Acción libre y veraz

 

Navarra, 1 julio 2020
Ana González, catedrática de Filosofía

a) Acción libre

            El concepto libertad es susceptible de verdad y falsedad, así como el lenguaje es susceptible de verdad o falsedad. Esto no es una opinión muy corriente, ya que estamos acostumbrados a considerar la libertad en un sentido excesivamente formal, prescindiendo de su posible contenido. De igual manera, lo mismo sucede con el lenguaje, cuando lo consideramos desde el punto de vista sintáctico (de la formalidad) y no desde el punto de vista semántico (de los contenidos).

            Así, cabría decir que la libertad no es susceptible de verdad o falsedad a nivel formal, pero sí a nivel de contenido, a nivel de esa libertad que usamos ordinariamente cuando elegimos actuar de una manera o de otra. Así considerada, la libertad puede ser verdadera o puede ser falsa.

            Sin embargo, antes de examinar en qué sentido pueden ser verdaderas o falsas nuestras elecciones, no está de más reparar en la extrañeza que este modo de hablar suscita en nosotros. Y es que la idea de libertad con la que estamos familiarizados, e impregnamos nuestra cultura, no acepta con facilidad esa relación que aquí damos por sentada. Más cercana a Ockham que a Aristóteles, a la gente de hoy día le parece que la libertad es asunto exclusivo de la voluntad, y ajena por tanto al conocimiento, y por tanto a la verdad.

            Se trata de una opinión generalizada de hoy día, que llega incluso a pensar que el conocimiento puede estorbar a su libertad. Por lo menos determinado tipo de conocimiento, pues hay otro que sin duda constituye una ayuda considerable para realizar sus libertinajes. Se trata del modo de pensar con el que Calicles contestó a Sócrates:

“¿Cómo podría ser feliz un hombre si es esclavo de algo? Al contrario, lo bello y lo justo por naturaleza es lo que yo te voy a decir con sinceridad, a saber: el que quiera vivir rectamente debe dejar que sus deseos se hagan tan grandes como sea posible, y no reprimirlos, sino que, siendo lo mayores que sea posible, debe ser capaz de satisfacerlos con decisión e inteligencia y saciarlos con lo que en cada ocasión sea objeto de deseo. Pero creo yo que esto no es posible para la multitud; de ahí que, por vergüenza, censuren a tales hombres, ocultando de este modo su propia impotencia. Así, esclavizan a los hombres más capaces por naturaleza, mientras ellos tratan de procurarse la plena satisfacción de sus deseos”[1].

            Como se ve, también Calicles considera que para ser feliz es necesaria una cierta inteligencia, pero una inteligencia puesta al servicio de los deseos, de unos deseos ajenos por completo a la ley moral, que él considera fruto de la pura convención, y causante de la esclavitud y la infelicidad de los hombres. Esta es la idea de Calicles, con la que muchos contemporáneos se sentirían identificados.

            Pero existe otro modo de pensar, representado por la figura de Sócrates. A diferencia de Calicles, Sócrates considera que los deseos naturales más profundos no son ajenos a la moral, como puede ser el caso de ese deseo que dice “más vale padecer la injusticia que cometerla”. En este caso, o ejemplo citado por Sócrates, estamos ante un deseo natural mucho más hondo que el deseo de placer y el de prevalencia. Mejor dicho: ante el deseo de placer o poder, hay determinados precios que están por encima de ese deseo, como puede ser la voluntad de justicia de Platón.

            El enfrentamiento entre Calicles y Sócrates pone al descubierto, en todo caso, la existencia de lo que podríamos llamar niveles de deseo: hay deseos más superficiales y deseos más profundos. En este sentido, lo que se muestra en ese diálogo es la distinción entre apariencia y realidad, cuya distinción trasciende el ámbito de la Filosofía Moral y debería ser ocupada por la Gnoseología. Sin embargo, la necesidad de distinguir entre apariencia y realidad es una de las primeras cosas que nos enseña la vida, como una cuestión de importancia existencial. Pues:

-las cosas no son siempre lo que parecen,
-lo que deseas en un primer momento no siempre resulta ser lo que quieres.

