º lugar se conoce. Pues dicha forma, cuyo origen se encuentra en la cosa, es sólo “aquello por medio del cual” la cosa misma es conocida. Sin embargo, el núcleo de la discusión quizás se encuentre en la noción de que las cosas mismas (las cosas materiales) pueden ser los determinantes principales de nuestro conocimiento (sobre ellas). La tendencia de la modernidad es suponer que eso no es posible. Por el contrario, para Tomás no resultaba difícil pensar que pueden serlo, porque poseía el concepto de algo capaz de permitirles serlo: el concepto forma[44]. Para Tomás, pues, el conocimiento de las cosas materiales no se encuentra en acto en las cosas (sino en el sujeto que conoce). Pero tampoco se encuentra en exclusiva en el sujeto cognoscente, sino también en las cosas mismas en cuanto cognoscibles, en cuanto poseen una forma. Ésta es la tesis crucial, que Tomás toma de Aristóteles: “El cognoscente en acto es la cosa misma conocida en acto”[45]. Y esto porque, en su ser primario, las cosas materiales son sólo cognoscibles en potencia, del mismo modo que nosotros (en nuestro ser primario) somos sólo potenciales cognoscentes. Es decir, porque el cognoscente potencial, y lo potencialmente conocido, no son uno[46]. El ser natural de los seres, por tanto, no depende del hecho de ser conocido por nosotros. Pero con cuidado, pues esto no significa que dichos seres sean verdaderos, pues la verdad está en la mente y no en las cosas[47]. e) Metafísica La metafísica es la ciencia filosófica a la que Tomás dedicó sus mejores esfuerzos y en la que más destacó. Es probablemente también el área de su pensamiento que ha recibido mayor atención por parte de los expertos. La literatura secundaria es cuantiosa[48] y cuenta con diferentes corrientes de interpretación[49]. En términos generales, la metafísica para el Aquinate la ciencia de la verdad, y todas las ciencias se ordenan hacia la verdad, alcanzando conclusiones verdaderas a través de razonamientos correctos, a partir de los primeros principios. Cada ciencia está ordenada hacia la verdad en virtud de sus principios, pero la metafísica juzga y confirma los principios mismos. Al hacer esto, la metafísica está ordena y dirige al resto de ciencias, hacia la verdad de las cosas. Por cierto, que no se trata aquí de ningún tipo de dirección práctica, sino tan sólo de dirigir el contenido de las ciencias, no de su búsqueda o ejercicio. Sobre todo porque la metafísica es una ciencia puramente especulativa[50], y el pensamiento especulativo no pretende otra cosa que la consideración de la verdad. Por supuesto, es evidente que esto no significa que la función de gobierno, o dirección de la metafísica, se extienda sólo a las otras disciplinas especulativas, pues las disciplinas prácticas también buscan la verdad (no por sí misma, pero sí con el fin de orientar la acción por medio de ella). El intelecto, por tanto, puede funcionar de modo especulativo o práctico, pero su naturaleza es la misma, y, por lo tanto también lo es la naturaleza de la verdad, que es su objeto propio[51]. La metafísica, por tanto, puede perfectamente tener un papel en la dirección de las disciplinas prácticas hacia la verdad, en la medida en que éstas tienen también principios acerca de cuya verdad puede aquélla juzgar y confirmar. Las posiciones de Tomás acerca de varias cuestiones metafísicas ya han sido mencionadas más arriba. En esta sección se pasa revista a sus opiniones sobre 3 asuntos: su objeto de estudio (lo trascendente, o naturaleza inmaterial), el especial interés que la metafísica tiene en la realidad inmaterial, y la distinción real entre esencia y esse. e.1) Naturaleza inmaterial Para Tomás de Aquino, la metafísica es una ciencia más entre otras, en cuanto constituye un cuerpo organizado de conocimiento demostrativo acerca de una determinada materia. Ella identifica los atributos propios de su objeto (subiectum) y los explica a la luz de los principios y las causas de ese mismo objeto. En este sentido, Tomás concuerda con Avicena (en contra de Averroes) en que el objeto de la metafísica es el ens commune (el ser común), un sujeto con sus propios atributos, los cuales son bastante originales y distintos a los del resto de ciencias (pues trascienden a cualquier prototipo particular, al tiempo que son comunes a todos ellos). Tales atributos trascendentales del ser incluyen la unidad y la multiplicidad, el todo y la parte, el acto y la potencia, la esencia o quididad, la necesidad y la contingencia, lo bueno y lo malo y lo verdadero y lo falso. En efecto, lo que Averroes consideraba como objeto de la metafísica, es decir, la realidad divina (el ámbito de lo incorruptible, cuyos seres inmateriales Aristóteles llamaba “substancias separadas”), no es para Tomás tal, pues para el Aquinate la metafísica ha de contener los primeros principios y causas del ser común, sin rechazar tal y como este ser se encuentra en las cosas sensibles y materiales. Esto significa que la metafísica se superpone con la física, lo cual no tiene en principio nada de especial (pues distintas ciencias pueden muy bien estudiar una misma cosa, desde sus propios puntos de vista). Eso sí, la metafísica se distingue totalmente de la física (siguiendo aquí Tomás a Avicena) en el sentiudo de que la metafísica estudia los seres (incluso materiales) “en aquello que tienen de separado” o inmaterial, pues su objetivo es descifrar la naturaleza del ser. Esta naturaleza no depende en sí misma estrictamente de la materia, pues en caso contrario no podría haber seres inmateriales. Si la metafísica considera las cosas materiales, lo hace sólo en la medida en que estas son seres o tienen la naturaleza del ser. La metafísica examina ese algo que las cosas tienen en común, incluso el de las cosas materiales, con respecto a las cosas inmateriales, y se interesa especialmente en cómo las cosas (materiales e inmateriales) se comportan con respecto a ese aspecto común. En todo caso, Tomás rechaza que el ser de los seres materiales sea del mismo tipo que el ser de los seres inmateriales (que es lo que venía a decir Platón), porque los entes materiales son seres según su modo propio, así como los entes inmateriales son seres según su modo propio. Lo que toca al metafísico, pues, es trabajar para formular y explicar en qué consiste este modo propio de los seres inmateriales, y determinar cómo se diferencia del de las cosas inmateriales. El metafísico, por tanto, ha de conformarse con una consideración muy sumaria de las características sensibles y materiales de las cosas (sin dejarlas de lado)[52], porque tales características contribuyen poco a dar razón del ser de las cosas[53]. Lo que principalmente le interesa de ellas es su forma, aunque sin aislar a ésta de su materia (e incluso de sus cualidades matemáticas, o de las racionales de la lógica). Y esto porque el ser, a diferencia de la cantidad, no es solo una característica más, entre otras tantas que las cosas pueden tener. Esto está conectado con el hecho de que la metafísica es una ciencia en sí misma, que no puede dejar de lado sus características más propias. Es decir, que si la física aporta los tamaños y cantidades de las cosas (o cómo éstos afectan a su movimiento), la metafísica analiza el hecho de lo que esas cosas son, pues no es lo mismo ser un hombre que una estrella. Ésta es la tarea del metafísico: tratar de alcanzar el significado exacto de cada noción (la mayoría de las cuales, de hecho, tienen varios significados). Y esto le habilita para juzgar las verdades de las cosas, o para darles una precisa y rigurosa formulación a través de las verdades más comunes (los auténticos “primeros principios”, como el Principio de No Contradicción). Clarificando las cosas, el metafísico es capaz de defender su veracidad contra las dudas o aparentes objeciones, mostrando que éstas descansan sobre algún tipo de confusión e iluminando la manera en que el objetor debe estar asumiéndolas[54]. Al hacerlo, el metafísico clarifica y defiende absolutamente toda la actividad científica, tanto física como filosófica. En sus consideraciones, el metafísico no ha de limitarse únicamente a las máximas generalidades, sino que ha de examinar también los objetos propios de las otras ciencias, los cuales también tienen algo que decir. Negar esto sería negar toda posibilidad de ciencia, que es lo que le pasó a Parménides (que acabó negando la existencia del movimiento, por ir dejando siempre de lado el aspecto físico de las cosas). A afirmar esto sería ayudar a resolver la verdadera naturaleza de las cosas (en el caso del movimiento, sosteniendo que se trata de “la actualidad de lo que está en potencia, en cuanto que está en potencia”[55]). Comentando esto, Tomás observa que la potencia y acto se encuentran entre las “primeras diferencias del ser”[56], que por eso pertenecen al ser en cuanto ser, y que por tanto son metafísicas. El metafísico ha examinado la naturaleza del ser y ha encontrado en él la distinción entre acto y potencia (una distinción que Parménides pasó por alto), y explica el movimiento en términos de esta distinción. Al hacerlo, confirma la existencia del movimiento. Por ley general, Tomás considera que pertenece a la metafísica el confirmar tanto la existencia como la esencia (el “qué es”) de los objetos de las otras ciencias[57]. El geómetra, por ejemplo, obtiene la definición de magnitud o tamaño de la metafísica[58]. Y aunque la física pueda obtener directamente definiciones de las cosas materiales (a través de la experiencia sensible), pertenece a la metafísica determinar esas definiciones[59], sometiendo sus términos al análisis más completo. Un ejemplo lo tenemos en la definición física del hombre como animal racional. Pues desde el punto de vista metafísico se pone de manifiesto que racional puede significar tanto el poder de la razón (que es una cierta cualidad, un accidente) como el modo substancial de ser (al que tal poder guarda proporción[60]). Es verdad que para el físico poco importa la distinción entre esa esencia (ser racional) y ese accidente (la razón), pero para el metafísico sí importa y mucho. Porque borrar la distinción entre esencia y potencia tendría como resultado suprimir la distinción entre criatura y Creador (por ejemplo), o tener que aceptar que una simple parte del ens commune puede ser su causa primera y universal. Sólo en Dios, sostiene Tomás, pueden ser idénticos esencia y potencia[61]. En resumen, la metafísica de Tomás no sólo se superpone con las otras ciencias, sino que también las penetra. Y así llega al meollo de todo tipo de cosas, observándolas desde el punto de vista del ser. Toda ciencia alcanza la verdad en su campo, pero la metafísica es la “ciencia maestra” y la “ciencia de la verdad”, pues considera las causas más altas (aquellas de las que dependen el ser de todas las cosas) y porque el orden del ser es el mismo que el orden de la verdad[62]. La metafísica “juzga y ordena acerca de todas las cosas, porque no puede haber un juicio perfecto y universal sino por medio de la reducción a las primeras causas”[63], y es por esta razón que analiza y juzga los primeros principios de todas las ciencias[64]. Así, al determinar los principios propios de las otras ciencias, la metafísica no renuncia a su punto de vista universal, y con ello resuelve esos principios en los principios del ser. Esto es, a su vez, parte de su esfuerzo por rastrear el origen de las cosas, hasta dar con su causa primera y universal. Y esta actitud la que la pone en una categoría aparte[65]. Las otras ciencias se centran en causas particulares, en las causas que hacen referencia a un aspecto restringido de la realidad. Pero esas causas particulares necesitan una explicación superior, pues de lo contrario se quedarían tan sólo en causas causadas y secundarias. Es el caso de Dios, que para Tomás no es una “explicación tapa huecos”, como se ve en sus Cinco Vías[66]. Sino que vendría a estar encuadrado en esa causa más elevada y universal, desde la cual se podrían comprender las demás causas particulares de las cosas. e.2) Realidad inmaterial Dentro de su perspectiva universal, la metafísica no pierde de vista su principal campo de interés, que son las cosas inmateriales. Tomás dice que la metafísica se ocupa de las sustancias materiales “en tanto que son sustancias y seres”, en tanto que a través de ellas somos “guiados como de la mano” al conocimiento de las sustancias inmateriales[67], y en tanto que “lo inmaterial tiene una especial conexión con la naturaleza del ser”. Pero su principal campo de análisis es la realidad inmaterial, en cuanto tal. En parte, esto se debe a que no hay otra ciencia que trate de este asunto. Pero también a que la metafísica está principalmente interesada en las formas de las cosas. Una forma puede inferir (estar unida) en la materia, pero no contiene en sí misma materia. Y aunque el ser de una cosa depende tanto de su materia como de su forma, depende mucho más, verdadera y propiamente, de la forma. Esto se debe a que “un ser”, en el sentido propio, significa algo en acto[68], y cada cosa está en acto a través y de acuerdo con su forma (como es el caso de la bondad de una cosa, cuya causalidad final se funda en su forma[69]). La materia es sólo potencia, y aunque es posible que no todo ser actual tenga materia, sí que todos tienen una forma. La forma es una de las causas del ser en cuanto ser, y por eso la metafísica ha de buscar primordialmente la causas formales[70]. Al considerar la forma como “causa del ser de la materia”, podemos discernir la posibilidad de que haya seres que existen separadamente de la materia. Pues por lo general, “en las cosas que están tan relacionadas entre sí, al punto que una es la causa del ser de la otra, aquello que funciona como causa puede tener el ser sin la otra, pero no a la inversa”[71]. Es decir, la forma no depende de la materia. Por supuesto que muchos tipos específicos de forma dependen de la materia. Pero algunas formas dependen de la materia menos que otras, e incluso algunas no dependen en nada. Por ejemplo, el alma (o forma de un ser vivo) mantiene en el ser al ser vivo a través de un flujo constante de materia, pero no está ligada estrictamente a la porción de la materia en la que infiere (se une) en cada preciso momento. Y al estar así situada por encima de la materia (de su actividad apetitiva, cognoscitiva...), en cierto modo subsiste por sí misma, como un genuino sujeto de ser propio[72]. Otro ejemplo lo tenemos en el individuo intelectual, que también goza en un alto grado de la causalidad final o bondad, y que en ese sentido también es un ser libre, o fin de sí mismo[73]. Gracias a tales consideraciones, la mente es “llevada como de la mano” hacia la idea de que los primeros seres y las más altas causas son inmateriales[74]. Por inmaterialidad no se refiere Tomás tan sólo a la ausencia de materia[75] (la cual no es positivamente mala, pero sí limita las formas que infieren en ella), aunque sí apunta a un más alto grado de perfección (el de la forma), pues incluye la posibilidad de las formas por sí mismas subsistentes (sin necesidad de materia). Ser inmaterial es, en definitiva, tener la capacidad de ser subsistente. Respecto a la realidad de Dios, Tomás argumenta que, puesto que Dios es el primer ser (anterior a todos los demás), y dado que todo acto es anterior a la potencia, Dios debe estar totalmente en acto, y de ninguna manera en potencia. Y por tanto, debe ser absolutamente inmaterial[76]. Esto significa que Dios es, “en el máximo grado posible, una forma simple”[77], y que si está “en la cima de la inmaterialidad”, también lo estará “en la cima del conocimiento”[78]. En la visión metafísica de Tomás, sin embargo, Dios no es en absoluto el único ser que existe separado de la materia. Aunque sí es el “primer ser”, o único ser, del que dependen todos los demás seres, a través de los diversos tipos de causalidad: eficiente, ejemplar y final[79]. Entre esos otros posibles seres carentes de materia, derivados de las “causas universales y primeras del ser”, Tomás parece apuntar a ciertas sustancias inteligentes separadas[80], que pronto sus coetáneos teólogos llamaron ángeles. Ahora bien, desde la “causalidad universal” Tomás sólo atribuye a esas sustancias (o seres) una universalidad cualificada. No son causas del ens commune como un todo, ni causas de sí mismas, ni participan todos de la misma “naturaleza del ser”, ni pueden causar el ser de las cosas, ni pueden producir algo ex nihilo[81], ni pueden producir materia prima[82]. Eso sí, por lo menos albergan una mayor causalidad universal que el resto de seres materiales, al menos en lo que respecta a su movimiento. Tomás sigue a Aristóteles al plantear la existencia de una multitud de sustancias separadas que serían las causas inmediatas de la rotación perpetua de los cuerpos celestes. La primera causa es Dios, pero Tomás cree que las rotaciones probablemente son ejecutadas por las sustancias separadas menores, que actúan bajo mandato de Dios[83]. En la tierra todos los movimientos dependen de la influencia de los cuerpos celestes, y entre los movimientos terrestres se incluyen los procesos cíclicos a los cuales todas las cosas generables y corruptibles (que son cosas terrestres) están sujetas. Por lo tanto, gobernando todos los movimientos terrestres, los ángeles cooperarían con Dios en la conservación del ser mismo de todas las cosas generables y corruptibles. De esa manera tendrían un cierto tipo de causalidad universal, cualificada incluso con respecto al ser. Esto está vinculado a su inmaterialidad, y ligado a su intelectualidad. E incluso podrían trabajar para conservar ese tipo de cosas porque las conocen[84], habiéndoles sido infundido este conocimiento en la mente por el Creador[85]. Evidentemente, la cosmología de Tomás está obsoleta. E incluso muchos intérpretes del s. XX han sostenido que, en el pensamiento de Tomás, los ángeles tienen para Aquino un papel poco seguro (a nivel filosófico), y su única base firme de conocimiento estaría en la Revelación. Esto se debería a que la filosofía es capaz de llegar a una causa primera omnipotente, capaz de dar el ser a cualquier cosa que pueda ser[86], pero no a mucho más. Cualquier efecto visible que pueda presentarse a posteriori para demostrar la existencia de los ángeles, como por ejemplo las rotaciones celestes, podría siempre haber sido causado directamente por Dios. Es cierto que Tomás ofrece también argumentos a priori, de las causas a los efectos[87]. Pero estos no están basados en la propia causa eficiente[88]. Un estudio reciente, sin embargo, ha mostrado de manera persuasiva que, mientras Tomás parece considerar el movimiento celeste sólo como una probable evidencia de la existencia de los ángeles, contempla los argumentos a priori como pruebas sólidas de la misma[89]. Y en todo caso, debemos tener en cuenta lo que Tomás mismo estima como implicaciones de la causalidad omniabarcante de Dios. Toda la argumentación del Aquinate apunta a señalar que la perfección de la causalidad de Dios, lejos de hacer innecesarias o dudosas otras causas, ofrece un motivo más para suponerlas[90] (especialmente la de aquellas cuya causalidad más se parece a la suya, puesto que tienen un objeto universal, “no determinado por el aquí y ahora”). Lo necesario y lo contingente, termina diciendo Aquino, son divisiones o grados del ser en cuanto ser, y ambos son efectos de Dios. Ciertamente el Dios de Tomás es libre, puesto que tiene en sí mismo el poder de crear o no crear. Pero no todas las criaturas tienen en sí mismas la potencia de ser o de no ser. Algunas, como los ángeles, sólo tienen potencia para ser. Son incapaces de no ser, y por tanto son necesarias (si bien se trata en su caso de una necesidad causada[91]). La necesidad de Dios no es causada, y esto es así porque su ser (su esse) no es causado, ni el efecto de ninguna otra cosa (ya sea exterior o incluso interior a él), sino que Dios tiene (o mejor, es) una forma. Sorprendentemente, Tomás no rechaza por completo utilizar el lenguaje de la “causa formal” para referirse a lo que sucede en Dios[92], y eso que hasta ahora ha venido diciendo que la forma es generalmente una “causa del ser”. Pero esto se debe a que una causa formal no necesita ser distinta de aquello de lo que es causa[93]. En cualquier cosa inmaterial, la forma no es distinta de aquello que tiene el esse según ella. La cosa no adquiere el esse por medio de un principio formal distinto de ella, sino que ya es simplemente un ser[94]. Y en Dios, la forma no es ni siquiera distinta del esse mismo. Dios, su forma, y su esse, no se distinguen en él de ninguna manera, sino tan sólo en nuestros conceptos. Así es como contrasta Tomás a Dios con el resto de criaturas inmateriales, porque en todas estas criaturas la cosa que es (quod est) es realmente “distinta de”, y entra en composición con su esse (su quo est). Pero para esta diferenciación (entre las criaturas inmateriales y Dios) es necesario indagar sobre su “distinción real” (cosa que hará a continuación), pues no es igual de sencilla que su diferenciación entre Dios y el resto de criaturas materiales (de las cuales se diferencia por el mero hecho de ser éstas materiales). e.3) La distinción real La distinción real ha sido objeto de numerosísimas discusiones a lo largo de los siglos, con respecto a diversas cuestiones sobre su validez, su originalidad y su mismo significado. Muchos son los modos en que el mismo Tomás trata el tema, y entre estos se aprecian variaciones significativas (de las que Wippel ofrece un panorama muy completo[95]). Por todo ello, en esta exposición se dará una simple idea del tema. Un 1º punto a considerar es el significado del esse (ser), que en el caso de Tomás viene a significar “la verdad de una proposición”. Por ejemplo, al decir que el mal es (o existe), nos referimos a que se dice con verdad de algo[96]. Pero la verdad de una cosa no está en la cosa misma, sino en la mente, y de ahí que la “distinción real” se encuentre entre los factores que componen la cosa misma. De hecho, no es la misma la distinción que se da en la mente, entre el concepto (de una cosa) y su juicio (de que la cosa existe). A veces, sobre todo en sus primeras obras, el Aquinate presenta una cierta correlación entre estas dos distinciones[97], pero siempre desde la premisa de expresar perfectamente la esencia (lo que es), y no cualquier concepto (de una cosa). De no ser así, la distinción real se encontraría también en Dios, ya que nuestro concepto de Dios (que es un concepto deficiente) difiere de nuestro juicio de que él existe[98]. Otro significado de esse hace referencia a la propia esencia de una cosa (lo que es). Tomás encuentra que Aristóteles usa a menudo esse (einai) en este sentido. La esencia de una cosa (que no se identifica con el concepto que la representa) está sin duda en la cosa misma. Y en efecto, Aristóteles señala que en muchas cosas (todas ellas corpóreas) la cosa en sí no es idéntica a su esencia. Qué es lo que Aristóteles quiere decir con esto fue tema de discusión ya en el tiempo de Tomás (y lo sigue siendo actualmente). Averroes sostuvo que la esencia de una cosa no es más que su forma. Tomás sostiene que en lo corporal, la esencia incluye también la materia, pero sólo hasta cierto punto. La esencia incluye todo lo significado en la definición de especie de una cosa, y esto abarca no sólo la forma específica sino también los factores materiales requeridos por la forma, y comunes a todos los miembros de la especie. Lo que cae fuera de la esencia son los factores materiales que no están determinados por la forma, y que distinguen a cada miembro de los otros. Tanto para Averroes como para Tomás, sin embargo, las cosas que no son más que formas, como las sustancias separadas, son realmente idénticas a sus esencias. Pero la “distinción real” de Tomás se refiere al esse en un 3º sentido, de acuerdo con el cual difiere realmente de la esencia, incluso en las criaturas que son formas puras. En este sentido, el esse no es la propia esencia, y ni siquiera es parte de ella. Es más bien la actualidad de la esencia y de la forma. Es esto lo que Tomás llama ocasionalmente actus essendi. Averroes negó la existencia de tal cosa. Al hacerlo pensaba en Avicena, que de hecho ya había distinguido entre esencia y esse, presentando a la esencia como la cosa meramente posible y al esse como algo accidental a ella. Averroes sostuvo que el único esse que es distinto de la forma de una cosa, y accidental a ella, es el esse considerado en el sentido de verdad, pues la verdad está fuera de la cosa. Tomás, por su parte, niega que el actus essendi sea accidental a la esencia, porque no es otra naturaleza o forma añadida a la esencia (como en el caso de las categorías accidentales). Antes bien, es sustancial y pertenece a la cosa per se, siendo “constituido a través de los principios de la esencia”[99]. Pero no es la esencia, ni tampoco el principio dominante de la misma (es decir, su forma). Tomás no dice exactamente que la esencia es la “cosa posible”, sino que ésta se relaciona con el esse como la potencia al acto. Incluso la esencia de una forma subsistente creada (como un ángel) se relaciona con su esse de esta manera. Y si Averroes no veía tal distinción era porque pensaba (con