            El hombre no puede vivir permanentemente ignorando este desajuste, pues llega un momento en que hacerlo equivale a vivir engañado, y este engaño (o autoengaño, sobre todo) puede ser fatal. Es verdad que descubrir el desajuste es doloroso, así como descubrir que la realidad no responde a mis expectativas iniciales. Incluso puede ser frustrante, sobre todo para los que habían vivido en torno al deseo de placer, y se dan cuente que la realidad requiere moderar las expectativas. Es lo que le ocurrió a Freud, que al distinguir entre placer y realidad tuvo que aceptar la diferencia aludida, ya que “lo que de verdad y en el fondo queremos” era, para él, placer[2] a forma de premisa gratuita (pues deseamos placer, pero no es cierto que deseemos sólo placer, o que lo deseemos a cualquier precio).

            Es verdad que advertir que la realidad no se ajusta a mis deseos puede ser doloroso. Pero también es verdad que esa contrariedad inicial puede ir madurando hacia una dimensión más profunda, en la que voluntad y realidad se reconcilian. En el planteamiento de Sócrates, el deseo más profundo (más natural) del hombre apuntaba a este ajuste, como un empeño moral que partía de un deseo profundo, para nada ajeno al intelecto. Para Sócrates, por tanto, la moral no vendría a contrariar nuestra naturaleza, cosa que sí hacía en Calicles. A Sócrates le daba igual si la moral debía proceder de la naturaleza o de las convenciones humanas. Pero insistía en que era totalmente imprescindible para reconciliar al hombre con la realidad, así como debía adquirirse a través del conocimiento.

            No obstante, hay una verdad profunda en la que coinciden Calicles y Sócrates: que la libertad de un ser es la conforme a su naturaleza[3], aunque Calicles la interprete en clave naturalista (diciendo que, por ser libre, un hombre puede “invertir los valores”) y Sócrates la interprete en clave cognoscitiva (considerando que la libertad ha de ser consecuente con su principio originador, esforzándose en distinguir lo real de lo aparente).

            Entre ambas interpretaciones, podría mediar la postura del ajuste relativo de Spaemann, que pone el siguiente ejemplo:

“Supongamos un hombre que tenga mucha sed. Sobre la mesa se encuentra un vaso con una limonada. La toma y bebe. Pero el hombre ignoraba que la limonada estaba envenenada. Preguntémonos ahora: ¿hizo lo que quería? De entrada nada nos hace suponer que quería envenenarse, y en este sentido no hizo lo que quería. Pero pensémoslo ahora de otra manera. Supongamos que el hombre tiene mucha sed, y la limonada se halla sobre la mesa, y él sabe que la limonada está envenenada. Sin embargo, tiene tanta sed que se la toma y bebe. ¿Hizo lo que quería? Desde luego obró voluntariamente, e inmediatamente satisfizo su sed. Sin embargo, el sentido objetivo de satisfacer la sed no es comparable al de la preservación de la vida. Por esta razón, eso que hizo voluntariamente es en sí mismo algo absurdo, porque contradice una voluntad suya más profunda: la voluntad de vivir, al servicio de la cual la satisfacción de la sed adquiere su sentido”[4].

            Los hombres podemos separar racionalmente el sentido objetivo de una tendencia subjetiva, y a veces esta separación puede ser útil. Así ocurre con los inapetentes, que no sienten necesidad de comer pero con su razón (objetiva) pueden discernir el apetito de mantenerse con vida (subjetiva), y comen a pesar de no encontrar satisfacción. O podemos no hacerlo, por enfermedad o por no querer vincular un aspecto con otro.