Aristóteles) que la forma en sí era acto. Pero ¿cómo puede ser ésta entonces potencia para algún otro acto? Esta pregunta plantea una duda sobre la propia coherencia de la perspectiva de Tomás, porque el propio Tomás insiste en que “la forma, en cuanto forma, es acto”[100]. La cuestión de la coherencia también se ha planteado en términos históricos más amplios[101]. La distinción entre forma y esse se puede rastrear a través de una larga línea de pensadores neoplatónicos, varios de los cuales influenciaron a Tomás (como el mismo Avicena, Proclo, y Boecio). Esta influencia se manifiesta en el lenguaje de la participación, que a menudo Tomás utiliza en la formulación de la distinción: Sólo Dios es su esse y es ser (ens), y todos los demás seres participan en su esse y son seres únicamente por participación. Esto suena casi como si Dios fuera una idea platónica de ser. Y estas afirmaciones son difíciles de cuadrar no sólo con la concepción aristotélica de la forma (como acto), sino también con sus críticas a la concepción platónica del ser. Desde un punto de vista aristotélico, Tomás parece estar convirtiendo el ser en algo demasiado uniforme o unívoco, haciéndolo reducible a una sola esencia. Y también parece estar comprometiendo la trascendencia de Dios, ya que todo estaría compartiendo su misma esencia. Sin embargo, Tomás cree estar expresando una opinión compartida por Platón y Aristóteles[102]. En lo que respecta a la cuestión de la uniformidad de su manera de entender el esse, puede ser útil ver un poco más en detalle cómo entiende la participación de las criaturas en el esse. Esto nos trae de vuelta a la cuestión de cómo la forma creada puede ser esencialmente acto, y al mismo tiempo potencia (para el esse). La trascendencia del Dios de Tomás será considerada en el apartado siguiente. Para Tomás de Aquino, que una criatura participe en el esse significa que el esse no es idéntico a la criatura, sino algo recibido en ella. Y esto se ve en el hecho de que el esse de una criatura es siempre parcial. Ninguna criatura singular contiene toda la perfección que un ser podría tener, pues si lo hiciera sería capaz, por sí sola, de producir todos los tipos posibles de los seres (es decir, sería Dios). Tomás explica la parcialidad del esse en una criatura diciendo que “es recibido en algo distinto de él”, de modo análogo a cómo una forma recibida en la materia es contraída y limitada por la materia. Un ser humano individual, por ejemplo, es sólo una parte de la humanidad. Y aunque la forma humana se extiende más allá de cualquier individuo determinado, siempre estará limitada, por la materia del individuo, a unas particulares condiciones de tiempo y lugar. Es decir, que sólo cuando esté en la mente (sin materia) se referirá a la entera especie. De manera semejante, subyaciendo al esse de una criatura, hay un factor que lo condiciona y lo limita. Y tal factor se relaciona con él como la materia se relaciona con la forma (es decir, como la potencia con el acto). Por lo tanto, la materia de una criatura corporal es en sí misma un factor limitante, y condicionante, de su esse. Pero no sólo es limitante y condicionante la materia, sino también la forma, pues cada una de las cosas que tienen distintas formas tiene alguna perfección con las que las demás no cuentan, y la materia por sí sola no puede ser la razón de este hecho. Incluso las formas menos perfectas tienen alguna perfección de la que carecen las más perfectas. En conjunto, el hombre es más perfecto que otros animales, pero éstos disfrutan de características que él no tiene. Y ni siquiera las más altas (las formas puras) tienen lo que se necesita para producirlo todo. Y esto porque en cada criatura el esse está determinado a una naturaleza especial[103], o “terminado en” tal o cual especie[104]. Para un ángel, por ejemplo, ser es ser tal tipo de ángel; para un caballo, es ser ese tipo de animal; y así sucesivamente. Y esto porque el esse es recibido de acuerdo con la condición de la forma de la cosa. En estas consideraciones Tomás parece estar concibiendo el esse como algo no siempre igual. En cada caso, el esse es “constituido a través de los principios de la esencia”. El esse creado se presenta en diversos grados de perfección del ser, y las diferencias no son meramente cuantitativas, sino también cualitativas. En cosas diversas el esse es, en sí mismo, algo diverso. Pero hay más, pues la materia puede ser separada de la forma que tiene, y recibir otra en su lugar, ya que tener esta forma (y no otra es) para ella algo accidental. Por el contrario, una vez que una forma se ha producido, el esse proporcionado a ella está ya determinado, y se sigue en ella de modo inmediato y de manera inseparable. La forma de una cosa no es, pues, la causa eficiente de su esse, ni la que produce su esse. Sino que la causa eficiente es la que da al esse su forma. En ese sentido, Dios no crea ninguna cosa por medio de alguna causa eficiente secundaria, sino que la crea (le da el esse) por medio de una causa formal[105]. Por ejemplo, el esse que es proporcional al tipo de forma que se llama alma es una vida[106], mientras que para un alma dada corresponde una sola vida. Un ser vivo, para perder su vida, debe perder su alma. Pero la vida se sigue del alma per se, y el esse se sigue de la forma per se. Esta es la razón por la que las formas subsistentes (el alma humana y los ángeles) son incorruptibles, y carecen de potencia para dejar de ser. Esto es decididamente una perfección, el poder ser (virtus essendi)[107]. f) Filosofía teológica Los principales intereses filosóficos Tomás se concentran en áreas que se superponen con la teología: Dios, el alma, la libre elección, etc. Y a menudo cuestiones teológicas estimularon su pensamiento filosófico. Pero no se limitó a hacer una filosofía meramente ad hoc. Como se desprende de sus comentarios sobre Aristóteles, cultivó las ciencias filosóficas a fondo. A fin de entender la concepción tomista de la relación entre filosofía y teología, un buen modo de empezar es considerar el 1º artículo de la Suma Teológica. Allí se pregunta si los hombres, además de las disciplinas filosóficas, necesitan también de alguna otra doctrina. Y da por sentado que la filosofía es un elemento válido e incluso necesario para el bienestar del hombre. Por otro lado, su respuesta muestra que juzga la filosofía gravemente insuficiente. Los hombres necesitan de otra doctrina, que excede el poder de la razón humana. Y la necesitan en vistas de su último fin, meta suprema y perfección de la vida humana. Este último fin excede la comprensión de la razón, y se trata de algo sobrenatural: la visión de Dios “cara a cara”, tal como él es en sí mismo[108]. Aquino defiende que esta tesis (que el fin del hombre excede a la razón) se conoce con certeza tan sólo por revelación, más allá de la teología (a la que habitualmente llama “doctrina sagrada”) y de las verdades filosóficas o cualesquiera otras verdades no teológicas. Por norma general, Aquino sostiene que la teología, en sí misma, es totalmente autosuficiente. Algunas de sus enseñanzas dependen de otras (contiene tanto los principios como las conclusiones) pero ninguna de ellas depende de principios extraños o tiene que ser verificada a la luz de conocimientos no teológicos. Sus principios no necesitan ser probados por la filosofía. Se sostiene en la fe, y en la creencia en la palabra de Dios (la revelación) como tal. En este sentido, al creyente que filosofa la revelación le ofrece una piedra de toque para sus especulaciones, porque en estos asuntos la razón se mueve con dificultad. Tomás cita a menudo la observación de Aristóteles en su Metafísica[109] de que, en relación con las cosas que en sí mismas son más evidentes, nuestro intelecto es como el ojo del murciélago en relación con la luz del día[110]. Sin embargo, Tomás juzga que la filosofía es de gran utilidad en la teología, pues acude en ayuda de la debilidad de nuestra mente a la hora de enfrentarse con la verdad divina, y le ofrece una “mayor claridad” de sus enseñanzas:
La relación que se establece entre la teología y las otras ciencias es equivalente a la que se establece entre una disciplina superior (o arquitectónica) y las inferiores y subordinadas, como el arte de gobernar respecto de las artes militares[112]. Tomás encuentra que la filosofía es útil a la teología porque[113]: -le proporciona semejanzas o analogías que ayudan a comprender lo
sobrenatural, a partir de las cosas que son naturalmente cognoscibles, Estos últimos (los praeambula fidei) son verdades cognoscibles para la razón que están ligadas a las verdades sobrenaturales de la revelación (como, por ejemplo, la existencia de Dios). Estas verdades también han sido reveladas, y los creyentes pueden muy bien mantenerlas por la fe. De hecho, la revelación misma nos enseña que la razón puede entenderlas[114], y que al hacerlas más evidentes tal conocimiento facilita su consideración y uso. Podríamos añadir también una 4ª forma en que Tomás encuentra a la filosofía útil para la teología: para eliminar los malos argumentos a favor de las verdades reveladas (como, por ejemplo, los intentos de algunos por demostrar que el mundo tuvo un comienzo temporal). Tomás piensa que tales argumentos hacen más mal que bien[115]. En 5º lugar, la filosofía constituye una especie de germen o anticipo del fin último del hombre, que consiste en la contemplación de la verdad más alta[116]. Un juicio semejante sobre la capacidad de la razón para conocer las cosas divinas aparece en la bien conocida explicación de Tomás de por qué la revelación incluye los praeambula fidei. De no ser así, dice, la verdad sobre Dios que la razón puede descubrir “sería conocida sólo por unos pocos, después de mucho tiempo, y mezclado con muchos errores”[117]. En cuanto a la teología, Tomás sostiene que por sí misma es ciencia, y en la Summa Theologiae hace un esfuerzo visible para adaptar a ella los cánones de los Segundos Analíticos. Sin embargo, su opinión de que la teología es una ciencia le plantea un problema sobre la forma en la que difiere de la parte de la ciencia filosófica que trata de Dios, y que Aristóteles llama a veces teología[118]. Es cierto que se diferencian por el hecho de que una es revelada y la otra es obra de la razón natural, pero esto es sólo una respuesta parcial. Pues las distintas ciencias han de diferir también en sus objetos (subiecta) propios. Si, como sostiene Tomás, el tema de la teología es Dios, entonces, a pesar de su nombre, la Teología Filosófica debe tener algún otro objeto (subiectum) suyo propio. Si habla de Dios, esto debe ser sólo porque y en la medida en que él pertenece al estudio de ese otro objeto. Pero ¿cuál era el objeto de la teología de Aristóteles? Esta cuestión fue en sí misma tema de discusión en la Edad Media. Todos coinciden en que la teología de Aristóteles era la ciencia establecida en la Metafísica. Como no sabían que los escritos contenidos en la Metafísica fueron reunidos bajo ese título sólo después de la muerte de Aristóteles, asumen sencillamente, que todo en el libro concierne a una sola ciencia. Ahora bien, en algunos lugares de la Metafísica aristotélica parece que el objeto de esta ciencia eran las “primeras causas”; en otros lugares que era “el ser en cuanto ser”; y en otros las “sustancias separadas” divinas (es decir, los seres incorpóreos, vivos e inmortales, de los que dependía la realidad visible). Sobre esta cuestión, los grandes comentaristas árabes (Avicena y Averroes) no estaban de acuerdo. Avicena sostenía que el objeto de la metafísica era el ser, y Averroes que era lo divino. Tomás comparte la opinión de Avicena, afirmando que “el objeto de una ciencia es esa naturaleza cuyas causas y atributos se investigan en dicha ciencia”, y que “las causas no son el sujeto de la ciencia, pues el conocerlas es el fin o meta de la ciencia”[119]. Mediante el estudio del ser, la metafísica es llevada a la consideración de lo divino como a su causa primera y universal. Por tanto, hay espacio para otra teología, cuya objeto es la naturaleza divina misma. Una ciencia que debe ser revelada y no fruto de la razón humana (en oposición a Averroes), pues si la razón natural difícilmente puede alcanzar una comprensión adecuada de cualquier sustancia puramente incorpórea, menos aún de Dios. En este sentido, Aquino piensa que la opinión de Aristóteles, con la que está de acuerdo, es que la comprensión natural de la mente humana está siempre ligada a las imágenes (los fantasmas) de las cosas sensibles. En definitivas cuentas, el hombre puede conocer a Dios con sus solas fuerzas, pero sólo a través de los fantasmas de sus efectos[120]. Es decir, como causa de algún otro objeto. Sólo Dios mismo y aquellos que disfrutan de la visión sobrenatural de su esencia, conocen su naturaleza como es en sí misma. Por revelación se nos comunica algo de ese conocimiento, al modo en que el estudiante que todavía no domina una materia participa del conocimiento que su maestro tiene de la misma (recibiendo instrucción del maestro y creyendo en ella). Incluso para la idea de la fe como una forma de compartir conocimiento, Tomás se apoya en Aristóteles, que dice que “el que quiera aprender debe creer”[121]. g) Teología natural Para Tomás la imitación de la naturaleza no siempre se refiere a la producción de copias de productos naturales (en materiales diferentes), pues cuando se aplica al campo moral se refiere a principios de orden que la razón discierne primero (en las operaciones de naturaleza física) y aplica luego (a las operaciones voluntarias). De forma análoga, las operaciones voluntarias pueden ser ordenadas a las operaciones naturales, en razón de su “condición intrínseca”. Tomás somete esta condición intrínseca de las acciones voluntarias a un extenso análisis[122], a través de numerosas comparaciones entre éstas y las operaciones naturales[123]. Y llega a la conclusión de que tanto los agentes voluntarios como los naturales actúan en vista de unos fines. Esta característica es común a ambos órdenes (natural y voluntario) pero tan sólo por analogía (y no unívocamente), porque está presente en ellos de modos desiguales. Las operaciones naturales se ordenan a sus fines por naturaleza, mientras que las acciones voluntarias se ordenan a sus fines por decisión de sus propios agentes, a través de una deliberación[124]. Las verdades generales, por tanto, también se aplican a las cosas naturales, desde una perspectiva universal y metafísica. Pero la verdad última a la que la razón humana debe conformarse no es a la naturaleza física en sí misma, sino la razón divina, de la que se deriva el orden de la naturaleza[125]. Por otra parte, al presentar los principios prácticos fundamentales como aplicaciones de unos principios más generales, Tomás no los está demostrando, pues son indemostrables per se notae[126], y conocidos en virtud de sí mismos[127]. Esto significa que su verdad se explica inmediatamente, por el significado de sus propios términos. Y que son “demasiado ciertos” para ser demostrables. Una verdad demostrable, sobre una cuestión determinada, es para Aquino aquella “cuya verdad se explica por medio de una verdad diferente, referible a ese mismo asunto”. Por ejemplo, el eclipse de la luna se explica por el hecho de que la iluminación de la luna por el sol queda bloqueada por la tierra. Pero incluso una verdad indemostrable puede ser una aplicación particular de una verdad más general. La verdad más general, por tanto, no es una verdad diferente sobre el mismo asunto. Es casi la misma verdad, sólo que considerada de manera más abstracta, como aplicada a un asunto más general. Por ejemplo, un principio práctico sería el que las comunidades más simples, a las que el hombre es capaz de pertenecer, deben formarse antes que las más complejas. El principio más general sería que las totalidades más simples, a las que un conjunto de elementos pueden pertenecer, deben formarse antes que las más complejas. Este principio se aplica a todo, incluso a las cosas naturales. Para Tomás, por tanto, la idea no es que la razón por la cual un principio es verdadero, sino que éste se ve reflejado en las cosas naturales. Cuando captamos la idea de que a partir de las cosas simples e imperfectas se debe proceder a los compuestas y perfectas, vemos en seguida que tiene sentido aplicar este principio a cualquier clase de cosas. No tenemos que comprobar que las cosas naturales funcionan de esta manera. Por otro lado, las consideraciones más generales son “mejor conocidas” por nosotros, y anteriores a nuestra comprensión de otras más particulares. Y decir que unas verdades son per se notae no significa que no haya un orden entre ellas, o que alcanzar algunas de ellas no suponga alcanzar otras. Ninguna se demuestra por medio de las otras, pero puede ser que algunas sean verdades comprendidas a la luz de otras. Así, Tomás ordena los primeros principios prácticos en sí mismos, desde el más general al más particular[128], sabiendo que aquel sobre el cual todos los demás se fundan es el más general de todos. Los otros principios no se demuestran por medio de él, pero captarlos supone captarlo a él. Es en lo que consiste el principio de no-contradicción, sobre él se fundan todas nuestras otras verdades, sean éstas especulativas o prácticas. Un ejemplo sobre este principio puede ayudar a clarificar la idea general. Tomemos la proposición “ser un ciudadano”, la cual es incompatible con “no ser un ciudadano”. Esto es verdad, y no hay otra verdad acerca del “ser ciudadano” en razón de la cual esto sea verdad. Es una verdad inmediata (per se notae, indemostrable), acerca del ser ciudadano. Y es también una aplicación de la verdad general de que “ser tal y tal cosa es incompatible con no ser tal y tal cosa”, algo que todos pueden conocer (en el caso ciudadano, incluso mucho antes de tener el concepto de ciudadano). La razón por la que los principios más generales son más conocidos es el hecho mismo de que sus términos son más generales, más abstractos y, por tanto, más simples. Su formación en nuestra mente es naturalmente anterior a la formación de verdades más concretas o particulares, en las que esos términos están implícitos[129]. Por supuesto, para Tomás nacemos no sabiendo cosa alguna. Y con el fin de captar hasta los principios más simples y generales necesitamos experimentar instancias singulares a partir de las cuales los términos que componen esos principios puedan ser aprehendidos[130]. Pero Tomás está convencido de que los principios prácticos son aplicaciones particulares de unos principios generales que aprehendemos por 1ª vez, y no a partir de cosas prácticas (que causa nuestra propia razón) sino a partir de las cosas observables (sensibles y naturales). Al señalar la presencia de los principios generales en el mundo comúnmente observable, nos indica Tomás que nuestro acceso a ellos es a su vez muy natural, y no precisa ninguna instrucción especial. Y muestra que sus aplicaciones al ámbito de lo práctico son conocidas comúnmente por todos[131] y pueden darse por sentadas. Ordenar los principios, confirmar los posteriores sobre la base de los anteriores, y rastrear los orígenes de los primerísimos en nuestra experiencia común, es una tarea metafísica. La justificación última de Tomás para considerar las cosas especulativas y prácticas juntas de este modo, como pertenecientes a un orden común, es también eminentemente metafísica: que ambas proceden de la causa suprema. Las operaciones por las cuales todas las cosas están naturalmente sujetas a la ordenación de la causa suprema es lo que se llama ley eterna, y todas las cosas participan de ella de alguna manera. Esta participación se asienta en la luz natural de la razón, que deriva (según una cierta semejanza) de la luz divina. Vistos de esta manera, los principios constituyen lo que se llama la ley natural[132]. Esto no quiere decir que la comprensión veraz de estos principios dependa del haber captado su origen divino, pues hay muchos principios cuya comprensión no supone recurrir a Dios. Sin embargo, la comprensión natural de los principios lleva al hombre a considerar y a tender hacia Dios. Quien habla en esto último es, por supuesto, el Tomás teólogo, que pasa a considerar la causa suprema como Dios. Un Tomás que no está olvidando la propia tendencia del pecado original a debilitar la disposición natural de la voluntad a seguir la verdad. Pero encuentra que la luz natural de la razón sigue orientándonos a todos en la dirección correcta (hacia Dios). Parece razonable suponer que, en su opinión, una filosofía moral sólida e integral debería hacer lo mismo. Su juicio sobre qué tan explícita o elaboradamente debería hacerlo, sin embargo, no es tan evidente. g.1) La existencia de Dios Tomás ha demostrado ya que la razón natural puede alcanzar un conocimiento verdadero de Dios, a partir de cierto razonamiento sobre la experiencia de las cosas sensibles. Es cierto que la esencia de Dios es idéntica a su esse, de manera que la adecuada comprensión de su esencia debería incluir el conocimiento de que Dios existe. Pero no tenemos esa comprensión, y lo que entendemos por la palabra Dios no garantiza inmediatamente la verdad de su existencia. El famoso argumento ontológico de Anselmo podría ser usado para probar lo contrario, pero Tomás no lo cree así. De hecho parece juzgar el argumento falaz en sí mismo, al implicar una petitio principii[133]. Sin embargo, cree que la experiencia ordinaria proporciona una base sobre la que casi todo el mundo puede hacer un tipo de inferencia espontánea, acerca de la posibilidad de algo divino (algo que rige el orden de la naturaleza y que constituye un objeto apropiado de adoración). La concepción de la deidad que se forma Tomás sobre esta base puede ser bastante cruda. Pero también hay caminos de reflexión filosófica que sirven tanto para verificar la realidad de lo divino como para refinar el concepto de la misma. Como es bien sabido, Tomás presenta 5 vías de la existencia de ese ser divino[134], como caminos que pueden iluminar y conducir hacia esa percepción y razonamiento universal: que Dios existe. Sus propias palabras no dejan lugar a dudas, sobre que la existencia de Dios “puede ser probada”. Cada una de esas vías se detiene en una de las experiencias que tenemos de las cosas del mundo, y procede a mostrar cómo, todas ellas concatenadas (en una sucesión ininterrumpida de causa-efecto), no dejan lugar a dudas sobre lo que tiene que existir necesariamente al final (o al principio, según se avance hacia adelante o hacia detrás) del camino de la naturaleza, lógica, metafísica, antropología y ética están ofreciendo: lo que merece ser llamado Dios. Aunque no es difícil percibir la influencia de otros pensadores en cualquiera de las 5 vías, la única vez que se hace mención de uno de ellos (en la 4ª vía) es Aristóteles, cuando Tomás de Aquino cita su Metafísica. Esto es notable, ya que la 4ª vía es generalmente considerada como la más platónica de las vías. La esencia de esta vía es que para cualquier perfección que se encuentra en las cosas en diverso grado de intensidad, tiene que haber algo que posea esa perfección con la mayor intensidad posible, y que sea la causa de que todas las otras cosas la tengan. g.2) Las cualidades de Dios El acercamiento de Tomás a Dios como “causa universal de ser” establece una base rigurosa para afirmar la trascendencia de Dios, es decir, su independencia y diferencia absoluta del mundo y con respecto a todo lo que hay en él, incluyendo cualquier cosa que podamos imaginar o propiamente concebir. De las 5 vías de su existencia se pueden desprender también otras tantas cualidades sobre la perfección de Dios, entre las que se encuentran la verdad, la bondad, la nobleza y la unidad de ser. Así que debe haber algo que sea lo más verdadero, lo más noble y el máximo ser, y que “para todos los seres sea la causa de del ser y la bondad y de cualquier otra perfección”. Lo cual es “lo que llamamos Dios”. De forma concisa y cautelosa, Aquino empieza a extraer de aquí algunas consecuencias importantes. Una es que Dios produce las cosas de la nada (ex nihilo). En efecto, no hay en ellas factor alguno que su producción presuponga, pues cualquiera de estos factores pertenecería a su ser, y él es la causa de todo lo que se refiere al ser de las cosas (la causa universal del ser en cuanto ser, causante incluso de la materia prima, o potencia para cualquier ser). Es cierto, como se ha mencionado anteriormente, que Tomás niega la posibilidad de demostrar que el mundo ha tenido un comienzo temporal, o que ha sido producido después de la nada (post nihilum), pues una producción sin comienzo es concebible. Pero esto no se debe a que haya un sustrato eterno que Dios no haya producido. Más bien se debe a que la producción del mundo no presupone nada, ni consiste en cambiar algo. Dicha producción sería tan sólo una pura relación causal, que no se mezcla con el cambio. Por tanto, aunque de hecho el mundo tuvo un comienzo, su producción no supone ni un cambio ni una sucesión de tiempo (ni siquiera subjetiva o imaginaria). Pues el agente universal produce tanto la realidad de su efecto como el tiempo por medio del cual se miden sus cambios. El propio “ser del tiempo” se