            No cabe duda de que los seres humanos podemos actuar de manera absurda. De hecho, muchas veces actuamos así, confundiendo lo real y lo aparente, u obrando moralmente mal.

            Obrar moralmente mal no significa tener mala voluntad, sino tener una voluntad poco fortalecida por la virtud. De hecho, la mala voluntad (o voluntad viciosa) supone la perseverancia consciente en un modo de actuar, que al principio se sabe malo y que al final ya no lo parece (de ahí que dijera Aristóteles que “el vicio corrompe el principio”[5]). Luego la capacidad de distinguir el bien y el mal depende en gran medida del compromiso práctico con el bien. Pues el conocimiento moral tiene su principio en la teoría, pero se va ligando a la vida, y mediante su práctica se va perfeccionando o deteriorando. Así ocurre con la libertad, que pertenece al conocimiento práctico y que, aunque proviene de su principio originador (la verdad), con las elecciones que va tomando va evolucionando, a mejor o a peor.

b) Acción veraz

            Es el momento de retomar la cuestión que apuntábamos al principio, cuando comparábamos la verdad de nuestras elecciones con la verdad de una frase. En ambos casos hablábamos de verdad, pero de una verdad ligeramente distinta. Mientras que la verdad de una frase era meramente especulativa, la verdad de una elección era meramente práctica. O lo que es lo mismo, la verdad puede ser:

-especulativa, cuando nuestro entendimiento refleja (especula, espejea) el orden real,
-práctica, cuando ese reflejo se pone por obra, u orienta implícitamente a un acción.

            No obstante, la verdad práctica no es resultado exclusivo de un conocimiento, e incluso puede suponer cierta voluntad: la voluntad de realizar lo que ha visto. No es que la verdad sea una cuestión de la voluntad, pero sí que puede acabar acostumbrada a que la voluntad ejercite o no el razonamiento teórico. Y si una persona no quiere razonar, acabará perdiendo el hábito de estar informado, de acumular conocimiento, de ejercitar el entendimiento, y de conocer la verdad. En este sentido, cabe decir con Inciarte que la verdad consiste más en una acción que en un juicio[6].

            Ahora bien, ¿cómo se llega a una acción verdadera? La respuesta es obvia: con una elección verdadera, pues toda acción se origina en una elección. Y ¿cómo se llega a una elección verdadera? A lo que hay que responder: de la manera con que Aristóteles describía lo que es elección: mediante un deseo deliberado. Dos palabras, por tanto, con las que tenemos las claves para determinar los elementos de toda verdad práctica: deliberación y deseo.

            No obstante, decía el Estagirita que “el bien de la parte intelectual pero práctica es la verdad que está de acuerdo con el deseo recto”[7]. Es decir, que quien no desea rectamente, no está en condiciones de deliberar, no ya con corrección sino con verdad. De esta forma, un elemento de la verdad práctica (la deliberación) se muestra dependiente del otro (el deseo). Luego lo realmente importante es preguntarse por cómo determinar la rectitud del deseo.

            Si en este punto contestamos que la rectitud del deseo depende de la verdad de la deliberación, entramos en una circularidad evidente, de la que no resulta fácil salir. Sin embargo, el planteamiento aristotélico no llega mucho más lejos, pues el mismo Aristóteles considera que la rectitud del deseo es la obra característica de la virtud moral. Sin embargo, como él mismo observa en varias ocasiones, no hay virtud moral sin prudencia, de la cual depende, a su vez, la verdad del juicio práctico. No cabe duda: la verdad práctica da lugar a la virtud, y la virtud supone la verdad práctica. Pero ¿qué hacer cuando uno no posee la virtud moral? ¿Cómo trascender la circularidad característica de la verdad práctica?

            Decía Aristóteles que la prudencia está en función de la virtud. O lo que es lo mismo, que lo más necesario para actuar virtuosamente es conocer esa virtud.