deriva de él, y su propia duración “incluye y sobrepasa” todos los tiempos. Se mide no por el tiempo, sino por aquella medida simple y sin sucesión llamada eternidad[135]. Es decir, que no hay sucesión de tiempo en Dios, porque no puede haber ningún cambio en él, ya que él es la causa universal del ser (el ser primero, anterior a todos los demás). Esto implica no sólo que no puede tener materia, sino también que él no puede tener potencialidad de ningún tipo (pues el cambio requiere potencialidad[136]). Debe ser también Dios no sólo una forma que subsiste separada de la materia, sino también una forma cuya esencia no es distinta de su propio esse[137]. Debe ser un esse que subsiste en sí mismo. Ninguna otra cosa puede ser de este tipo. El esse subsistente podría multiplicarse sólo si tuviera varios recipientes, pero si tiene un recipiente entonces no subsiste. Los seres distintos de Dios se diversifican según diversas y más o menos perfectas participaciones del esse. De nuevo, en esto coincidirían las enseñanzas de Platón y Aristóteles[138]. Al igual que la duración de Dios es simple y sin partes sucesivas, su realidad es simple y sin partes componentes. El ser primero no puede estar compuesto, pues todo ser compuesto depende y es posterior a sus componentes. Y una forma subsistente, especialmente tratándose de un esse subsistente, no puede contener nada ajeno a sí misma. Al mismo tiempo, así como la duración simple de Dios incluye todas las partes del tiempo, también su realidad simple contiene todas las perfecciones de las cosas. Esto es muy difícil de entender, y Tomás lo sabe. Como señala, en las cosas corporales accesibles a nuestra experiencia, los seres más simples son también meramente parciales e imperfectos[139]. Para nuestra manera de pensar, simplicidad y perfección prácticamente se oponen entre sí. Dios debe contener todas las perfecciones de las cosas porque, como argumenta la 4ª vía, las produce todas. Sin embargo, no tienen por qué existir en Dios como lo hacen en las cosas mismas (de hecho, la causa, como tal, tiene un modo más alto de perfección que el efecto en cuanto tal[140]). Y las perfecciones pueden existir en él de una manera simple, no con la multiplicidad que tienen en las cosas, sino con la sencillez de su esse subsistente. Dado que el esse de Dios no es recibido en nada, Dios no está limitado o contraído[141], y las formas por las que las cosas se distinguen, y diversifican entre sí, existen en Dios, sin perjuicio de su sencillez[142]. Por supuesto, esto significa que ninguna perfección en las cosas representa perfectamente a Dios. Por un lado, su propia perfección incluye también todas las demás perfecciones de las cosas. Pero ni siquiera la combinación de todas las perfecciones representa perfectamente la suya, porque la suya no es una combinación, sino una forma simple. Cada perfección está en Dios de tal manera que lo que ella es en él, no es lo mismo que lo que es en las criaturas. Hay, por cierto, una semejanza, por “la comunión en la forma”. Pero no hay forma que tenga la misma definición tal como se encuentra en las criaturas y tal como está en Dios (nada que sea lo mismo en especie o incluso en género). Dios no tiene género o especie, ni siquiera de los géneros últimos (las categorías del ser), pues Dios es la causa de todos ellos. La semejanza de una criatura con Dios es sólo una analogía, y una proporción de cada ser al “principio primero y universal de todos los seres”[143]. Nuestro conocimiento de las perfecciones de las cosas se toman de las cosas mismas, y nuestros primeros conceptos de ellas las expresan cómo se encuentran en las cosas. Cuando atribuimos estas perfecciones a Dios, podemos utilizar las mismas palabras, pero hay que hacer algunos ajustes en el concepto significado, pues no se puede usar la palabra unívocamente. Incluso ni siquiera algunas perfecciones se pueden decir propiamente de Dios, porque sus propias naturalezas excluyen alguna otra perfección del sujeto (como por ejemplo la esencia de león, o del hombre, o del ángel)[144]. Dios tiene toda la perfección de la naturaleza leonina, pero es “un león” tan sólo metafóricamente. Otras no excluyen per se ninguna perfección, y se pueden decir propiamente de él. Sin embargo, para aplicarse a Dios, sus conceptos deben ajustarse. Esto se debe a que, si bien no excluyen positivamente otras perfecciones del sujeto, nuestros conceptos originales de ellas expresan a cada una de ellas como distintas de las otras[145]. Nuestras concepciones de dichas perfecciones son definiciones, cada una de las cuales circunscribe la cosa definida y la distingue de los objetos de otras concepciones. Y de hecho, así es como se encuentran en las cosas de nuestra experiencia. Pero no es así como están en Dios. En Dios, la perfección de la sabiduría no es distinta de la de esencia, o de poder, o de esse. Cuando atribuimos una perfección a Dios, el concepto de la misma debe incluir la negación de su ser definido (o comprendido) por ese mismo concepto, debe expresar su exceder. De esta manera, el concepto permite la identidad real de esta perfección, con sus otras perfecciones. Esto no quiere decir que nuestros conceptos de Dios sean todos el mismo concepto, pues cada uno de ellos expresa algo que los demás no expresan. Si bien la realidad que expresan es la misma. Ninguno de ellos comprende esa realidad, o la expresa tal y como es en sí misma. No tenemos ningún concepto de Dios que comprenda lo que expresa, ni ningún concepto de lo que es ser Dios (la esencia divina). Sino tan sólo sabemos que su realidad es siempre la misma. Ni siquiera nuestro concepto de esse es tal concepto. Este concepto expresa el esse como se da en las criaturas, como una perfección distinta de las demás, si bien la perfección de todas las demás. El esse creado está en realidad circunscrito de acuerdo con el concepto de esse; es, por así decirlo, “ninguna otra cosa que ser”:
En otras palabras, Dios es esencialmente un esse subsistente, pero lo que Dios es y lo que el esse es no son lo mismo. Es decir, no son lo mismo lo que su esse es y lo que el esse es. Su esse excede o trasciende lo que el esse es, incluyendo también la perfección de lo que la esencia es, lo que el poder es, lo que la sabiduría es, y así sucesivamente. El esse que cae dentro del concepto de esse, el esse creado, es algo que Dios mismo concibió primero, como una mera semejanza imperfecta de sí: “Si el esse creado se compara con esse increado, se lo encuentra deficiente y con la determinación de su propio concepto, desde la previsión de la mente divina”[147]. Hay una idea tomista de esse sólo en la mente de Dios, pero su mente no es su misma naturaleza. A la luz de esto, parece posible decir que cuando Tomás llama a Dios “causa universal del ser”, lo dice en un sentido muy formal. De hecho, difícilmente pueda decirlo en sentido material (a forma de “Dios es causa de todos los seres”). Porque Dios mismo es “un ser”, un ser incausado[148]. En este sentido, Dios solamente es la causa de todos los otros seres, o de todos aquellos que son seres por participación, los que tienen esse pero no son su esse. Pues Tomás entiende que Dios es la causa de la naturaleza misma del ser. Esto es posible, porque su propia naturaleza la excede. h) Antropología Tomás sostiene que el alma humana, a diferencia de otras formas sustanciales, puede ser llamada sustancia en sí misma, pues ella es subsistente (como ya demostró en su metafísica)[149] y un genuino sujeto de existencia (y no sólo un principio “por el cual” un cuerpo es tal sujeto). Es un sujeto de existencia porque es un sujeto de actividad: la del intelecto. Sin embargo, no es por naturaleza una sustancia completa, pues como dijo Aristóteles “las partes de las sustancias pueden ser llamadas sustancias”[150]. h.1) Alma corporal La actividad intelectual del alma requiere por naturaleza la presencia de la actividad sensible, y esta actividad sensible requiere la presencia de un cuerpo. Esto a su vez se debe a que los objetos proporcionados al intelecto humano son las naturalezas de las cosas corporales, que se nos presentan a través de los sentidos. El alma es así, por naturaleza, apta para informar al cuerpo y para darle a ese cuerpo una parte en su existencia. El sujeto completo de esta existencia (la persona entera) es el cuerpo con el alma. El alma no es una persona, sino que “mi alma no soy yo”[151]. Por supuesto, el alma se diferencia de la mano o de la nariz, pues es forma y no cuerpo. Y aunque esté incompleta, su estatus de forma subsistente implica también que puede existir (aunque no de una manera natural, sino en un estado mutilado) aparte de la materia. Cuando está separada de la materia, la materia ya no comparte su existencia (es decir, el cuerpo que actualizaba ya no existe). Pero la muerte del cuerpo no implica la separación del alma de su propia existencia (o su propia muerte). De hecho, no puede perder su existencia directamente, ni morir en absoluto, pues es una forma y “la existencia se sigue per se de la forma”. Para perder su existencia, el alma tendría que ser separada de sí misma[152]. Esto no es negar que el alma dependa de Dios para su existencia, pues lo hace, y en teoría Dios podría optar por retirar su influencia causal (en cuyo caso el alma desaparecería por completo). Pero no puede haber tal cosa como un alma muerta, o un “alma cadáver”. h.2) Alma separada Un alma separada continúa siendo una entidad parcial, que puede realizar algún tipo de actividad intelectual pero sólo de manera confusa[153] (pues para tener un conocimiento claro y distinto necesita de la ayuda de los sentidos). Tiene siempre la naturaleza de una forma que es apta, y está inclinada a informar y dar la existencia a la materia corporal[154]. Las almas separadas también siguen siendo siempre distintas las unas de las otras. Cada una de ellas informó un cuerpo distinto, y separada mantiene la misma existencia, pero diferenciada a cuando estaba unida a un cuerpo[155]. Es decir, que cada una conserva una afinidad especial con esa porción de materia de la que fue separada[156], y que cualquier reencarnación en otra materia sería para ella antinatural[157]. La idea de volver a unirse a la materia que tuvo (a la misma persona, “de nuevo en pie”) se ajustaría, pues, a la naturaleza del alma. Pero para eso sería necesario un milagro[158], pues su cuerpo sí que murió, y así como es posible filosóficamente la inmortalidad del alma, no lo es una futura resurrección de los cuerpos[159]. En efecto, esta creencia de la resurrección futura de los cuerpos viene de la fe, y no puede ser demostrada por la filosofía ni por la razón. La filosofía puede demostrar que todas las cosas dependen de la voluntad de Dios, y que él puede hacer milagros, pero no que su voluntad esté determinada a un tipo concreto de milagros. En todo caso, el asunto de la resurrección de los cuerpos competiría a la física y no a la filosofía, al tratarse de cosas móviles. En este asunto, la filosofía tan sólo puede decir, de la mano de la metafísica, que las cosas móviles se fundan en un principio universal del ser, y que “la existencia se sigue per se de la forma”. i) Ética Tomás escribió sobre temas éticos a lo largo de toda su obra. Entre sus escritos más importantes se encuentran amplias secciones del Comentario sobre las Sentencias y del De Veritate, el inconcluso De Regno ad Regem Cypri, el último tercio del libro III de la Summa contra Gentiles, el De malo, los comentarios sobre la Ética a Nicómaco de Aristóteles y la Política[160], las cuestiones disputadas De Virtutibus y la Secunda Pars de la Summa Theologiae (donde encontramos su tratamiento más completo de la vida ética). En líneas generales, la principal fuente filosófica de Tomás para las cuestiones éticas es, una vez más, Aristóteles. De hecho, los comentarios sobre sus Ética y Política, así como la Tabula Libri Ethicorum, parecen haber servido como preparación directa para la Secunda Pars[161]. La presencia de Aristóteles es notable en el tratamiento que Tomás hace de las virtudes teologales, sobre todo de la caridad. De hecho, Tomás entiende la caridad como una especie de amistad (amistad con Dios y con el prójimo), y su concepción de la amistad debe mucho a lo expuesto en los libros VIII y IX de la aristotélica Ética a Nicómaco. Por otra parte, Tomás ordena las virtudes éticas en torno a las 4 virtudes cardinales, y al hacerlo prefiere no seguir a Aristóteles[162] sino a autores cristianos como Ambrosio, Agustín y Gregorio Magno. Para temas puntuales, otras fuentes importantes son Cicerón, Séneca, Macrobio y el De Natura Hominis de Nemesio. Tomás ha contribuido significativamente a esclarecer muchas cuestiones específicas de la filosofía ética. Sin embargo, si hay algo que caracteriza su tratamiento es la tendencia a abordar las cuestiones desde un punto de vista metafísico[163]. Esto es especialmente claro en la Secunda Pars, pero también en sus otros escritos éticos, incluyendo sus comentarios a los libros éticos aristotélicos. Por supuesto, se pueden encontrar en el propio Aristóteles conexiones importantes entre la ética y la metafísica. Por ejemplo, en el libro I de la Ética a Nicómaco[164] Aristóteles relega el tratamiento más preciso de lo bueno a “otra parte de la filosofía” (que es sin duda la metafísica), y el libro IX de su Metafísica trata de 2 elementos sumamente importantes de su pensamiento ético: -la distinción