            Alguno diría que el conocimiento del bien moral[8] ya fue adquirido en nuestra infancia de manera natural, mediante una simple experiencia elemental o “uso de razón”. Un conocimiento infantil que, además, habría empezado a ser llevado a la práctica (haz esto, no hagas aquello...). Pero eso fue sólo algo germinal, y a lo mucho una entrada en el mundo de la virtud, de forma imperfecta y para nada garantizando la práctica de la virtud (porque no existía todavía una voluntad). Por eso, el problema sigue abierto: ¿cómo se puede ejercer la virtud, si todavía no somos virtuosos? ¿Acaso la virtud presupone ya la rectitud del apetito? ¿No decimos que la rectitud del apetito es obra de la virtud?[9].

            Para estudiar el tema de la generación de la virtud es necesario salir de las estrechas fronteras de la psicología humana interior, trascenderlas y recurrir tanto al nous del que hablaba Aristóteles en su De Anima (como ese intelecto que nos viene de fuera) como a lo que la Sagrada Escritura llamaba corazón (para referirse a la instancia donde nacen las decisiones sin motivo aparente).

            Según explica Spaemann[10], bajo el concepto corazón se encuentra el núcleo de la idea de persona: no como una realidad enfrentada a la naturaleza, sino como el ser que puede trascenderla, pensando en su autotrascendencia (lo que Pascal diría de que “el hombre supera infinitamente al hombre”). En ese sentido, el corazón sería esa instancia que abre al hombre al abismo del espíritu. Un abismo que permitiría trascender la circularidad de la naturaleza y llegar al fondo de la propia voluntad, con capacidad como para:

-rectificarla, enderezando la curvatura natural,
-dirigirla, por encima de sus deseos naturales (aparentes, inmediatos...),
-ponerla en marcha, mediante un acto virtuoso, y después de éste otro.

            Sin duda, el corazón cristiano ha dotado a la voluntad de un status que no tenía en Aristóteles; un status que la constituye en instancia:

-no tanto discernible de la inteligencia,
-sí muy facultativa para tener dominio sobre el devenir ordinario de la vida.

            En esta misma línea se debe interpretar el protagonismo que la intención, como acto independiente de la voluntad, adquiere en la filosofía posterior al cristianismo. Aristóteles no había hablado de la intención porque tampoco había hablado de la voluntad como facultad independiente del entendimiento[11]. El concepto de intención como “alma de nuestras elecciones concretas” es una aportación específica del cristianismo[12], como lo es también una mayor profundización de la idea de libertad.

            Desde esta profundidad del corazón es posible afirmar que el hombre es radicalmente libre, y no ya una marioneta en manos del azar, ni del capricho de los distintos significados de las palabras, ni de una naturaleza que a lo mejor no le ha dotado igual que a otros naturaleza. Y es posible afirmar que es radicalmente responsable, tanto de su perfeccionamiento o empeoramiento, cuanto de la intención o empeño que ponga cada uno en ello.

            Una intención que consiste únicamente en una decisión: abrir o cerrar la puerta del espíritu, a la trascendencia sobre la curvatura de la naturaleza. Si el hombre abre la puerta de su espíritu, tomará por sí mismo las riendas de su vida, en términos de la verdad práctica (que suponía la rectitud de la vida). Y si el hombre cierra la puerta de su espíritu, acabará dejando las riendas de su vida en manos de los procesos naturales (en una vida inercial, sin llegar a la altura de sus posibilidades, ni discernir completamente por sí mismo el bien y el mal).

            Cabe concluir, pues, que la veracidad humana depende del empeño que se ponga en la rectificación de la propia voluntad:

-a nivel gnoseológico, mostrando interés por ella, lo cual generará su conocimiento y un posible compromiso,
-a nivel ontológico, construyendo acciones (elecciones) verdaderas, sobre lo aprendido y corregido.

            Éste es el sentido de la misteriosa definición de hombre que nos ofrece Aristóteles en su Ética a Nicómaco, cuando inmediatamente después de referirse a la elección (a la que describe como “inteligencia deseosa o deseo inteligente”) añade: “y esta clase de principio es el hombre”[13].

c) Costumbre libre y veraz

            La relevancia de la última frase de Aristóteles (“el hombre es deseo inteligente”) es enorme. Y es que definir al hombre en función de una elección es tanto como decir que el hombre se define por sus elecciones. Lo cual se debe interpretar en términos cualitativos, por supuesto. Pues afirmar que “el hombre posee la capacidad de definirse” equivale a decir que “el hombre posee la capacidad de definir su carácter”. Y cuando el hombre elige actuar de una determinada manera, y hace todo lo que está en su mano para conseguirlo, va forjando un determinado carácter[14], y se va convirtiendo en generoso o mezquino, valiente o cobarde, justo o injusto... nos guste o no.

            La razón es que nuestros actos no se limitan a tener un efecto exterior o técnico (transformador del mundo que nos rodea), ni tampoco psicológico o sentimental (que a veces no lo tiene). Sino que ambos efectos suelen ir acompañados por una intención interior (apetitos, tendencias...). De la compenetración (o no) entre esa intención y sus efectos es donde se podrá ver si ha entrado en juego (o no) el empeño moral[15]. Si la razón ha procurado el crecimiento integral de ambas facetas (intención + efectos), en ese empeño conseguirá la virtud moral, y empezará a ir mejorando y perfeccionando la naturaleza humana.

            A este respecto, no hay que olvidar que el término areté (= virtud) no significaba para los griegos tanto virtud cuanto excelencia, y por esa razón decía Aristóteles que lo propio de la virtud es “perfeccionar la condición de aquello de lo cual es virtud”, así como “hacer que ejecute bien su operación”. Y en este sentido escribe:

“La excelencia del ojo hace bueno al ojo y su función, pues vemos bien por la excelencia del ojo. Así mismo, la excelencia del caballo hace bueno al caballo y lo capacita para correr, para llevar al jinete y afrontar a los enemigos. Si esto es así en todos los casos, la virtud del hombre será también el hábito por el cual el hombre se hace bueno y por el cual ejecuta bien su función propia”[16].

            Las palabras anteriores nos sirven para hablar con Calicles, si nos fuese posible. Y decirle que, en el contexto de la ética de la virtud, la moral es todo lo contrario al límite y a la negación de la vida, pues precisamente la virtud está en lo que promueve el crecimiento del hombre desde dentro, lo que le perfecciona, lo que saca de él lo mejor de sí mismo. En sintonía con esto se puede decir que la verdad práctica, la verdad de la elección, redunda en la verdad misma del hombre. Esto es: lo que hace de un hombre un buen hombre.

c) Conclusión

            Pensemos por un momento lo que ocurriría si un observador venido de otro planeta llegara a la Tierra para realizar un estudio sobre las formas de vida terrestres, y que tras estudiar la vida de otras especies animales, se pusiese a investigar a la especie humana. Es posible aventurar que el marciano se sintiera algo contrariado por la nueva especie, a causa de su notable complejidad de vida y diferencias cualitativas. Si el marciano se fijara en los grupos de la sociedad de consumo, sus conclusiones serían desalentadoras. Y si lo hiciera en los grupos que van al fútbol, acabaría diciendo que “su modo de vida se asemeja en lo esencial al de los demás animales”.

            ¿En qué me baso para aventurar semejante conclusión? Ni más ni menos que en la dinámica característica de la sociedad de consumo, la cual, por su propia naturaleza, contribuye a ocultar lo más distintivo de los hombres: su capacidad para sustraerse al dominio de lo útil, y entregarse a actividades libres y desinteresadas. En efecto, cuando una civilización entera se entrega obsesivamente a satisfacer sus necesidades, es fácil que pierda la sensibilidad, y aquello que le distingue radicalmente de los demás animales.