entre operaciones inmanentes y
transitivas, o acción y producción, i.1) Las operaciones éticas Al comienzo de su comentario a la aristotélica Ética a Nicómaco, Tomás presenta una amplia división de las ciencias humanas, basada en la noción de orden. Porque comprender el orden, dice Tomás, es propio de la razón, y poner las cosas en su debido orden pertenece a la perfección de la razón. En general, el orden se relaciona con la razón de varias maneras distintas. En 1º lugar, existe un orden que la razón considera pero no hace, sobre todo en las cosas móviles y las matemáticas. La consideración de este tipo de orden corresponde a la física, y en un modo amplio (a la manera de los estoicos) a todas las ciencias especulativas. En 2º lugar, existe un orden que la razón considera y hace, sobre todo en: -sus propias operaciones, que pertenecen
a la lógica, Tomás también observa que el orden puede considerarse respecto: -al todo,
que se ordena a su fin, Es aquí donde el orden tiene al fin prioridad, ya que el otro existe sólo por el bien de éste, así como el orden entre las partes de un ejército está en función de la ordenación del ejército en su conjunto hacia su comandante. Más adelante, Tomás razona que, así como el sujeto de la física es el movimiento (o realidad móvil), del mismo modo el sujeto de la ética es la operación humana ordenada a un fin (o incluso el hombre, en cuanto éste actúa voluntariamente hacia un fin). Al hacer esta comparación, tal vez tiene en mente que el movimiento también implica un orden a un fin. Tras definir el objeto y sujeto de la ética, Tomás divide en 3 partes la ética. La 1ª se refiere a las acciones individuales de los individuos. La llama monastica (del griego mónos, único), pero no como referencia a la vida monástica sino a aquello de lo que se ocupaba Aristóteles en su Ética a Nicómaco, y que nosotros llamaríamos simplemente ética. Las otras 2 partes de la ética se ocupan de las acciones múltiples a las que los seres humanos están sujetos por naturaleza, a causa de su falta de autosuficiencia individual: -las
familiares, o vida doméstica, de las que se ocupa la economía (del
griego oikos, hogar), Estas acciones multitudinarias, dice Tomás, sólo tienen un tipo cualificado de unidad: la unidad de orden. Y en una multitud con este tipo de unidad, no todas las operaciones de las partes son operaciones del conjunto. Esta es la razón por la que la ética económica y la ética política, así como la ética individual, se distinguen entre sí. El grueso de los escritos de Tomás sobre la vida doméstica se halla en sus tratamientos sobre el sacramento del matrimonio, siendo el más largo el Scriptum super libros Sententiarum[165]. Sus 2 obras sobre la vida civil, como el comentario Sobre la Política y el De Regno, quedaron inconclusas y no llegaron a ofrecer una teoría política completa[166]. Sin embargo, la Secunda Pars de la Suma Teológica sí presta una gran atención a temas de evidente resonancia política, como el derecho, la virtud de la justicia, el bien común, y la economía en el sentido moderno del término. El tratamiento de la ley antigua[167] contiene una larga discusión acerca de la situación política en la antigüedad. En otros lugares Tomás indica que la razón considera en 1º lugar cosas cuyo orden sólo conoce y no hace (las cosas naturales sensibles). En 2º lugar sus propias operaciones, en 3º lugar las acciones voluntarias (o éticas), y en 4º lugar las cosas exteriores producidas por y para beneficio de las acciones éticas. Al menos en este sentido, el Aquinate sitúa la filosofía ética por debajo de la filosofía natural, al menos a nivel de prioridad. Pero ¿cuál es la ciencia que considera esta cuádruple división y su orden? Con seguridad no es la ética, pues en ese caso nos estaríamos refiriendo a un orden relativo a la actividad voluntaria (uno que la razón no sólo conoce, sino que también hace). Y esto no puede ser correcto, pues la razón misma no es la causa del hecho de que lo que ella considera se relacione con ella de esta cuádruple manera. Sólo puede considerar este hecho. La cuádruple división pertenece a la naturaleza misma de la razón, división que la razón no hace. La división es algo natural, en el sentido de algo especulativo. Por otra parte, en su conjunto, la división cubre absolutamente todo lo que la razón puede considerar (es decir, todos los seres). Y su consideración pertenece a la metafísica. Las cosas que la razón causa (sus propias operaciones, las acciones voluntarias, los artefactos) son seres también, y caen dentro del dominio de la metafísica. Evidentemente, no es casual que Tomás comience la discusión con una referencia a la sabiduría, siendo éste (dentro de la filosofía) otro nombre para designar a la metafísica. En el comentario a la Ética Nicómaca aristotélica, es el Tomás metafísico quien nos introduce a la filosofía ética. i.2) La sabiduría Lo que acabamos de decir no debe ser llevado demasiado lejos, pues Tomás reconoce la existencia de una forma de juzgar todas las ciencias (incluyendo la metafísica) que pertenece a la ética misma. Tanto la Ética a Nicómaco (libro VI) como la Secunda Pars de la Suma Teológica (en diversos lugares) ofrecen extensas discusiones sobre esta forma de juzgarlo todo, que consiste en la virtud intelectual llamada sabiduría. En efecto, lo que la ética determina sobre las ciencias no son sus objetos, ni cómo éstos se relacionan con la razón humana, sino cómo las ciencias se relacionan con la voluntad humana. Todas las virtudes intelectuales son bienes humanos o perfecciones humanas (es decir, posibles objetos de la voluntad humana), y su adquisición y ejercicio están sujetas a la dirección de la razón práctica[168]. Por otra parte, las respuestas a cierto tipo de preguntas que van surgiendo requieren un juicio sobre lo más adecuado. Y esto es lo que puede ofrecer la sabiduría, como perfección más importante de la razón, y por lo tanto del hombre. Igualmente se refiere al ejercicio de la sabiduría, y a la contemplación sapiencial, como a la más alta actividad humana. Un ejemplo de ello lo tenemos en la vida que es más satisfactoria para el hombre, y la que logra una felicidad completamente proporcionada a la naturaleza humana. La cual no es la vida activa (dedicada principalmente a asuntos externos, y que sólo alcanza una forma secundaria de felicidad) sino la contemplativa (la dedicada a los asuntos que superan la condición humana, o seres divinos). En esta línea aristotélica, Tomás dice que “si el hombre fuera su propio fin último, su felicidad consistiría en la actividad del intelecto práctico, al considerar y ordenar sus acciones y pasiones”[169]. La razón por la que el hombre no es su propio fin último es que hay algo superior a lo que se ordena (lo divino). Se debe notar, además, que la tarea de juzgar la sabiduría de esta manera (mediante la comparación de su objeto con el de las otras virtudes) pertenece a la sabiduría por sí misma. No es el pensamiento ético quien determina el objeto de la sabiduría, o el que clasifica su objeto en relación con los de los otros hábitos de la mente. El pensamiento ético sólo recibe este orden, y lo usa, como una guía para la acción. La ética no es, entonces, la mayor de las ciencias. De hecho, ni siquiera es la mayor virtud intelectual relativa a la acción humana (la cual es la sabiduría práctica, o prudencia). La ciencia ética, como tal, se limita a las consideraciones universales, mientras que la acción se realiza en lo particular. La prudencia, por ejemplo, es el hábito que perfecciona plenamente la capacidad de la razón para poner un orden bueno en acción. Sin embargo, la prudencia también está subordinada a la sabiduría propiamente dicha. La prudencia no gobierna sobre la sabiduría, dice Tomás (de nuevo siguiendo a Aristóteles), sino que sólo “introduce en ella, preparando el camino hacia ella, como hace el portero con el rey”[170]. Véanse también algunas consideraciones más generales en Sententia Libri Ethicorum[171]. En todo caso, es la sabiduría quien gobierna a la prudencia, y por tanto a la ética. En parte, esto se debe simplemente a que ella gobierna todas las disciplinas humanas. Tomás lo afirma claramente en el Proemium de su comentario a la Metafísica aristotélica. Siempre que muchas cosas se ordenan a un fin, dice el Aquinate, una de ellas debe gobernar sobre las demás. Pues bien, “todas las ciencias y las artes se ordenan a la perfección del hombre, que es la felicidad, y la que gobierna sobre todas ellas se llama sabiduría”. En este sentido, Aquino viene a identificar a la sabiduría con la metafísica. ¿Y en qué consiste su función rectora universal? Esto no lo dice allí, pero en el comentario a la Ética Nicómaca dice que “la sabiduría dirige todas las otras ciencias, en la medida en que todas éstas toman sus principios de aquélla”[172]. En el caso de la ética, estos principios son múltiples, siendo uno de ellos la acción voluntaria o libre. Tomás ofrece un prolijo análisis de la naturaleza de la voluntad humana y de su libertad (análisis absolutamente metafísico, que se retrotrae hasta la causalidad de Dios). Otro principio de la ética es el objeto de la voluntad: lo bueno, y su opuesto (lo malo). De esta manera, y a través de la sabiduría, la ética da por sentadas las nociones de bien y mal. Desde un punto de vista absoluto, se trata de nociones metafísicas, y la determinación de su naturaleza (la determinación de si existe o no tal cosa como su naturaleza, o de si se trata de algo objetivo) es un problema metafísico al que Tomás dedica un esfuerzo considerable. También trata Aquino del bien y del mal propios de las acciones humanas, del bien y del mal ético, desde un punto de vista abiertamente metafísico[173]. Y lo mismo hace con otros principios de la acción humana distintos de la voluntad, como las pasiones, los hábitos (virtudes y vicios) y la ley. En las siguientes secciones, se dirá más sobre el modo en que Tomás se ocupa de los principios éticos. i.3) La bienaventuranza Hay un lugar en el que Tomás dice explícitamente que la visión aristotélica de la bienaventuranza es errónea. Se trata de su breve comentario sobre el evangélico Discurso de las Bienaventuranzas[174], en el que Tomás rechaza varias opiniones falsas acerca de lo que es la bienaventuranza, entre ellas la de Aristóteles, “para quien la bienaventuranza consiste en las virtudes de la vida contemplativa”. Contra esta tesis de Aristóteles contrapone Aquino una frase de Jesucristo: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”. Es decir, Tomás sostiene que al decir “ellos verán” (y no ven) se demuestra que la concepción de Aristóteles está equivocada “en relación con el tiempo”. Aristóteles ha supuesto correctamente que la bienaventuranza del hombre está en la contemplación de las cosas divinas, pero no en esta vida. En efecto, Tomás rechaza que Aristóteles sostuviera como posible lograr una visión de la esencia divina en esta vida, dado que para él el conocimiento comienza a partir de las cosas sensibles. Si hubiese puesto la bienaventuranza en esta vida, explica Tomás, Aristóteles la estaría haciendo consistir en un deficiente conocimiento de Dios, y estaría hablando de una bienaventuranza meramente imperfecta[175]. Tomás no lo dice explícitamente, pero bien podría estar pensando que Aristóteles debería al menos haber entrevisto la posibilidad de una bienaventuranza más perfecta después de esta vida. En el Proemium a su comentario sobre la Política aristotélica, encontramos un ejemplo llamativo del modo en que Tomás aplica un punto de vista metafísico al análisis del orden ético. Como de costumbre, comienza con una sentencia aristotélica: “el arte imita a la naturaleza”. Pero inmediatamente aplica esta idea (cosa que Aristóteles nunca hace) a la relación de la mente humana con la mente divina. La luz inteligible de la mente