            Esto es lo que ocurre, me parece, cuando se pierde de vista la tríada de conceptos que Aristóteles saca a relucir en su Política: descanso, trabajo, ocio. Es significativo que en nuestro tiempo las palabras descanso y ocio prácticamente sean vistas como sinónimos[17]. Pues para Aristóteles no lo eran en modo alguno, y de su interrelación pendía el desarrollo integral del hombre en una sociedad: el descanso ordenándose al trabajo, y el trabajo ordenándose al ocio. Eso sí, entendiendo bien que por ocio se refería el griego al “cultivo del espíritu”, y que, por tanto:

-el trabajo se movía en la esfera de lo útil,
-el descanso se movía en la esfera de lo necesario,
-el ocio se movía en la esfera de lo libre.

            Aquí tenemos la diferencia entre sobrevivir y vivir, entre vivir y vivir feliz. No hay que ser especialmente observador para advertir que en este mundo se pierde cada vez más de vista esa diferencia[18]. En Estados Unidos, el país de la libertad, se encuentra muy extendida hoy la enfermedad del monopolio: el workaholism, o adicción al trabajo. Ahora bien, según dice Aristóteles en su Política, “el buscar en todo la utilidad es lo que menos se adapta a las personas magnánimas y libres”[19]. Si hemos de hacerle caso, los Estados Unidos serían un ejemplo fabuloso de una sociedad de burros.

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  Act: 01/07/20       @fichas de reflexión            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A  

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[1] cf. PLATON, Gorgias, 491d- 492d.

[2] cf. SPAEMANN, R; Etica: Cuestiones fundamentales, ed. Eunsa, Pamplona 1987.

[3] cf. SPAEMANN, R; “La naturaleza como instancia de apelación moral”, en Reuniones Filosóficas, XXV (Pamplona 1992), v. I.

[4] cf. SPAEMANN, R; op.cit, v. I.

[5] cf. ARISTOTELES, Etica a Nicómaco, VI, 5.

[6] cf. INCIARTE, F; “Practical Truth”, en Persona, Verità e Morale, I (Roma 1986), pp. 201-215; “Theoretische und praktische Wahrheit”, en Rehabilitierung der pratischen Philosophie, II (Friburgo 1974), pp. 155-170.

[7] cf. ARISTOTELES, Etica a Nicómaco, VI, 2.

[8] Lo que los medievales, siguiendo el comentario de SAN JERONIMO en Ezequiel, llamarán sindéresis (cf. TOMAS DE AQUINO, De Veritate, q. 16).

[9] cf. HILDEBRAND, D; Sittlichkeit und ethische Werterkenntnis, ed. Patris Verlag, Schonstadt 1982, pp. 40 y ss.

[10] cf. SPAEMANN, R; Personen, ed. Klett-Cotta, Stuttgart 1996.

[11] cf. RHONHEIMER, M; Praktische Vernunft und die Vernünftigkeit der Praxis, ed. Akademie Verlag, Berlín 1994.

[12] cf. PINCKAERS, S; Las fuentes de la Moral cristiana, ed. Eunsa, Pamplona 1988.

[13] cf. ARISTOTELES, Etica a Nicómaco, VI, 2.

[14] cf. MARTIN, C; “Virtues, motivation and the end of Life”, en AA.VV; Moral Truth and Moral Tradition, ed. Gormally & Redwood Books, Wiltshire 1994.

[15] cf. INCIARTE, F; El Reto del Positivismo lógico, ed. Rialp, Madrid 1973.

[16] cf. ARISTOTELES, Etica a Nicómaco, II, 6.

[17] cf. PIEPER, J; Musse und Kult, ed. Kösel Verlag, Munich 1949, pp. 56-57.

[18] cf. PIEPER, J; op.cit, p. 14.

[19] cf. ARISTOTELES, Política, VIII, 3.