humana, dice Aquino, deriva de la mente divina, de acuerdo con una cierta semejanza. Como resultado, existe una relación proporcional de semejanza entre las obras de la mente humana ( que son obras de arte) y las de la mente divina (que son cosas naturales). Las cosas naturales son como ejemplos preparados por un maestro artesano para que los imiten sus aprendices. Las cosas que la mente humana produce deben estar “informadas por la inspección de las cosas hechas naturalmente”. Tomás también nos recuerda que la mente humana no puede hacer cosas naturales, sino sólo conocerlas (pues éstas son objeto de la ciencia especulativa). Las cosas que el hombre conoce y produce, por tanto, son objeto de las ciencias “prácticas u operativas, de acuerdo con una cierta imitación de la naturaleza”. Esto último viene sugerido por una puntualización que se encuentra en el comentario a la Ética Nicómaca, en relación con el pasaje en el que Aristóteles llama a aquellos que son bendecidos en esta vida bendecidos “en cuanto hombres”[176]. Una vez más, Tomás llama a esta bienaventuranza imperfecta. Sin embargo, no la compara con la beatitud sobrenatural (o visión de Dios), sino con las condiciones generales de la felicidad que Aristóteles mismo había establecido, en particular la de la estabilidad. En esta vida los hombres están sujetos al cambio, dice Tomás, por lo que no pueden tener una felicidad perfecta. Tras lo cual añade un pensamiento que no se encuentra en la Ética Nicómaca: ya que, naturalmente, desean la felicidad perfecta, y ya que un deseo natural no es nunca ocioso, “puede bien ser juzgado que la felicidad perfecta está reservada al hombre después de esta vida”. Ciertamente Tomás podría estar pensando en que Aristóteles debería haberlo juzgado así, ya que es el propio Aristóteles el que enseña que “lo que es natural, no es nunca ocioso”[177]. Tomás también piensa que el propio Aristóteles demostró la inmortalidad del alma intelectual[178]. Hay también otra manera en la que Tomás parece considerar que la visión aristotélica de la felicidad humana es insuficiente. Como se mencionó anteriormente, Tomás toma de Aristóteles la idea de que la contemplación sapiencial es la mejor actividad humana, ya que se refiere a la realidad mejor. Este acuerdo, sin embargo, debe ser considerado junto con una distinción bastante radical que hace Tomás entre 2 posibles motivos para buscar la contemplación[179]. Los filósofos, dice Aquino, “desearon la contemplación por amor propio” (ex amore sui). Es decir, que lo que los movió fue el pensamiento de cómo la actividad contemplativa perfeccionaba a la persona involucrada en ella. Por el contrario, dice Tomás, los santos “desean la contemplación por el amor de su objeto” (el amor a Dios). Tomás no está diciendo que los filósofos sólo querían contemplar, sin interesarse por el objeto de su contemplación. Pero sí que lo que deseaban contemplar era el objeto mejor, y que si lo hicieron fue porque esa era la mejor contemplación (por decirlo así, la mejor manera de disfrutar). Los santos, añade Tomás, disfrutan también de ella, pero la quieren sobre todo porque los hace agradables a aquel que se contempla. La cuestión aquí tratada es aún más fundamental que aquella del tiempo de la realización de la bienaventuranza (ahora o en el más allá), o incluso que la de su objeto (Dios representado por sus efectos, o Dios en su propia esencia). Pues se refiere al verdadero fin de la bienaventuranza humana (en el sentido de “la persona por amor a la cual es ésta principalmente deseada”). Para utilizar el ejemplo citado al comienzo del comentario a la Ética Nicómaca, es en este sentido en que el fin de un ejército es su comandante. Él no es el fin práctico del ejército (es decir, el objetivo por el que se realiza una acción militar), sino que el fin práctico es la victoria. Pero el comandante es el fin en el sentido de que el ejército lucha por la victoria, sobre todo por amor a él. Tomás identifica el motor inmóvil de Aristóteles con Dios[180]. Y encuentra también que Aristóteles concibe a Dios como un providente comandante o señor de todas las cosas[181]. Incluso encuentra que Aristóteles sostiene que el amor o deseo de Dios es el que mueve a las sustancias separadas inferiores a poner por obra sus órdenes (de mover a las esferas celestes[182]). Estas interpretaciones de Aristóteles son discutibles[183]. Pero el punto es que, a pesar de ellas, Tomás nunca atribuye a Aristóteles la idea de actuar más por amor a Dios que por amor a nosotros mismos. Es acerca del papel que le corresponde a Dios, como motivo de la acción humana, en que el pensamiento ético de Tomás puede ser menos atribuido a Aristóteles. Sin embargo, ¿es la exigencia de amar a Dios, por encima de uno mismo, un principio de ética? ¿No es acaso un principio revelado, que pertenece al dominio teológico? La respuesta de Tomás a la 2ª pregunta parece ser: sí y no. No en la medida en que amar a Dios por encima de uno mismo es una exigencia de la naturaleza y de la razón natural. Se trata de un precepto fundamental de la ley natural[184], que fluye de la verdad naturalmente cognoscible de que la totalidad de nuestro propio ser es para Dios y de que todo nuestro bien es más para él que para nosotros mismos[185]. En este sentido, no es un principio exclusivamente teológico o revelado. Por otra parte, Tomás también sostiene que en el actual estado del hombre caído, acatar este precepto es imposible sin la gracia[186], y que el pecado ha “oscurecido” su conocimiento natural a tal punto que se ha hecho necesario revelarlo[187]. En este 2º sentido, es de suponer que la respuesta ha de ser sí, que se refiere a la teología. Pero dado que, al menos en principio, se trata de un punto racionalmente cognoscible, ¿no debería permitírsele entrar a formar parte del discurso filosófico? Similares consideraciones y preguntas pueden hacerse acerca de la conveniencia de orientar la propia conducta en vistas de la vida futura. Con todo, quedémonos con la observación que hace Tomás a la Ética Nicómaca de Aristóteles, acerca de la importancia de establecer la felicidad perfecta en la vida futura. Se trata de una observación muy discreta, pero que pone todo el resto en una cierta perspectiva. Tal vez la referencia al ejército y a su comandante (que Tomás ponía de ejemplo) no sea más que otra señal, a forma de insinuar tal perspectiva. j) Política En un siguiente paso, Tomás distingue entre la razón operando en el modo de producción (factionis), cuyo efecto se imprime en una materia exterior y que cae bajo el dominio del arte mecánico, y la razón operando en el modo de acción (actionis), cuyo efecto permanece en el agente (tal como ocurre en los casos de deliberar, elegir y querer). A esta última operación se refieren las ciencias éticas, entre las que se encuentra la política. Tomás asegura que también en este caso se está poniendo por obra una cierta imitación de la naturaleza. Se trata de algo digno de mención, porque las operaciones naturales que podemos inspeccionar son aquellas de naturaleza física, y éstas son producciones realizadas por agentes físicos, sobre una materia exterior. Sin embargo, Tomás encuentra que la acción ética y política imitan también a la naturaleza. Ésta, observa, pasa de las cosas simples e imperfectas a las cosas compuestas y perfectas, y lo mismo ocurre con la razón práctica. Y esto se aplica no sólo al modo en que la razón dispone de las cosas que el hombre utiliza, sino también al modo en que dispone de los propios hombres, que son gobernados por la razón. La razón ordena a los hombres en comunidades, y de éstas, la más compleja y perfecta, y el fin al que las otras se ordenan, es la comunidad cívica. Con esto Tomás quiere explicar por qué, entre las disciplinas prácticas, la política es la más alta. Aquí hallamos implícita una ontología de la comunidad cívica, que merece ser considerada. Una ciudad es un todo compuesto cuyos elementos o componentes más simples son las personas humanas. Como Tomás dijo en el comentario a la Ética Nicómaca, se trata de una multitud con una “unidad de orden”, y su principio ordenador es la razón. Sin embargo, a pesar de que los seres humanos son sus elementos (la materia de este todo, cuya forma es su orden), no deberíamos suponer que nos encontramos ante un caso de la razón actuando según aquel modo de operación que pasa a la materia exterior (es decir, en el modo de producción). Este todo ordenado existe, no como consecuencia de una producción, sino por medio de la acción (es decir, de aquella operación que permanece en el agente). Esto implica que la forma propia del todo permanece en el agente. Pero aquí la forma es un orden, y los sujetos de un orden son cada una de las cosas ordenadas[188]. Por lo tanto, cada una de las personas, que forma parte de este todo, es también un agente del mismo. De hecho, cada uno es un agente voluntario. Parece evidente, entonces, que no hay tal cosa como una persona que sea ciudadana, o una multitud que constituya una ciudad, de modo involuntario. La unidad de la ciudad, y por lo tanto su propio ser, residen principalmente en la voluntad de los ciudadanos. Esto no significa que la ciudad sea un efecto de sus voluntades, sino que la unidad de una ciudad consiste principalmente en “el deseo de los ciudadanos de estar unidos”. La ciudad no es un producto de su voluntad, pues un producto puede seguir existiendo después de que la producción del mismo ha cesado. Si la ciudad fuera un producto, incluso una producida por las voluntades de sus ciudadanos, su continuidad no dependería necesariamente de la voluntad de éstos. E incluso podría continuar existiendo contra su voluntad (por ejemplo, bajo una fuerza despótica). Pero en este caso hablaríamos de esclavos y no ya de ciudadanos, de herramientas humanas y de “cosas que el hombre utiliza”. Y tal multitud no sería una ciudad, sino la corrupción de la misma[189]. La unidad civil es, por tanto, un orden asentado en la acción continua de las voluntades de los ciudadanos. Se trata de una especie de amistad[190], que no es un producto, y tampoco lo es una verdadera ciudad. La ciudad de Aquino es, por tanto, un “conjunto artificial de personas”, así como las partes lo son del cuerpo humano. En esta ciudad, su alma o dador de “vida y movimiento” sería el soberano. Sería difícil exagerar la importancia que da Tomás a la necesidad natural que el ser humano tiene de la amistad (cívica y de otros tipos), como factor constitutivo del orden político. O en otras palabras, la importancia que da a la sociabilidad natural del hombre. Los bienes humanos predominantes en dicha sociedad cívica son todos bienes comunes, aptos para ser compartidos por muchos. Y estos bienes tienen prioridad, en conjunto, sobre los bienes individuales[191]. En gran medida, para determinar la bondad o maldad de la política humana es necesario establecer con precisión la relación de esta conducta (la humana) con los verdaderos bienes comunes, a los que la personas de la ciudad están ordenados[192]. .
_______ [1] cf. Torrell, J. P; Iniciación a Tomás de Aquino: su persona y su obra, ed. EUNSA, Pamplona 2002. [2] En el pasado, la obra fue considerada como una especie de Suma Filosófica, pero su objeto es claramente Dios y lo que le pertenece. Eso sí, la obra está repleta de material filosófico. [3] Obra maestra de Aquino, pensada no tanto “en contra de los errores de los infieles” como para la instrucción de los “principiantes en la verdad católica”. Está dividida en 3 partes (la Secunda Pars, a su vez, en dos), y acaba abruptamente en la cuestión (q.) 90 de la Tertia Pars. (al estar la obra inacabada). El Suplemento, que frecuentemente la sigue, es una compilación de textos tomados del De Sententias, que los discípulos de Aquino seleccionaron de acuerdo con el que habría sido el plan de la parte inacabada. La estructura lógica de la Suma Teológica ha sido objeto de muchas discusiones, a pesar de que la obra misma contiene amplias explicaciones acerca del orden adoptado, tanto general como de las secciones específicas. [4] cf. TOMAS DE AQUINO, De Caelo et Mundo, I, 22, 228. De aquí en adelante las obras de Aquino se citan con los títulos que generalmente se aceptan en la actualidad. En muchos casos los pasajes las citas se hacen según la numeración de: -la edición
Leonina, que ofrece una lectura más autorizada, para ciertos casos, [5] cf. TOMAS DE AQUINO, De Physicis, VIII, 2, 986-990. [6] cf. ARISTOTELES, Física, II, 1, 192b. [7] Sobre la lectura que AQUINO hace de la explicación aristotélica del cambio en términos de materia y forma (en griego, iλη y μορφή, lit. hilemorfismo), véase McInerny, R; O’Callaghan, J; “Saint Thomas Aquinas”, en Stanford Encyclopedia of Philosophy (2009), art. 6 y 8. [8] cf. ARISTOTELES, Metafísica, IX, 7, 1049a. [9] cf. ARISTOTELES, op.cit, I, 3, 983b-984a. [10] cf. Ibid, I, 3, 984a. [11] cf. Ibid, VII, 13, 1039a. [12] cf. ARISTOTELES, De Anima, II, 4, 415b-416a. [13] cf. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, I, q.76, a.3. [14] cf. Gilson, E; “In Quest of Matter”, en Maurer, A. A; Farge, J. K; Three Quests in Philosophy, ed. Pontifical Institute of Mediaeval Studies, Toronto 2008, pp. 75-130. [15] cf. ARISTOTELES, Metafísica, VII, 10, 1036a; XI, 3, 1061a-b. [16] cf. TOMAS DE AQUINO, De Libri Posteriorum, I, 1, 1-6. [17] cf. TOMAS DE AQUINO, De Metaphysicam, IV, 4, 574. [18] cf. TOMAS DE AQUINO, op.cit, IV, 4, n. 574. [19] cf. Ibid, IV, 17, 736. [20] cf. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, I, q.16, a.2. [21] cf. TOMAS DE AQUINO, op.cit, I, q.16, a.6. [22] cf. Ibid, I, q.16, a.8. [23] cf. TOMAS DE AQUINO, Peryermenias, I, 13, 169-175. [24] cf. TOMAS DE AQUINO, op.cit, I, 14, 191-196. [25] cf. Ibid, I, 14, 199. [26] Desde el s. XVI, su interpretación ha sido fuertemente condicionada por la obra de CAYETANO De Nominum Analogia (ca. 1498), a pesar de que es un error tomar este trabajo como una síntesis de esos pasajes. [27] cf. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, I, q.13, a.5. [28] cf. TOMAS DE AQUINO, op.cit, I, q.85, a.2. [29] cf. Ibid, I, q.14, a.1; I, q.84, a.2. A veces se dice que su característica esencial es la intencionalidad, tomando este término en el sentido que le fuera dado por BRENTANO (ca. 1917), pero esto es una confusión. AQUINO tiene una noción de “ser intencional”, y esta desempeña un papel en su tratamiento de algunas actividades cognitivas. pero no es la noción de Brentano, y a lo que se refiere no es a una característica esencial de todo conocimiento, y sí a la inmaterialidad. [30] cf. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, I, q.84, a.7. [31] cf. TOMAS DE AQUINO, op.cit, I, q.85, a.1. [32] cf. Ibid, I, q.86, a.1. [33] cf. Ibid, I, q.84, a.8. [34] cf. Ibid, I, q.79, a.4. [35] cf. Ibid, I, q.79, a.4. [36] cf. Ibid, I, q.85, a.3. [37] cf. Ibid, I, q.75, a.2. [38] cf. Ibid, I, q.87, a.3. [39] cf. Ibid, I, q.87, a.1, ad.3. [40] cf. Ibid, I, q.87, a.1, ad.3. [41] cf. Ibid, I, q.88, a.1-2. [42] cf. Ibid, I, q.12, a.1; I-II, q.3, a.8. [43] cf. Ibid, I, q.12, a.4; I-II, q.5, a.5. [44] Se trata de un concepto (el concepto forma) que caerá virtualmente en el olvido con el derrumbamiento del escolasticismo en la modernidad temprana. En la actualidad muchos teóricos del conocimiento consideran que el conocimiento es algo material en sí mismo, y por tanto bastante semejante en cuanto a su naturaleza a las cosas materiales conocidas. Una minoría lo consideran algo inmaterial o espiritual. En ambos casos, hay que garantizar que el conocimiento presupone algún tipo de influencia de las cosas cognoscibles sobre el sujeto cognoscente. Sin embargo, casi nadie concibe el conocimiento mismo como un tipo de unión con las cosas (o sea, como una actividad conjunta de quien conoce y de la cosa conocida). [45] cf. TOMAS DE AQUINO, De Anima, II, 12, 377. [46] cf. TOMAS DE AQUINO, op.cit, III, 13, 788. [47] cf. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, I, q.16, a.1-2. [48] cf. VILLAGRASSA, J; Bibliografia sulla Metafisica di Tommaso d'Aquino, ed. Ateneo Regina Apostolorum, Roma 2009. [49] cf. WIPPEL, J; The Metaphysical Thought of Thomas Aquinas: from Finite Being to Uncreated Being, ed. University of America Press, Washington 2000. [50] cf. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, I, q.1, a.4; II-II, q.45, a.3, obj.1. [51] cf. TOMAS DE AQUINO, op.cit, I, q.79, a.11; I-II, q.64, a.3. [52] cf. TOMAS DE AQUINO, De Metaphysicam, VII, 10, 1489. [53] cf. TOMAS DE AQUINO, op.cit, III, 4, 384. [54] cf. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, I-II, q.66, a.5, ad.4. [55] cf. ARISTOTELES, Física, III, 1, 201a. [56] cf. TOMAS DE AQUINO, De Physicis, III, 2, 285. [57] cf. TOMAS DE AQUINO, De Metaphysicam, VI, 1, 1147-1151. [58] cf. TOMAS DE AQUINO, op.cit, VI, 1, 1149. [59] cf. Ibid, VI, 1, 1149. [60] cf. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, I, q.77, a.1, ad.7. [61] cf. TOMAS DE AQUINO, op.cit, I, q.54, a.3. [62] cf. TOMAS DE AQUINO, De Metaphysicam, II, 2, 290-298. [63] cf. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, I-II, q.57, a.2. [64] cf. TOMAS DE AQUINO, op.cit, I-II, q.66, a.5, ad.3. [65] cf. Ibid, I-II, q.57, a.2. [66] cf. Ibid, I, q.2, a.3, ad.2. [67] cf. TOMAS DE AQUINO, De Metaphysicam, VII, 11, 1526. [68] cf. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, I, q.5, a.1, ad.1. [69] cf. TOMAS DE AQUINO, op.cit, I, q.5, a.4, ad.1. [70] cf. TOMAS DE AQUINO, De Metaphysicam, III, 4, 384. [71] cf. TOMAS DE AQUINO, De Ente et Essentia, III; De Substantiis Separatis, VIII. [72] cf. TOMAS DE AQUINO, De Veritate, q.1, a.1. [73] cf. TOMAS DE AQUINO, De Metaphysicam, I, 3, 58-60. [74] cf. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, I, q.21, a.1, ad.3. [75] cf. TOMAS DE AQUINO, De Metaphysicam, VII, 11, 1526. [76] cf. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, I, q.3, a.2. [77] cf. TOMAS DE AQUINO, op.cit, I q.13, a.12, obj.2. [78] cf. Ibid, I, q.14, a.1. [79] cf. Ibid, I, q.44. [80] cf. TOMAS DE AQUINO, De Metaphysicam, proemio. [81] cf. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, I, q.45, a.1, ad.1. [82] cf. TOMAS DE AQUINO, op.cit, I, q.65, a.3. [83] AQUINO encuentra este parecer en ARISTOTELES, y también da sus propias razones para sostenerlo. [84] cf. TOMAS DE AQUINO, De Caelo et Mundo, II, 13, 417-418. [85] cf. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, I, q.65, a.4. [86] cf. TOMAS DE AQUINO, op.cit, I, q.25, a.3. [87] cf. Ibid, I, q.50, a.1. [88] cf. TOMAS DE AQUINO, De Spiritualibus Creaturis, q.1, a.5. [89] cf. DOOLAN, G. T; “Aquinas on the Demonstrability of Angels”, en HOFFMANN, T; A Companion to Angels in Medieval Philosophy, ed. Brill, Leiden 2012, pp. 13-44. [90] cf. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, I, q.50, a.1. [91] cf. TOMAS DE AQUINO, op.cit, I, q.50, a.5, ad.3. [92] cf. Ibid, I, q.39, a.2, ad.5. [93] cf. Ibid I, q.39, a.2, ad.5. [94] cf. Ibid, I, q.75, a.5, ad.3. [95] cf. WIPPEL, J; The Metaphysical Thought of Thomas Aquinas: from Finite Being to Uncreated Being, ed. University of America Press, Washington 2000, pp. 132-176. [96] cf. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, I, q.48, a.2. [97] cf. WIPPEL, J; op.cit, pp. 137-150. [98] cf. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, I, q.3, a.4, ad.2. [99] cf. TOMAS DE AQUINO, De Metaphysicam, IV, 2, 558. [100] cf. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, I, q.75, a.5. [101] cf. BROCK, S. L; “On Whether Aquina's Ipsum Esse is Platonism”, en Review of Metaphysics, LX (2006), pp. 269-303. [102] cf. TOMAS DE AQUINO, De Substantiis Separatis, IX. [103] cf. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, I, q.50, a.2, ad.4. [104] cf. TOMAS DE AQUINO, De Potentia, q.1, a.2. [105] cf. TOMAS DE AQUINO, De Veritate, q.27, a.1, ad.3. [106] cf. TOMAS DE AQUINO, De Anima, II, 7, 319. [107] cf. TOMAS DE AQUINO: Summa contra Gentiles, I, 22, 174; II, 30, 73; De Caelo et Mundo, I, 6, 62. [108] cf. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, I-II, q.3, a.8. [109] cf. ARISTOTELES, Metafísica, II, 1, 993b. [110] cf. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, I , q.1, a.5, ad.1. [111] cf. TOMAS DE AQUINO, op.cit, I, q.1, a.5, ad.2. [112] cf. Ibid, I, q.1, a.8, ad.2. [113] cf. TOMAS DE AQUINO, De Trinitate, I, q.2, a.3. [114] cf. Rm 1, 19. [115] cf. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, I, q.46, a.2. [116] cf. TOMAS DE AQUINO, op.cit, I-II, q.57, a.1, ad.2; I-II, q.3, a.6. [117] cf. Ibid, I, q.1, a.1. [118] cf. ARISTOTELES, Metafísica, VI, 1, 1026a; XI, 7, 1064b. [119] cf. TOMAS DE AQUINO, De Metaphysicam, proemio. [120] cf. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, I, q.12, a.12, ad.2. [121] cf. ARISTOTELES, Refutaciones Sofísticas, II, 165b. [122] cf. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, I-II, q.6-17. [123] cf. BROCK, S. L; Action and Conduct. Thomas Aquinas and the Theory of Action, ed. T&T Clark, Edimbrugo 1998. [124] cf. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, I-II, q.1, a.2; I-II, q.6, a.2. [125] cf. TOMAS DE AQUINO, op.cit, II-II, q.31, a.3; II-II, q.130, a.1. [126] cf. TUNINETTI, L; Per se Notum. Die logische beschaffenheit des Selbsverstandlichen im Denken des Thomas von Aquin, ed. Brill, Leiden 1996. [127] cf. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, I-II, q.94, a.2. [128] cf. TOMAS DE AQUINO, op.cit, I-II, q.94, a.2. [129] cf. Ibid, I, q.85, a.3. [130] cf. Ibid, I-II, q.51, a.1. [131] cf. Ibid, I-II, q.94, a.2. [132] cf. Ibid, I-II, q.91, a.2. [133] cf. Ibid, I, q.2, a.1. [134] cf. Ibid, I, q.2, a.3. [135] cf. Ibid, I, q.46, a.2. [136] cf. Ibid, I, q.9, a.1. [137] cf. Ibid, q.3, a.4. [138] cf. Ibid, q.44, a.1. [139] cf. Ibid, I, q.3, proemio. [140] cf. Ibid, I, q.4, a.2. [141] cf. Ibid, I, q.4, a.2. [142] cf. Ibid, I, q.4, a.2 ad.1. [143] cf. Ibid, I, q.4, a.3. [144] cf. Ibid, I, q.13, a.3. [145] cf. Ibid, I, q.13, a.5. [146] cf. Ibid, I, q.12, a.2. [147] cf. TOMAS DE AQUINO, De Divinis Nominibus, XIII, 3, 989. [148] cf. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, I, q.44, a.1, ad.1. [149] cf. TOMAS DE AQUINO, op.cit, I, q.75, a.2. [150] cf. ARISTOTELES, Categorías, V, 3a. [151] cf. TOMAS DE AQUINO, Epistolam ad Corinthios Lectura, XV, 2. [152] cf. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, I, q.75, a.6. [153] cf. TOMAS DE AQUINO, op.cit, I, q.89, a.1. [154] cf. Ibid, I, q.76, a.1, ad.6. [155] cf. Ibid, I, q.76, a.2 ad.2. [156] cf. Ibid, Suppl, q.79, a.1, ad.3. [157] cf. Ibid, Suppl., q.79, a.1, ad.3. [158] cf. Ibid, Suppl, q.75, a.3. [159] cf. Ibid, Suppl, q.75, a.3. [160] Una Política de ARISTOTELES que fue interrumpida en el libro III, cap. 6. [161] cf. TORREL, J. P; Initiation a Saint Thomas d'Aquin, ed. Academic Press, París 2008, pp. 331-337 y 341. Sobre el modo fundamentalmente aristotélico en que AQUINO estructura el pensamiento moral, véase Flannery, K; Acts Amid Precepts. The Aristotelian Logical Structure of Thomas Aquinas’s Moral Theory, ed. University of America Press, Washington 2001. [162] cf. TOMAS DE AQUINO, De Ethica, I, 16, 193. [163] cf. DEWAN, L; Wisdom, Law and Virtue: Essays in Thomistic Ethics, ed. Fordham University Press, Nueva York 2007. [164] cf. ARISTOTELES Etica a Nicómaco, I, 1096b. [165] cf. TOMAS DE AQUINO, De Sententias, IV, 26-42. Gran parte de este material, aunque organizado según un orden diferente, se encuentra recogido en la Suma Teológica, Supplementum, qq. 41-68. [166]
Sobre
la necesidad de proceder con cierta cautela en la lectura del De Regno,
ver Torrell,
J. P; Iniciación a Tomás de
Aquino: su persona y su obra, ed. EUNSA, Pamplona 2002, pp. 2 [167] cf. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, I-II, q.98-105. [168] cf. TOMAS DE AQUINO, op.cit, II-II, q.47, a.2, ad.2. [169] cf. Ibid, I-II, q.3, a.5, ad.3. [170] cf. Ibid, I-II, q.66, a.5. [171] cf. TOMAS DE AQUINO, De Ethica, I, 2, 25-31. [172] cf. TOMAS DE AQUINO, op.cit, VI, 6, 1184. [173] cf. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, I-II, q.18. [174] cf. TOMAS DE AQUINO, Lectura super Matthaeum, V, 2. [175] cf. TOMAS DE AQUINO, Summa contra Gentiles, III, 48, 2254-2261. [176] cf. TOMAS DE AQUINO, De Ethica, I, 16, 202. [177] cf. ARISTOTELES, De Caelo, I, 4, 271a. [178] cf. TOMAS DE AQUINO, De Anima, III, 10, 743. [179] cf. TOMAS DE AQUINO, De Sententias, III, 35, q.1, a.2, qc.1. [180] cf. TOMAS DE AQUINO, De Metaphysicam, XII, 12, 2663. [181] cf. TOMAS DE AQUINO, De Substantiis Separatis, III, 60. [182] cf. TOMAS DE AQUINO, De Metaphysicam, XII, 7, 2529; XII, 8, 2536. [183] cf. BROCK, S. L; “The Causality of the Unmoved Mover in Thomas Aquinas's Commentary on Metaphysics XII”, en Nova et Vetera, X (2012), pp. 805-832. [184] cf. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, I-II, q.100, a.3, ad.1. [185] cf. TOMAS DE AQUINO, op.cit, I, q.60, a.5; I-II, q.26, a.3. [186] cf. Ibid, I-II, q.109, a.3. [187] cf. Ibid, I-II, q.100, a.5, ad.1. [188] cf. Ibid, III, q.75, a.4, ad.1. [189] cf. TOMAS DE AQUINO, De Politica, III, 5, 390. [190] cf. TOMAS DE AQUINO, De Ethica, IX, 9-11. [191] cf. KONINCK, C; La Primacía del Bien Común, contra los Personalistas, ed. Cultura Hispánica, Madrid 1952. [192] cf. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, I, q.90, a.2, ad.3. |